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Sol negro

Tras el torneo, Enzo intentó armar un alboroto, insistiendo en que se tomaran medidas respecto a mi situación. Después de todo, era un fugitivo buscado por la Kirche. En las ciudades fronterizas todavía veía carteles con mi rostro de niño, acompañados de la palabra “Se busca”.

Thailon, con su serenidad característica, logró evitar que Enzo hiciera una escena mayor. Con palabras calmadas, pero firmes, consiguió que se marchara, aunque claramente molesto. Luego nos felicitó a Kiomi y a mí, diciendo que habíamos superado sus expectativas. Su expresión de felicidad era inusual y contagiosa.

A pesar de haber obtenido el título de “el más fuerte de Ilmenor”, no dejé de entrenar. Tenía que ser más fuerte. No podía detenerme. Mi deber era proteger a quienes me importaban, y para eso necesitaba superar cualquier límite.

Los días transcurrieron con calma. Nos asignaban trabajos de protección o ayuda, misiones lejos del peligro extremo al que estaba acostumbrado. No me quejaba; prefería estas tareas tranquilas a poner mi vida en riesgo constantemente.

Como “guerreros” de Ilmenor, cada uno era asignado a un equipo. Los grupos con números más bajos eran los más fuertes de su generación. Por azares del destino, terminé en el mismo equipo que Kiomi, algo que no me molestaba en absoluto. Sin embargo, también estaba Gratius, quien había decidido quedarse en la aldea con el único objetivo de vencerme algún día. Sabina completaba el equipo, y con ella todo era más llevadero.

Nuestras misiones eran bastante rutinarias. Vigilábamos los puestos fronterizos de la Kirche, esperando cualquier eventualidad. Cada mes rotábamos de posición con otro equipo.

La vida era tranquila y agradable. En el equipo solíamos reír mucho, aunque Gratius era una excepción. Siempre buscaba molestarme o sabotear lo que hacía. Ya no sabía si lo hacía por fastidiar o por algún extraño sentido del humor.

Una tarde, mientras estaba en casa, Thailon me llamó.

—Zein, ¿puedo hablar contigo un momento? —preguntó con su tono calmado.

—¿Qué pasa? —respondí, acercándome.

—Mañana es el cumpleaños de Kiomi, y queremos prepararle una sorpresa aquí en la aldea. Pero necesitamos que alguien se la lleve un rato, desde esta noche hasta mañana en la noche. Hay mucho trabajo por hacer. ¿Crees que puedas hacerlo?

—Claro, no te preocupes. Confía en mí. La mantendré lo más ocupada posible —le respondí a Thailon con seguridad.

Ahora, solo quedaba un obstáculo: convencer a Gratius de que no hiciera ninguna de sus tonterías durante ese día especial.

—Gratius.

—¿Qué quieres, sabandija? —respondió con ese tono arrogante que tanto me irritaba.

—¿Podrías dejar de llamarme así por un momento?

—¿Y por qué debería? —preguntó con una sonrisa altiva que era casi nauseabunda.

—Mira, nos asignaron una misión, pero es solo una fachada. Necesitamos mantener ocupada a Kiomi mientras preparan algo para su cumpleaños en la aldea.

—¿Y eso qué?

—Solo te pido que, por un día, no hagas ninguna de tus babosadas y me ayudes a mantenerla distraída.

Gratius se quedó pensativo, algo que no esperaba. Siempre había asumido que era incapaz de reflexionar antes de hablar.

—Está bien —dijo finalmente—, ¡pero no lo hago por ti! Lo hago por Kiomi. Ella me cae bien.

—Gracias.

Esa misma tarde partimos hacia nuestra “misión”, que consistía en recoger bayas silvestres en un bosque cercano. Ir y volver nos tomaría casi un día completo. Armamos un pequeño campamento cerca del lugar, y cuando cayó la noche, el cielo se llenó de estrellas.

Gratius y Sabina desaparecieron del campamento, dejándonos solos a Kiomi y a mí frente a la fogata. El crepitar del fuego llenaba el silencio mientras Kiomi jugaba con un palo, dibujando figuras en la tierra.

—¿Te acuerdas de cuando éramos más pequeños? —preguntó, dibujando una imagen de los dos. Era algo tosca, pero era evidente lo que quería mostrar.

—Claro. Siempre jugábamos juntos… también con Lyra. Siempre tuvo muchísima energía.

—Sí… eran días muy entretenidos.

—Gracias —dijimos a la vez, mirándonos a los ojos antes de soltar una carcajada.

—Gracias, Kiomi —dije, bajando la voz mientras la miraba. El resplandor de la fogata iluminaba su rostro suavemente. —Desde que llegué, mi vida ha tomado un nuevo rumbo. Uno bastante lindo.

Kiomi levantó la vista, con una expresión que parecía entre curiosidad y algo más que no podía identificar del todo.

—Yo también quiero agradecerte, Zein. Por quedarte, por ser parte de esto… de todo.

El momento quedó suspendido en el aire, mientras el fuego chisporroteaba entre nosotros, y nuestras miradas permanecían conectadas unos segundos más de lo habitual.

Se recostó en mi hombro mientras seguía dibujando figuras en la tierra con el palo.

—Ojalá estos momentos duraran para siempre —dijo en un susurro, casi como un deseo perdido en la noche.

—Ojalá —respondí en el mismo tono.

Nos quedamos así, bajo el calor de la fogata, mirando las llamas bailar y disfrutando de la tranquilidad. Pero ese momento se interrumpió cuando Gratius y Sabina regresaron. Venían bastante habladores… y tomados de la mano. No pude evitar sorprenderme.

—¿Qué están mirando? —preguntó Gratius, con su habitual actitud desafiante, pero esta vez sonriendo.

Su explicación lo dejó todo claro. Tras la pelea en el torneo, Gratius había quedado impresionado por la fuerza de Sabina, y su admiración terminó convirtiéndose en algo más. Desde entonces, se habían estado viendo más seguido y, aparentemente, las cosas habían avanzado entre ellos.

Al amanecer, recogimos las bayas que necesitábamos y nos preparamos para regresar a la aldea. El viaje era largo, así que partimos temprano, aunque esperaba que no llegáramos demasiado pronto; no quería arruinar la sorpresa que Thailon y los demás habían preparado para Kiomi.

Por suerte, el tiempo pareció estar de nuestro lado, ya que llegamos cuando el sol comenzaba a ocultarse. Sin embargo, al acercarnos a la aldea desde una colina cercana, algo no estaba bien.

La aldea estaba envuelta en llamas verdes. Mi corazón se hundió de inmediato.

—Otra vez no… —murmuré antes de empezar a correr hacia la entrada, seguido de los demás.

Esa escena parecía un mal sueño que se repetía. No podía permitir que lo que había construido en estos últimos años se desmoronara de nuevo.

Al cruzar la entrada, todo estaba envuelto en un silencio inquietante. Las luces de las casas estaban apagadas, y el aire tenía un olor acre a madera quemada y cenizas. A cada paso, nos encontrábamos con restos carbonizados, tanto de estructuras como de cuerpos. El panorama era espantoso, un recordatorio de lo efímera que podía ser la paz.

Seguimos avanzando hacia el centro de la aldea, donde se encontraba el edificio más grande, esperando encontrar a Thailon. Tal vez él podría explicar lo que estaba ocurriendo.

Al llegar a la entrada, dos figuras bloqueaban el paso. No eran los guardias habituales de la aldea, y tampoco pertenecían a la Kirche o a Ilmenor. Sus uniformes eran oscuros, con un símbolo de un sol negro grabado en los cascos.

—¿Quiénes son? —pregunté en voz baja, sin esperar una respuesta.

Sin decir una sola palabra, los soldados se apartaron, permitiéndonos el paso. La tensión en el aire era casi palpable mientras cruzábamos la puerta y avanzábamos hacia el interior.

Algo no estaba bien. Algo terrible había sucedido, y estábamos a punto de enfrentarnos a ello.

Afuera de la sala había otros dos guardias. Esta vez pude observar mejor su traje: vestían unas máscaras que les cubrían completamente el rostro, con dos círculos que simulaban ojos y un tubo sobresaliente en la parte de la boca, como una grotesca imitación de una máquina.

Nos abrieron la puerta lentamente. Al cruzar, nos recibió una visión impactante. Una legión de estos soldados estaba alineada en filas perfectas, dejando un pasillo en medio. Al final de la sala, alguien nos esperaba: un soldado que, a diferencia de los demás, llevaba una capa y una armadura más elegante. Era evidente que estaba al mando.

En el suelo, yacía Thailon, inmóvil.

El ver su cuerpo allí, vulnerable y sin señales de moverse, desató una furia incontrolable en mi interior. Sin pensarlo dos veces, mi mano se cerró con fuerza sobre el mango de mi espada, y me lancé hacia el hombre de la capa con toda la velocidad y fuerza que pude reunir.

—¡Thailon! —grité, cegado por la rabia.

El general, sentado tranquilamente, apenas se inmutó. Con un movimiento rápido y sorprendentemente casual, levantó su antebrazo y bloqueó mis ataques como si estuviera rechazando un juguete. Las dos espadas chocaron con algo que, aunque parecía carne, tenía la dureza del metal y la fluidez de un líquido impenetrable.

El sonido del impacto resonó en la sala, pero él ni siquiera pestañeó.

Retrocedí con un salto, sin bajar la guardia. Lo observé con cautela, tratando de entender qué clase de monstruo tenía delante. Pero no tuve mucho tiempo para analizarlo, porque los soldados alrededor comenzaron a romper filas, dirigiéndose hacia mis amigos.

El caos se desató en la sala. Los gritos de advertencia se mezclaron con el estrépito de acero y los rugidos de batalla.

—¡Zein, sigue con él! ¡Nosotros nos encargamos! —gritó Sabina, mientras bloqueaba el ataque de uno de los soldados.

Quería ayudarlos, pero me detuvieron. Ellos insistieron en que el general era mi lucha, que se las arreglarían con los demás.

El hombre de la capa dio un paso al frente. Su mirada era fría, calculadora, y una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios.

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—Dime, muchacho —dijo con voz firme y ligeramente burlona—, tú te criaste aquí, ¿no es así?

No respondí. Mi mandíbula estaba tan apretada que casi podía sentir el crujir de mis dientes.

Sin esperar una respuesta, se agachó y tomó a Thailon por el cabello, levantándolo apenas unos centímetros del suelo. Thailon respiraba con dificultad, cada jadeo era como un cuchillo en mi pecho.

—Míralo… el gran Thailon Valandil, reducido a esto —dijo con desprecio, mientras giraba la cabeza de Thailon hacia mí.

—¡Suéltalo! —rugí, dando un paso al frente con la espada lista.

La sonrisa del general se amplió.

—¿Vas a hacer algo al respecto, chico? Demuéstrame que eres más que palabras vacías.

El desafío en su voz encendió mi furia aún más, pero esta vez intenté mantener la calma. No podía cometer otro error, no cuando la vida de Thailon pendía de un hilo.

—¡Déjalo! —grité de nuevo, esta vez con un tono más amenazante.

—Al fin me diriges la palabra —dijo el general, esbozando una sonrisa que solo aumentó mi furia.

Con una calma inquietante, comenzó a bajar los escalones, arrastrando a Thailon como si fuera un simple saco de arena. Cada golpe contra los escalones resonaba en la sala, y cada sonido era como una daga clavándose en mi pecho.

Intenté calmarme, pero la rabia era difícil de contener.

El general levantó a Thailon a la altura de su rostro, obligándolo a mirarlo directamente.

—Mira, mocoso, te voy a hacer el favor de explicarte por qué estoy aquí —dijo, ahora con una expresión seria, casi solemne. Miró a Thailon con desprecio antes de continuar—. Este viejo decrépito pudo haber evitado la muerte de toda tu aldea… si tan solo hubiera aceptado el trato que le ofrecimos.

—¡¿Qué trato?! —rugí, dando otro paso hacia adelante.

—Te lo explico. La Kirche es una pequeña organización bajo mi mando. Soy un general remunerado que sirve bajo el yugo del gran emperador. Pero tú lo llamarás Overlord. Líder del imperio más grande del universo, The Black Sun.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Digo que, si tu querido padre —señaló a Thailon, aún colgando como un muñeco roto— hubiera aceptado unirse a nosotros, nadie aquí habría muerto. Y mucho menos de una forma tan patética.

Las palabras del general retumbaron en mi mente. ¿La Kirche es parte de un imperio? ¿El más grande del universo? Entonces, al fin, la raíz de todos los problemas estaba frente a mí.

Mientras procesaba lo que decía, sentí una mirada implacable sobre mí. Era una sensación pesada, como si alguien estuviera perforándome con los ojos. Miré a mi alrededor y ahí lo vi: Enzo, de pie en un balcón, observando todo. Ese hijo de puta estaba vinculado a esto. Lo sabía.

No parecía asustado ni preocupado, solo miraba con una mezcla de curiosidad y satisfacción, como si estuviera disfrutando de una obra teatral.

—¡Zein! —gritó Kiomi, corriendo hacia mí. Su rostro mostraba una mezcla de preocupación y urgencia—. ¡Necesitas saber esto!

—¿Qué pasa? —respondí, tratando de no apartar la vista del general.

—Ese tipo es peligroso, Zein. Maneja ácido y materiales de la naturaleza. Pero su fuerte… es el ácido.

—¿Cómo sabes eso?

—¡No preguntes! Solo escucha. Si lo eliminas… todos los soldados caen con él.

Sus palabras me llenaron de esperanza y determinación.

—Bien —dije con firmeza, apretando con fuerza la empuñadura de mi espada.

El general debió de notar el cambio en mi actitud, porque su sonrisa se ensanchó aún más.

—¿Crees que puedes vencerme, mocoso? —preguntó con una mezcla de burla y curiosidad—. Inténtalo.

—Si quieres, te puedo ayudar a…

—No, tú ve con los demás. Esta es mi pelea.

Kiomi me miró, su rostro lleno de preocupación, pero asintió a regañadientes.

—No te preocupes, estaré bien —le dije con la voz más firme que pude, aunque ni yo mismo estaba seguro de eso.

Ella corrió hacia donde estaban los demás, mientras yo me quedaba frente al general. Mi mente trabajaba a toda velocidad, tratando de analizar sus movimientos y habilidades. Tenía que pensar en cómo atacarlo sin poner en riesgo a Thailon, que seguía como rehén en sus manos.

El general, con una sonrisa burlona en el rostro, comenzó a mover a Thailon como si fuera un escudo humano, arrastrándolo con desprecio.

—¿Y bien, muchacho? ¿Vas a quedarte ahí parado o piensas hacer algo? —me provocó, su tono cargado de arrogancia.

Tomé una bocanada de aire, desenvainé mis dos espadas y me lancé hacia él con pasos rápidos y calculados. Mis movimientos eran fluidos, buscando un ángulo desde donde pudiera golpearlo sin dañar a Thailon.

Pero el general era diferente a cualquier enemigo al que me hubiera enfrentado antes. Con una calma inquietante, extendió su mano y de ella surgió un chorro de ácido que cortó el aire con un silbido.

Apenas logré esquivar el ataque, pero unas gotas alcanzaron mi hombrera derecha, desintegrándola al instante. El dolor abrasador atravesó mi hombro, pero apreté los dientes y seguí moviéndome.

—¿Eso es todo lo que tienes? —se burló el general, dando un paso hacia mí mientras dejaba caer a Thailon al suelo como si fuera un juguete roto.

Aproveché el momento y traté de cerrar la distancia entre nosotros, lanzando un ataque en diagonal con ambas espadas. Pero el general bloqueó mi movimiento con su brazo metálico, deteniéndome como si mis armas fueran de madera.

—Eres rápido, pero no lo suficiente —dijo con frialdad mientras empujaba con fuerza, obligándome a retroceder varios pasos.

Me detuve, jadeando, y lo observé. Su brazo no era completamente metálico, sino algo más extraño, como si fuera un líquido sólido que podía cambiar de forma. Tenía que pensar en una estrategia diferente.

Mientras tanto, los sonidos de la batalla llenaban la sala. Kiomi, Gratius y Sabina luchaban contra los soldados, y aunque estaban resistiendo, no sabía cuánto tiempo podrían mantenerse en pie.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Ya te disté cuenta de que no tienes ninguna oportunidad? —el general rió, su voz resonando en la habitación—. Te daré un consejo: ríndete ahora, y tal vez te deje con vida.

Lo ignoré. En lugar de responder, ajusté mi postura y corrí hacia él una vez más, esta vez fingiendo un ataque frontal. Cuando levantó su brazo para bloquearme, giré mi cuerpo rápidamente y me deslicé hacia su costado, intentando cortar su pierna izquierda, justo donde la armadura parecía más débil.

La hoja de mi espada logró hacer contacto, pero apenas dejó un rasguño antes de que él reaccionara con un golpe que me lanzó al suelo.

—Ingenioso... pero inútil —dijo mientras avanzaba hacia mí con paso firme.

Me levanté rápidamente, limpiando la sangre que comenzaba a brotar de un corte en mi mejilla. No podía rendirme, no aquí, no ahora. Este tipo era fuerte, pero si lo mantenía ocupado el tiempo suficiente, tal vez Kiomi y los demás podrían terminar con los soldados y venir a ayudarme.

Apreté el mango de mis espadas, listo para el siguiente asalto.

—Entonces, ¿qué esperas? —le espeté, tratando de provocarlo mientras una chispa de determinación ardía en mi pecho—. ¿No decías que era inútil? Demuéstralo.

El general sonrió, levantando sus manos nuevamente, y de ellas comenzó a surgir más de ese ácido letal, que goteaba al suelo con un siseo amenazante.

—Como quieras, mocoso. Que empiece la verdadera diversión.

Ambos nos detuvimos un instante, nuestras miradas se encontraron en un duelo silencioso de voluntad. La tensión en el aire era palpable, y ninguno de nosotros estaba dispuesto a ceder. De repente, como si una señal invisible nos hubiera empujado, ambos nos lanzamos al ataque nuevamente.

Me moví con una destreza feroz, y en un movimiento fluido y preciso, logré atravesar al general con un corte limpio, dividiendo su torso en dos mitades. Al mismo tiempo, el general lanzó un ataque de ácido, que impactó en mi abdomen, quemando la armadura que lo protegía y dejándola hecha cenizas.

El impacto resonó como un trueno en la sala. Retrocedí unos pasos jadeando y sosteniendo el costado mientras observaba al general. Este tambaleaba, con su cuerpo dividido grotescamente, y una expresión de miedo y dolor se dibujaba en su rostro.

Dejé escapar una sonrisa de alivio. Parecía que la batalla había terminado. Pero al instante en que ese pensamiento cruzó por mi cabeza, mi sonrisa desapareció.

Con una lentitud perturbadora, el general comenzó a mover sus mitades separadas. Una fuerza antinatural lo mantenía en pie mientras acomodaba su torso con el resto de su cuerpo. La sonrisa de burla que apareció en su rostro fue más aterradora que cualquier ataque que pudiera haber lanzado antes.

Ahora, con las espadas en guardia, apreté los puntos alrededor de las empuñaduras, tratando de calmar mi mente y pensar con claridad. ¿Qué podía hacer? El general parecía imparable.

—¿Eso es todo? —me dijo, con un tono burlón que aumentaba mi frustración.

¿Cómo iba a vencerlo si ni siquiera un corte podía afectarlo? Si podía regenerar un ataque como el anterior, ¿cómo podría hacerle daño con cortes más pequeños? Mi mente estaba llena de dudas. Cada segundo que pasaba sentía que la esperanza se desvanecía.

En ese momento, fue él quien aprovechó mi distracción. Los golpes llegaron rápido y certeros, sin dejarme tiempo para reaccionar. Uno fue a mi rodilla, otro a mi tríceps, luego un golpe directo al muslo y otro a la cadera. El dolor recorrió mi cuerpo, y las heridas hicieron que me debilitara, pero me negué a caer. Mantuve la guardia alta, mi respiración agitada, mi mente buscando una solución desesperadamente.

Fue en ese momento de agobio que una idea surgió en mi cabeza, una lección olvidada. Recordé algo que aprendí en la escuela, una lección que mi maestro solía repetir constantemente:

"Recuerden, niños, cualquier monstruo creado a partir de una sustancia líquida incapaz de mantenerse en un estado sólido por sí misma, debe tener un núcleo. Si destruyes ese núcleo, el monstruo perecerá."

Esa revelación me golpeó con fuerza. El general, con su cuerpo compuesto en gran parte por ácido, debía tener algún tipo de núcleo, un punto débil. De ser así, podía derrotarlo.

Decidí arriesgarme. Guardé mis espadas rápidamente, con la intención de pelear a puño limpio. Sabía que sería una única oportunidad, y que debía ser más rápido que nunca, antes de que el general comprendiera mi estrategia.

Flexioné las piernas y empecé a moverme en zigzag, buscando evadir sus ataques. El general, sorprendido por mi agilidad, comenzó a lanzar varios ataques de ácido, pero ninguno logró alcanzarme. Mi mente estaba centrada, sin distracciones. Cada movimiento calculado, cada respiración controlada.

Avancé más rápido, acercándome peligrosamente. El general, al notar lo cerca que estaba, levantó su puño recubierto de ácido y lanzó un ataque directo hacia mí. El golpe parecía seguro, pero de repente, mi cuerpo se desvaneció en el aire como si fuera una ilusión. El general, desconcertado, miró a su alrededor, furioso y confundido, buscando al enemigo que había desaparecido.

En ese preciso momento, me deslicé detrás de él, aprovechando su confusión. Sin dudarlo, atravesé su espalda con un golpe devastador. Mis manos atravesaron su piel líquida, y el impacto resonó en la sala. No solo fue un ataque preciso, sino también letal.

El general no pudo evitar la sorpresa y el enojo que se reflejaron en su rostro.

—¿Qué crees que haces? —dijo, su voz llena de ira, pero también temblorosa.

—¿Tú qué crees? —respondí, con una determinación fría y feroz.

—Ni te atrevas.

—¿O si no qué?

—Ya no podrás volver a vivir aquí.

—Hmm, ¿y cómo lo harás?

—Así.

Sin previo aviso, presionó un botón extraño, pero no tuve tiempo de darle demasiada importancia.

Al instante, el núcleo del general explotó desde el interior, liberando una energía corrosiva que lo consumió por completo. Su cuerpo, incapaz de mantenerse sin núcleo, comenzó a deshacerse, dejando tras de sí solo una mancha humeante en el suelo.

Lo mismo ocurrió con los soldados que rodeaban la zona. Parecía que toda la energía que los mantenía con vida provenía del general, y al desaparecer él, ellos también perecieron.

Me quedé de pie en el campo de batalla, exhausto, con las manos gravemente quemadas por el ácido. Mi respiración era pesada, pero había ganado, aunque a un costo altísimo.

En el fondo, vi a Kiomi parada, mirando los cuerpos de Gratius y Sabina. Uno de los soldados se desintegró sobre el cuerpo de Gratius, mientras que Sabina había sido atravesada múltiples veces por espadas.

Me acerqué y la abracé, intentando darle consuelo, aunque el dolor que sentía también me envolvía. La apreté con fuerza, buscando transmitir algo de calma en medio de todo.

Sin perder tiempo, corrimos hacia Thailon, quien yacía en el suelo. Lo levanté en mis brazos; respiraba con dificultad.

—¡Thailon!

—¡Papá!

—Muchachos… —dijo con dificultad, su voz débil—. Me alegro de que estén bien.

—No hables, te curaremos.

—No, ya no hay nada que hacer conmigo.

—¡No digas eso!, aún podemos…

Con su mano, me tapó la boca, evitando que siguiera hablando.

—No, váyanse de aquí, no queda mucho tiempo.

—¿Por qué dices eso? Aún podemos salvarte.

—¿Viste lo que presionó, no? —me dijo, señalando la mancha en el suelo.

—Sí, pero… ¿eso qué tiene que ver?

—Somos hormigas, Zein, hormigas en este gran mundo. Ellos son gigantes, y no podemos hacer nada. Nos pueden borrar del mapa directamente, y eso van a hacer. Aún tienen tiempo para irse.

—No nos iremos sin ti.

—Exacto, Zein tiene razón.

—Miren, Kio está junto a Lyra en su cuarto, vayan por ellas.

—¡Que no te dejaremos aquí! ¡Vamos, trata de pararte, aún te puedo cargar!

—Déjalo.

—¡No, aún no! —estaba desesperado, no lo iba a dejar aquí.

—Zein… ¿recuerdas el lugar al que los llevaba de vacaciones cuando eran niños?

—Sí…

—Vayan ahí, tengo conocidos que los cuidarán. Es un lugar pacífico. Tendrán comodidades, solo prométeme que sobrevivirán. Kio sabe cómo llegar.

—No, no te dejaré aquí…

Me agarró la mejilla con la mano, y también la de Kiomi.

—Mis niños, qué grandes están. El tiempo pasa rápido, ¿saben?

Me empezaron a salir lágrimas, lo mismo le pasó a Kiomi. Este era un adiós.

—Si tan solo… si tan solo nunca hubiera llegado a esta aldea, si no hubiera existido, tal vez, solo tal vez…

—¡No te atrevas! —me levantó la voz sorpresivamente—. ¡No te atrevas a minimizar a todas las personas que lo han dado todo para que tú sobrevivieras, y las que lo siguen dando!

—Pero yo…

—Porque eso haces.

Me quedé callado, pensando un poco sobre eso. Era cierto. Todas esas personas lo habían dado todo por mí, y yo simplemente las había minimizado.

—Vivan, vivan por mí. Pueden mirar atrás, pueden ver el pasado y recordarlo. Pero jamás se queden en él, sigan adelante sin importar qué. No miren atrás en el odio, sino al futuro.

—Thailon…

—Papá…

—Cuando vayan a ese lugar, busquen un café llamado “Cántico del Árbol”. Ahí encontrarán a un viejo amigo que los ayudará —nos sonrió, aun sangrando, con una sonrisa tan cálida como el calor de un abrazo—. Cuídense.

Nos abrazó por última vez, un abrazo tan cálido y hermoso. Era inexplicable.

Al instante nos fuimos, encontramos a Kio y Lyra escondidas en un cuarto. Las llevamos a un cuarto en el que Thailon nunca nos dejó entrar. Había un lago, brillando de manera hermosa. Según Kio, por ahí llegaríamos a ese lugar, y teníamos que ser rápidos. Había un pequeño hoyo por donde se veía el exterior. Al fondo, vi cómo una montaña parecía elevarse en el horizonte, algo bastante preocupante.

Cargué a Lyra en mi espalda, y Kiomi agarró a Kio. Nos miramos antes de entrar, preocupados, pero decididos. Y saltamos.