El padre de Marcos intenta encender el motor, pero observa algo anormal en las agujas del auto. El nivel de temperatura, está a la mitad; considera que no debería ser así. Si él se atreve a conducir el auto con este problema, correrá riesgo a dañarse o algo peor.
Entre la lluvia y el frío que los azota a ambos, no puede ocurrírsele otra idea. Debe conseguir agua para llenar el radiador, y más tarde ver el porqué de la falla. Que se haya roto algo en un momento tan inoportuno…
(¿En qué momento ocurrió?).
— ¿Qué sucede? —Pregunta Marcos desde lejos, debajo de un techo, junto a dos perros, quienes también se resguardan de las fuertes lluvias.
—El radiador está roto y debió de haber vaciado toda el agua —Responde el otro, mientras hace lo posible para hallar una solución. Echa mano a sus procesos mentales y, deduce lo que debe de hacer: Tomar el vaso que se encuentra en el asiento, e ir aprovechando la lluvia. Llenar el radiador no será fácil y requeriría de cuatro litros… ¿Cómo haría entonces?
Castillo vislumbra al señor Héctor, quien se encuentra corriendo en búsqueda de algo con lo que pueda protegerse de la lluvia. Para alguien de su edad, sí debería ser bastante peligroso tomar un resfriado; no se imagina cómo viven las personas en esos climas húmedos. Se baja de su auto y extiende su mano. La oscila para llamar su atención, pero le devuelve la mirada. Castillo cae en cuenta de que no lo está viendo.
— ¿Qué significa eso, papá? —Pregunta Marcos, refiriéndose al radiador, mientras se encuentra inclinado y acaricia a uno de los perritos. No parece darle asco hacerlo, y Castillo recuerda uno de los momentos en donde le reclamó a su hijo en la primera vez que lo había visto haciendo eso, a sus diez años. Él le había respondido: “No sabes cuánto cariño estos perritos pueden necesitar de tantas personas que los ignoran solo por estar sucios”.
(Fenotípicamente, no paras de parecerte a mí; genotípicamente, siempre serás como tu madre)
Considera que la tardanza es lo que puede costarle la vida a su esposa, si continúa viéndolo desde lejos. Castillo ignora a su hijo y corre hacia Héctor.
—Nunca había visto una lluvia tan agresiva —Le comenta el señor tan pronto como lo acercarse, y luego suspira.
—Yo tampoco —Responde Castillo—. Perdón por la molestia, pero quisiera que me ayudes. ¿Tienes un vaso grande que pueda llenar cuatro litros en poco tiempo?
—Tengo este —Responde Héctor, mientras saca del bolsillo de su chaqueta, un vaso cervecero desechable. Azul, pero curtido por el tiempo de uso (entendible para un hombre que se gana la vida recogiendo la basura. Le regalaré uno mejor), donde se ven los surcos en la superficie—. ¿Qué necesitas?
—Tengo un asunto pendiente, y de suma urgencia necesito que me ayudes a llenar el radiador. Tengo un vaso en mi auto, pero es demasiado pequeño y no quiero tardar.
— ¿Qué cosa pendiente? ¿Pasó algo o…?
Castillo le da la espalda con apuro.
— ¡Que no hay tiempo, por favor sígueme!
Ambos se echan a correr hacia el auto. Castillo pulsa el botón por debajo de su asiento; Héctor aprovecha y levanta el capó, al tiempo que le coloca el soporte para que no le caiga encima de los dedos.
—Marcos, ayúdame a verificar algo —Su hijo se acerca hacia ellos con paso lento, desesperante. Se puede ver atónito ante lo que hacen ambos. Tal vez, le abruma el hecho de que Castillo haya estado más dispuesto que su propio hijo —. Ven al asiento de chofer y ve esta aguja, la que tiene el símbolo parecido un barco. Quiero que nos digas si baja esta aguja de la mitad, ¿está bien?
Pues demasiado para ser el destino; su padre y el Señor Que Recoge La Basura están colaborando para ayudar a su madre. Esto no hace más que hacerlo sentirse impotente, al grado de preguntarse qué haría en el momento que no tenga a su familia. ¿Cómo él podría hallar soluciones, si ni siquiera había pensado en lo del auto? Simplemente, esperó a que su papá la hallara, como si eso lo solucionara. Como si su papá fuese infalible, como alguien que tampoco pudo lidiar con sus propios problemas.
—Está bien —Abstraído, Marcos responde mientras se sienta. Su padre saca el pequeño vaso en el asiento trasero y, como si fuesen dos vagabundos llevando botellones, recogen de la lluvia. Los vasos no tardan en llenarse con las gotas… no, los chorros de agua. El señor Héctor, sosteniendo su vaso cervecero, destapa algo delante del auto y vierte toda el agua que recogió. Lo mismo con su padre, quien también hace lo mismo. Mientras ellos llenan esa pieza, Marcos continúa preguntándose así mismo si debería dejar esto a manos de su papá. El que él sea quien comande todo esto, porque Marcos considera que él es demasiado débil como para continuar. No pudo siquiera lidiar con el rechazo que la chica que le gustaba, ni con el susto que se había llevado en su salón de clases.
Considera que tal vez debería dejarlo; que quizás a su madre no le va a pasar nada, y vendrá para acá más tarde para que los tres coman juntos. Solo es un efecto placebo, o una especie de disonancia cognitiva que le hace creer cosas que no son.
— ¿Qué sucede, hijo? ¿Marca la aguja? —Pregunta su padre, luego de verter la última gota en lo que llama ‘el radiador’.
—Mejor no, papá —Responde Marcos en farfullas. Forzado a que sus palabras salgan de su boca, mientras se siente incluso tan nervioso como para explicárselo—. Quizás es mentira. Mamá no está en peligro.
Su papá pone los ojos en blanco.
(El puto destino, como si quisiera que no llegáramos allá…)
— ¡Deja de decir boludeces, Marcos! Tu pesimismo me molesta —Le responde su padre, con un tono fuerte e intimidante. Como si le regañara
—Pero ¿y si es cierto? ¿Qué pasa si en realidad el destino no se puede evitar? —Marcos se aferra más a su padre y su camisa, tanto que subraya sus propias palabras con el apretón de sus mangas—. ¿Qué pasa si el destino solo quiso que lo supiera, más no que lo evitara?
—Pues el destino me puede ir a freír espárragos… y lo siento si soy demasiado grosero —Responde Castillo, lacónico. No hay risa en sus palabras, aunque Marcos se esté riendo entre dientes, por lo que acaba de decir—. ¿Por qué no intentarlo? Tal vez esa desmotivación tuya, sea cosa del destino. ¿No te has puesto a pensar?
(Tiene sentido).
— No hay excusas, Marcos —Interrumpe Héctor, luego tapa el radiador y cierra el capó con suavidad, al tiempo que con la rapidez que puede—. ¡El que quiere, busca la forma! No sé qué harán ustedes, pero yo fuese tú, no me rindiera. Por eso no terminé peor que como estoy ahora.
— ¿¡Por qué te metes, señor Héctor!? —Le espeta Marcos, enfurecido. Si hay algo que odia con toda su alma, es que alguien que no es de su familia lo contradiga—. ¡Ándate a tus propios asuntos!
Su padre lo sacude de los hombros.
— ¡Como me entere de que tratas así a los mayores, te castigo, Marcos!—Aparta a Marcos con violencia hacia el asiento de copiloto, luego cierra la puerta—. No colmes mi paciencia, porque que no te haya tocado ni un pelo no quiere decir que no tenga opción de hacerlo.
—Lo siento, papá —Marcos no procesa lo ocurrido del todo, y le da pereza. (¡Solo estaba defendiéndome!).
Con el “Kia” encendido, su padre cambia a retro y gira el volante. El auto sale del estacionamiento. Marcos se pregunta qué tan complejo sería conducir un auto, siendo que no se trata de estar de pasajero. Se siente enérgico, como si el reciente suceso lo estuviera motivando a seguir adelante. Las endorfinas, la adrenalina o el simple hecho de tener motivación. Pues no le importa nada; solo quiere salvar a su madre. ¿Por qué querría hacer eso, más allá de simplemente salvarla? Marcos siente su emoción ajena a ella. Como si tuviese que ver con ella, pero al mismo tiempo no.
(Carl).
— ¿Y dónde queda, exactamente? —Pregunta Marcos, quien nunca había ido a esa tienda en específico.
—En Raki. Una tienda departamental inmensa que posee varios pisos, y recuerdo que fuimos varias veces a comprarte ropa. ¡Créeme que queda más lejos que tu escuela!
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Marcos suda frío.
— ¿¡Qué tan lejos!? —El chico se acerca a su padre y hace el ademán de tomar su brazo, que está aferrado a la palanca de cambios. Tembloroso como si él también estuviese nervioso—. ¡Papá, dime!
— ¡Ya cálmate, Marcos! ¡No comas ansias!
—Lo dice alguien (que le ha dejado un agujero a la puerta)… digo nada —Marcos cae en cuenta que estuvo a punto de faltarle el respeto a su propio padre. No puede controlar los arrebatos que tiene; no puede siquiera darse cuenta si cometió un error o no. Si estas son las hormonas de niño de doce años o la malcriadez, pues no lo sabe. Marcos percibe un movimiento en las comisuras de los labios de su papá, como para demostrar decepción.
Salen de La Cascada y se pasean por El Colonizador. Las calles nunca habían estado tan solas, y la neblina acompañada del aguacero no hace más que perturbar la vista a ambos. El padre de Marcos entorna sus ojos y se acerca al parabrisas, mientras su hijo confía en que él podrá conducir bien. No hay autos a la vista, así que su padre cambia a tercera (¿Cómo se mueve esa cosa?) y pisa el acelerador. El auto ronronea mientras los sentidos de ambos están al tope. Marcos observa atónito cómo la fuerte lluvia está creando una inundación en toda la calle. Cómo los autos del carril contiguo son muy poco visibles y cualquiera sin limpiaparabrisas, podría…
El auto pega un respigo; su padre acaba de pararlo de golpe. Delante de un semáforo en amarillo con una pantalla que muestra la cantidad de segundos, siendo que tardará treinta segundos la espera. Con la calle casi despejada y los dos frustrados, ante algo que podría reducir sus posibilidades de salvarla.
—No tengo tiempo para esto.
Marcos “Castillo” pisa el acelerador y pasa por el semáforo en rojo, comiéndose la luz. Marcos no sabía que se podía saltar el semáforo; ni modo, que la gente no lo haga es otra cosa. Pasan por Onda Vista y, antes de pasar por la institución de Marcos, ven que un perro se atraviesa en la calle. Otro frenazo, hasta que el perro se sale del camino. ¿Por qué se detiene, en vez de llevarse el perro en su camino?, se pregunta Marcos, pues cree que se lo merecía por estar en su camino.
— ¿Por qué no lo atropellaste, papá? —Le farfulla Marcos.
— ¡Creí que le tenías cuidado a los perros, Marcos! Le pasamos por encima a uno cuando te traía del liceo, ¿crees que soy un psicópata?
— ¿Pero y si solo se trata del destino queriendo pararnos, papá? —Cada vez esa certidumbre se hace más cierta, pero se le hace extraño algo. Cruzar por El Colonizador y Onda Vista fue una tarea fácil. Un perro atravesado o un semáforo en rojo, no son más que simples obstrucciones menores. Otro problema es que acaba de observar una disonancia en sus propios valores que le hace sentir como un mal sujeto: Siempre estuvo de lado de la naturaleza y la vida de los animales; no obstante, acaba de demostrar que no le importaría atropellar a un perro con tal de salvar a su madre.
(Es porque prefieres la vida de tu madre. Sí, Marcos, es eso).
Parece que Castillo toma confianza, porque arranca sin mirar más al fondo y doblan en una intersección. Deberían encontrarse a solo una avenida de llegar a Raki.
—Marcos, llama a tu madre. Mi teléfono está en mi bolsillo.
Marcos queda desconcertado.
— ¿Y no pudimos haberla llamado desde antes, papá? —Sí, otra vez algo fruto de su torpeza. Hubiesen llamado y ella probablemente contestaría.
—No, olvídalo. Se me quedó el teléfono —El padre suspira hondo, como si quisiese aguantarse una emoción fuerte. Estaba demasiado concentrado en el asunto de su don y su madre que Marcos puede aproximar el porqué lo dejó: Fue el momento menos oportuno para quedarse pensando.
No se le había quedado el teléfono; Castillo lo había dejado a propósito. Las intensas lluvias habían tapado la señal y no habría oportunidad de poder llamarla. Aun así, prefiere que su hijo tenga a alguien a quien culpar. Mientras bajan por una pendiente del que se siente con la libertad de apagar el motor, Castillo vuelve oír aquellas irritantes voces. No han cesado desde que entró en el auto, y se hacen más fuertes conforme se acerca a su destino.
— (¡Ten cuidado, hijo!) —La voz de su madre.
— (¿Vas a arriesgar tu vida por una campesina, Marcos? ¿Qué ha sido la empresa que mandaste a la bancarrota por culpa de sus engendros?) —Su padre.
— (¿Qué quieren ustedes de mi papá? ¿¡Es que acaso nunca me oyen!?) —La voz de Carl, vociferante.
Es inútil, porque estas voces carecen de consciencia. No comprende si lo que tiene, son las almas de sus padres o sus consciencias. Qué partes de consciencia tiene en caso de ser la segunda, y qué consecuencias tendría para su alma si fuese la primera. Siempre vio a Carl como un mediador, a pesar de sus defectos. A su fallecido padre siempre lo vio como un patán que restaba valor a cada cosa que hacía su hijo. A su madre, como una autoritaria que prácticamente ‘no quiere que haga nada’.
(Estereotipos, eso es).
De ser así, entonces no se trata de su madre y su padre en realidad; son versiones estereotipadas que no hacen más que decir lo mismo. El único que él ve como complejo, es Carl. Fue incluso capaz de darse cuenta de cosas fuera de la percepción de Castillo. El cómo se sentirá vivir dentro de su cabeza, siempre se lo ha preguntado.
Pero, de nuevo, las voces suenan. Ahora más fuertes, tanto que su vista se nubla y su atención deja de centrarse en la realidad. Castillo hace lo posible para mirar el camino, pero no puede; está perdiendo contacto con la realidad, está volviendo su atención a las voces sin quererlo. Las voces le repiten con voz áspera, “¡Conduce bien, Marcos!”, como un mantra religioso. Una y otra, hasta opacar la voz mediadora de Carl. Como escucharlos en el asiento del copiloto gritándole. Como si lo sacudieran para decirle lo mismo.
(¡Ya cállense! ¡Mamá, papá! ¡Me van a matar!).
Sus manos hacen lo posible para aferrarse al volante y no moverse; no obstante, no puede ver nada. La influencia de las voces nunca había sido tan alta, y todo esto es completamente nuevo para él. En el peor momento.
(¡Carl! ¡Ayúdame, por favor!).
— (Es nuestra hora, Marcos Castillo; es hora de dejarle la batuta a tu hijo) —Con un susurro áspero, las voces de sus fallecidos padres hacen una última oración, antes de perderse en la realidad.
— ¿Papá? —Le pregunta Marcos a su padre, quien posee las pupilas dilatadas. Perdido, quien no responde cuando Marcos sacude su mano frente a su campo de visión. Un auto se encuentra a otra intersección y en el camino de ellos, quienes andan a velocidades en crecimiento—. ¡Vamos a chocar!
Marcos siente esa premonición de nuevo, y esta vez dirigido a ellos. Con rapidez toma el volante e intenta girarlo, pero está demasiado rígido ante las manos endurecidas de su papá. Hace lo posible para quitar los brazos de su padre, pero son demasiado fuertes. Ellos se acercan más al auto, mientras Marcos observa el cómo un accidente se producirá en cuestión de segundos. Si es que quien se mete con el destino termina así, pues aprende la lección.
(¡No!)
Marcos no se lo permite, no puede dejar que su madre muera y ellos también. Recurre a extender sus manos por debajo de los brazos de su papá, y empuja con mayor fuerza hacia arriba. Las manos sudorosas se resbalan del volante, y Marcos lo toma. Lo gira, y logra esquivar el otro auto mientras lo rozan (dios, el rayón que tendrá el carro). No obstante, ahora ese no es el único problema. Se dirigen hacia una tienda, y Marcos vuelve a girar el volante. La inestabilidad y la turbulencia de las calles hacen que Marcos gire el volante una y otra vez, esquivando los autos, las personas y los objetos como los postes de luz. Tampoco puede ver nada; el limpiaparabrisas está apagado y Marcos no sabe cómo encenderlo. A este paso, no sabrá si pasó por Raki o…
(Qué cruel es el destino).
Fragmentos de cristal volando, una sacudida violenta superior al respingo de haber pisado el freno, y cómo ambos Marcos están siendo arrastrado hacia adelante. El cinturón de seguridad rompiéndose, un sonido chirriante que resuena hasta retumbarle los tímpanos. Cómo todo se pone en un negro absoluto, tras sentir cómo su frente choca con la guantera. Un sonido de muy baja frecuencia, como escuchar con los oídos tapados; el sonido del plástico endurecido chocando con carne y huesos.
Estando en el mismo bosque, Marcos observa a su hermano desde lejos. Confundido y con la consciencia en lo que ocurrió recién, no puede evitar tener ese ápice de curiosidad. Por qué está aquí y qué hace Carl, si es que acaba de morir.
— ¿Marcos? —La voz de Carl se escucha hueca. Un eco que resuena en todo el bosque, como si fuese una habitación cerrada. Un sonido que recorre la amplia zona como si fuesen varios pasillos. Frío como la muerte.
El hermano menor hace lo posible para acercarse a él, pero su cuerpo no se mueve. Está paralizado, de nuevo. El hombre con el cabello largo, que apareció en aquel sueño donde lo arrastraba, está desde el otro extremo con su rostro imperceptible. A Marcos le da la impresión de observar una sonrisa en su expresión, y luego se posicionan sobre Carl. Unas tinieblas envuelven al confundido hermano mayor, quien no tiene tiempo para reaccionar.
— ¿Estás bien?
Un fuerte resplandor atraviesa sus córneas, mientras abre los ojos con un dolor de cabeza intenso. Una presión que siente en sus sienes y pómulos, como si alguien se los estuviese aplastando como una masa. Marcos observa el rostro de una chica, por el cabello y su falda que resaltan unas piernas pulcras. Acompañada de un hombre detrás, quien debería ser su padre o cuidador. Ambos con miradas confundidas, ante un chico que acaba de perder la consciencia.
—Está despierto, papá —Dice la chica, toma a Marcos por los brazos e intenta jalarlo—. Ayúdame, debemos sacarlo.
Sintiendo su cuerpo débil y flojo, Marcos aparta su mano y pone su pie sobre el húmedo asfalto.
— ¡No me ayuden! —Marcos no tiene siquiera el tiempo para preguntarse cuánto tiempo pasó inconsciente, o si las personas que los están ayudando, fueron las mismas que acaban de chocar contra ellos. Pues salieron ilesos, para ser un choque que rompió el malogrado cinturón de seguridad—. ¡Tengo que ir allá! ¡Tengo que ir!
— ¿Adónde? —Marcos siente una presión en el pecho y en la frente; sus pies pierden fuerzas y su vista se nubla. Antes de caer, la chica lo envuelve con sus brazos para evitarlo—. ¡Estás herido! ¡Deja de intentar…!
— ¡Cállate! ¡CALLATE! ¡CÁLLENSE Y SUÉLTENME! —Vociferando, Marcos vuelve a apartarse de ella y se tumba de espaldas al auto, cuyos daños no tiene tiempo para ver. Se voltea sobre sus talones y observa un edificio grande, blanco e ileso. Texto azul con tipografía suave, con un punto de color rojo en la última letra I.
(Todavía no ocurrió. Tengo esperanza. Puedo salvarla).
Marcos puede (medio) darse cuenta de que el padre de la chica, quien en altura no supera los 14 años, la detiene. Si comprende su situación o si tiene un tema pendiente, tal vez lo comprenda o quiera ahorrar gastos. No le importa en absoluto. Marcos se tambalea a través de la acera, y pasa por las personas con sus bolsas, con las parejas riéndose entre ellas. Aunque quisiera saber si se ríen de él, se da cuenta del paso cojo. Su pierna se siente adolorida en la parte de sus muslos y su corazón late a mil por hora, hasta casi sentir cómo el contenido del estómago busca salir a través de faringe.
Y ahí está, su mamá. Desde el otro lado, con su silla de ruedas fácilmente perceptible.
(Mamá, por favor. No vayas).
Es obvio que sí irá, y si eso es lo que significa… boom. También puede ver al niño de piel bronceada, o al menos le da un aire. Aquel que se había quedado mirándolo extraño cuando él tenía cuatro años, y cree haberlo visto en el acto cívico. Antes de pisar el asfalto, Marcos siente cómo una ráfaga de viento cubierta de agua le salpica en la cara. Tan fuerte que lo busca hacer retroceder. Cuando Marcos aguza su vista, puede percibir el tráfico congestionado que lo separa a él y Raki. Su mamá casi en la entrada de la tienda y el niño observando a Marcos, quizás de hito en hito.
—Mamá. ¡Mamá! ¡MAMÁ! ¡OYE, MAMÁ!
Pero no lo oye; está muy lejos. Los autos van a una velocidad extraordinaria, y es entendible para una calle carente de reductores de velocidad, amén de semáforos. No puede cruzar la calle. Mirar a los lados y cruzar; puta madre, algo que parece fácil. Más allá de ese simple camino que debe pasar para llegar a ella, también hay otro que separa a Marcos de su madre: el miedo.
Marcos se pregunta si aquel niño, está relacionado con el espantajo; lo vio en esa ocasión y pareció tener intenciones de querer decirle algo. No será posible, ¿pero y sí? Esa posibilidad pasa por su mente, mientras le viene otra: el hecho de que esté en las cercanías de Raki. En ese mismo momento y circunstancia, como si supiera algo.
(¿Será ese el enemigo al que debo enfrentar?)
No es suficiente para motivarlo; no obstante, ahora con la consciencia más estable, voltea hacia el “Kia” recién estrellado. No puede abandonar lo que acaba de comenzar. Marcos quiere acabar con ese ente que asesinó a su hermano. Aquel que le hizo sentir alienado, temeroso e incapaz de siquiera cruzar la calle. Es su deber continuar, aunque ya no tenga la ayuda de su papá. ¿Qué diría él en momentos como estos?
— (Ten cuidado, hijo) —Le dice su papá. Su voz se escucha extraña, como si no saliera de su imaginación. Habría esperado haber echado mano a un recuerdo motivador, pero solo logró llegar a este diálogo extraño.
Marcos ya no piensa. Se impulsa para correr lo más rápido que pueden sus piernas y cruzar la calle, mientras los autos prescinden de él y el viento intenta jalarlo hacia el comienzo. El destino es cruel; aquel psicópata busca que Marcos ceda. El miedo a ser atropellado es lo de menos. El miedo a que su madre fallezca por su culpa, y no saber el misterio detrás de aquel chico, solo hace que le hierva la sangre.
— ¡Mamá! ¡Oye! —Marcos le profiere un grito tan fuerte que, ahora y por fin, ella voltea hacia él. Le llama la atención, lo suficiente como para que vea a su hijo corriendo hacia ella. Lo acaba de lograr; acaba de ganar. ¡La acaba de salvar!
Pero el destino no para de sorprender.
Un impacto sordo. El cómo siente cómo algo se astilla desde su costado derecho y sus piernas dejan de responder. Cómo deja de sentir la lluvia, el viento y solo puede percibir un “Ford” que estaría a su lado. Su cuerpo sale disparado y rebota hasta detenerse, con un golpe aún más contundente, en un anticuado teléfono público.
Marcos no puede hablar, tampoco moverse; su cuerpo no duele, pero tampoco le responde. No quiere pensar, ni tampoco ver nada. Se siente muy débil y con ganas de vomitar.
Tiene…
(Carl).
… Sueño.