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Errantes del Destino [español]
Capítulo 4 – Los Restos de un Hombre Desintegrado.

Capítulo 4 – Los Restos de un Hombre Desintegrado.

Habría sido en su niñez, que su vida cambió para siempre. Cada momento, instante y de reojo, que observa la oscuridad, percibe lo mismo.

Lo mismo.

Esos ojos, brillantes y dotados de la más asquerosa hosquedad, lo habían perseguido en todas partes desde aquel suceso. Una alucinación que le hace saber que es su culpa. ¿Por qué? ¿Qué hizo para sufrir esto?

(Que no hizo).

HOMBRE DESAPARECE EN BOSQUE CENTRAL DE RONZOATI.

Desde ese fatídico día, pasaron cuatro largos años. Cubiertos de incertidumbre y culpabilidad. Su hermano fallecido, cuyo cadáver desapareció tras Marcos dirigirse hacia su casa y llamar a su padre, con los ojos llorosos y con la mayor rapidez que pudo para informarle sobre lo que había encontrado en el bosque. Él quería demostrarle que algo se lo había llevado y era ESO; no obstante, su padre no le creyó su historia. Solo le creyó su explicación de a donde iba Carl, sirvió para que su padre investigara por su cuenta, llegando a puertas de la casa de Abraham. Pero este último respondió “Ese chamo no se presentó la vez que lo llamamos, así que no sé nada”. Pocos después de lo sucedido, el sujeto desapareció de su hogar y nunca más se le volvió a ver tras ese tiempo. Tampoco pudo saber de su familia, en un intento por ubicarlo. Le parece como si hubiese estado en ese sitio, y se hubiese llevado todo rastro de su existencia. Eso le da la incertidumbre de qué tenía planeado.

¿Qué quería Abraham con Carl?, es una de las preguntas que tanto Marcos, como su padre, se siguen haciendo hasta el día de hoy.

Pero, incluso dándole vueltas cada segundo, se dan cuenta de que la conclusión es imposible de tomar.

(Dios santo, desearía que me creyeran).

Parte 2 – Camarón que se opone a la corriente.

Su madre no tenía cuidador (y no dejarían a uno niño pequeño a cuidarla), así que su padre se vio obligado a mudarse de regreso; no obstante, las cosas solo se volvieron aún más turbias.

7 de febrero del 2026.

Gritos, golpes a las paredes y estrepitosas discusiones que llenan toda la casa, mientras su madre llora sin saber por qué su esposo actúa así. Aunque al principio lo llevó con indiferencia, ahora Marcos habría oído algo que lo haría sentir un nudo en la garganta la última noche.

—María, si hay algo de lo más racional que puedo hacer, es dejarlos solos.

Se oye la fricción de las sábanas; alguien se acaba de acurrucar.

—Comprendo lo perturbado que estás, y el porqué te tomaste tu tiempo… pero amor, no puedes dejar a Marcos solo. ¿No crees que habíamos aprendido nuestro error sabiendo lo mucho que descuidamos a Carl?

Algo golpea la madera de la cama.

— ¡NO VUELVAS A MENCIONAR A CARL! —Vocifera el padre, con cólera—. ¡ÉL ESTÁ MUERTO, Y PUNTO!

— ¡Pero se supone que tú eres fuerte, y sabemos muy bien lo mucho que has hecho en el pasado! ¡Intentaste emprender y me terminaste conociendo, me ayudaste a entrar a enfermería, y lograste construir algo que no pudiste haber construido si tuvieses esa mentalidad! ¿¡No podrías, siquiera, buscar una solución más viable que no involucre irte sin más!?

El otro profiere un silencio.

—No te voy a decir más nada, María. Pasado mañana me voy de aquí, y tú misma ves como mantener esta familia. Es mejor eso, que estar con un loco que podría matarlos a los dos, en cualquier maldito ataque de rabia que tenga.

— ¡Pero Castillo…! —su padre se llama Marcos, pero le dicen por su segundo nombre "Castillo" —. ¡No puedo ni siquiera comprender el qué causó que te sientas así! Antes parecías feliz y jugabas con Carl, comíamos helado y nunca faltaba nuestro tiempo en la cama. Ahora…

Marcos se esconde de nuevo en su cuarto tras escuchar un sonido violento de sábanas, evidenciando cómo el hombre se sale de su cuarto con suma agresividad. Sale de su casa y, el chico logra ver cómo su padre entra al auto a dormir ahí. El hombre se unta dos pastillas y se las toma a secas, sin agua u otro líquido de por medio. Fuera de las discusiones de su esposa, quien sigue sin poder mover las piernas; su problema había avanzado hasta ser permanente. Eso es algo que Marcos no habría predicho, pero siente una sensación extraña. Un aura que le lleva a pensar que, de alguna manera, las consecuencias serán más grandes.

(Toda mi vida sintiendo esto. Ya pienso que no es normal… dios mío. Tengo miedo).

Al día siguiente, en el lunes del 7 de febrero del 2026, Marcos está en su cuarto. Más desordenado que antes, como si un tornado le hubiese pasado encima. Pañuelos en todos lados, amén de los vasos plásticos debajo de la cama. Divagando mientras tiene sus pies cruzados, y mirando el relieve que deja el rústico techo, con el pasar de la luz del bombillo. Busca una respuesta a todo lo ocurrido en su vida, comenzando por lo que le pasa a su padre.

(Qué asco).

Hace unos días que se comenzó a pulir el calvo, y recuerda haberlo sentido como si fuese lo mejor que le hubiera pasado. Como si fuera un interruptor, sintió asco al final y se dijo así mismo “No lo haré más”; como si cualquier adicto no dijera eso. Eso no pudo ocultar ni reducir su sensación de impotencia; aquella sensación que le hace pensar que es su culpa. Ahora sus padres se divorciarán, como si eso solucionara el problema principal. Su familia de débiles y neuróticos, según él piensa, cuyas actitudes le hacen hervir la sangre. Quizás Carl no hubiera muerto de no ser por ellos, piensa él.

—Hijo…

Marcos de inmediato se tapa con las sábanas y se acomoda para ver el origen de la voz. Ve cómo su madre tiene la puerta semiabierta, empujada por la silla de ruedas.

— ¡Coño, mamá! ¡Si tanto valoras a tu hijo, toca a la próxima! —Le vocifera Marcos, y rechina los dientes, ansíando lanzarle una de las sábanas.

— ¡Pues ya son las 5:40 am! ¿Qué no sabes que tienes que ir a la escuela?

(¿Acaso sospecha que me pulí el calvo?).

— ¡Bien! ¡Está bien! —recuerda ese consejo de Carl, “no respondas con otra pregunta”. Marcos piensa que al menos, pudo memorizarse un solo consejo y es de la persona que más quería; que si Carl siguiera vivo, al menos lo entendería.

—¡Pero apúrate! Báñate y alístate, que tu papá te llevará más temprano.

¿Cuántas veces no le dijo eso? No recuerda la primera vez. Marcos, quien no había dormido en toda la noche con el temor de que ocurriese algo, se sienta sobre su cama. Abstraído, derrotado. Piensa en lo horrible que sería, si su mamá lo hubiese descubierto, haciendo ESA COSA indebida.

Marcos sale de su cuarto, sabiendo que NO irá a bañarse y tampoco a cepillarse como ella se lo dice. ¿Para qué?, se dice así mismo. El agua es demasiado fría por la mañana y su aliento tampoco es fétido. Va a la sala para observar el amanecer —y ver si se despierta un poco más—, y se observa así mismo al espejo. Un chico de cabello largo, extendido hasta querer tocar sus hombros. Flacuchento y hasta considerarse así mismo raquítico, comparado a otros niños quienes se ven más rellenos. Más feo, según él. Más patético, a su consideración. No es lo único a lo que deberá fijarse, pues su condición física y su mentalidad actual son poco importantes en comparación a la sensación de estar echándole sal a una herida cada vez que piensa en lo mismo.

(Carl).

(Al grano).

Se pone su camisa azul recién planchada por su padre y su pantalón negro, amén de sus zapatos negros que los amarra como si no fuese algo que su mente automática no hiciera. Se devora un cereal y baja a través de las escaleras, con su padre a su lado. Ambos abstraídos en sus cosas, como de costumbre.

— ¿Y cómo te fue en tu primer día? —Le pregunta su padre, estando frente a la salida del edificio. Su sonrisa es auténtica, como si no hubiese estado golpeando cosas ayer.

—Me fue normal —Marcos responde apagado, en sus pensamientos más profundos.

— ¿Pasó algo?

—Nada que te interese, papá.

Con el “Kia” estacionado al lado de un autobús, y las calles tan solas como si no hubiese niños que fueran a la escuela tan temprano en su localidad. Marcos entra y se pone el cinturón de seguridad —los accidentes automovilísticos le dan miedo—, sintiéndose acostumbrado a ver que su padre no hace lo mismo. Si ambos chocan, ¿qué pasa después? ¿Quién sobrevive y quién no? El vaso que está detrás y cree posible que debió de ser porque su padre suele tomarse, la mayor parte de sus medicamentos, en su auto; no obstante, ayer se le había olvidado el agua. El auto no enciende, por lo que su padre abre el capó y le coloca unas piezas, de las que Marcos no entiende qué son.

Tan pronto como gira la llave, el auto enciende y arranca ronroneando, cuando pisa el croché y pone la palanca en primera. De vista a la calle y pasando por los edificios, su padre rompe el silencio.

—Si pasa algo, Marcos, puedes contarme lo que quieras —Le dice su padre, con la mirada al camino. Ambos pasan por un policía acostado—. No me molestaría que al menos confiaras en mí, como yo confío en ti y tu mamá también.

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—Sí, papá. Ajá.

Un silencio incómodo se cierne sobre ellos, quienes no se miran literalmente, pero SÍ se podría decir que están con su mente en ambos. Un momento incómodo; la mirada inquieta de su padre, y las ojerosas bolsas que tiene Marcos por debajo de sus ojos, amén de unos ojos casi puestos como platos que lo hacen parecer un muerto viviente.

— ¿Es por lo de ayer? —Su padre, “Castillo”, rompe el silencio.

— ¿Qué pasó ayer? —Para un hombre inestable que desconfía de todos y aun así habla como si fuese el superhéroe, no es fácil que en serio Marcos tenga que ocultárselo. ¿Por qué contarle que estuvo espiando? ¿Para qué desate otro problema mayor? Nunca lo ha hecho y tampoco levantó la mano a sus hijos más nunca, pero es posible. Para un hombre que entró al psiquiátrico.

Su padre pega un golpe al volante, y hace que Marcos pegue un respingo.

—Tú crees que nací ayer, Marcos. Yo sé cómo son las cosas, así como el hecho de que estuviste escuchando todo ayer —Su voz se escucha adusta, hosca. Envejecida a diferencia de hace años, no tan sorprendente para un barbudo de 50 años. Un hombre con traje negro y sombrero de copa, como si estuviese en los 1960.

— ¿Y acaso cómo lo supiste? —Marcos observa a su padre atónito, preguntándose cómo pudo saber que su hijo lo escuchó desde detrás de la puerta. Cómo pudo saberlo. Podría pensar que es solo paranoia de él (para un hombre que entró al psiquiátrico), pero algo se le hace peculiar. Como si algo se lo dijera, o si en realidad se está volviendo loco.

—Simplemente, lo sé, Marcos. Carl hacía lo mismo, y de hecho…, eso fue lo que lo mató —No puede ser más desafiante con sus palabras y la mirada que pone al camino. Van por una bajada, por lo que gira la llave y apaga el motor—. Si quieres estar bien, si quieres paz mental y un maldito ápice de orden en tu vida, no escuches lo que no te incumbe. No te importan los problemas de tus padres, ni te deben importar. Vive tu vida tranquila.

— ¿Aun sabiendo que me abandonarás, papá? ¿Que serías capaz de dejarme solo, desamparado, con una discapacitada que más bien necesita de tu cuidado? —Marcos se acerca más, desafiándolo con la mirada que su padre no devuelve. Con la sangre hirviendo y ese resentimiento que desató sus recuerdos sobre Carl, Marcos le vocifera más fuerte—. ¿¡Qué clase de empresario hace eso, papá!? ¿¡No te has puesto a pensar, si tu maldito egoísmo fue lo que te hizo volver loco!?

Las botas pisan fuerte el freno y el auto se detiene de golpe, mandando todo objeto hasta el frente. Marcos siente como si el cinturón presionara su estómago y su pecho hasta hacerlos papilla. Siente como una mano pesada, endurecida y callosa, aprieta su antebrazo con suma fuerza hasta hacerlo arder. La respiración entrecortada y los ojos encarnizados, puestos en el chico mientras la cabeza vibra. Un temblor convulsivo que le hace saber la furia agresiva que siente su padre, tras estas palabras.

—Papá, me lastimas —Cuando Marcos intenta mover su brazo, observa la tenebrosa rigidez que tiene la mano de su padre. Una fuerza descomunal como si hubiese metido su brazo a la pared y no lo pudiera mover—. ¡Papá!

— ¿Y también quieres faltarme el respeto, Marcos?

— ¿¡Ves por qué te digo…!? —Marcos siente temor por lo que pueda hacer su padre. Su violenta reacción cuando su madre mencionó a Carl y la manera que se salió del cuarto hasta dormir en el carro, como si hiciera lo posible para no caerle a golpes a la mujer que tenía al lado. No, se traba. No puede hablar, tampoco decir algo porque… ¿¡qué puede hacer su padre!? Un hombre que ha demostrado más aguantarse la rabia en múltiples ocasiones, es más impredecible que uno que si usaba la violencia en varias ocasiones. Lo impredecible es más aterrador, después de todo.

Pero aquella mano lo suelta, y su padre pisa el acelerador. Marcos se alivia, pero también siente duda. Los ojos llorosos de su padre son lo más doloroso que puede ver, porque nunca lo había visto llorar. Se pregunta así mismo qué cosas turbulentas pueden estar pasando en su mente ahora mismo, y qué clase de demonios internos lo pueden estar azotando en este momento.

Salen de la Calle Colonizador y se aproximan a través de Onda Vista, donde se ubica la institución donde está Marcos. U.E.C. (Unidad Educativa Colegio) San Thomas Dahlie, con los niños de primaria y sus camisas blancas entrando y los grandullones (contando algunos enanos) de camisa beige que son de cuarto y quinto año. Marcos se baja del auto, sin decirle nada a su padre. Solo un “Chao, papá. ¿Bendición?”, al que el otro no responde.

Qué chico tan inteligente, piensa Castillo. Un chico a quien recuerda haberle cambiado los pañales, como si hubiese ocurrido ayer. Puede que para él la vida pase con suma lentitud, pero no se compara a tener cincuenta años. Simplemente, vives un 2% de tu vida en comparación con el 60% que sería vivir teniendo ocho. Pisa el acelerador y gira el volante en la próxima intersección. Pasa por las inmediaciones de la Iglesia Católica San Thomas Dahlie.

Castillo tiene mucho por la cual fustigarse hoy. Otro ataque de mal genio; otro momento donde casi mata a golpes a su propio hijo, aunque ni siquiera le haya levantado la mano. No recuerda ni el momento donde lo tomó con odio; solo el momento donde su hijo le dijo las palabras más dolorosas que puede escuchar. Que su esposa le dijo, y recuerda también él habérselas dicho a sus padres.

(Me lastimas papá).

Al lado con unas pastillas de las que tiene tremendas ganas de devorar todas a la vez.

(Sí, debería hacerlo. De esa manera puedo…)

— ¡Mierda! —Un auto se acaba de atravesar y, de no ser por haber pisado el freno, hubiese chocado con toda seguridad. Si hizo eso, aunque pensó en matarse, pues eso significa que cierta parte de él desea vivir. Ese lado inconsciente que lo motiva a seguir en este mundo, aunque esté muerto psicológicamente.

— (No lo hagas, papá. Me los has prometido) —Escucha la voz de Carl, resonante como el final de un pasillo y vivida como si fuese una grabación.

—Tú no eres real, Carl. Sé que me he vuelto loco, ¡pero al menos tengo mi atisbo de consciencia (o quizás no)!

— (¿Cuántas veces debía de decírtelo? Confirmaste que Marcos espiaba tu conversación, y no fue porque estabas deprimido. Estabas consciente, completamente consciente. ¿Cómo una alucinación puede saber algo que tú no?).

—Pensar que tu fantasma está hablándome, sería mucho más descabellado que pensar que estoy loco. ¿Por qué no solo me dices que me mate, si tanto me hablas y hablas?

Hace años que escuchó la voz de Carl en su cabeza por primera vez, cuando iba de camino de Bolívar a Ronzoati en el auto del cofundador de su empresa, que está al borde de la bancarrota. Estaba medicado y en ese momento, solo Carl sabía la verdadera realidad detrás de su viaje. Cuando observó las colinas, sintió como si dos manos le presionaran la cabeza. Unas moscas brillantes apareciéndose en los bordes de su vista y un sonido chirriante, agudo, oyéndose desde lo más profundo de su cavidad auditiva. “¡Papá! ¿Dónde estoy? ¡Ayúdame!”. No le tomó importancia, hasta el momento donde se enteró de la desaparición de su hijo.

Momento donde comenzó a oír cada vez más aquellas voces, aunque solo era por temporada…

— ¡Muévase, mama huevo! —Le grita un conductor quien espera por Castillo, detrás de su auto. El bocinazo y el dedo medio que sale de la ventana. Sintiéndose tonto por divagar, Castillo pisa el acelerador y decide no pensarlo. Mejor tomarse sus medicamentos. No vuelve a escuchar más la voz de Carl, y prefiere no pensar en ello. (Estoy loco, sí. Estoy loco, ¡quiero estar loco! ¡Carl está muerto y los muertos no vuelven a la vida! ¡Los muertos solo revivían cuando San Thomas Dahlie estaba vivo!).

Mientras tanto, Marcos está en una zona amplia. Fría, con varios alumnos de diferentes tamaños agrupados por grado y sección. Todos erguidos ante la persona que está en el escenario, sosteniendo un micrófono de mano.

—El señor te salve, mujer. Llena eres de gracia; el señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, El Salvador.

Todos los alumnos repiten lo mismo, desprendiendo un eco que se dispersa hasta las puertas de los salones. Las voces de aquellos, son muy apagadas y dotadas de aburrimiento (qué imbéciles. Como si lo dijeran porque lo sintieran). Sin creer en algún dios que le salve, Marcos permanece con la boca cerrada.

—Santa madre, Madre del salvador, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Así sea.

Todos repiten lo mismo.

—Valoremos este regalo que nos dio nuestro señor, que nos dotó de la capacidad que tenemos ahora. Que le dotó a San Thomas Dahlie su capacidad para despertar a los dormidos y comunicarse con el señor, otorgándoles fe a sus discípulos que antiguamente dudaban. Cuando en épocas difíciles revivió a un hombre de raza negra. Hecho que lo llevó a la hoguera, y tampoco le importó.

Todos responden “Amén”.

Son las 7:00 am y el acto cívico termina (ya no tendré que estar parado, bien). Todos van en filas separadas por género a sus salones, a lo que Marcos avista a un sujeto conocido en una de las filas que va directo al salón paralelo al suyo; no obstante, los chicos de atrás lo empujan para que siga avanzando. Él se jura así mismo, que acaba de ver al Niño Bronceado que vio y lo saludó hace cuatro años.

El profesor que debería corresponder a castellano no viene, por lo que todos entran por sí solos. El segundo día del segundo lapso—si consideramos las complicaciones derivadas del uso de kóbistos que se habían sugerido desde hace años, y provocaron el cierre de diversas instalaciones de forma intermitente—: y el profesor no viene.

Se sienta delante de la pizarra, mientras los otros chicos hacen desastre. Un torbellino de madera golpeándose, gente gritando, riéndose, hablando y algunos bromistas poniendo un bolso al revés. Marcos fija su atención a una chica, con melancolía y preguntándose qué puede estar hablando con sus amigas.

— ¿Entonces te rechazó la más fea? —Le dice el niño ubicado en el pupitre detrás, con un tono burlesco.

Marcos no responde. Sí, le había declarado a esa chica, pues, considera… ¡Es más fácil conseguir novias feas que bonitas! Y rio de él en la cara. Su madre le aconsejó primero hacerse amigo de ella y que las cosas fluyan, pero Marcos siente una pared que los separa a ambos.

—Mira —Prosigue el niño, cuyo nombre Marcos no sabe—. Sé que no tienes un don, pero tienes que ver esto.

—No, ya basta. ¿Qué quieres? ¿Decirme que soy feo o algo así?

El niño pone los ojos en blanco.

— ¡Oye, señor paranoico! ¿Acaso te dije algo? —Señala a la chica, quien se da cuenta de que la están señalando. Marcos entra en pánico y centra su mirada a la pizarra. El pene dibujado hasta abarcar las dos divisiones, los rayos del sol pasando por las grandes rejillas y los ventiladores a toda mecha—. ¿Acaso te dije algo sobre ella o qué?

— ¡No, pero…!

— ¡Pero nada! Eso me lastima, Marcos. ¿Sabes?

Esto no hace más que hacerlo sentirse así mismo culpable.

—Lo siento…

—Las disculpas son como dientes de león; son bonitas, pero se esparcen rápido.

— ¿¡Entonces qué quieres que yo haga!? —Marcos siente su paciencia colmada. Tanto que golpea el pupitre en un gesto de reflejo, sin darse cuenta.

El niño hace caso omiso y, profiriendo un silencio perturbador, saca una caja de cartón desde su bolso transparente. Con una sonrisa confiada y una mirada encendida, el chico se la muestra a Marcos.

— ¿Y esto? —Pregunta Marcos, mientras coloca la caja en su regazo. Está pesada, como cargar una bolsa de harina de trigo. Se siente como el peso se concentra en una parte de la caja; Marcos supone que es un objeto esférico.

—Es un regalo —Responde el niño, evadiendo el contacto visual (Marcos lo nota). Con solo oír estas palabras, Marcos siente desconfianza. No aquella que sintió en aquellas ocasiones, como cuando su madre recibió ese tiro. Qué casualidad que haya un tiroteo desde el otro lado del bosque, y que la bala haya recorrido un camino tan exacto hasta la cadera y los nervios de la mujer. Qué cruel es el destino—. ¿Lo quieres? Una sorpresa.

—¿Qué tiene?

El niño encoleriza la mirada.

— ¿Qué te dije hace milisegundos? ¡SORPRESA! —El niño observa en torno a él—. ¿Lo abrirás sí o no? No es una bomba, por si te preguntas.

— ¡Pero es que no te conozco!

— ¿Y cómo haces amigos, Marcos? ¿Acaso conoces a todos? ¿Te haces amigos de gente conocida, o de desconocidos? —El niño aparta la mirada y pone los ojos en blanco, posicionando una mano en el espaldar del pupitre de Marcos y gesticulando con otra—. ¡Si la estupidez brillara, tú fueses el sol radiante de la mañana!

Esa no es la manera de hacer amigos, piensa Marcos. Tampoco puede saber si tiene razón… ¿O no? ¿Aceptar regalos de extraños crea una amistad? Apenas comienza la adolescencia y le sobrecargan con información. Su energía está tan gastada que siente la necesidad de irse a lavarse la cara, o dormir. También esa combinación poco motivante. Esa culpa por haber ofendido a un chico que —posiblemente—: busca amistad con él, y esa vergüenza de haberse equivocado.

(Dios mío, que no piensen que soy un retrasado, por favor. El segundo día de clases y la cagué por completo; qué asco).

—¿Cuál es tu nombre? —Pregunta Marcos, lacónico.

—Y me cambias el tema… —El niño se ve frustrado, llevando una mano a su frente y suspirando entre dientes. Ese tono, que podría considerar un mascullo, solo hace sentir a Marcos incómodo. Si lo habrá cagado de nuevo, pues está listo para recibir un azote—. Me llamo Rostie. Ahora abre la maldita caja, ¿o te la quito? Sí, porque andas arrecho…

Marcos aleja la caja de las manos del chico, llamado Rostie (según él). Recibir esa clase de cosas le hace daño, no puede creer que Carl haya vivido tanto. Por supuesto, tampoco puede hacerse ideas preconcebidas. Carl fue a muchas fiestas y hasta tuvo una novia, ¿qué pudo haber cagado su carácter? No lo comprende. Preguntar a sus padres solo haría que le devolvieran un silencio, como muchas veces había ocurrido.

— ¡Sí, está bien, nojoda! —Marcos pasa sus dedos por la solapa, abriéndolo con lentitud. Esperando algo, como una bomba salir y explotarle en la cara. O una torta de tres leches y un “¡Feliz cumpleaños, Marcos!”, de letras cursivas, escrito con chocolate. Le encantan los cumpleaños, aunque solo vaya por la comida.

Dentro de la caja, se aprecia un destellante viso. Una esfera negra, parecida a una metra gigante, que refleja su alrededor como un espejo. Sin distorsiones. Fácilmente, Marcos puede usarlo como su espejo. En el reflejo de esa bola, hay algo moviéndose, y retoza como una mosca. Marcos acerca su vista para ver aquella cosa. El ambiente caluroso del salón, se convierte en uno gélido, arrecido, con un viento pegando desde el lateral. Marcos siente su pecho tocar el suelo, arenoso. Deja de sentir la camisa azul y sus pantalones, ahora sintiendo unos pantalones más anchos pero ajustados con una correa, amén de una camisa más grande. Su pecho se arrastra, mientras su mirada se irrita por la iluminación.

— ¿Tienes miedo, Marcos? —Le responde una voz grave, de alguien que está en una etapa superior en la adolescencia. No deja eco en el área, como si se lo dijese en el oído. Marcos cae en cuenta que está de nuevo en ese bosque, y algo lo toma de los pies descalzos para arrastrarlo hasta un lugar. Intenta moverse, pero cuando levanta su mano derecha, esta se cae con celeridad. Deja de sentirlo, como si se desconectara de su cuerpo. Ante esta confusión, Marcos usa lo que sí puede mover: la cabeza. No obstante, aquella figura no la puede ver—. Nos regimos por tres partes. El inconsciente, el consciente y el superconsciente. El primero busca el placer, el segundo reprimir el placer y el tercero… —Unas uñas se entierra en la huesuda superficie dorsal de sus pies, como canalizando una furia— distingue el bien y el mal.

Marcos suda frío; sus ojos se ponen como platos mientras hace lo posible para moverse. Esfuerzos infructíferos; su cuerpo se siente demasiado débil, paralizado. Siente algo recorrer su pecho hasta llegar a su estómago, más allá de su corazón palpitando. Una horrible sensación, una catástrofe inminente.

(¿¡Quién eres!? ¡Por favor, dime qué haces conmigo!) —Marcos no puede hablar; su boca no puede articular nada.

—Te puedo leer. Te llevo a un lugar importante, del que nunca olvidarás. El que verás por última vez en tu vida.

Lo está llevando donde está el Espantajo, está cien por ciento seguro. Sus sensaciones no mienten, aunque no haya querido saber el porqué. ¡No tiene ningún don! ¡No se puede permitir tener uno! ¡El Kobistólogo (de Kobistología, ciencia de los dones, creo! ¡Dios! Soy tan olvidadizo) se lo había dicho!

(¡Por favor, déjame ir! No sé quién eres. ¡No sé cómo llegué aquí!).

—Sabes quién soy; lo supiste desde tu nacimiento —Marcos intenta mirar por última vez, aunque el resplandor lo ciegue. Sus ojos moviéndose hasta la pupila, querer meterse por la cuenca, su cervical doliendo hasta darle una sensación de estar enfermo. Sus únicas fuerzas centradas en saber quién lo está llevando a la perdición. Marcos no divisa su rostro. Solo un cabello largo, liso pero despeinado, que pertenece a aquel sujeto que está de espaldas—. Es momento de hacer lo que debo hacer.

(Lo que se debe hacer).