Marcos siente esa sensación con más intensidad que antes. Esa sensación de que algo peligroso va a pasar. Recuerda haberla sentido con más fuerza cuando el Espantajo los miró a los dos, con dureza en su mirada que no se le borra.
Su hermano va a enfrentarse a esa cosa y va a arriesgar su vida. ¿Qué le puede pasar?
Qué…
(El niño que se rompió la cabeza)
… puede pasar.
Marcos sabe la respuesta: Su hermano va a morir.
¡Carl! —Le grita Marcos para llamarlo, pero no hay respuesta.
Marcos se levanta de su cama y corre al pasillo, solo para darse cuenta del frío intenso que le recorre todo el cuerpo; no tiene su ropa. Marcos se pone sus shorts y camisa con mucha rapidez y abre la puerta. Recorre el pasillo, solo para darse cuenta en ese instante del estruendo que la puerta hace. Su hermano acaba de salir. Marcos no tiene más remedio que salir de su casa e ir… a ese bosque.
No encuentra la llave en la mesa y no puede abrir la reja que está detrás de la puerta. Marcos ve el seguro y se le ocurre una idea genial. Toma un tenedor y lo mete en el cerrojo, abriéndolo al fin. Con la tierra entrándole en los pies descalzos, Marcos está en el descansillo del edificio. El frío de la mañana y la vista alta, donde puede ver a los vecinos arreglando un autobús. Marcos baja por las escaleras, sintiendo cómo sus muslos le arden con cada escalón bajado. Reconoce lo débil que es, incluso para los otros niños.
Recuerda ese momento cuando un niño lo agarró, mientras otro le restregaba sus puños con su cabello. Lacio con un corte de honguito que contrasta con el de sus compañeros, con sus cabellos ondulados y cortos. En ese momento no hizo más que llorar.
(Llorar. Solo hago eso; me quejo. Solo huyo).
Marcos se da cuenta de algo que le impide avanzar más allá de la salida del edificio. Su corazón siente un frío indescriptible y una presión que hace temblar sus extremidades. No puede moverse más allá de donde está y todos esos signos solo indican una cosa: siente terror. Tanto que podría volver corriendo a la casa y pedirle ayuda a su mamá.
Pero ¿qué dirá ella? No puede caminar y por lo tanto, no podría salir a buscar a Carl. Marcos también da por hecho que el Espantajo no es peligroso y solo es su imaginación.
(Esa cosa, que ayer me dio un susto. ¿Por qué mi hermano actuó así?).
Marcos cada vez más, siente ese mal presentimiento. Esa preocupación inminente. Ese sentimiento…
Siempre lo habían protegido a él; él no tuvo que preocuparse de la seguridad de otros. Siempre, supuso que a los demás no les pasaría nada malo. Sus molestos padres, que impedían que se subiera en las sillas y se sirviera agua en esas grandes jarras, ahora él los entiende. Hacían lo posible para cuidarlo, porque lo quieren mucho. Marcos hizo muchas cosas imprudentes en el pasado, que lo llevaron a arrepentirse. Lo mismo con Carl.
— ¡No!
Marcos aprieta sus puños y obliga a sus pies a seguir adelante, a pesar del terror que tiene. Va a entrar al bosque, aunque tenga que arriesgar su propia vida. Cierto que nunca ha cruzado la calle, pero al menos supone que los conductores son unos malditos ciegos; no debe confiar en ellos, así como tampoco debe confiarse en lo que le pasará a Carl.
— ¡Hola, Marcos! —Se acerca un hombre alto, mayor y con una ropa descuidada, además de un vaso cervecero—. ¿Está tu mamá ahí?
—Mi mamá no puede levantarse porque le pasó algo —Responde Marcos, distraído—. No me acuerdo, ¿cómo te llamas?
El señor pone los ojos en blanco.
—Héctor —mira a su alrededor, apurado—. Voy a subir a recoger la basura. Dile a tu mamá que vengo en dos horas, ¿vale?
– ¿Qué haces con la basura? ¿De dónde salieron esas… –(¡Céntrate, joder!). Quizá lo bueno de estar en el 2022 es que, a no ser que haya alguien que lea la mente, puedes pensar lo que quieras en tu cabeza. Puedes soltar todas las palabrotas que se te ocurran, sin que tus padres se enfaden contigo. Sin que tu padre te pegue un bofetón cada vez que dices un taco. Marcos se acuerda otra vez de Carl y se pregunta… ¿será casualidad que Héctor haya aparecido justo ahora? No puede ser que tenga tan mala suerte y que también se haya despistado. Estaba pensando en Carl, no en otra cosa. (¡Dios mío!)–. Perdona, voy a seguir a mi hermano.
Héctor asiente y Marcos corre por la acera. El “Kia” de su padre y las celdas donde aparcan los coches. Parecen una cárcel.
Las calles están vacías y los niños van a sus colegios, aunque Marcos empieza las clases dentro de un mes. Marcos corre por las calles, rodeando cada árbol hasta llegar al bosque desde lejos.
(Esa cosa. Dios).
Marcos lucha contra el miedo y entra. Se siente tan mal como la última vez. La tierra sigue igual, igual que las hojas de los robles. Todo parece tranquilo…
(Oh no).
Algo está de espaldas a él, con un hacha en la mano. A través de la niebla, puede ver una piel de madera agrietada y un temblor que le viene de los hombros. Mira al horizonte, mientras el viento mueve las hojas a su alrededor. Formando un remolino de tierra y hojas, ese alguien se gira.
Marcos no distingue bien su cara, ni tampoco quiere. Retrocede por instinto y sus pies tropiezan con una piedra que lo hace perder el equilibrio. El chico no puede moverse ni arrastrarse para escapar. Ese Algo se acerca a él, con una lentitud angustiosa. La vista de Marcos se estrecha hasta nublarse, con un dolor de cabeza que le aprieta las cejas. Sus esfínteres dejan de funcionar y se moja los pantalones cortos. Marcos abre los ojos como platos mientras esa persona está delante de él. Su silueta a contraluz.
(Marquitos, ven aquí. Solo quiero cobrarte lo que me debes, nada más. Solo quiero hacerte ver lo que les pasa a los que se meten conmigo. Con mi vida y con mi felicidad. Ven, porque te voy a destrozar la maldita cara. Más allá de romperte la mejilla, porque puedo ver la sangre en el suelo. Te voy a enseñar que conmigo no se juega).
– ¡MARCOS!
Marcos responde con un grito.
– ¿Qué ha pasado? –Pregunta Carl, mirando a su hermanito fijamente. Con el hacha en la mano–. ¡Dios, has cruzado toda esa calle tú solo! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué te has hecho pis?
(Gracias a Dios; mi hermano está vivo).
Marcos lo abraza con todas sus fuerzas. Tan fuerte como el alivio de verlo vivo. Su hermano lo mira fijamente, todavía confundido.
–Carl, por favor. No te acerques a esa cosa –Dice Marcos, llorando–. No me gusta cuando te arriesgas así. No me gusta cuando pasan cosas malas. Quiero que vuelvas a casa, por favor.
–Pero si no encontré nada.
– ¿Qué? –Marcos se queda atónito.
–¡Lo iba a destrozar! Pero parece que se lo llevaron –Carl suelta una risita–. Era tan feo que seguro que asustaba a la gente. Créeme, estuve a punto de hacerlo –señalando su cabeza–. Dios, lo siento Marcos. No pude hacer nada para que te sintieras mejor.
– ¿De qué hablas, Carl?
Carl lo suelta y se levanta.
– ¿Cómo tú defines errante, Marcos?
(Errante).
(ERRANTE)
Esa sensación de irrealidad. Marcos se toca la mejilla dolorida, recordando lo que pasó en ese sueño. Mientras esos lo atormentan, Marcos intenta contárselo con detalle. El cómo el Espantajo le clavaba sus dedos en la mejilla, el cómo Marcos tuvo que huir aterrorizado por los pasillos. El cómo tuvo que coger un cuchillo para defenderse, mientras esa cosa caminaba sin temor alguno. El cómo dejaba un rastro de oscuridad que llenaba el pasillo, y del que estaba seguro que lo iba a engullir. Marcos abrió la dura ventana e intentó salir, solo para encontrarse con los barrotes, que tuvieron que ser más estrechos que su cabeza.
Lo último que recuerda Marcos, es esa cosa. Siniestra pero sonriente (a diferencia del real, cuyo rostro padece), agarrándolo por las axilas y lanzándole un grito indescriptible. Una mujer, que grita desde el fondo de un pasillo vacío.
Carl se seca el sudor de la frente y observa a Marcos con unos ojos heridos. Una mirada de sufrimiento que luego desvía, quizás para que su hermano no la vea. Otra vez, esa culpa que tanto lo acosa.
El hermano mayor se aparta con tanta prisa que choca con alguien, quien se tambalea hasta caer de lado a la arena. Carl se recupera del equilibrio, confuso por lo reciente, y agudiza la vista para reconocer a la persona que está frente a él. Se trata de Abraham “El Nino”, quien les había ayudado a comprar la harina el día anterior.
— ¡Perdón! —Dice Carl mientras lleva su mirada de preocupación, y se acerca dos pasos hacia él.
— ¡Dios! ¡Mi ropa está arruinada! —Abraham suelta un quejido tan dramático que, en vez de provocar empatía, hace que Marcos se sienta inquietado por la falsedad detrás de sus palabras. No reconoce ni siquiera el momento donde él se había aparecido ni el porqué. Como si hubiese surgido de la nada. El hombre que está en el suelo, mira una mancha marrón en su camisa blanca y una rotura en su pantalón beige, como si las cosas no fuesen más convenientes y dramáticas de ver.
—Pero si no vi el paso, de verdad —Exclama Carl, quien parece el único preocupado aquí.
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—Tranquilo, no hay problema —El hombre se levanta y le muestra una sonrisa, cuyo aire sigue inquietando al mismo niño—. Tenía pensado ir a casa de mi novia, pero no puedo ir así. ¿Sabes? Las mujeres son muy superficiales.
—Por favor, en serio, perdóname —Responde el otro, quien empieza a hacer gestos—. Estaba absorto en otra cosa y no pretendía arruinar tu cita…
Abraham le interrumpe y señala.
— ¿Y ese hacha?
El otro se queda mirándolo fijamente, sabiendo el abrupto cambio de tema. El pequeño Marcos, mirando al Hombre Malo con sus ojitos, no puede dejar de pensar en las intenciones que lleva detrás.
— ¿Esto? Quería saldar unas cuentas, pero veo que no puedo —Responde Carl, quien de repente parece transformarse en otra persona. Sus hombros encorvados pasan a ser unos erguidos, y habla con mucha más destreza que cuando está en la casa. Cuando Carl habla con otras personas, parece alguien diferente.
—Porque quiero pedirte un favor, si no es mucha molestia.
Un favor, sí. Su papá le había dicho que esas personas que primero hacen un favor incondicional, casi siempre lo harán porque van a necesitar algo. Que no debe dejarse manipular por esa clase de cosas.
—Lo siento, pero no puedo. Apenas intento superar esta… ansiedad, ya que entraré a la universidad en Enero —Responde Carl, abstraído.
— ¡Pero te hará sentir bien! —Abraham sonríe. Esa sonrisa simpática, Marcos percibe cierta malicia—. ¿Querrías visitarme mañana, a las 2:00PM?
— ¿Tan pronto? —Carl y Marcos cruzan miradas, confundidos. No pueden evitar sentir esa pizca de recelo, para un hombre que conocieron hace poco. Pero viendo lo reciente, no es posible convencerlo porque cede al instante—. Bueno, está bien.
Abraham suspira. Un hombre de gorra tricolor con estrellas, alto con unos 194cm que humillan los 178cm de Carl (altura que es incluso mayor al promedio), con una mirada simpática. El único que puede percibir esa hosquedad casi antisocial, es Marcos. Además de su boca semiabierta, evidenciando sus largos dientes.
—Para serte sincero, me caes bien —de evitar el contacto visual, Abraham ahora mira a Carl fijamente. Sonriente y relajando sus músculos—. Es decir, ¡no cualquiera tiene una opinión tan crítica sobre este sistema de microchips! Casi todos con los que hablo, suelen ser unos malditos ignorantes. Creyentes del “El mundo antes era peor; no había control sobre las cosas”, y más excusa barata para quitarnos nuestra libertad.
— ¿Te llaman El Nino? Mira, pero escucha. Antes esto era perseguido y no fue sino hasta el 1990 que las presiones del progresismo lo legalizaron. Que el mundo era mejor, en mi opinión… es una completa mentira.
—¡Eso es lo que quieren que creas! Si legalizaran las drogas, créeme que no todo el mundo se convertiría en drogadicto ya que lo mismo pasaría con el alcohol. Si legalizaran las armas, ¡créeme que no habría niños tiroteando escuelas como en otros países del primer mundo!. ¿O acaso crees que los niños no buscarían otras formas? Aquí es posible que te asalten, pero allá es más probable que te maten.
— ¿Qué evidencia tienes al respecto?
Abraham fuerza una sonrisa.
—Tienes el don, o “Kóbisto” como se llama realmente, de crear explosiones… ¿no? No mataste al vendedor, aunque PODÍAS; los microchips no son infalibles, porque aunque no tengas ningún don…
(Si estuvieses predispuesto, buscarías hacerle daño. Por eso no todos somos criminales).
Carl hace el ademán de contradecirle, pero se queda sin palabras. Atónito ante la conversación que acaba de tener, y la lógica que tienen las palabras de Abraham. Marcos percibe cierta hipnosis que Abraham parece hacerle a su hermano, y teme a que haga algo malo. Carl le da la razón y acuerda con Abraham la visita. No a las 2:00PM como quería, sino a las 4:00PM. Carl y Marcos se regresan a La Cascada. Entran al edificio, y convencen a su mamá quien está muy curiosa de qué hacían.
Son las 9:00AM; es hora del desayuno. Carl prepara unos boyos de maíz blanco y los sirve con jamón, queso y mantequilla. Dos platos, porque él no tiene hambre. Todavía sigue pensando en lo que Marcos le dijo en el bosque. Una escena escandalosa que intenta olvidar cuando tiene oportunidad, pero no puede; lo recuerda cada vez que hace el intento por no pensar en él.
Camina con el plato de Marcos, pensando en las peleas que tuvieron sus padres cuando él fue pequeño. Cómo fue testigo de gritos, el cómo sus padres se golpeaban mutuamente. Cuando su madre le arrojó agua hirviendo a su papá, y este respondió jalándole los cabellos. Cuando su madre lo apartó con violencia cuando Carl intentaba detenerlos, y cómo ese gesto encendió la rabia de su padre. Una sucesión en cadena de eventos, pasando por un traumático momento donde casi se divorcian.
Carl permaneciendo una semana con su madre, y otra con su padre. Un sentimiento que tenía en esos momentos, ya no era indiferencia como le hacía gran parte de las cosas que ocurrían. Tenía mucho miedo y no se imaginaba la idea de separarse de ambos.
Carl consideró dos cosas: explotar la casa, o el suicidio. Con una cuerda de nailon preparó su escenario y lo practicó, subiéndose a la silla y haciendo los ademanes de soltarla para que la cuerda lo asfixie. En otra, Carl creó un pequeño diamante cuyo radio llegaría al tamaño de la mesa de la casa, con el que prendería la bombona y les demostraría lo frustrado que está. En ambas, quería dar un mensaje: hacerles saber las consecuencias y que se detengan.
Pero antes de empezar a planificarlo, Carl recibió una noticia extraña: su madre se había quedado embarazada. Desde ese momento, fue que las cosas se normalizaron. Marcos nació y se crió en un entorno seguro, que siempre le provocó envidia a su hermano mayor. Que sus padres le dieran más atención a él, que a su primer hijo a quien han involucrado en sus caprichos matrimoniales.
(Tal vez por eso mi papá había ido al psiquiátrico. Tal vez por eso mi papá se tomó un tiempo. Maldita sea, ¡MALDITA SEA! ¡ME CAGO EN TODO! ¡EN ESTA FAMILIA DE MIERDA!)
Ocultando su sufrimiento interno, Carl deja la comida en la mesa y llama a Marcos, quien sale de su cuarto —ahora con sus shorts— para comer. Todavía sigue con las ganas de destrozar ese Espantajo; sería la única vez donde dejaría que su mal genio diera frutos. Donde canalizaría toda la rabia que siente hacia sí mismo, y redimirse de ese resentimiento que tanto intenta reprimir.
(No son chorradas. Soy un hombre cambiado, y no necesito destrozar objetos inanimados para demostrarlo. Debo dejar mis inmadureces, y actuar como el adulto de 19 años que soy. Los hombres no lloran, coño).
Con Marcos echándose una jartazón de comida, Carl tapa el plato de su madre y va hacia su cuarto. Le ayuda a sentarse en la cama, tomándola por los muslos mientras esta se aferra a él; se siente muy pesada para ser delgada. Tal vez haya engordado un poco.
— ¿Qué fue ese grito, Carl? —Le pregunta su madre—. Esta mañana me despertó Marcos, gritando tu nombre.
Carl estuvo tan absorto en sus pensamientos que no previó eso. Marcos estaba buscándolo; razón por la cual lo encontró en el bosque. Carl lleva a su madre sostenida por ambos hombros, mientras la baja con suavidad para que toque la silla de ruedas.
Las manos de Carl resbalan de los hombros de su madre, pero antes de caer como un maniquí viviente, su madre contrae los músculos de sus brazos. Está ingrávida en la misma posición, flotando. Carl la vuelve a sostener y sienta bien.
— ¡Mamá! —Le reprocha Carl—. ¡Te prohibieron usar tu levitación mientras te recuperes!
Cuando el peso del objeto levitado supera la fuerza de los músculos, el cuerpo compensa la falta utilizando otros como la espalda. Su madre no debe usar sus lisiadas piernas bajo ningún motivo.
— ¿Y quedarme matada? —Pregunta su madre, con sonrisa irónica y chocante—. ¡Pues claro que no!
Carl no se lo puede discutir. Se pone detrás y la hace rodar a través del pasillo, camino a la sala.
—Y con respecto a lo anterior, Mamá… —Carl siente tanta vergüenza de sí mismo, que titubea si contárselo o no. Al final, prefiere no hacerlo— digamos que se trata de solo Marcos, ¿sabes? Tenía mucho miedo, y lo dejé solo.
—Sí, sé que no le harías daño. Ustedes se quieren mucho — (¿Lo sabes, mamá? ¡Si tú fuiste la que me detuvo al final!).
— ¿Qué te han dicho las del hospital? ¿Puedes mover un poco las piernas?
Su madre ensombrece el rostro.
—Creo que tendré que renunciar. Hijo, tengo un nervio destrozado. Solo puedo mover las piernas un poco, pero no puedo caminar.
Carl se frota la frente y detiene la silla.
—Mamá, no hagas malos pronósticos. Aún no lo sabemos.
— ¿Cómo que malos pronósticos? ¡Literalmente, me dieron el diagnóstico completo hoy mismo! ¿¡Qué pasaría con mi trabajo, y cómo podré mantener esta casa si tu papá se va!? Dios mío, Carl. En serio no quiero que trabajes.
—Todo va a ir bien, mamá —En el fondo, Carl se muere por dentro—. ¡Optimismo!.
Carl deja a su madre y le pone la comida en la mesa. Marcos habría comido la mitad, y no puede evitar ver a su hermano con ojos extraños. No come, y solo permanece apoyado a la mesa con una mirada abstraída. De hito en hito, preocupada. Las pupilas temblorosas y el sudor recorriendo su frente. El pequeño hace el ademán de preguntarle, hasta que alguien toca la puerta metálica.
— ¿Será el señor Héctor? —Pregunta su madre—. Dios, y no revisé si tenía algo de comida guardada.
—Pues muy bajo para ser él —Carl se levanta de su silla y abre la puerta.
Tan pronto como abre la puerta, escucha el resonar de las escaleras pisarse con rapidez. Sea quien sea esa persona que está corriendo, habría tocado la puerta para luego irse.
(Que idiota).
Los ojos de Carl se fijan en una nota, que se encuentra debajo de la puerta. Se agacha para revisarla con curiosidad, abriendo las solapas del papel doblado.
“No vayas a fiestas. No hagas nada, que vaya a arriesgar tu vida. No aparezcas en los periódicos” —La nota está escrita con un cursivo infantil, del que Carl tiene dificultades para leer.
Un tono extraño, maquiavélico y misterioso para quien sea que haya puesto la nota. Un niño gastándole bromas o un enano jugando al criminal, aunque es raro si él NO conoce a más nadie. Al final, Carl se mete la nota en el bolsillo y se prepara su comida. Ahora sí le acaba de dar hambre.
A las 3:59PM, Carl se dirige hacia el sector 1. Pasando por aquel lúgubre bosque central, con sus pantalones jeans, un sueter gris y unos zapatos negros. Ahora que lo piensa, ahora este lugar está lleno de los malos pensamientos que tiene consigo mismo. El mismo lugar donde su hermano le soltó todo, y solo se sintió miserable.
De pronto, algo se mueve desde el borde de su campo visual. Carl gira sobre sus talones, y vislumbra una figura curiosa. El Espantajo que él quería destruir, está ahí mismo; no obstante, Carl parpadea y esa figura ya no está. Esto lo hace sentir extraño, como si fuese una alucinación. Otra figura se aparece en el lado opuesto y él gira, solo viendo la nada absoluta.
(¿Qué demonios?).
Carl suda frío y avanza con mayor rapidez, intentando centrar su mirada al centro. Con ese temor que le hace palpitar el corazón y con una sensación hosca y desagradable que le recorre su columna vertebral. Algo se mueve al lado, y Carl vuelve a girar. Nada se mueve, y eso lo hace pensar una cosa: está perdiendo la cabeza. Carl corre con la mayor rapidez que pueden sus piernas, intentando negarse así mismo que algo lo persiga. Negándose a que el Espantajo esté vivo de alguna forma.
(¡ATRÁS! ¡MALDITA BESTIA, ATRÁS!)
Llega al sector, sintiéndose aliviado y también extrañado (estás mal de la cabeza, Carl; así de sencillo. ¡Jajaja! Mejor haz como si esto no hubiera pasado. No le contarás de esto a nadie…). Busca entre los edificios. Hay un parque biosaludable de calistenia al lado (debería entrenar) y varios niños jugando futbol en una cancha. Las casas están pegadas unas a otras, seguido de algunos edificios contiguos. Carl camina y camina, sintiendo el ardor en la planta de los pies. Ahí es donde ve una figura reconocible, sin su gorra revelando un peinado más desordenado. Carl se acerca y…
No es él. Es un hombre cualquiera que acaba de salir de su casa. Carl concluye que él no está disponible, hasta que alguien grita su nombre. Carl gira sobre sus talones y ve que la figura ahora sí es reconocible, joder.
— ¡Epa, Carl!
— ¡Épale, Nino!
Ambos chocan sus puños, aunque todavía no hablaron mucho como para considerarse amigos. Es como si Carl le tuviese aprecio, o el otro le tuviese aprecio; no lo sabe a ciencia cierta. Si fue la conversación que sentó bien en lo que ambos querían expresar, o será por…
Carl siente un dolor de cabeza al pensar en ello. Entra en una casa donde su voz se hace eco al chocar con las paredes vacías. Solo hay una mesa vieja que le raspa los dedos, un cenicero y unas sillas de plástico descoloridas. La charla fluye sin que se dé cuenta, como si estuviera coqueteando con una chica en el colegio. Abraham le cuenta por qué la gente de Ronzoati tiene apellidos extranjeros, que tienen que ver con los antiguos fundadores del lugar: Americanos que huyeron de las guerras del siglo XX. Cómo es la ciudad más moderna y pacífica, a diferencia de Caracas o Maracaibo. El español neutro puro es lo que Carl necesita. Nada de expresiones raras. Nada de cosas coloquiales, como hablaban sus compañeros. Varias respuestas de Carl hacen reír a Abraham.
Carl ve una consola de videojuegos, una Xbox 360, en el suelo junto a un televisor antiguo. Su infancia, piensa. Cuando Abraham le ofrece el otro mando para jugar a un juego de tiros en primera persona (Carlos Dusty, según él), Carl no puede evitar sentirse como en casa. Como si volviera a esos tiempos, donde escapaba de sus problemas más oscuros. Cuando su hermano acababa de nacer, y cuando le regalaron su primera consola a Carl. La jugaba todos los días hasta engancharse, mientras sus padres se lo permitían.
—Hablas como si ya no lo hicieras —dice Abraham, mientras su personaje mata a un soldado enemigo desde una colina—. ¿Por qué ya no lo haces?
Carl se concentra en el juego, pensando en lo tonto que fue decirle eso. No tiene sentido contárselo a nadie más, porque buscar consuelo nunca le ha funcionado. Ni con su primera y única novia, ni con sus últimos amigos que tuvieron algún vínculo con él. Ni con su hermano, ni con su madre.
—Por nada —Carl está distraído, mientras su personaje muere de cuatro tiros—. No es nada importante.
— ¿La universidad?
—Tampoco…
Carl hace lo posible por evitar el tema al que se está encaminando la conversación. No quiere pensar en lo que acaba de pasar con su hermano, y en cómo tiene pesadillas con él. En cómo ha traumatizado a un niño, que en realidad no tiene la culpa de nada. ¡Aún así no puede dejar de sentir rencor hacia él! Se siente mal porque sabe que no es saludable. Una inmadurez de su parte, de la que es consciente.
Abraham lo mira fijamente, con cierta indiferencia en su mirada. Hace un suspiro largo y saca su caja de cigarrillos.
—Te voy a contar cómo llegué hasta aquí —Abraham prende el cigarrillo con un encendedor y lo mete en su boca mientras aspira todos esos gases nocivos. Tal vez eso le falta a Carl. Una adicción para distraerse de sus problemas. Ve a esas personas fumando y no puede evitar pensar… ¿se sentirán bien? Algo los impulsó a fumar sus primeros cigarrillos—. Una vez, de niño, mi abuela me rompió el trasero a golpes. Eso después de rebelarme y dejar de aguantar tantos comentarios malos, reglas absurdas y maltratos por su parte. Mi familia tiene algo, y es que me tienen mucho miedo. Nací con un coeficiente intelectual alto y cuestionaba cada regla que ellos me ponían. Cada cosa que ellos querían para mí, mientras yo quería tomar mi propio camino —Abraham vuelve a inhalar su cigarrillo, mientras lo sostiene entre los dedos índice y medio—. Bueno, pasa que me echaron de la casa y me llevé mis cosas.
— ¿Reglas? ¿Qué tipo de reglas?
—No son más que tonterías. He llegado a incendiar el tablón de anuncios de mi escuela, he roto jarrones ajenos y hasta he matado a un perro —Carl siente un escalofrío al oír esta última confesión de Abraham, pero el otro aclara—. Pero eso fue sin querer. No tenía que cruzarse en mi camino. Te lo digo porque todo esto fue por culpa de mi familia de mierda que no dejaba de controlar cada aspecto de mi vida. ¿Qué podía hacer yo, Carl? ¿Ser un sumiso y esperar a tener un trauma y una enfermedad mental a los 40? ¡NO, CHAVAL! Lo primero y principal es mi salud mental. ¿Qué opinas tú?
—Salud mental. Creo que eso es lo que me falta a mí, supongo —Carl muestra indiferencia ante las palabras de Abraham, salvo por algo. Ese temor que acaba de experimentar cuando mencionó que mató a un perro, le hace pensar que está tratando con un sociópata. Por otro lado, piensa que solo es una víctima. Alguien que tuvo la mala fortuna de tener una familia severa y controladora—. No puedo dejar de pensar en lo mucho que me… arrepiento del pasado. Cuando mi hermano me dice algo, ¡me duele! Siento como si algo en mí se rompiera. ¡Porque soy un maldito inútil! Tengo una madre sumisa que le tiene miedo a enfrentarse a su propio hijo. Un padre neurótico del que sospecho de que se arrepiente de tenerme a mí y a Marcos… y este último —Carl se seca las lágrimas—. Dios mío.
—¡Suéltalo todo, Carlos! —Abraham le apoya un brazo en la espalda—. Estás guardando demasiado y tienes que soltarlo. Te hace mal reprimirlo.
Al fin y al cabo, Carl piensa que no tiene nada que perder. Será la primera vez que revelará lo que pasó hace poco.
Ese Fatídico Momento.