PARTE 1 – El Fatídico Momento.
—Estoy agotado, Carl.
El otro suelta un bufido, molesto. No es la primera vez que pasa.
— ¿Es que vamos caminando a la ciudad donde está papá, Marcos? —Contesta el otro, apodado Carl, sin mirar a su hermano menor. Sus ojos están fijos en el horizonte, con una hora rondando las 8AM. Los músculos de las cortas piernas de Marcos arden, hasta que llegan a su límite.
— ¡De verdad, no puedo! —Responde el niño, entre resuellos— ¿¡Por qué papá no nos lleva en coche!?
— ¡Porque yo a tu edad caminaba aún más lejos, y mira que soy yo el que se encarga de subir los garrafones para que todos bebamos agua! Sé valiente y deja de lloriquear.
(¿Que deje de lloriquear? ¿Qué se piensa él?)
Este pensamiento atraviesa la mente de Marcos, pensando que el cruzar el Bosque Central es idea de su hermano mayor. Marcos empieza a sentir un escalofrío que lo hace abrazarse a sí mismo, no solo por el frío que hace (debí traer un mono, y no estos shorts), sino por la inquietante sensación que le produce este bosque. Los árboles parecen los de una película de terror y el viento soplando no ayuda en nada, si no es porque si no hubiera eso, seguiría sintiendo que, al quitar eso, seguiría dándole mal rollo.
— ¡La última vez fuimos con mamá en un autobús! —Protesta Marcos—. ¿¡Por qué no quieres ir en uno!?
Carl le responde vaciando sus bolsillos, queriendo dar a entender…
… ¿qué cosa?
Marcos no logra entender lo que acaba de comunicar, solo sabe que sus piernas no dan más. Con una extrema debilidad que sienten los músculos sobrecargados, Marcos cae de mejilla a la arena. Jadeando, oliendo humo de las parrilladas que vienen de las casas cercanas y evitando mirar el tétrico fondo del bosque.
Carl lo mira por encima del hombro, preguntándose el porqué de su debilidad. Habría sido en su infancia, cuando sus padres solían mandarlo a cosas pesadas. Su padre, un gran empresario que está casado con una mujer que antes fue campesina, no hacen una combinación ideal. Por otro lado, Carl evita pensar en el porqué de su frustración. También fue un niño como él.
(Dios mío, la gracia de tener un hermanito)
Carl fuerza una sonrisa, a la que Marcos responde con una aún más forzada por las arrugas de sus pulcros pómulos. Una sonrisa de “relaciones públicas”. De espaldas a su hermano, Carl se agacha para invitarle a que se suba encima. Marcos lo nota con rapidez y pone sus muslos por encima de los hombros del otro (Dios, qué pesado). Carl lo sujeta y se levanta con él.
—Oye, ¿y por qué te llamamos Carl? —Pregunta Marcos, con aparente emoción inocente—. Y también, ¿por qué mi mamá no puede venir con nosotros?
—Una pregunta a la vez, Marcos —Murmura Carl, procediendo a caminar con un niño encima. No puede evitar pensar en qué es lo que lo hace tan pesado, si son sus huesos de niño ectomorfo o será que Carl es débil. Nunca hizo ejercicio.
—Perdona, digo. Sé que mi mamá no puede andar, pero veo que ella puede cerrar la puerta, y también pararte cuando te ve en el pasillo… y esa es mi duda, pues.
Su madre puede usar su don de levitación para traerse su vaso de agua, pero no podría levantar un peso tan pesado como ella misma. Levantar un peso tan grande que sus músculos y mente no pueden aguantar, además de un entrenamiento insuficiente. Un poder con alto potencial, en una mujer que nunca hizo ejercicio en toda su vida.
Aunque Marcos…
(Su madre recibiendo un disparo en la cadera)
… tiene algo extraño, que lo hace dudar.
Los dos hermanos se encuentran con un objeto en el bosque. Una forma humanoide que hace a Marcos sudar frío, mientras se aferra más a su hermano. No sabe el porqué, pero siente como si algo fuera a pasar.
—Carl, tengo miedo —Manifiesta Marcos, aferrándose más.
— ¿De qué?
Hecho con madera con aspecto de ser de roble, con unos huecos donde deberían estar sus ojos. Todo su cuerpo, cubierto de hongos y plantas que sobresalen de lo que deberían ser su boca y nariz. La verdad es que su rostro recuerda mucho a las calaveras de los dibujos animados que ve Marcos en la TV, aunque de cerca solo dan más miedo. La desolada expresión que tiene solo hace pensar que está sufriendo; un rostro contraído en horror y desesperación. Una calavera con líneas de expresión, con una pose de brazos extendidos, formando una letra T.
—Se ve mal —Comenta Carl, de forma escueta, mientras se ríe de un chiste que pasa por su mente—. Me recuerda a ti. Deja de mirarlo y estarás bien.
— ¿Pero siempre estuvo aquí? ¡Carl, siento que me mira! ¡Siento que nos mira!
Carl no hace más que ignorarlo y seguir caminando, acercándose más a ese tétrico espantajo. Marcos siente el pulso subir hasta su garganta y una fuerte necesidad de alejarse. Siente algo extraño que no puede explicar; una sensación de gran incertidumbre, o un aura inquietante que desprende aquel objeto. Un miedo indescriptible, que solo puede comparar con una fobia.
Ya había sentido eso antes. Cuando hace dos días, iba a tomar el autobús con su Carl y su madre. Sintió una extraña certeza que atacó su curiosidad, llevándolo al mismo bosque. Cuando su madre lo siguió, algo la hizo caerse y derramar un chorro de sangre desde su cadera. Un líquido tan rojizo que le pone los pelos de punta cada vez que lo piensa. ¿Por qué acabó llegando allí?, se pregunta. Siempre tuvo esas extrañas sensaciones, de las que preguntaba y sus padres no tenían idea.
(¿Por qué siento que hay algo malo allí?) —Marcos, hace unos tres años; tenía cinco en ese entonces, y su mirada era más despierta que ahora. Señalaba un parque lleno de niños balanceando sus columpios. Parque Leopoldo, con un sendero donde las personas caminaban, además de un área biosaludable con sus barras donde las personas hacían ejercicio. No sintió interés en jugar con el grupo de niños que reían y saltaban en emoción, ya que prefirió la soledad de su casa.
(¡Porque esos niños se lo pasan bien, y tú no socializas! Vamos, que es divertido, Marcos) —Dijo su padre, con un rostro distante. Parecía pensar en algo melancólico que Marcos no logró saber el porqué. Un pensamiento triste que lo hizo mirar no solo a los niños, sino al mismo horizonte.
Tres días después, un niño se partió la cabeza; la cadena del oxidado columpio se rompió, y el pobre salió disparado como rueda hasta caer de la frente hasta el bordillo. Si es así de verdad lo que le dijeron los niños de su escuela, entonces mejor prefiere no usar los columpios. Le da miedo morir.
— ¡Carl! ¡Carl! —Le grita Marcos, intentando llamar su atención mientras golpea los hombros de su hermano mayor—. ¡Carl! ¡CARL! ¡TENGO MIEDO! ¡CARL! ¡POR FAVOR!
Carl hace el esfuerzo por mantener la paciencia mientras sigue recibiendo las patadas. Una tras otra, ignorando los gritos de su (sensible, malnacido) hermano. Nunca había experimentado una rabia tan ciega, desde aquel Fatídico Momento que cambió su forma de tratarlo. Carlos, un hombre de 1.78m de tez morena con ojos café, no debería soportar esta clase de cosas. Pero qué otra cosa tenía que soportar, su hermano o el torbellino de violencia intrafamiliar en su hogar.
No, ¿sabes qué? Carl cree que no debe aguantarse las cosas. Se gira y avanza hacia el espantapájaros con paso violento. Hace el gesto de lanzar a su hermanito de un empujón…
(No, contrólate. No vuelvas a hacer algo de lo que te arrepentirás, por favor).
Carl aprovecha ESA oportunidad, y se controla a sí mismo. En su lugar, mira al espantapájaros que tanto asusta a su hermano. Carl toma una roca y se prepara para hacer lo que hará.
Poh.
Con la habilidad de un pitcher de beisbol, Carl hace lanzar la piedra con una rapidez que deja asombrado a su hermano. Un ruido sordo, de madera romperse, se oye desde el espantajo. Caen pedazos del rostro de aquel susodicho, quitándole esa inquietante expresión. Carl lo observa atentamente, mientras piensa que se va a mover; algo le hace verlo con curiosidad, aunque no es más que una pequeña impresión.
—Y mantén la boca cerrada —Dice el hermano mayor, y Marcos está seguro de que es una amenaza.
—Está bien —Responde el hermano menor, con un murmullo.
(Ojalá que no se repita)
Pero ese momento no ayuda. No es más que más angustioso para él, llegando a sentir que hay algo con ese objeto. No puede evitar mirarlo con inquietud, y no está seguro de haberlo visto en el pasado. No sabe cómo y por qué… porque su mente de ocho años, no logra pensarlo todo. Todavía encima de su hermano, Marcos opta por ignorar el espantapájaros. Probablemente, le provoque pesadillas si sigue viéndolo.
Tampoco reconoce o asocia el miedo con algún momento que ocurrió en su vida. Por alguna razón, le es familiar. Probablemente haya sido estúpida su decisión de pedirle a su hermano que lo cargue, pero no importa; Carl lo quiere mucho y Marcos lo sabe. Aún después de aquel suceso, aún después del momento donde él cambió. El Fatídico Momento.
(Todavía me duele la mejilla).
— ¿Quieres saber algo de este bosque, Marcos? —Pregunta Carl, mientras está de camino a la salida. Una calle concurrida y llena de edificios de departamentos.
—¿Qué cosa?
—Dicen que este lugar está maldito. Una vez dos niñas secuestraron a un hombre y lo dejaron aquí, donde desapareció sin saberse el porqué. También dicen que aquí las mafias, es decir, esos equipos malos que matan gente, enterraban viva a la gente —Carl sonríe, sintiendo como su hermanito endurece sus piernas del temor—. ¿Quieres saber qué decían, Marcos?
— ¿Qué cosa?
—Que optarían por llevarse a niños de ocho años que se portan mal.
Marcos le grita.
— ¡No me gustan esas bromas, Carl! ¡Me das miedo! ¡Sabes que me asustan las cosas y aún así sigues!
Sí, ¿qué ha estado haciendo? Carl siente una vergüenza tan intensas que, se convierten en una melancólica culpa. Otra vez, cediendo al maldito capricho de asustar a su hermano. No es su deber como hermano mayor, sino ser un ejemplo a seguir. Su hermano, tan vulnerable que incluso teme a los espacios cerrados, podría crecer con un trauma —según palabras de su padre— que nunca podría superar. Lo probable, piensa, es que haga esto porque en el fondo siente resentimiento por él. Ese sentimiento de celos que sienten los hijos mayores hacia los pequeños, considerando que sus padres los tratan mejor que como los trataron a ellos. Carl se ve así mismo con una basura. Una escoria humana que sucumbe a sus maquiavélicos mecanismos de defensa.
Carl se para frente a una bodega. Pequeña como un kiosco y separada con unos barrotes de hierro pulido. Se acerca al vendedor, quien se halla usando su calculadora.
— ¿A cuánto la harina de trigo? —Pregunta Carl, observando su alrededor. Frituras, una nevera de refrescos y papeles higiénicos.
El vendedor le muestra el precio, y saca un lector con forma de pinza. Carl coloca su mano y el “Lector Pinza” aprieta su muñeca, analizando el microchip que lleva dentro de su brazo. El escáner le da una sensación de hormigas caminando en su brazo, como si le diera una descarga eléctrica.
— ¿Y ese niño? —Pregunta el vendedor.
—Es mi hermano —Responde Carl, quien saca su teléfono para mostrarle un código de barras—. No tiene don, así que tengo su justificativo.
El vendedor lo mira con desconfianza, y guarda la harina en su lugar.
—Lo siento, pero no puedo permitirlo.
— ¿Por qué? —Carl se acerca más hasta apoyarse en el barrote, gritando—. Mire, por favor. He recorrido casi toda la ciudad y, mire, ¡le puedo garantizar que no falsificamos nada!
—Conforme al artículo número 485, el comerciante es responsable de lo que sus compradores hagan con sus kobistos o, como vulgarmente se dice, “dones”, una vez se esté llevando a cabo la transacción.
—Como si no le diera vagancia analizar este código de barras. ¿¡Es que usted es necio o no ve que es un simple chiquillo de ocho años!?
—Yo no hice las leyes, y muchos han falsificado su código de barras para timarnos. ¡Lo siento!, pero debe buscar en otra parte.
— ¿Ni siquiera por hoy?
Carl lo mira de arriba abajo, llegando a enfrentarse con la mirada del vendedor. Sus pupilas, contraídas y sus párpados temblorosos en cólera, mirando al sujeto que no quiere venderle lo que definirá el desayuno y cena de hoy. Marcos percibe ese momento como extraño. Carl tiene la misma mirada que había tenido, en aquel Fatídico Momento.
Probablemente, el problema viene de mucho antes. Todos en el mundo nacen con un kóbisto, aunque sea imperceptible. El que no lo tenga (y podría ser el mínimo porcentaje de la población), recibe un justificativo permanente del Kobistólogo que garantiza que no tiene el microchip consigo. Marcos pertenece a ese pequeño porcentaje, o al menos eso cree.
Y Carl deduce, en base a la mirada del vendedor, una frase pronunciada sobre este, como si fuese telepatía: “Hoy no te vendo, mañana sí; eso te lo diré todos los días”.
Taken from Royal Road, this narrative should be reported if found on Amazon.
—Vete al infierno.
Luego de decir esto, Carl le da la espalda y sigue caminando. Quizás derrotado, o culpado porque tuvo que hacer que su hermanito camine por mucho tiempo. Un hombre los observa desde un lado de un poste de luz, y se acerca a ellos.
— ¿No te vendió nada? —Pregunta aquel hombre, cuya mirada intensa le parece intimidante para el niño. Alto como si fuese una jirafa y con una gorra tricolor. Marcos se esconde detrás de su hermano, intimidado por la confiada sonrisa de aquel hombre, quien le da una sensación de anormalidad. Carl ignora su reacción; está demasiado concentrado en el hecho de que tendrá que caminar hasta el final de su urbanización.
—No —Carl le responde con sequedad.
— ¡No te asombres, hombre! Esta es la maldita normalidad. ¿Sabes? Incluso yo he pensado lo mismo: Este sistema empezó su declive desde el momento en que los dones fueron legalizados. ¡Créeme que incluso el microchip no me sirve a mí! Están tan defectuosos que, quien “no los lleve” o, mejor dicho, a quienes “no les funcione”, simplemente los desechan como animales.
—Sí, y eso es inevitable.
—¡Déjame, que te ayudo! No te vayas de aquí, ¿sí?
El hombre se acerca al vendedor, quien procede a analizarle la muñeca y luego le entrega la harina de trigo. Carl se pregunta cómo sabe lo de la harina de trigo, y no puede guardarse la pregunta para sí mismo; de todos modos, tampoco creía que en serio alguien le iba a ayudar. El hombre se acerca a él, con la harina en sus manos, y se la extiende.
— ¿De dónde sacaste esa información? — Le pregunta Carl.
— Es un obsequio mío. Te voy a ser franco: Me da tanta rabia ver a la gente sufrir por esto, que quisiera poder gritarles en la cara lo mucho que los detesto —le dice el hombre—. No puedo evitar pensar que este mundo está casi condenado.
—Este mundo siempre estuvo condenado, pues mira cómo la historia nos ha traído hasta aquí. Déjame ser un poco sarcástico: El mundo está jodido, y eso está bien —le responde Carl, quien se relaja—. ¿Cómo puedo evitar sospechar que este sistema tiene alguna mala intención? Yo puedo crear explosiones atómicas, pero no me fastidies… ¡más, debí causarle yo miedo, que este niño que está detrás de mí!
El hombre se ríe a carcajadas.
— ¿Y cómo te llamas? —Le pregunta el hombre.
—Carlos, pero me dicen Carl —Siente cierta vergüenza, ante un nombre extranjero que podría combinar con su apellido.
—Abraham —Le dice el hombre, quien le da la mano—. Me llaman “El Nino”.
— ¿El Nino? ¿Qué significa El Nino? —Le pregunta Carl, con mirada inquisitiva.
—Es una larga historia.
— ¿Cómo podría recompensarte lo que has…?
— ¡Como dije, obsequio mío! No tienes que devolverme nada: Solo sigue con tu hermosa vida, tan importante como los sueños que tengas… y estoy seguro que los tienes.
Qué raro, porque no recuerda haber recibido ayuda de nadie en años. Carl se despide de él, y junto con Marcos vuelven al bosque. Ambos se encuentran con un árbol de corteza agrietada.
—Oye, Marcos —Le pregunta Carl—. ¿Qué te parece si grabamos nuestros nombres?
Marcos pone ojos recelosos.
— ¿Vamos a dañar un árbol solo para grabar nuestros nombres?
— ¡Pero será divertido! Imagínate que crezcas, llegues a viejo y veas esto…
— ¡Pues prefiero no verlo, y ya!
Esto le llega al corazón de Carl, quien queda consternado. Es bien sabido que a su hermanito le gustan los documentales sobre la naturaleza, pero… ¿por qué esa reacción? ¿Será por lo ocurrido aquella vez? Carl empieza a creer que su hermano, realmente lo aborrece. Sí, posiblemente es eso; si no se lo puede ganar de ninguna forma, entonces tendrá que vivir sabiendo que su hermano lo odia. Muchos errores cometidos en el pasado.
(Qué tonto fui)
Carl lleva la bolsa con la comida, mientras su hermano camina con su mirada puesta en sus alrededores. El asa se le clava en la piel de los dedos y le resulta molesto, sintiendo el kilo como si llegase a atravesarlo. Carl se imagina el gracioso escenario donde, literalmente, le corte los dedos. ¿Qué debe decirle al doctor? Que había llevado una bolsa y se le cayeron los dedos. El doctor diría “Estas cosas solo pasan en el circo, y yo no atiendo payasos”.
Marcos ve a su hermano divagando y riéndose —otra vez— de lo que sea que esté pensando en este momento. Luego ve al espantapájaros, de nuevo, con la misma apariencia de antes; sin embargo, con un detalle que su hermano no parece notar. ¿Su cabeza no estaba menos inclinada a la derecha?
—Carl, ¿eso siempre estuvo así? —Le pregunta Marcos, quien señala aquel objeto.
—Bueno, eso creo —Le responde el otro, distante. Abstraído.
(eso creo)
Repetido como un mantra religioso, Marcos continúa con esa frase en su mente.
(Eso creo)
(Eso Creo)
(ESO CREO)
Creo, es inquietante. Para Marcos, eso significa que entre sí y no; sin embargo, se inclina más para pensar que lo perjudica. ¿Siempre estuvo así? ¿Cuándo se movió? No puede evitar pensar en ello, y mira el espantapájaros con fascinación morbosa. Aún pasando de espaldas a él, Marcos lo mira por encima del hombro. Los niños deben de tener un morbo alto, por encima del de los adultos. El morbo infantil que los impulsa a ver cosas que no deben, por pura curiosidad.
Marcos podía observar el abismo y todo lo que había a su alrededor, si se lo proponía.
No se encontraba con ningún obstáculo, excepto uno. Una ráfaga de viento que pareció… ¿desplazar al espantapájaros?
No, no podía ser. Marcos se dice a sí mismo que los espantapájaros no se mueven porque no tienen vida, y se obliga a seguir mirando al frente. Pero sus ojos inquietos, perciben un brillo extraño desde los huecos del espantapájaros, haciéndolo volver a girar la cabeza.
Y ahí están. Esos ojos luminosos y llenos de oscuridad, que fijan su mirada en Carl, y parpadean cada tanto. El espantapájaros lo está vigilando, con un interés desconocido. Marcos siente un escalofrío que le recorre toda la espalda hasta llegar al cuello, y no puede creer lo que ve. No está vivo, no.
Entonces sucede algo que le nubla la vista a Marcos y le hace oír su propio corazón. La cara del espantapájaros, se gira lentamente hasta darle la impresión de que también lo observa. Su vista se vuelve túnel, su corazón se acelera, pierde la sensibilidad y siente la urgencia de…
Marcos suelta un grito.
Carl mira atónito a su hermano, que corre hacia su casa. El hermano mayor hace el gesto de seguirlo, pero luego siente una extraña curiosidad. Sus ojos se posan en el espantapájaros, que está quieto en su sitio. No recuerda haberlo visto antes, cuando cruzaba el bosque en otras ocasiones. Su cabeza está inclinada, de una forma que le resulta extraña. ¿Siempre estuvo así? Carl siente el impulso de acercarse para comprobarlo, pero antes de ver la diferencia…
— ¡Que alguien controle a ese niño!
Un señor desde un “Ford” azul, grita mientras Marcos sigue corriendo. El coche acaba de frenar y casi atropella a su hermano. Carl se alerta, tanto que corre para evitar que le pase algo. Aprovechando la soledad de la calle, Carl lo persigue por la acera; pero la bolsa de harina le dificulta las cosas. El señor del “Ford” le parece conocido, y tiene razón. Se llama Xavier y es el conserje del instituto donde terminó sus estudios hace tres años.
Carl ve a un niño que le levanta la mano para saludarlo. El niño, que tiene la piel bronceada, retrocede por culpa de su padre, que le tira de la mano para que siga andando —en medio de la calle, podría haber corrido peligro—; Carl no cree conocer a otro niño, y lo ignora para seguir corriendo. Entra en la urbanización La Cascada, pasa por cada coche y edificio, y encuentra a su hermano frente a la reja del edificio 9-3-1. Debió de intentar entrar por la reja, porque se le nota muy afectado. Con la cara metida entre las rodillas y sentado en el suelo, llorando de terror. Nunca había llorado así, salvo esa vez que Carl le hizo algo que no quiere recordar. Carl deja caer sus cosas al suelo con cuidado, y se acerca a su hermanito pequeño. Empieza a acariciarle el cabello liso, para tranquilizarlo.
— ¿Qué te pasó? —Pregunta Carl.
Marcos solloza con palabras incomprensibles y respira con dificultad. Solo puede levantar su cara para ver la de su hermano mayor, que le pregunta con la mirada. Marcos intenta volver a meter su cara entre sus rodillas, pero Carl se lo impide. Con una mano en la mejilla de su hermanito, Carl le tararea una canción monótona de cuna.
—Cálmate, cálmate. Aquí está tu hermano, nadie más. Sabes que no te dejaría solo —A pesar de eso, Carl se tiene miedo a sí mismo. Que esto haya ocurrido por su culpa y la de nadie más. Él siente una sensación horrible de falsedad en sus palabras; una falta de empatía que, quizás, le haga pensar lo peor: se está volviendo un psicópata.
Marcos por fin consigue hablar
—Estoy asustado, Carl. E-E-eso…
Pero Marcos se percata de algo. Su hermano, aunque siempre ha querido protegerlo, no le creería lo que está a punto de contarle. ¿Qué le dirá? ¿Que el espantapájaros encendió luces en sus ojos y los miró a los dos? Dios mío. Hubo una vez que su padre fue internado en un psiquiátrico, según su mamá y que fue porque decía cosas que no eran. Su ausencia le ha afectado mucho a Marcos y más aún, porque le hace recordar sus ataques de agresividad en los que se lastimaba la mano al golpear los espejos.
No quiere que lo tilden de loco, o que lo lleven al psiquiátrico como a su papá.
—Vi algo, pero me asusté —Le dice Marcos, intentando convencerlo.
— ¿Qué viste, Marcos? —Carl se acerca más a él, haciendo que Marcos sienta su aliento a frituras—. ¿Qué ocurrió ahí?
Marcos no puede evitar sentir terror, y no puede hacer más nada. Solo una cosa, y es su último refugio emocional que puede hacer en este momento: Abrazar a su hermano. Marcos lo rodea con sus brazos sin avisar, haciendo que Carl quede sorprendido. Poco después, responde y lo hace con más fuerza. Con cierta satisfacción, y es como si Carl también estuviese llorando. Marcos no aclara el porqué de su problema, y lo niega rotundamente; solo quiere ir a casa.
(Solo quiero… dormir).
Carl saca la llave de su bolsillo, y la hace girar en la reja. Ambos entran, ahora Marcos llevando la harina (pesa mucho) y Carl apoyándose de los reposamanos oxidados. El hermano mayor abre la reja de su casa y luego la puerta metálica, donde procede a entrar.
Carl deja caer la llave en la mesa de madera pulida, y encarga a Marcos de cerrar la puerta. Al fin, la soledad de su hogar. Nunca se había sentido tan sola desde que su mamá perdió la movilidad de las piernas, y el poco confiable viaje de negocios de su padre (según Carl). Marcos entra en el blanco pasillo y abre la puerta del cuarto de su madre, quien se halla en la cama. Carl es quien se encarga de cocinar mientras ella está así, y se entiende. Marcos la abraza con fuerza, pero también, con cuidado, porque la puede herir sin querer.
— ¿Qué te pasó, Marcos? —Pregunta su madre, una mujer morena de cabello alisado cuya mirada fuerte, parece como si Marcos se mirara al espejo—. Te veo con la cara roja.
—Solo algo me asustó, mamá. ¿Cómo estás?
—Bien, me siento bien —En sus ojos se puede ver una preocupación, y evita el contacto visual con su hijo
— ¿Cuándo te vas a recuperar?
La mujer hace una mirada de hito en hito, intentando responderle a esa pregunta con la mayor rapidez posible. Marcos percibe un nerviosismo de su parte, como si ella realmente no supiera. Como si la cosa en realidad, fuese peor que lo que él puede suponer.
—Mamá tiene que descansar, Marcos —interrumpe Carl, tirando fuerte de Marcos hasta el pasillo y cerrando la puerta. Se agacha hacia él y le habla con tono agresivo, regañado—. No le vuelvas a preguntar nada sobre esto. ¡Ella se está recuperando! No quiere que la molesten.
— ¿Pero qué le pasa a ella?
—Se está recuperando y punto. No tienes que meterte.
La respuesta no ayuda en nada, pero Marcos logra entenderlo. Es de esas cosas que no debe hablar, probablemente. Considera que es de esos descuidos y correcciones que siempre le hacen. Marcos entra a su cuarto y se quita la ropa, quedando en calzoncillos como costumbre que suele hacer en su casa. Le molesta andar con la ropa todo el día; le provoca picor y más de una vez debe rascarse. Solo alguien de la familia sería capaz de andar enchaquetado y con más de ocho capas de ropa, por más solo que esté: Carl, un claro opuesto a su hermano menor.
Marcos se asoma por la ventana para apreciar lo alto, y observa a un montón de niños jugar por las calles. Las niñas uniéndose a un futbolito con los niños, mientras los adultos se hallan en sus sillas conversando. A Marcos le trae sin cuidado el si juega con los niños o no. Más bien, prefiere estar solo.
Sin embargo, algo le llama la atención. Un chico de piel morena que lo mira desde el pasto de la vereda. El chico tiene los ojos muy abiertos. Marcos piensa que se debe a que está sin camisa y se siente tan incómodo que cierra la ventana. Prende el televisor y pone el canal 42. Dibujos animados de siempre. A veces Carl también ve ese canal.
El día transcurre sin novedad y todo pasa como siempre. Al caer la noche, cerca de las nueve, Carl entra al cuarto de su madre para hacerle compañía. Marcos no entiende por qué hace eso, si ella puede dormir sola. Ayer tuvo curiosidad y escuchó lo que hablaban detrás de la puerta.
(Soy una inútil, Carlos. De verdad) —Dijo su madre, Bepsi Mendez
(No digas eso, mamá. Nos tienes a nosotros, y mira todo lo que has logrado) —Respondió Carl, Carlos Pulchmer.
Cuando oyó un ruido, Marcos fingió que iba al baño y vio a su hermano salir del cuarto.
Pero aunque se tapa la cara con la almohada, no puede dormir. Cuando cierra los ojos, siente una urgencia de abrirlos. Un temor de que algo pueda pasar en ese momento.
(Eso que siente mi papá).
Su papá le dijo que era ansiedad, y la verdad es que no le sirve de nada. Fue lo mismo que lo llevó al psiquiátrico. Marcos siente como si alguien lo observara, unos ojos invisibles que lo ven desde la ventana de su cuarto. Llenos de oscuridad y agresividad, mientras el viento silba por las rendijas. Una voz que parece ronca, áspera y gutural.
—Desorden, inestabilidad y frustración. No deberías estar aquí. No toques nada —Marcos se da cuenta de algo: las voces se vuelven más claras mientras siguen—. Bendito sea el destino. El cruel destino que nos unirá al final.
Y una mano aparece desde la ventana, escribiendo con surcos algo que produce un sonido espantoso. El sonido es tal que llena los oídos de Marcos e intenta tapárselos, pero no puede hacerlo. Su cuerpo se siente demasiado débil como para moverse; su cuerpo está paralizado. Con cierto nivel de lectura, Marcos lee el texto.
“Errante”.
Marcos hace lo posible para moverse y escapar, pero no puede. La luz de su cuarto que había dejado encendida, se apaga de repente. En la negrura de la oscuridad, solo está la iluminación del exterior. Dando la impresión de unas rejas que encierran a Marcos en una cárcel.
(¡Mamá! ¡Papá! ¡Carl!) —Pero tampoco puede mover su boca. Al siguiente parpadeo, sus ojos sienten como una fuerza los intenta cerrar. No puede volver a abrirlos, y no puede mover ninguna parte de su cuerpo.
Marcos siente como si algo entrara por la ventana, y ese algo tuviera unos ojos brillantes. Unas cuencas con textura puntiaguda como la de un erizo. Una cabeza inclinada hacia Marcos, acercando su mano cubierta de hongos. Marcos siente su corazón latir hasta querer salirse del pecho, y unas ganas de vomitar intensas. Marcos solo logra sentir el frío del cuarto, que antes era el calor de sus sábanas.
(¡AYUDA!)
Una mano pasa con suavidad por las cortas piernas del muchacho, y sube hasta encontrarse con su rostro. Su textura endurecida hace que sus dedos parezcan ramas, y Marcos lo siente desagradable. Esa sensación de tener algo cerca de sus ojos, como una falsa presión sin necesidad de tocarlo. Como recibir cosquillas sin siquiera ser tocado.
Ahí es donde su pecho siente como algo pesado, como un televisor, aprieta su pecho y los dedos se meten en las mejillas del muchacho.
Carl se despierta sobresaltado en el colchón que está en el suelo y ve que su madre sigue durmiendo. El hombre se confunde y se pregunta… ¿qué fue lo que acaba de escuchar? ¿Marcos acaba de gritar por ayuda? Carl decide comprobarlo por sí mismo y sale rápido de la habitación, llegando a la puerta del cuarto de su hermano. Carl trata de abrirla, pero el pomo está duro; Marcos debió de cerrarla por miedo. Va al salón y coge la llave que estaba pegada a la puerta de la casa y la usa en el cuarto.
No se oye nada, solo una tormenta que produce unos vientos fuertes que hacen silbar los resquicios. Carl entra al cuarto, cuya luz encendida le hace daño a los ojos. Marcos está envuelto en las sábanas, temblando como si fuera una lavadora secando.
— ¿Marcos?
El niño se asusta, asustando también a Carl. Se acerca a su hermano pequeño y se sienta en la cama. Quiere preguntarle, pero tampoco quiere despertarlo. Recuerda ese momento, hace meses, cuando lo despertó con cosquillas y su madre le regañó. Carl no entendió ese momento, pues solo quiso hacerle una broma.
Fue ese momento donde fue inocente (¿o ignorante?). Carl siempre fue un ignorante patológico ante las costumbres de los demás.
Carl nota algo raro en la sábana. Una mancha rojiza, cerca de donde debería estar su cara. Esto le hace sudar frío y levantar la sábana, encontrándose con algo que le pone los pelos de punta.
Marcos tiene la mejilla destrozada, con sangre que le llega hasta la cama. En su mano derecha, se ven los trozos de carne en sus dedos. El joven se siente horrible por lo que acaba de pasar, tanto que siente la necesidad de irse de la casa. Siempre el destino busca hacerle recordar eso. Ese Momento.
(Ese Fatídico Momento. Yo solo quería vivir feliz, coño).
Ahora Marcos tiene (o tenía, porque se la acaba de destrozar) una cicatriz en su mejilla, seguida de una zona calva por encima de su ceja. El niño ahora mira al suelo y divaga más, por su culpa.
¿Y si ese abrazo fue por miedo? ¿Miedo a que Carl le hiciera algo malo? Dios mío, el mundo. Si es que Marcos tuvo pesadillas con él y con lo ocurrido.
Pero al menos no quería matarlo, o al menos eso quiere pensar. Algo que nadie sabe de su don es que podría matar a cientos de personas en un instante si quisiera. Con una explosión que pudiera provocar a su hermano, pues ¿qué? Lo mataría. Carl se convence a sí mismo con una falsa chaqueta mental.
Carl tiene dos opciones: Llevar a su hermano a dormir con su madre o quedarse a dormir con él.
Pues no tiene opción. Tiene que volver a ganarse el respeto de su hermano y que piense en el ídolo que su hermano mayor debió ser. Incluso si tenga que hacer algo fuera de sus caprichos o que le dé mucho miedo, Carl hará lo posible para un solo fin: Demostrarle a su hermano que lo quiere mucho.
Pero no puede evitar tener ese pensamiento. Tan furioso como cargado de odio hacia sí mismo. Por un momento piensa que debería alejarse de su hermano para que esté en paz; por otro piensa que lo probable es que todo esté en su mente. Carl no puede evitar guardar rencor, no solo a sí mismo sino a ESA cosa.
(Esa cosa, que tanto asustó a mi hermano).
Todo en la vida armoniza y lo reciente no es excepción. Algo tuvo que pasar ahí. Hay una razón para que su hermano haya corrido sin parar, aterrorizado y envuelto en el horror. Carl por fin lo entiende y comprende lo ocurrido.
Marcos (quizás, coño. Otra vez, dudas) no tiene miedo de su hermano mayor, sino del espantapájaros que acaba de ver. Carl se acuesta en la cama de Marcos. Se acomoda detrás de él y lo abraza suavemente; se siente tenso, caliente y blando. No le gustan mucho los abrazos y nunca había sentido algo así. Ni cuando abrazó a la chica que le gustaba. Ni cuando abraza a su papá o a su mamá.
Esa sensación auténtica de disfrutar abrazar a alguien. Su hermano deja de estar rígido y su nariz hace una inhalación más profunda; se acaba de dormir.
Aun así, Carl no puede luchar con el insomnio. No puede dormir.
El sol se filtra por los barrotes de las ventanas. Los pájaros cantan y los vecinos encienden sus ruidosos esmeriles que despiertan a cualquiera que viva en planta baja. Marcos abre los ojos lentamente, atontado y con la mente en otro sueño que tuvo. Uno que no recuerda, pero le ha dejado un mal sabor de boca.
(Óscar).
Marcos soñó con alguien llamado Óscar. El nombre que él siempre quiso tener y se solía llamar así cuando tenía cinco años. Carl era el único que no le hacía caso y mira que él sí tiene un apodo. No recuerda los detalles, solo tiene una sensación chirriante. Una sensación “espacial” de estar en un oscuro hotel subterráneo, con pasillos infinitos.
Marcos está aliviado; es de día y normalmente no le da miedo en ese momento. Se sienta en su cama para desperezarse un poco, sin recordar lo que pasó anoche. El espantapájaros no se mueve y puede ser su mente jugándole malas pasadas. El espantapájaros no brilla los ojos. Los dones existen, pero la actividad paranormal no.
(No brillan…)
Marcos cae adormecido, listo para despertarse horas más tarde; sin embargo, alguien le da palmaditas en el cachete. Marcos intenta quitarse a esa molestia que lo despierta y abre los ojos, solo para descubrir que se trata de su hermano mayor.
—Despierta, Marcos.
Marcos alza la mirada hacia Carl y nota que este lleva un hacha consigo. Un hacha de leñador, con un mango que brilla por lo pulido que está. Tiene un nombre grabado, “Méndez”. El hacha de los Méndez.
— ¿Qué haces con el hacha de mamá? —Pregunta Marcos, aún con sus ojos queriendo cerrarse—. A ella no le gusta que le toquen sus cosas.
Carl se tumba en la cama de Marcos, sentándose a su lado. Marcos puede sentir cómo él apoya su cabeza sobre él, como hacen las madres con sus hijos recién nacidos. El niño siente una sensación de cariño indescriptible y esto lo hace rodear a su hermano mayor con un brazo.
— ¿Esto? —Carl hace énfasis en el hacha. El sol hace relucir el acero inoxidable—. Es para algo importante. Dime, ¿qué soñaste ayer?
—No lo sé.
Carl lo suelta.
— ¿Entonces por qué gritaste?
(¿Qué?)
¿Qué acaba de pasar ayer? Marcos no logra recordar nada de lo que pasó, a menos que esa horrible sensación cuente.
—Por nada —Marcos se siente distante a su pregunta.
Carl se levanta de la cama con rapidez y observa a Marcos fijamente. Ojos encarnizados que han mirado al otro vendedor antes, ahora están puestos sobre Marcos. El niño siente un escalofrío, porque esa mirada le recuerda a ese Fatídico Momento. No quiere que se repita. Marcos se portará bien.
— ¿Sabes por qué papá entró al psiquiátrico, Marcos? ¡Porque se guardaba todos los malditos problemas para sí mismo! Será mejor que me digas lo que está pasando, porque si no… dios mío —Carl se traba, como si tuviese más que contar y se cortara en ese mismo momento. Hace una pausa, mirando a Marcos fijamente, mientras el susodicho lo observa con confusión—. Marcos, por favor dime.
Marcos no sabe qué contarle, porque no entiende de qué habla. Se siente mal al ver a su hermano preocupado, afectado y como si algo lo estuviese acechando. Marcos no sabe qué decirle al respecto, si mentirle o no saber nada. Con un silencio incómodo, siente un ardor en su mejilla al que toca, sintiendo algo rústico. ¿Qué acaba de pasar?, se pregunta a sí mismo, mientras evita la mirada a los ojos deprimidos y ojerosos de su hermano mayor.
—Bueno, no me importa —Carl le da la espalda a Marcos, mirando a la puerta—. Yo ya me imagino. Todo tiene una causa y un efecto.
— ¿Qué vas a hacer con eso, Carl?
—Voy a destrozar ese maldito espantapájaros.
Marcos se queda atónito y su hermano sigue mirando al horizonte. Antes de pedirle que no lo haga, ya es demasiado tarde. Carl se va del cuarto, cerrando la puerta cuyo estruendo se escucha desde los pasillos hasta la sala principal.
(No, por favor. No te acerques. ¡CARL!)
Marcos se da cuenta de los problemas en los que se acaba de meter.