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El aire en la sala del trono pareció vibrar de nuevo cuando otra voz etérea se alzó, pero esta vez era masculina, grave y profunda.
—Angyara...
La figura masculina parecía recién llegada al Umbral, su esencia aún vibraba con la energía de alguien que no hacía mucho había cruzado al otro lado.
Su forma, aunque similar en su distorsión y etereidad a la de su madre, poseía una fragilidad diferente, como si el tiempo aún no hubiera tenido oportunidad de desgastar completamente sus rasgos.
Era alto, su silueta tenue reflejaba el porte de alguien que, en vida, había sido fuerte y protector.
Los ojos de la figura, aunque ahora oscuros y vacíos, brillaban con un amor inconmensurable, el mismo que Angyara había sentido en las noches cuando su padre la envolvía en sus brazos, contándole historias bajo el manto de estrellas.
Sintió su respiración detenerse. Un torrente de recuerdos se abalanzó sobre ella con una fuerza abrumadora.
Recordó el bosque, la sangre, el cuerpo inerte de su padre desplomado en el suelo. La última imagen antes de que todo se volviera oscuridad.
La sensación de haberlo perdido para siempre la invadió de nuevo, y el dolor volvió a brotar desde el rincón más profundo de su ser, como una herida abierta que nunca sanaba.
—¡Papá! —gritó, incapaz de contenerse, en una voz rota por la mezcla de emociones que bullían en su interior.
Corrió hacia él, con sus pies pequeños resonando en la Æterpiedra mientras sus lágrimas comenzaban a caer sin control.
El mundo alrededor desapareció; no existía el trono, ni el Consejo Umbrío, ni las sombras serpenteantes. Solo él. Su padre. La única figura que había sido su refugio en la vida, ahora una aparición a la que deseaba aferrarse.
Pero cuando sus brazos alcanzaron su objetivo, cuando sus manos intentaron envolver el cuerpo de su padre, todo se desvaneció en un suspiro de sombras. No había cuerpo, no había calidez, solo vacío.
Sus manos atravesaron a su padre como si intentara atrapar humo, y su propio impulso la lanzó al suelo, sin fuerzas para sostenerse.
—¡No! —gimió, inundada de dolor.
Las lágrimas brotaron más intensamente, mojando el suelo. La impotencia y el dolor la sobrecogieron, más profundas que cualquier herida física. Su mente no podía comprender por qué no podía tocarlo, por qué el Umbral le negaba ese simple consuelo.
Al ver la escena que se desarrollaba ante sus ojos, Sorgos golpeó ligeramente su bastón contra el suelo, produciendo un sonido seco que resonó en la sala del trono. Sus palabras, apenas un murmullo, se perdieron en las sombras, conocidas solo por él.
La oscuridad misma pareció agitarse con su susurro, como si el Umbral mismo estuviera respondiendo a su presencia.
Angyara sintió que algo cubría su cuerpo, aunque no podía verlo. Era como si una fina capa de piel se formara sobre su ser, una sensación extraña, suave pero ajena, como si estuviera siendo envuelta en una membrana invisible.
Su mente, aún sumergida en el caos de emociones, tardó en reaccionar. Quería levantarse, pero sus piernas seguían temblando, el peso del encuentro con sus padres demasiado abrumador. El dolor de no haber podido tocar a su padre aún palpitaba en su pecho, como una tortura interminable.
Cada vez que cerraba los ojos, veía sus manos atravesando el vacío, incapaces de sostener aquello que más anhelaba.
Pero entonces, sintió una mano.
No era como la de su padre, intangible y evasiva, sino una mano cálida, maternal, firme en su gesto.
La voz suave y cálida de su madre fue lo primero que Angyara escuchó tras alzar la vista.
Su presencia, ahora tangible y reconfortante, hizo que las lágrimas en los ojos de la niña se detuvieran por un momento.
—Shh, mi niña, estoy aquí —susurró su madre, envolviendo a Angyara en sus brazos.
La joven tembló ante el contacto. Por primera vez, sentía el tacto de su madre, la calidez de un gesto que nunca había creído posible.
—Mamá... —susurró, con los labios temblorosos, aferrándose a esa sensación.
—Hija... — le susurró su madre envolviéndola con su voz como una manta protectora. El amor en sus palabras no conocía fronteras, era maternal, inmortal.
Angyara hundió el rostro en su pecho, llorando sin control.
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Sus dedos se aferraban al tejido de lo que parecía ser el vestido de su madre, aunque fluctuaba entre lo sólido y lo etéreo, , temerosa de que esa calidez también se desvaneciera como lo había hecho su padre.
—Mamá… siempre quise conocerte, estar contigo —sollozó.
Las lágrimas seguían corriendo por su rostro, pero ahora fluían con una mezcla de tristeza y alivio.
La madre no dijo nada, solo apretó más fuerte, permitiendo que las lágrimas de su hija siguieran su curso.
Sus ojos estaban llenos de ternura, pero su mirada delataba un dolor profundo, como si en lo más hondo supiera que este momento sería fugaz.
—Mi niña... —susurró la madre, con la voz quebrada, aunque llena de amor—. Lamento tanto no haber estado contigo. Pero estoy aquí ahora... y siempre estaré, aunque no puedas verme.
Angyara, con los ojos aún bañados en lágrimas, asintió débilmente. Su mente, exhausta por el dolor y la confusión, no podía comprender del todo lo que estaba ocurriendo, pero una pequeña chispa de paz se encendía en su corazón con cada palabra de su madre.
Fue entonces cuando sintió otra mano sobre su hombro, una mano grande, familiar, y volteó lentamente.
Su padre, esa figura que antes había sido intangible, ahora la tocaba. No podía creerlo, allí estaba él, envolviendo su pequeña mano con las suyas.
—Papá... ¿cómo es posible? —preguntó con incredulidad, aferrándose al contacto de sus padres como si fuera lo único que mantuviera su mundo unido.
—Lo importante ahora es que estamos aquí contigo —dijo su padre con suavidad, inclinándose para besar su frente.
Angyara cerró los ojos, intentando memorizar ese instante, grabándolo en lo más profundo de su ser.
Mientras tanto, Ralkar observaba en silencio.
Algo en la expresión de la madre le llamó la atención. No era solo la tristeza de la situación, era la forma en que miraba al padre. No lo reconocía. Parecía que, aunque tenía el recuerdo de su hija, el rostro de su esposo era para ella el de un extraño.
"Lo que más temen," pensó Ralkar, "es lo inevitable."
Conocía bien las reglas del Umbral. Mientras más tiempo un alma permanecía allí, más recuerdos se desvanecían, como si el lugar mismo los consumiera.
Angyara era el último fragmento persistente en la mente de su madre, el único lazo que aún la conectaba a su antigua vida.
Pero pronto, lo olvidaría también.
"Es solo cuestión de tiempo", se dijo así mismo, observando la escena con una mezcla de lástima y resignación. "Solo cuestión de tiempo antes de que todo lo que fueron desaparezca..."
El padre de Angyara, sin embargo, parecía consciente de lo que sucedía.
Su mirada, llena de amor, se dirigió a su esposa, y aunque no dijo nada, un destello de tristeza cruzó su rostro al ver que sus ojos ya no lo reconocían.
Pero no se detuvo en eso. No era el momento para su propio dolor.
Ralkar, conociendo la verdad, se movió en silencio y sus pies descalzos resonaron suavemente sobre el suelo.
Se detuvo a pocos pasos de la escena familiar, observando con una mezcla de respeto y lástima.
Con una leve inclinación de cabeza, cerró los ojos y, con una voz apenas perceptible para los oídos de los vivos, habló directamente a los padres de Angyara.
—Sé lo que temen —susurró Ralkar, con un tono carente de arrogancia esta vez—. Pero les prometo algo... —Hizo una pausa, y su mirada se suavizó al posar sus ojos sobre la pequeña figura de Angyara, aún aferrada a sus padres—. La cuidaré. Hasta el último aliento en mi cuerpo, ella nunca estará sola. Nunca será abandonada.
La madre levantó la vista y su mirada atravesó a Ralkar como si lo estuviera midiendo, buscando una señal de verdad en sus palabras.
El padre, sin soltar la mano de su hija, frunció el ceño con una mezcla de desconfianza y desesperación.
—¿Por qué deberíamos creerte? —preguntó el padre, con una voz cargada de dolor y preocupación.
Su forma se agitó como si fuera a desvanecerse, pero su espíritu aún luchaba por mantenerse presente, por proteger lo que más amaba.—. No te conocemos. Y sin embargo, nos dices que nuestra hija estará bajo tu cuidado...
Ralkar, con una pequeña sonrisa amarga, inclinó la cabeza levemente en señal de respeto.
—No pueden. Pero les prometo esto: Angyara será mi responsabilidad. Mientras yo respire, haré lo que esté en mis manos para mantenerla a salvo. No permitiré que sufra sola.
El padre bajó la vista, procesando las palabras. La madre, con el rostro aún lleno de ternura por su hija, apretó a Angyara más fuerte contra su pecho.
Analizaban cada palabra. No confiaba en él, no sabía quién era ese hombre, pero había algo en su presencia, en la seguridad con la que hablaba, que sugería un poder más allá de lo común.
Era evidente que no era un hombre ordinario, y solo alguien de gran habilidad en el Arcáne podría haber traído a su hija hasta el Umbral.
Ambos padres finalmente asintieron, resignados a lo inevitable.
—Cuídala... —dijo el padre en voz baja, más para sí mismo que para Ralkar—. Si puedes... cuídala.
Ralkar inclinó levemente la cabeza.
—Tienen un tiempo limitado aquí. Nos quedaremos en el Umbral por unos días más, pero no mucho —continuó Ralkar—. El rey Uldraxis ya ha sido más que indulgente, pero en algún momento sus propios recuerdos se desvanecerán del todo, y ella... —se detuvo, eligiendo cuidadosamente sus palabras— ella deberá aprender a caminar sin ustedes.
—Pero por ahora, aprovechen este tiempo. Llenen su corazón de recuerdos, de amor. Preparen su alma para lo que vendrá, porque no hay nada más que puedan hacer.
Los padres intercambiaron miradas, un dolor compartido que iba más allá de la muerte. Sabían que su tiempo con ella era limitado, pero querían aprovecharlo para consolarla y, en la medida de lo posible, prepararla para enfrentar la vida sin ellos.
El padre de Angyara apretó suavemente el hombro de su hija, inclinándose para besar la parte superior de su cabeza. Sabía que estas palabras eran ciertas, lo había sentido desde el momento en que sus recuerdos comenzaron a desvanecerse, como la niebla siendo arrastrada por el viento.
A su esposa solo le quedaba su amor por Angyara, y sabía que pronto también eso sería una sombra distante.
Pero por ahora, mientras aún existiera, se lo entregaría todo.
—Mi pequeña... —susurró él, inclinándose hacia ella—. Nunca olvides lo mucho que te amamos, Angyara. Siempre estarás en nuestro corazón, incluso cuando ya no estemos aquí. Debes ser fuerte, más fuerte de lo que crees.
—¿Por qué dices eso, papá? Ahora estamos juntos... ¿verdad?... si siempre te quedas aquí... podemos estar juntos. —la voz de Angyara era una mezcla de esperanza y desesperación, como si se resistiera a la verdad que su padre estaba tratando de decirle.
La madre acarició el cabello de su hija, con una mirada dolorosamente tierna mientras trataba de mantener la compostura.
—No quiero que se vayan... No puedo hacerlo sola, no quiero estar sola. —Apenas pudo decir entre lagrimas y con una voz entrecortada por el dolor.
—Nunca estarás sola, hija mía. Nosotros estaremos contigo, juntos... en tus recuerdos, en tu corazón. Eso es lo que importa. Y cuando más nos necesites, nos sentirás, aunque no puedas vernos.
Su voz temblaba, pero su tono era firme, con la fuerza de una madre que sabía que debía consolar a su hija una última vez.
—Vive, mi niña —susurró su madre con un tono que intentaba ser fuerte—. Vive por nosotros.
Ambos padres la envolvieron en un cálido abrazo. Sentía sus manos, sus cuerpos, pero sabía, en lo profundo de su corazón, que este sería los últimos momentos juntos.
—Sé feliz, Angyara...