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Capítulo 10 - La Ira del Zharq

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Una semana después, la noche había caído sobre el lúgubre pueblo de Shroudhaven como un manto pesado y sofocante.

El aire estaba frío, y el silencio que envolvía las calles solo era interrumpido por el leve crujido del viento entre las ventanas y el aullido distante de algún animal nocturno.

La puerta de la taberna se abrió con un chirrido, y una pequeña figura cubierta con una capucha oscura emergió, moviéndose con lentitud.

Llevaba guantes raídos y una capucha que ocultaba su rostro, dejando ver solo una barba y bigote blancos que contrastaban con la oscuridad a su alrededor.

Se limpió la barba, sacudiendo algunos restos de bebida que se habían quedado atrapados en los mechones.

—¿Dónde diablos habrá ido...? —murmuró, con un tono de rasposa nostalgia, pero mezclado con algo de frustración.

Se había pasado una semana, y no había rastro alguno.

Miró hacia el cielo oscuro, donde las nubes se arremolinaban lentamente, reflejando la penumbra del lugar. Las estrellas apenas eran visibles, como si también ellas evitaran el pueblo.

Y en su mente, la duda crecía, un pensamiento intruso que no podía ignorar.

"¿Me habrá dejado aquí, en este miserable rincón del mundo?" Se preguntaba, sintiendo una punzada de resentimiento.

Shroudhaven, con sus casas torcidas y sus calles angostas, se le antojaba un reflejo de su propio estado de ánimo, un lugar olvidado, empapado de sombras.

——¡Tch! Viejo tonto, te has quedado esperando como un perro perdido.. .—se regañó a sí mismo entre dientes, como si las palabras pudieran disipar el nudo que sentía en el estómago.

Con un último vistazo al cielo, escupió al suelo con desprecio, como si el simple acto fuera suficiente para borrar cualquier vestigio de debilidad que pudiera haber mostrado.

Con paso firme y decidido, comenzó a alejarse de la taberna, murmurando en voz baja como un anciano cascarrabias que se quejaba del mundo entero.

—Ni siquiera un alma en las malditas calles... Como si el pueblo entero se hubiera tragado a sí mismo. ¡Bah!

Sus pies, firmes pero silenciosos, lo guiaron hacia los callejones, evitando deliberadamente las calles principales. Aunque el pueblo estaba casi desierto, el viejo prefería no tentar la suerte.

Sabía que incluso en un lugar tan muerto como aquel, los encuentros inesperados podían ser peligrosos.

Mientras avanzaba, sus pensamientos volvieron a divagar, siempre volviendo a lo mismo. Esa ausencia... ese vacío que había dejado aquella persona.

No lo mencionaba en voz alta, pero en su interior, cada paso lo llevaba más profundo en esa sensación de haber sido abandonado.

—Maldito sea este lugar... —murmuró, con una mezcla de rencor y resignación en su tono, mientras continuaba su camino.

El anciano continuaba su camino, maldiciendo entre dientes las miserias del mundo y el silencio asfixiante de Shroudhaven. Pero entonces, un crujido bajo sus pies y una ráfaga de viento le advirtieron que algo no andaba bien.

Al detenerse, sus sentidos se agudizaron, y su malhumorada expresión se intensificó.

Frente a él, un grupo de hombres emergió de las sombras, cortándole el paso. Al volverse lentamente, vio que otros hombres bloqueaban el camino a su espalda.

"¿Y ahora qué, eh? ¿Otro maldito contratiempo?"

Las caras de los hombres estaban distorsionadas por una mezcla de disgusto y desprecio. No necesitaban decir nada, su hostilidad era evidente.

El anciano, sin embargo, apenas se inmutó; había sobrevivido a muchas generaciones de humanos, y la mezquindad de estos no era nada nuevo.

—Miren lo que tenemos aquí... —dijo uno de los hombres con tono burlón, haciendo girar una piedra en su mano como si fuera un juguete—. Un Zharq. El maldito sigue vagando por aquí, como si nada.

—¿Qué quieren, malnacidos? —gruñó el viejo Zharq, sin siquiera molestarse en ocultar su irritación.

—Sabes bien lo que queremos, viejo —respondió otro, más joven, que sostenía un cuchillo sucio en la mano—. Desde que llegaste, la gente ha desaparecido. ¡Niños desaparecidos! ¡Madres llorando! … ¡Esto no es coincidencia! ¡Sabemos que fuiste tú, Zharq!

El anciano, frunció el ceño y su boca arrugada se torció en una mueca de desdén.

—Bah... Humanos —escupió al suelo, con un tono rasposo que hacía que su voz sonara como el crujir de una rama seca—. Siempre buscando a alguien a quien culpar de sus miserias. No me extraña que se estén pudriendo en esta cloaca de pueblo.

—¿Desapariciones? Si fuera mi culpa, ya no tendrías un maldito pueblo del que preocuparte.

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—¡Cállate, demonio! —exclamó uno de los hombres desde el fondo, levantando una mano que sostenía un cuchillo afilado—. ¡Todos ustedes son unos malditos embaucadores y mentirosos!

El viejo Zharq resopló en un gesto de desprecio.

—¿Embaucador? Tal vez. ¿Mentiroso? Depende del día... —dijo, cruzándose de brazos bajo su capa ajada—. Pero si piensan que yo tengo algo que ver con esas desapariciones, entonces son más estúpidos de lo que parecen.

—¡Sabemos lo que eres! —gritó uno más joven, alzando un palo amenazadoramente—. No nos vas a engañar con tus palabra. Tu raza… todos ustedes… solo traen desgracia. Nos han engañado, robado, y ahora estás llevándote a nuestra gente. ¡Alguien tiene que pagar!

El anciano lo observó con una mezcla de cansancio y burla, en sus ojos hundidos brillaba una chispa de desafío.

—¿Pagar? —repitió lentamente, con una sonrisa torcida que dejaba ver sus dientes—. ¿Y por qué no se lo preguntas a tu madre? Quizás ella sepa dónde están... si es que no está demasiado ocupada en la cama de otro.

Los hombres se tensaron al escuchar esas palabras, y un par de ellos dejaron escapar gruñidos de ira.

El hombre que tenía la piedra en la mano se lanzó hacia adelante, con la clara intención de aplastarle el cráneo.

El viejo, aunque aparentemente frágil, movió un pie con sorprendente rapidez, esquivando el golpe por un pelo.

—¿Eso es todo lo que tienes? —dijo, entre dientes—. Podrías intentar con algo más pesado. Quizás un cerebro para variar.

Los murmullos se volvieron gritos de furia mientras los hombres cerraban el círculo, levantando sus armas improvisadas.

El anciano escupió al suelo con desprecio, mirando a los hombres con una mezcla de aburrimiento y desdén.

Gruñó entre dientes mientras se quitaba la capucha, revelando su rostro en la penumbra.

Apenas se podía apreciar con claridad bajo la tenue luz de las calles, pero aquellos lo suficientemente cerca pudieron distinguir su piel de un verde profundo, arrugada y marcada por los años.

Su barba blanca, larga y espesa, colgaba como una cascada, contrastando con el tono oscuro de su piel. Sus cejas eran densas y sus orejas puntiagudas, típicas de su raza, sobresalen a los lados, acentuando su naturaleza no humana.

El Zharq anciano, se sacudió la barba, dejando escapar un gruñido de fastidio mientras los hombres lo miraban con desagrado.

—¿Qué? —escupió las palabras como si fueran veneno—. ¿Van a seguir babeando ahí parados, o tienen algo más que decir, malditos pedazos de carne?

Uno de los hombres, el que sostenía el cuchillo sucio, frunció el ceño, claramente irritado por la falta de respeto en el tono del anciano.

—Vulgar y malhumorado como todos los de tu clase —escupió el hombre con desprecio, mientras alzaba su cuchillo—. No mereces respirar el mismo aire que nosotros, Zharq. ¡No después de todo lo que has hecho!

Jarvick dejó escapar una carcajada seca, ronca y áspera como hojas secas al viento.

—¿Hecho? —repitió con sorna y su mirada oscura se clavó en ellos—. Si yo hubiera hecho algo, muchacho, ya estarías lamentando mucho más que unas cuantas desapariciones. Pero adelante, sigue con tus patéticos intentos de héroe. Veremos cuánto te dura esa ilusión.

Uno de los hombres, un joven con un palo en las manos, dio un paso al frente, con el rostro desencajado por la furia.

—¡Te vamos a matar, Zharq! —gritó con voz temblorosa, pero su determinación era incuestionable—. Si eres el culpable de las desapariciones, ¡todo se detendrá aquí! Y si no lo eres, al menos nos desharemos de una abominación como tú.

El viejo Zharq esbozó una sonrisa torcida.

—¡Héroes! —murmuró burlonamente, con una voz impregnada de desprecio—. Qué patético. ¿De verdad creen que un consejo de inútiles y un pueblo podrido van a darles algo? ¿Recompensas, quizás? —escupió al suelo de nuevo—. Lo único que van a conseguir es un buen lugar en la fosa común... si tienen suerte.

Los hombres se enfurecieron aún más al escuchar las palabras del anciano y sus ojos brillanron de ira.

Las manos que sostenían piedras, palos y cuchillos temblaban, deseosos de atacar. Pero el Zharq no mostraba ni un atisbo de miedo, solo ese cansancio teñido de burla que parecía irritar aún más a sus agresores.

—¡Te vamos a hacer pagar! —rugió uno de los hombres, y con eso, la tensión en el aire se rompió.

El primero en lanzarse fue el del cuchillo, seguido por los demás, sus gritos llenando la noche mientras el círculo se cerraba alrededor del anciano.

El anciano gruñó con desdén al ver cómo los hombres se abalanzaban hacia él, movidos por la rabia y la ignorancia.

Con un resoplido de desprecio, murmuró para sí:

—Tontos... No tienen ni idea de con quién se han metido.

Sus labios arrugados empezaron a murmurar palabras antiguas, palabras que no habían sido escuchadas por oídos humanos en décadas.

Al principio, el sonido fue apenas un murmullo, casi ahogado entre los gritos y el estruendo de los hombres que se aproximaban, pero pronto, esas palabras adquirieron un poder palpable, cargadas de un enojo primigenio.

Sus guantes, raídos y manchados por el paso del tiempo, comenzaron a iluminarse con un fulgor anaranjado. Llamas vibrantes surgieron de sus manos, consumiendo el cuero viejo y alzándose hacia el cielo nocturno.

En un abrir y cerrar de ojos, el callejón, que hasta entonces había estado sumido en una oscuridad opresiva, se transformó en una escena infernal.

Las llamas danzaban con furia, como si reflejaran el temperamento del propio Zharq, iluminando el espacio con un brillo que recordaba al fuego del mismo sol.

Las sombras que una vez abrazaban los rincones del callejón huyeron ante el embate de aquel fulgor, mientras el calor comenzaba a sofocar a los hombres que, cegados por su odio, habían cometido el error de enfrentarlo.

Uno de ellos se detuvo en seco, con los ojos abiertos de par en par, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo.

—¡Maldito demonio! —logró gritar, antes de que el fuego lo devorara en un rugido atronador.

El anciano ni siquiera se inmutó. Para él, esto era tan común como respirar.

Sus labios siguieron susurrando maldiciones en la lengua de los Zharq, y con un simple gesto de sus manos, el fuego se extendió con furia descontrolada.

Los gritos de los hombres se apagaron tan rápido como habían comenzado, sofocados por las llamas que los envolvieron. El olor a carne chamuscada llenó el aire, pero, en cuestión de segundos, no quedó más que silencio. Un silencio profundo, roto solo por el crepitar de los cuerpos carbonizados.

—Idiotas... —murmuró el viejo Zharq, mientras apagaba las llamas de sus manos con un chasquido de dedos, como si se tratara de una molestia menor—. Siempre quieren ser los héroes, pero terminan como la ceniza bajo mis botas.

El callejón, ahora desolado, quedó envuelto en un oscuro resplandor, como si las llamas hubieran sido una ilusión fugaz en la quietud de la noche. Solo los cuerpos calcinados de los hombres, retorcidos en el suelo, eran testigos mudos de lo que había sucedido.

Se ajustó la capucha sobre la cabeza, sacudiendo las cenizas de sus guantes mientras lanzaba una última mirada de desprecio hacia los restos humeantes.

—Que los gusanos tengan un banquete... —masculló, escupiendo al suelo una vez más antes de girarse con brusquedad.

Con paso firme salió del callejón, maldiciendo entre dientes a los hombres por su estupidez.

—¿Quién demonios se creen que son, eh? —refunfuñó—. ¡Idiotas, los mato en segundos y ni siquiera me lo agradecen!

El aire frío volvió a envolver las calles de Shroudhaven, y el eco lejano del viento ahogó cualquier rastro de los gritos que habían resonado en aquel lugar.

Si alguien había visto el breve resplandor de las llamas, seguramente pensaría que la fatiga y las sombras les habían jugado una mala pasada. Pero en el callejón, en medio de la desolación, los cuerpos carbonizados permanecían como una macabra advertencia.