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—Hablas como si estuvieras por encima de todo, —dijo el rey Uldraxis en un susurro que resonaba como el eco de miles de voces muriendo al unísono—. ¿Qué podría ofrecerme una criatura tan insignificante como tú?
Ralkar y el Rey Uldraxis permanecieron inmóviles, pero la quietud era solo superficial. Cualquiera que observara la escena desde fuera podría haber pensado que se estaban midiendo, en una especie de duelo silencioso.
Pero para los más experimentados de entre ellos, aquellos que habían presenciado las eras más oscuras del Reino de Uldraxis, sabían que ese no era un simple intercambio de miradas vacías.
Sus ojos no eran meros portales hacia el presente; había una conversación mucho más profunda sucediendo, una conversación de la que ellos no eran partícipes.
Estaban hablando, pero no con palabras que pudieran oírse.
La comunicación entre Ralkar y el Rey Uldraxis ocurría en lo profundo de sus mentes, donde cada pensamiento se intercambiaba con precisión y velocidad. Ninguno de los dos movía un músculo, ni una expresión de sus rostros revelaba el contenido de su conversación.
Solo el aire vibrante de tensión y los pequeños detalles traicionaban la verdad.
Las sombras que envolvían al Rey Uldraxis, normalmente serenas y constantes, comenzaban a tensarse.
Al principio, apenas era perceptible, un ligero temblor en los bordes de la oscuridad que se retorcía a su alrededor. Pero a medida que el silencio entre ambos se prolongaba, esas sombras, que parecían tan vivas como él mismo, se agitaban con más intensidad.
No era ira, ni siquiera el rencor que se esperaba de un ser tan poderoso como él. Era algo más… algo que los veteranos no habían visto en el Señor de las Sombras ni siquiera durante las grandes guerras de los Reinos Perdidos.
Ansiedad. Preocupación.
El Rey Uldraxis, el inmortal Señor de las Sombras, no había mostrado emoción alguna en siglos, y sin embargo, ahora, frente a un mortal, su dominio perfecto sobre sus emociones flaqueaba. Las sombras que conformaban su armadura temblaban en una danza frenética, como si reflejaran lo que su portador se negaba a admitir.
Ralkar permanecía en silencio, pero su mirada también había cambiado. En sus ojos había una comprensión más profunda, una conciencia de la gravedad del momento.
Ambos sabían que lo que discutían en sus mentes tenía consecuencias que resonarían más allá de ese instante.
Pasaron minutos que parecieron horas. Ningún guardia se atrevía a moverse, y el aire se volvía cada vez más denso.
Finalmente, fue Ralkar quien rompió el silencio, con su voz cortando el aire como una hoja afilada que se deslizaba con precisión.
—Es porque se lo debo
El tono era ambiguo, y aunque la respuesta se dirigía al Rey Uldraxis, su significado era tan insondable como las sombras que rodeaban al monarca. No estaba claro si hablaba directamente a él o si esa deuda mencionada era hacia alguien más.
El Rey Uldraxis no respondió de inmediato, pero las sombras que lo envolvían comenzaron a calmarse, a medida que un acuerdo tácito parecía haberse alcanzado entre ambos.
Permaneció inmóvil por un momento más, como si deliberara en las profundidades de su mente antes de emitir la siguiente orden.
Finalmente, su voz resonó, tan profunda y distante como antes, pero esta vez con una claridad que exigía obediencia inmediata.
—Cosechadores de Uldraxis, regresen a sus puestos.
El eco de su mandato se expandió como un trueno apagado por el tiempo.
Sin vacilar, los espectros quebradizos, que hasta hace un momento se desmoronaban y reconstruían sin cesar, respondieron con un movimiento preciso y coordinado. Con un saludo militar respetuoso, sus cuerpos fragmentados se alinearon brevemente, y luego, como si hubieran estado esperando esa orden durante siglos, se dispersaron en todas direcciones.
Se movieron con tal rapidez que sus formas se desvanecieron en un parpadeo, pero su salida no fue caótica; marchaban en un orden tan absoluto que parecía antinatural, como si el mismo tejido del espacio se ajustara a sus pasos.
Ralkar observó con una leve sonrisa, cómo desaparecían en la distancia, sabiendo que aquellos seres, a pesar de su apariencia frágil, eran letales en su eficiencia.
Cuando el último espectro se desvaneció, el Rey Uldraxis no pronunció palabra, pero la sombra que lo rodeaba pareció densificarse por un instante, como si sus pensamientos hubieran sido el catalizador de lo que vino después.
Desde las alturas, la silueta de aves oscuras comenzó a descender, emergiendo de la negrura del cielo como gigantescos cuervos etéreos, de alas imponentes y plumaje que destellaba brevemente con un brillo sombrío.
Aquellas criaturas no eran simples aves; sus formas eran más grandes, más aterradoras.
Armaduras, hechas del mismo material sombrío que las de los cien guardias, cubrían sus cuerpos. Brillaban de manera intermitente, como si su estructura etérea estuviera conectada al mismo abismo del que surgían.
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El suelo vibró al unísono cuando sus patas se posaron sobre la tierra, y una sensación de frío recorrió el aire.
Ralkar observó con interés, recorriendo los detalles de las criaturas.
No eran solo aves; en sus lomos se veían monturas preparadas para el transporte. Cien monturas, una para cada guardia.
"Monturas aéreas, entonces..." Pensó mientras una leve sonrisa de comprensión se dibujaba en sus labios. "Interesante."
Pero fue el sonido de un graznido más imponente lo que captó su atención.
Desde el cielo descendió una criatura aún más majestuosa, forjada en lo profundo del abismo. Su forma recordaba a la de un fénix etéreo, pero con escamas oscuras, como las de un dragón, que brillaban con una luz antinatural, reflejando las sombras que la envolvían. Era una mezcla de poder y gracia, un ser que imponía respeto, incluso a la sombra misma.
La criatura aterrizó con una precisión mortal, pero con una sumisión evidente ante el Rey Uldraxis.
El monarca extendió una mano hacia ella, y sus sombras se entrelazaron con las plumas y escamas del ave en un gesto que, de alguna manera, parecía una caricia. Uldraxis, sin mover un solo músculo visible, transmitió una orden clara a sus guardias.
—Centinelas de Uldraxis, montad.
Sin titubear, los cien guardias, que hasta ese momento permanecían en formación, avanzaron en sincronía hacia sus monturas aladas. Cada uno de ellos se subió a su respectiva criatura con movimientos precisos.
Solo una de las monturas quedó vacante, una clara invitación no pronunciada.
Ralkar, sin embargo, no se apresuró a ocupar su lugar.
Sin prisa, se giró hacia la cabaña detrás de él, como si no hubiera un ejército espectral de sombras y un Rey inmortal aguardando.
Sus dedos tamborilearon juguetonamente sobre la madera del marco de la puerta.
—Vamos, pequeña —dijo en su tono ligero —. Es hora de salir.
La niña, aún paralizada por el miedo, mantenía su postura rígida al borde de la cama. Su mente luchaba por comprender los ecos lejanos y el extraño ambiente que percibía a través de las paredes.
Su cuerpo, sin embargo, se rehusaba a moverse, temeroso de que cualquier acción pudiera empeorar la situación. Estaba atrapada entre el terror y la incertidumbre.
Pero entonces, los toques en la puerta resonaron de nuevo, esta vez con un ritmo ligero, casi despreocupado. Cuando levantó la mirada, vio la cara de Ralkar asomarse por el marco, sus ojos brillaban con emoción infantil.
Una sonrisa traviesa adornaba su rostro, como si no acabara de enfrentarse a un ejército de espectros oscuros y al mismísimo Rey Uldraxis.
—¡Vamos! —dijo él, como si la estuviera invitando a un paseo en el parque—. ¡Es hora de salir!
La niña parpadeó, desconcertada. Pero al ver la despreocupación en su rostro, algo en su interior comenzó a cambiar.
Una pequeña chispa de curiosidad empezó a encenderse. "¿Qué hay allá afuera que pueda hacer que alguien como él parezca tan... emocionado?"
Respiró hondo y se puso de pie, casi sin pensarlo, antes de que el miedo pudiera atraparla de nuevo.
Caminó hacia la puerta, sus pasos inseguros pero decididos, mientras sus ojos permanecían fijos en Ralkar, como si él fuera su única ancla en ese momento.
—Así me gusta —dijo él, sonriendo, mientras se alejaba de la puerta y caminaba hacia la imponente bestia etérea que lo esperaba—. No mires mucho el paisaje, está un poco... tétrico hoy.
La niña, aunque insegura, lo siguió. Era difícil ignorar el desolador panorama de sombras y vacío que los rodeaba, pero de alguna manera, la seguridad de Ralkar la mantenía enfocada en él.
Mientras caminaba tras él, Ralkar alzó una mano hacia la criatura alada, como si fuera a montarla con total normalidad. Pero la bestia, orgullosa y altiva, no parecía dispuesta a dejarse dominar tan fácilmente.
Con un graznido desafiante, la criatura abrió su pico, preparándose para intimidarlo.
Pero antes de que el sonido pudiera siquiera brotar, Ralkar, sin perder un instante, levantó la mano y, con una bofetada rápida y precisa, le giró la cabeza al ave.
El impacto resonó en el aire con un clap sonoro, y por un breve momento, la bestia quedó atónita, su mirada perdida y su dignidad severamente herida.
—Pájaro malo —dijo Ralkar con un tono casi paternal, mientras subía a la criatura sin darle más importancia.
La niña abrió los ojos como platos al ver el golpe de Ralkar.
Con preocupación se acercó rápidamente a la cabeza de la extraña ave alada, posando su mano con suavidad sobre el plumaje etéreo oscuro y diciendo en voz baja:
—No te preocupes, no fue para tanto. Seguro que eres un buen pájaro… solo tienes que portarte bien.
La criatura, aún aturdida por el inesperado bofetón, resopló con desdén. Pero en su interior, la humillación hervía. No podía permitirse perder más dignidad frente a las otras monturas.
Así que, con una mirada desafiante, intentó recuperar algo de su prestigio mostrando sus afiladas garras y tensando su pico.
Antes de que pudiera siquiera desplegar su expresión aterradora, la niña, con sorprendente rapidez, metió su pequeño dedo en la cuenca de su ojo, haciendo que la bestia emitiera un gemido de dolor, casi lastimero.
—¡Pájaro malo! —dijo la niña con una firmeza inesperada.
Ralkar observó la escena con una sonrisa de oreja a oreja, claramente deleitándose con la inesperada osadía de la niña.
Luego, estiró la mano hacia ella, invitándola con entusiasmo a que subiera a la montura.
—Vamos, pequeña. ¡Esto se pondrá aún más divertido!
La niña miró la mano extendida, pero sus ojos se desviaron hacia las demás monturas, donde los imponentes Centinelas de Uldraxis ya se encontraban preparados. Su mirada recorrió sus armaduras sombrías, las criaturas aladas que montaban, y por un momento, una sensación de duda se apoderó de ella.
Ralkar soltó una risa ligera al percibir su vacilación.
—Ah, tranquila. No son tan intimidantes como parecen. De hecho —señaló a uno de los centinelas—, ese de allí, el de la armadura con cuernos, se llama… Rufus. Le encantan los atardeceres. Cada vez que termina su guardia, lo puedes ver suspirando mientras el sol se pone. Un romántico empedernido, el pobre.
La niña lo miró, confundida pero intrigada.
—Y ese de allá —Continuó, señalando a otro—, ese es Claudius. Descubrió que su novia lo engañaba con otro centinela… ese que está justo al lado, Lero. Fue un drama tremendo, créeme.
La niña frunció el ceño, escuchando atentamente como si cada palabra de Ralkar fuera una verdad indiscutible. Asintió lentamente, como si estuviera tomando nota mental de los detalles.
—¿Y aquel? —preguntó, señalando a otro guardia de pie sobre una montura imponente.
—Ah, ese… ¡ese es Thronar! —dijo Ralkar, inventando más al vuelo—. A él le encantan las flores. Sí, tiene un jardín secreto en las sombras, lleno de lirios y margaritas. Nadie lo sabe, claro. ¡Un tipo muy sensible!
La niña se llevó una mano a la boca, asombrada y conmovida por la idea de un Centinela de Uldraxis cuidando flores en secreto.
Pero justo cuando Ralkar estaba a punto de inventar otro nombre y un nuevo hecho ridículo, la severa voz del Rey Uldraxis cortó el aire como un relámpago.
—¡Basta de tonterías! —exigió el monarca con voz profunda retumbando como el eco de una tormenta lejana—. ¡Que la niña monte de una vez!
La niña lo miró con el ceño fruncido, claramente ofendida. Susurró para sí misma, pero lo suficientemente alto como para que todos la escucharan:
—Viejo maleducado…
Ralkar tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada.
Los Centinelas de Uldraxis, normalmente imperturbables, desviaron la mirada en diferentes direcciones, fingiendo no haber oído nada.
Mientras tanto, el Rey Uldraxis permanecía inmóvil, pero las sombras a su alrededor se agitaban con furia. Estaba claro que el monarca estaba haciendo un esfuerzo titánico por no destruir a esa diminuta y frágil criatura humana en ese mismo instante.