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La niña, con su cuerpo aún tembloroso y empapado en sudor frío, lanzó una mirada nerviosa hacia Ralkar.
Trataba de ocultar el miedo que le recorría el cuerpo, pero sus ojos, abiertos de par en par, la traicionaban.
El sonido gutural que resonaba en la cabaña, acompañado por las vibraciones que sacudían las paredes, hacía que su corazón latiera desbocado. Cada crujido de la madera la hacía encogerse un poco más, como si esperara que el mundo entero colapsara sobre ella en cualquier momento.
Ralkar, sin embargo, permanecía completamente despreocupado.
Con una lentitud deliberada, casi irritante, extendió una mano hacia la cabeza de la niña. Sus dedos, toscos pero sorprendemente delicados, se posaron sobre su cabello enredado, y en un gesto juguetón, le revolvió el pelo como si todo fuera una broma.
—Ya has vomitado mi cabaña —dijo con tono burlón y ojos brillando con esa habitual chispa de ironía—. Solo intenta no cagarla también, ¿quieres?
Ella, que durante un instante había olvidado su terror por la inesperada acción de Ralkar, le lanzó una mirada severa, con el ceño fruncido en una mezcla de incredulidad y reproche. Era como si intentara, con ese gesto, restablecer la dignidad que él acababa de hacer añicos con su comentario.
Pero antes de que pudiera abrir la boca para replicar, Ralkar ya se había girado. Caminaba hacia la puerta de la cabaña con pasos tan ligeros y despreocupados que contrastaban drásticamente con el caos que los rodeaba.
Las paredes seguían torciéndose, los crujidos aumentando en intensidad, y esa voz gutural aún resonaba, exigiendo respuestas con creciente furia.
—Espera aquí un momento —le dijo Ralkar por encima del hombro, con la misma indiferencia con la que uno podría hablar del clima—. Voy a atender a nuestra ruidosa visita.
La niña parpadeó, atónita, viendo cómo el hombre, que segundos antes le había mostrado una rara compasión, volvía a su actitud habitual de imperturbable arrogancia.
Cada paso que daba hacia la puerta parecía despreciar por completo el peligro inminente, como si el terror que la consumía a ella, fuera para él, poco más que una molestia pasajera.
No podía evitar sentirse pequeña, insignificante, frente a las fuerzas que ahora se agitaban a su alrededor.
Pero al mismo tiempo, en el fondo de su mente, algo comenzaba a cambiar. Por primera vez, algo más que el miedo ocupaba sus pensamientos. Ralkar, con su despreocupada actitud, le había arrancado una pequeña risa interna, aunque no lo admitiría ni bajo tortura.
“¿Cómo puede ser tan... tan insolente?”, pensó con una mezcla de frustración y asombro.
Ralkar abrió la puerta sin preocuparse lo más mínimo por su imagen. Sus pies descalzos descansaban sobre la fría madera, y su ropa, arrugada y sucia, mostraba claramente que no había hecho el más mínimo esfuerzo por parecer presentable.
Cuando la puerta chirrió al abrirse, lo primero que vio fue que la negrura del mundo parecía más densa, como si el aire mismo hubiera sido absorbido por el vacío que acompañaba a aquellos seres.
Cien figuras etéreas se alzaban imponentes, rodeando la entrada de la cabaña. Eran altas, demasiado altas, y sus cuerpos delgados, cubiertos por una armadura hecha de sombras, parecían parpadear entre la existencia y el olvido. La luz que emanaba de los pequeños fragmentos que los cubrían pulsaba débilmente, como si estuvieran vivos, conectados con alguna oscuridad ancestral.
Los yelmos que portaban no mostraban rasgos faciales, pero desde las aberturas alargadas, un brillo pálido y amenazante absorbía la luz del entorno, creando un halo de quietud y terror alrededor de ellos.
Las capas ondulantes de los seres se extendían como humo denso, a veces desapareciendo y volviendo a formarse, creando una sensación de inestabilidad inquietante.
Sus lanzas, largas y formidables, se clavaban en el suelo con un sonido sordo, como si hubieran atravesado no solo la tierra, sino el tejido mismo del mundo.
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Detrás de estas imponentes figuras, a una distancia prudente, se aglomeraban otros mil seres.
Eran diferentes, más quebradizos en apariencia, como si sus cuerpos estuvieran formados por haces de sombras y energía espiritual que no podían mantenerse estables.
Se movían constantemente, desmoronándose y reconstituyéndose en un ciclo eterno, con rostros que no eran más que vacíos oscuros. Algunos portaban máscaras blancas toscamente talladas, con grietas que emitían una fosforescencia tenue, añadiendo un aire espectral a su ya aterradora presencia.
Ralkar dejó escapar un suspiro.
La presión de cientos de ojos, o lo que fuera que aquellos seres usaban para observar, se sentía sobre él, miradas depredadoras, deseando el menor signo de debilidad.
Pero Ralkar no estaba de humor para alimentar sus expectativas.
Cruzó los brazos y se inclinó ligeramente hacia un lado, apoyándose contra el marco de la puerta con la misma actitud perezosa que usaría alguien esperando en una cola aburrida.
—¿Todo esto es por mí? —preguntó con un tono de fingida sorpresa, ladeando la cabeza—. Debo decir que esperaba una bienvenida más... cálida. O al menos menos teatral.
Uno de los seres de la primera fila, envuelto en su armadura de sombras, dio un paso al frente y la tierra bajo su pie se hundió ligeramente.
Un silencio pesado siguió al movimiento.
Ralkar no se dejó intimidar. Dio un paso hacia adelante, descalzo, clavando los talones en el frío suelo, y levantó la barbilla con una arrogancia que casi rozaba la burla.
—¿Así que esto es lo mejor que tienen para ofrecer? —se burló, con una sonrisa descarada—. Cien sombras con brillitos y un montón de espectros malformados. Me siento... halagado.
El ser avanzó un paso más, y una vibración resonó en el aire, como el lamento distante de voces atrapadas en un vórtice de sombras.
Cuando habló, su voz no salió de su boca, sino que resonó directamente en la mente de Ralkar, profunda y ecoica, como si proviniera de las profundidades del abismo.
—Mortal... —dijo la voz con una gravedad que parecía arrastrar consigo el peso de mil almas—. Has profanado los límites del Reino de Uldraxis.
Ralkar apenas pestañeó ante la acusación. Su único movimiento fue un suspiro pesado, cargado de una impaciencia apenas contenida.
La verdad es que la magnitud del poder frente a él no le resultaba intimidante. No porque no fuera consciente del peligro, sino porque este tipo de situaciones no eran nuevas para él.
—¿Profanado? —repitió, como si probara la palabra en su boca, haciéndola sonar vacía y carente de significado—. ¿Así le llamamos ahora a una pequeña visita no programada?
La figura que había hablado no se inmutó, ni mostró signos de ira. Los otros cien espectros se mantuvieron inmóviles, como si el tiempo se hubiera congelado para ellos. Solo la ligera ondulación de las sombras que componían su armadura revelaba que estaban, de hecho, presentes en esa realidad.
—El Rey Uldraxis, Señor de las Sombras Eternas no tolera insolencias —retumbó una voz desde la figura, tan gutural y profunda que parecía resonar en la misma esencia de la realidad—. Te ha dado la oportunidad de rendir cuentas. No la desperdicies.
Ralkar inclinó la cabeza levemente, como si estuviera considerando sus palabras, pero lo único que surgió de sus labios fue una risa suave, casi inaudible, aunque cargada de una burla implícita.
—Mira, no sé quién es este Uldraxis, pero si se trata de ese tipo con voz grave que sigue chillando sobre "su reino"—hizo un gesto amplio con las manos, como si invitara a cualquiera a corregirlo—, te sugiero que le envíes una nota diciendo que se relaje. Seguro le hará bien.
Unos murmullos inquietos surgieron entre las filas de las criaturas detrás, pero las figuras armadas mantuvieron su postura imperturbable, aunque el aire alrededor parecía vibrar con un odio contenido.
—¡Silencio! —bramó la figura que había hablado, y el eco de su voz resonó como un trueno lejano, apagando cualquier murmullo.
—Eres imprudente, mortal —gruñó, dando un paso más cerca—. Te atreves a burlarte de lo que no entiendes.
Ralkar simplemente le devolvió la mirada con una calma inquietante.
—Lo que no entiendo, querido amigo —dijo con sarcasmo mientras levantaba una ceja—, es por qué hacen tanto escándalo por algo que, francamente, no les incumbe.
Avanzó un par de pasos más, con sus pies descalzos sobre el suelo frío, como si la presencia de las cien armas apuntando hacia él no significara nada.
El metal resonaba al unísono, vibrando con la tensión de los guardias listos para eliminarlo en cualquier instante. Cualquiera con un mínimo sentido de supervivencia habría dudado, temblado incluso, pero él simplemente los ignoró.
Los ecos de las lanzas se alzaron, formando una línea inquebrantable de muerte contenida, pero su atención estaba en otro lugar.
Ralkar levantó la mirada, y sus ojos se fijaron en la figura que dominaba la escena: Rey Uldraxis, el Señor de las Sombras Eternas.
A primera vista, el Rey Uldraxis no parecía tener una forma fija, su silueta envuelta en sombras que se retorcían, vivas, abrazando su cuerpo como un manto de oscuridad líquida.
Aquella figura inhumana, alta y delgada, cambiaba de estatura conforme Ralkar lo observaba, como si su ser fuera una distorsión de la realidad misma. Su rostro, cuando era visible, parecía un cúmulo de fragmentos difusos, velado por las sombras, pero lo que más impactaba eran sus ojos. No eran ojos comunes. Eran abismos sin fondo, pozos donde mil vidas olvidadas gritaban en silencio.
Ralkar alzó una ceja, apenas impresionado. Era como si, de alguna manera, esa oscuridad le fuera familiar.
—Así que... tú debes ser el gran Uldraxis —dijo—. Señor de las Sombras y todas esas formalidades, ¿verdad?
El silencio que siguió fue aplastante, tanto que incluso las sombras parecieron detenerse, congeladas en el aire.
Uldraxis no se movió, pero algo en la atmósfera cambió, como si el propio mundo contuviera la respiración.
—Tu osadía es lamentable —la voz del rey resonó como un eco, profunda y distante, reverberando en la mente de Ralkar—. No eres más que una mota en el vasto abismo de mi reino. Tus palabras no tienen peso aquí.
Ralkar dejó que un silencio incómodo llenara el aire, observando al Rey Uldraxis sin siquiera parpadear.
—Eso es algo que deberás juzgar después de escucharme —dijo finalmente, con una calma tan profunda que resonó en el aire.