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Ralkar, cuyo nombre ahora era conocido, se inclinó hacia adelante, dejando de lado por un momento su habitual actitud calculada.
Por primera vez desde que la niña había despertado, un destello de verdadera empatía cruzó su rostro. Sus ojos se suavizaron ligeramente al posarse en los suyos.
—No estás muerta —dijo con voz firme pero sin rastro de burla ni ironía—. Lo que has pasado fue… —su mirada se apartó brevemente, buscando las palabras adecuadas—, terrible, pero no has cruzado al otro lado.
La niña lo miraba, todavía confusa, procesando lentamente lo que él le decía.
Pero algo en su expresión cambió de repente. La confusión, que antes era lo único que ocupaba su rostro, fue reemplazada por el terror puro. Sus ojos se abrieron de par en par, como si un oscuro recuerdo hubiera invadido su mente, tomando posesión de cada fibra de su ser.
—Mi… padre —susurró al principio, como si la palabra misma fuera una daga atravesando su pecho—. ¿Dónde está mi padre?
Antes de que Ralkar pudiera responder, la niña, con una desesperación febril, intentó levantarse de la cama. Pero su cuerpo era demasiado débil, demasiado frágil tras el trauma que había sufrido. A medio camino, sus piernas fallaron y cayó pesadamente al suelo, incapaz de mantenerse en pie.
—¡Papá! —gritó con voz quebrada, mientras sus manos temblorosas intentaban agarrarse al suelo, arañando las viejas tablas de madera en un intento desesperado por aferrarse a algo, cualquier cosa.
Ralkar se quedó paralizado por un instante, observando cómo la niña intentaba, inútilmente, luchar contra su propia fragilidad.
Su pequeño cuerpo se estremecía, no solo por la fatiga física, sino también por el dolor abrumador que la consumía desde adentro. Los recuerdos la golpeaban como oleadas incesantes: el cuerpo de su padre, inerte, bañado en sangre, en ese frío bosque que ahora solo existía como una prisión en su mente.
—¡Prometiste! —gritaba entre sollozos con voz desgarrada por la desesperación—. ¡Prometiste no dejarme! ¡No me dejes, papá!
Cada palabra que salía de su boca era como un cuchillo que perforaba su propia alma, y cada arañazo contra el suelo era un eco del tormento que la estaba desmoronando.
Ralkar observaba, en silencio, cómo la niña se derrumbaba por completo.
Por un momento, el hombre, siempre tan firme y calculado, sintió algo extraño en su pecho: una punzada de empatía que no esperaba.
"Demasiado", pensó, observando cómo la niña se desmoronaba frente a él. "El dolor... es demasiado para ella."
Sabía que no había palabras que pudieran calmar el caos que se apoderaba de su mente. Los traumas de una vida tan joven no se curaban con promesas vacías ni con explicaciones racionales.
Ralkar cerró los ojos lentamente. La escena ante él no era nueva, no era única. Era solo otra repetición de una tragedia que había visto demasiadas veces, y cada vez, lo arrastraba de vuelta a ese rincón oscuro de su propia historia, a las heridas que él mismo no había logrado cerrar.
Viejos fantasmas danzaron ante su mente, susurrando nombres olvidados, recuerdos que había enterrado profundamente. Pero ahora, esos susurros regresaban con una nitidez brutal.
"Es lo mismo... siempre lo mismo."
Los ojos de Ralkar se abrieron, esta vez, con una compasión genuina. La sombra de su habitual ironía y cinismo quedó opacada por una melancolía sincera.
Se levantó de la silla, el sonido de sus pasos eran apenas audible sobre las tablas del suelo. Se arrodilló junto a la niña, con su figura robusta y sombría enmarcando la pequeña figura destrozada.
Luego, con voz baja y suave, como si no quisiera perturbarla más de lo necesario, susurró:
—Lo siento... —dijo en un tono impregnado de una sinceridad que pocas veces mostraba—. No espero que me perdones... Ni siquiera yo soy capaz de hacerlo.
La niña, inmersa en su propia tormenta de dolor, no lo escuchó. Su mente estaba en otro lugar, un lugar donde la sangre de su padre cubría todo y el frío del bosque la atenazaba.
Ralkar sabía que sus palabras no llegarían a ella, pero aun así, las dejó escapar, como un intento patético de redención, aunque fuera solo para sí mismo.
Su mano, que normalmente empuñaba armas o realizaba hechizos, se alzó con una suavidad inesperada. Sus dedos tocaron la cabeza de la niña con una ternura que contradecía todo lo que él era.
El contacto fue ligero, apenas perceptible, pero algo cambió. El cuerpo de la niña, que hasta entonces había estado convulsionado por el llanto, comenzó a calmarse. Poco a poco, el temblor cesó y su respiración, antes entrecortada y errática, se fue regulando.
Mantuvo su mano sobre su cabeza, sintiendo cómo la pequeña se apaciguaba, como si su mera presencia fuera capaz de absorber parte de su sufrimiento.
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La compasión que le brotaba no era fingida, y en ese momento, su alma, tan acostumbrada a las sombras, se llenaba de algo casi olvidado: la empatía.
El silencio regresó a la cabaña, roto únicamente por el suave sonido del viento que entraba por la ventana.
El cuerpo de la niña finalmente se relajó, sus lágrimas se secaron y, por primera vez desde que había caído en esa espiral de dolor, parecía encontrar algo parecido a la paz.
Ralkar, aún arrodillado junto a ella, permitió que un suspiro escapara de sus labios, casi en un gesto de alivio. Pero antes de que la niña pudiera abrir los ojos, habló con la misma voz áspera y sin la solemnidad anterior:
—Intenta no vomitar, pequeña.
Por un segundo, la advertencia no pareció tener sentido. Pero entonces, sin previo aviso, todo su entorno cambió drásticamente.
Una sensación extraña y opresiva se apoderó de su cuerpo, como si el aire mismo se espesara a su alrededor. El suelo bajo sus manos pareció vibrar y, de repente, la realidad se distorsionó.
Todo a su alrededor comenzó a fragmentarse: las paredes de la cabaña se doblaron y torcieron, como si estuvieran hechas de humo y espejos rotos. Los colores se disolvieron en oleadas, mezclándose y difuminándose en formas imposibles. Era como si el mundo hubiera sido arrugado por una mano invisible y luego estirado de nuevo, pero de una forma incorrecta. Los sonidos se distorsionaban: los susurros del viento se convertían en ecos interminables, mientras que los crujidos de la madera bajo sus pies se sentían como explosiones lejanas.
Sin comprender lo que sucedía, sintió que su cuerpo era sacudido en todas direcciones, como si fuera arrastrada por una corriente invisible que la hacía tambalearse entre esta caótica realidad que parecía a punto de colapsar y reconstruirse al mismo tiempo.
Y, de repente, todo se detuvo.
La quietud fue tan abrupta que dejó a la niña sin aliento.
Se encontró sobre el suelo frío de la cabaña, aunque algo en el ambiente era diferente, más espeso, como si las leyes del mundo hubieran cambiado durante ese fugaz instante de caos.
Ralkar, aún de rodillas junto a ella, la observaba con una mezcla de paciencia y resignación.
De repente, la niña hizo una mueca. Algo en su estómago retumbó, una sensación incómoda recorrió su cuerpo, y Ralkar, que había visto ese tipo de reacción antes, ya sabía lo que estaba por venir.
—¿Lo sientes, verdad? —dijo Ralkar, alzando una ceja, como si todo esto le resultara terriblemente predecible—. Te advertí que no vomitaras, pero no, aquí vamos.
—Yo... —la niña intentó hablar, pero su rostro se puso pálido. Tragó saliva con desesperación, tratando de contener lo inevitable.
Ralkar se puso de pie rápidamente, dando un par de pasos hacia atrás. —Ni se te ocurra hacerlo en la alfombra —gruñó, señalando con el dedo la única parte del suelo que parecía estar mínimamente limpia.
—¡No es como si pudiera controlar esto! —gritó la niña entre arcadas, arrodillándose de nuevo, mientras intentaba desesperadamente mantener la compostura.
Finalmente, después de un último esfuerzo por contenerse, su resistencia se quebró. Un sonido espantoso salió de su garganta, y el contenido de su estómago salió disparado hacia el suelo, esparciéndose sin ningún control.
Ralkar observó con una mezcla de horror y resignación cómo el contenido del estómago de la pequeña acababa, en parte, sobre sus botas.
—¿De verdad? —soltó mirando con asco sus ahora arruinadas botas—. Te advertí, ¿o no? “Intenta no vomitar”, dije. ¡Pero no! —añadió, agitando las manos como si eso pudiera ahuyentar el hedor—. ¿Quién me escucha a mí, el gran Ralkar? ¡Nadie!
La niña, aún mareada y temblorosa, levantó la cabeza, con sus mejillas enrojecidas por el esfuerzo y la vergüenza.
—No es mi culpa —gimió, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Tú... tú me asustaste.
Ralkar la miró con una ceja levantada, claramente poco impresionado.
—¿Yo? —bufó, señalándose a sí mismo—. Yo soy el que te asustó. No los horrores de las distorsiones de la realidad. ¡No! Ralkar, el hombre que solo estaba aquí, siendo increíblemente sensato, es el culpable de todo.
—¡Pues sí! —replicó la niña, cruzando los brazos con visible indignación—. Estás diciendo cosas raras, y me haces sentir más... más mareada.
Ralkar rodó los ojos y comenzó a desabrocharse las botas manchadas con una mezcla de desdén y fastidio.
—Claro, porque está en mi naturaleza ser... "raro". Qué ridículo. —Le lanzó una mirada mordaz antes de soltar un suspiro exagerado, como si fuera víctima de una gran injusticia.
Se quitó finalmente la segunda bota y la lanzó con una fuerza algo exagerada a un rincón de la cabaña—. Esto es ridículo. Yo aquí salvando el día, siendo el héroe, y termino... así.
La niña lo miró con una mezcla de confusión y leve diversión, algo de su malestar ya estaba disipándose.
—¿Tú? ¿Héroe? —Una pequeña sonrisa apareció en su rostro—. Creí que los héroes eran... más limpios.
Ralkar la miró fijamente, claramente tratando de no sonreír, aunque sus ojos brillaban con un toque de humor.
—¿Ah, sí? Bueno, pequeña crítica del buen vestir, ¿por qué no te levantas y haces de heroína por un día, y ya veremos si acabas oliendo a rosas y lavanda?
La niña hizo un esfuerzo por ponerse en pie, pero sus piernas todavía temblaban.
—No puedo... Estoy débil —dijo, aunque había un brillo pícaro en sus ojos—. Además, parece que el héroe se ensució solo.
Ralkar la ayudó a sentarse nuevamente con un gesto que, aunque fingidamente brusco, no carecía de cuidado.
Luego la miró, apoyándose en sus rodillas con una sonrisa torcida.
—Lo que te falta de fuerza te sobra en lengua, pequeña. Si alguna vez necesitas un trabajo de bufona, ya sabes dónde encontrarme.
La niña, ya más relajada y viendo lo absurdo de la situación, dejó escapar una pequeña risa.
—¿Bufona? Eso lo sería si tú fueras el rey. Pero no pareces más que un... ermitaño con mal gusto para el calzado.
Ralkar fingió una expresión de ofensa.
—¡Mis botas eran lo mejor que he tenido! ¡Hasta que...!
Antes de que pudiera terminar su frase, un sonido profundo y aterrador retumbó por toda la cabaña.
Las paredes comenzaron a vibrar, como si algún poder inmenso hubiera decidido aplastarlas desde afuera. Grietas finas empezaron a aparecer en la madera, extendiéndose como arañas sobre los muros, amenazando con desmoronar la estructura entera.
La niña se aferró al borde de la cama, aterrada, mientras su frágil cuerpo temblaba nuevamente.
Pero Ralkar, quien apenas mostró una mueca de molestia, se quedó inmóvil, observando cómo el lugar que les rodeaba parecía a punto de colapsar.
—¿Qué es esto ahora? —gruñó para sí mismo con un suspiro cansado.
De las mismas grietas que recorrían las paredes, surgió una voz gutural y furiosa, que no pertenecía a ningún ser humano, grave y reverberante, como el sonido de rocas chocando en lo profundo de la tierra.
—¿Quién se atreve a profanar el reino de Uldraxis, Señor de las Sombras Eternas, soberano indiscutible de los Reinos Perdidos? —Tronó la voz, haciendo eco como un trueno distante, pero omnipresente
La niña gimió y con sus manos temblorosas se cubrió los oídos intentando en vano protegerse del estruendo. Pero Ralkar apenas se inmutó. Su mirada simplemente se alzó hacia el techo con una mezcla de aburrimiento y ligera irritación.
—¿Quién osa faltarle al respeto al Gran Uldraxis? —continuó la voz, con un tono lleno de furia.
Las paredes comenzaron a torcerse, como si una fuerza invisible estuviera tratando de arrancarlas de sus cimientos.
— ¡Exijo saber quién es el insolente que ha perturbado mi reino con su despreciable presencia!