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El Rey Uldraxis entró en la sala del trono con la misma majestuosidad que siempre lo acompañaba, sus pasos resonando como ecos de algún abismo insondable.
Las sombras que habitaban el lugar parecían responder a su presencia, danzando y entrelazándose a su alrededor, como si celebraran el regreso de su señor.
Los miembros del Consejo Umbrío, que hasta entonces habían permanecido sumidos en la incertidumbre, inclinaron la cabeza en señal de respeto, aunque sus mentes no dejaban de correr, intentando descifrar las razones de aquella inusual partida y el inminente retorno.
Morgharyn, con su semblante severo, sentía una tensión creciente en el aire. “¿Qué ha provocado esta urgencia?”, pensó, con sus ojos oscuros fijos en el rostro del monarca, buscando respuestas en cada movimiento, en cada pliegue de su expresión pétrea.
"Él no es de los que actúan sin razón… ¿Pero qué razón podría ser esta que ni nosotros conocemos?"
Ilithrys, en cambio, no apartaba la mirada de las sombras que rodeaban al Rey, percibiendo los patrones caóticos que antes le parecían familiares, ahora trastocados.
"Las capas de la realidad… están vibrando", pensó la Tejedora, mientas sus dedos se inquietaban al notar un leve desajuste en el tejido del reino que tanto esfuerzo le costaba mantener.
"Algo está interfiriendo... algo o alguien".
Pero entonces, todos notaron lo imposible. Detrás del Rey Uldraxis, avanzaban dos figuras.
Un hombre de aspecto desaliñado, con cabello plateado que caía en mechones rebeldes alrededor de su rostro, avanzaba descalzo, caminando con una postura firme, pero ajena a la solemnidad del lugar. Y junto a él, una niña. Una niña humana.
Un frío indescriptible recorrió a los miembros del Consejo.
Sorgos el Viejo fue el primero en intentar racionalizar lo que veían sus ojos.
"Esto no es posible", pensó, con su agarre en el báculo de Æterpiedra apretandose. "El Umbral no es un lugar para los vivos. Ningún mortal ha atravesado su velo sin ser arrebatado por completo… ¿Cómo es que estos mortales están aquí? ¿Cómo ha entrado en el Umbral lo que no debería pertenecer?"
Velkael, con su imponente armadura que reflejaba el vacío que lo rodeaba, frunció el ceño bajo el yelmo oscuro. “Mis defensas… no fallaron… ¿o sí?”
Sus pensamientos se deslizaban entre la incredulidad y la rabia. "¿Quién es son estos mortales? ¿Cómo han conseguido lo que ningún ser de carne y hueso ha logrado? Si pueden venir a aquí, ¿qué más podrían ser capaz de hacer?"
Lady Merys sintió una perturbación en el Flujo Onírico incluso antes de ver a las dos figuras. En sus ojos etéreos danzaban imágenes fragmentadas de posibilidades, pero ninguna encajaba.
"No son sueños", pensó, luchando por encontrar una explicación. "Lo que veo… es real, pero no debería serlo. Los vivos no caminan por estos suelos. Algo en el tejido del sueño está… roto."
Mientras tanto, el Rey Uldraxis continuaba avanzando, con un semblante sereno pero imponente, como si cada paso reafirmara su dominio absoluto sobre el reino que gobernaba.
Las sombras a su alrededor susurraban, pero no ofrecían respuestas. Y detrás de él, el hombre y la niña caminaban en un mundo que nunca les perteneció, desafiando la misma esencia del Umbral.
El Rey Uldraxis ascendió a su trono, sin que antes su mirada afilada vagara sobre el Consejo como si sus pensamientos atravesaran el mismísimo tejido del Umbral.
La sala permaneció en un tenso silencio, interrumpido solo por el leve crepitar de las sombras que danzaban a su alrededor.
Cada paso que daba parecía formar sombras vivientes que emergían para sostener sus pies.
Cuando llegó al trono, se sentó con una majestuosidad silenciosa, sin necesidad de proclamar su autoridad.
Su mirada, casual pero penetrante, se posó en Sorgos. El anciano consejero, siempre alerta a los mínimos detalles, captó el mensaje.
Era una orden, silenciosa que resonaba solo en la mente de Sorgos. Sintiendo el peso del mensaje que el rey le había transmitido, caminó lentamente hacia su tarea.
Su báculo resonaba con cada paso, mientras su mente corría con el eco de la orden. "Esto no puede ser ignorado", pensó.
Sabía que lo que el rey había visto en esos dos mortales era de suma importancia, aunque el qué, aún se le escapaba. Pero no debía cuestionar.
Mientras cruzaba la sala para cumplir el cometido, sus ojos no pudieron evitar posarse nuevamente en los dos invitados imposibles.
El hombre que caminaba junto a la niña, mantenía su porte despreocupado, como si el peso de la majestuosidad que lo rodeaba no significara nada. Sin embargo, había algo en sus ojos, una chispa de conocimiento profundo, como si comprendiera más de lo que aparentaba. No miraba directamente al trono, pero de alguna forma, era consciente de cada movimiento del monarca.
La niña, en cambio, era un torbellino de emociones contenidas. Sus ojos grandes se movían con rapidez, saltando de un rincón a otro de la sala, fascinada por las sombras que danzaban en las paredes y por los miembros del Consejo Umbrío que la observaban con recelo.
Cada detalle, cada chispa de oscuridad que se agitaba en el salón real, captaba su atención de manera casi compulsiva.
Y aunque se mantenía cerca del hombre, casi pegada a su costado, no era miedo lo que la hacía aferrarse a él, sino una suerte de instinto, una necesidad de permanecer a su lado en este lugar tan ajeno.
"Curiosa... pero no temerosa", pensó Morgharyn mientras observaba a la niña desde su posición.
"¿Qué clase de criatura podría mantenerse tan tranquila en un lugar como este? Ningún mortal debería poder sostenerse de pie aquí sin desmoronarse bajo el peso del Umbral". Su mirada se estrechó, intentando desentrañar la verdad de esos dos seres.
Ilithrys, por su parte, se mantuvo en silencio, con sus manos inquietas jugando con los hilos invisibles del tejido del reino.
Podía sentir las vibraciones del lugar, las tensiones que se acumulaban en el aire, pero sobre todo, sentía algo más en aquel hombre. Algo que no lograba descifrar.
"Su presencia distorsiona el tejido", pensó la Tejedora de Sombras.
La niña se arrodilló suavemente y sus pequeños dedos tocaron el suelo oscuro y pulsante de la sala del trono.
Con una expresión de asombro que no podía ocultar, miró a Ralkar y preguntó con voz suave, pero cargada de curiosidad:
—Ralkar… ¿qué es esto? —sus ojos brillaban mientras acariciaba la superficie, como si nunca antes hubiera sentido algo semejante.
Los miembros del Consejo Umbrío intercambiaron miradas de incredulidad. ¿Cómo era posible que una niña humana no solo estuviera de pie en el Umbral, sino que además mostrara curiosidad en lugar de miedo?
Ralkar, en cambio, no parecía perturbado en lo más mínimo. Con una calma casi desconcertante, se agachó junto a ella, mirando el suelo como si estuviera recordando algo.
—Es Æterpiedra —respondió con naturalidad—. La base de este reino y de todo lo que ves aquí.
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Sus palabras resonaron en la sala del trono, donde incluso las sombras parecieron detener su danza por un momento, como si prestaran atención a la conversación.
El Consejo entero contuvo el aliento.
No solo porque Ralkar estaba hablando sobre uno de los secretos del Umbral, sino por la forma en que lo hacía, como si fuera algo completamente cotidiano.
Morgharyn frunció el ceño, tratando de entender cómo un mortal podía hablar con tal familiaridad sobre un material que ni siquiera los seres más poderosos del reino manejaban con facilidad.
—La Æterpiedra —continuó Ralkar, observando el rostro fascinado de la niña—, es lo que sostiene todo aquí. La energía espiritual del Latido del Mundo se concentra y solidifica para formar este material. Es resistente, casi indestructible, pero también puede moldearse, dependiendo de cómo la energía fluya a través de él.
La niña seguía cada palabra como si fuera una lección secreta mientras sus manos aún recorriendo la superficie translúcida y oscura, cuyas vetas brillaban tenuemente como estrellas lejanas.
—Es como si estuviera… viva —susurró ella.
Ralkar sonrió levemente y esa chispa de conocimiento profundo brilló en sus ojos una vez más.
—Lo está, de algún modo. No como tú o yo, pero la Æterpiedra responde al Latido del Mundo. Absorbe la energía de todo lo que la rodea y la redirige. Si te concentras lo suficiente, incluso podrías sentir cómo fluye —explicó, inclinándose más cerca de ella, con palabras cargadas de una calma imposible en ese ambiente tenso.
Sorgos, que había detenido su avance hacia la salida, los observaba desde la distancia, su mente llena de preguntas que no se atrevía a formular en voz alta.
"¿Cómo es posible que este hombre… un mortal, tenga tanto conocimiento sobre algo tan esencial para el Umbral?"
El silencio en la sala se hizo más denso, solo roto por la voz de la niña una vez más, esta vez dirigiendo su atención a las sombras que danzaban en las paredes.
—¿Y las sombras? —preguntó con la misma curiosidad—. ¿También están vivas?
Ralkar la observó por un momento antes de responder mientras que su expresión se suavizaba un poco más, como si viera el mundo a través de los ojos de la niña.
—Depende de lo que entiendas por "vida" —dijo finalmente, con un matiz enigmático—. Las sombras aquí son más que simples reflejos de luz. Son parte del tejido del Umbral. Responden a la voluntad del Rey Uldraxis y a las fuerzas que controlan este reino. Pero no viven como nosotros. Solo… existen.
La niña frunció el ceño, claramente pensando en lo que acababa de escuchar. Sin embargo, no pareció asustada por la respuesta, sino más bien intrigada.
Morgharyn apretó los labios, su mente trabajando a toda velocidad. "Esta niña no es ordinaria", pensó con creciente desasosiego. "Y este hombre… no es tan simple como parece. Algo más se oculta detrás de sus palabras."
Ilithrys, sintiendo el desajuste en el tejido del Umbral intensificarse, observó a Ralkar con aún más atención, sus dedos inquietos trenzando hilos invisibles en el aire.
"Él no debería saber tanto", pensó. "Algo o alguien le ha dado este conocimiento, pero ¿con qué propósito?"
Rey Uldraxis, sentado en su trono de sombras vivientes, habló por primera vez desde su llegada, con una voz que resonaba en las profundidades de un abismo infinito.
—Ralkar Drakhalir —el nombre fue pronunciado con un peso que parecía apretar el aire, cada sílaba portando la fuerza de una voluntad inquebrantable—. Has hablado con demasiada familiaridad sobre los secretos de mi reino. Conoces la Æterpiedra, el Latido del Mundo… —Uldraxis dejó que su voz se deslizara como una serpiente entre las sombras antes de añadir—, y hablas de ello como si fuera algo común para ti.
El salón entero pareció contener la respiración. Los miembros del Consejo, que rara vez mostraban emociones, intercambiaron miradas furtivas, conscientes de que algo peligroso estaba en juego.
Ralkar levantó la vista, encontrándose con los ojos del monarca. No había miedo en él, solo una calma calculada. Sabía que cualquier respuesta que diera sería evaluada con precisión absoluta.
—He visto muchas cosas en mis viajes, Majestad —respondió con una voz suave, casi relajada—. Y he aprendido que el conocimiento no es exclusivo de un solo lugar o un solo ser. A veces, las respuestas nos llegan de formas inesperadas. El Latido del Mundo, la Æterpiedra… —Ralkar dejó que una leve sonrisa curvara sus labios—. No son tan desconocidos si sabes dónde buscar.
El Consejo observaba la escena con renovado interés.
Morgharyn, cuyos ojos no habían dejado de observar a Ralkar desde el comienzo, tensó sus dedos alrededor del pomo de su báculo, el brillo en sus ojos revelaba que no le agradaba lo que escuchaba.
Ilithrys, siempre tejiendo hilos invisibles, frunció el ceño. Ninguno de ellos comprendía cómo un simple mortal podía poseer tal conocimiento, pero sabían que sus palabras estaban llenas de enigmas.
El Rey Uldraxis, sin embargo, no se dejó llevar por la ambigüedad de la respuesta. Su mirada se endureció y su voz se transformo en un filo que cortaba el aire.
—¿Dónde buscarías tú, un mortal, respuestas que no muchos habitantes del Umbral conocen? —La pregunta era una trampa, una red diseñada para exponer cualquier mentira o debilidad.
—A veces —comenzó Ralkar, con una pausa que parecía meditada—, el conocimiento llega a través de las grietas en las que otros no se atreven a mirar. El Umbral es vasto, su majestad, y sus secretos no siempre están bajo control. Lo que he visto y aprendido… no fue por elección, sino por destino.
El rey lo miró, evaluando cada palabra, cada inflexión. Había un juego peligroso en marcha, y Uldraxis no era un monarca al que le gustaran los juegos.
—Hay más en ti de lo que aparentas —dijo finalmente con palabras cargadas de una advertencia silenciosa
El rey se reclinó en su trono y las sombras lo envolvieron una vez más.
A pesar de que no estaba satisfecho con la respuesta, sabía que el tiempo era su aliado. La verdad saldría a la luz, pero no ahora. Ralkar y la niña serían observados con ojos aún más atentos.
—Por ahora, lo dejaré estar —dijo el rey, con una frialdad que hizo que la sala entera se estremeciera—. Pero no olvides, Ralkar Drakhalir, que en mi reino, ningún secreto permanece oculto para siempre.
…
El silencio en la sala del trono persistía, pesado como un sudario que envolvía a cada uno de los presentes.
El Rey Uldraxis, sentado en su trono de sombras vivientes, no volvió a hablar tras la escueta respuesta de Ralkar. Había esperado más, eso era evidente para cualquiera que conociera bien al monarca, pero no insistió.
Algo mucho más profundo estaba sucediendo, y aunque su mente trabajaba en el trasfondo de aquel misterio, el rey no consideró que este fuera el momento adecuado para ahondar en ello.
Ralkar permanecía de pie, con su postura relajada, aunque vigilante, como si el aire denso y opresivo no le afectara en lo absoluto. Sus ojos, ahora libres de la presión de la mirada del rey, se desviaron hacia la niña.
Ella, que antes había sido cautivada por la grandiosidad de la sala, ahora se sentaba en el suelo de Æterpiedra, aburrida, intentando jugar con las sombras a su alrededor. Sus pequeños dedos trataban de atrapar las formas oscuras que serpenteaban cerca de sus pies, pero cada vez que lo intentaba, las sombras se deslizaban entre sus manos, inalcanzables.
Ralkar la observaba en silencio, con una expresión indescifrable en su rostro. A pesar de su habitual calma, en sus ojos se vislumbraba una leve sombra de preocupación, aunque no dejaba que se reflejara en su postura.
El Consejo Umbrío también mantenía su distancia, cada uno de sus miembros absorto en sus propios pensamientos, pero ninguno lo suficientemente valiente como para romper el silencio.
Velkael, tenso y silencioso, se mantenía alerta, como un soldado preparado para el combate.
Morgharyn observaba a la niña con una mirada penetrante, intentando descifrar el enigma que había traído consigo.
Y entonces, como un susurro que se filtró entre las sombras, una voz suave y etérea resonó en la sala.
—Angyara...
El nombre flotó en el aire como una melodía lejana, cargada de emoción y duda, como si la voz que lo pronunciaba apenas pudiera creerlo.
Todos en la sala, desde el imponente Uldraxis hasta los miembros del Consejo Umbrío, giraron su atención hacia el origen de aquella voz.
Pero la reacción más intensa fue la de la propia niña.
Angyara, que había estado concentrada en su juego con las sombras, se detuvo en seco al escuchar su nombre. Su expresión se transformó en una mezcla de confusión y asombro. “¿Quién? ¿Quién ha pronunciado mi nombre?“
Ella no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Ralkar, con quien extrañamente se sentía mas segura.
Sus grandes ojos buscaron instintivamente la fuente de aquella voz, recorriendo la vasta sala del trono hasta que finalmente se detuvieron. Allí, en medio de la penumbra, una figura femenina comenzó a materializarse, acompañada por Sorgos, quien permanecía a su lado con una expresión solemne.
La presencia de la figura femenina no solo era una distorsión de lo que una vez fue mortal, sino una manifestación de la esencia misma del Umbral.
Su cuerpo translúcido fluctuaba entre la claridad y la opacidad, como si estuviera hecho de humo atrapado en una brisa imperceptible. La energía oscura del reino había marcado su forma; sus rasgos, aunque aún vagamente humanos, se desdibujaban, como si la realidad misma no pudiera sostener su existencia por completo.
A pesar de esa apariencia fragmentada, había algo en la figura que resultaba poderosamente familiar para la niña.
Los ojos de la figura, profundos pozos de luz pálida, vacíos y sin embargo intensamente cargados de vida, se encontraron con los de Angyara, y un eco distante resonó en el interior de la pequeña. Un eco que había sentido antes, en la quietud de noches pasadas, cuando su padre se sentaba a su lado, dibujando con dedos cansados el contorno de un rostro en el polvo.
Era un rostro que ella nunca había visto, pero que conocía en su corazón, la imagen difusa de una mujer que llenaba sus sueños antes de dormir.
Su clan había destruido cada retrato, cada recuerdo tangible de su madre, pero su padre, con amor y nostalgia, le había regalado esa memoria hecha de trazos en el suelo y susurros al anochecer.
Y ahora, sin necesidad de desentrañar los rasgos distorsionados de aquella figura etérea, Angyara lo supo. Lo sintió en lo más profundo de su ser: ella era su madre.
Un torbellino de emociones la envolvió, nublando su mente.
Se levantó con un impulso que no comprendía del todo, sus piernas temblorosas por el repentino peso de la revelación.
El silencio de la sala se rompió cuando su voz, pequeña pero cargada de una intensidad abrumadora, escapó de sus labios.
—Mamá...
La palabra salió como un susurro, tembloroso y lleno de asombro, pero su eco resonó en el vacío de la sala del trono.
Sin apartar la vista de la figura, sintió cómo cada fibra de su ser afirmaba lo que su mente apenas podía aceptar.
Junto con esa certeza venía una oleada de confusión, miedo y esperanza. Jamás había imaginado que pudiera ocurrir algo así.
—¿Mamá...? —repitió, esta vez con más fuerza, con una voz quebrada por la emoción que se acumulaba en su pecho.
La figura no respondió con palabras, pero una leve inclinación de su cabeza fue suficiente. Fue un gesto suave, cargado de una dulzura que, aunque distorsionada por la naturaleza del Umbral, resonaba profundamente en el corazón de la niña.
Angyara sintió lágrimas brotar de sus ojos, recorriendo su rostro, mientras la fuerza de aquella revelación la envolvía por completo.