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La Bruja y la Quimera [Español - Spanish]
Capítulo 8 - Los derrotados

Capítulo 8 - Los derrotados

Por el resto de su vida, Lord Alaric de Rocasombra nunca olvidaría aquella ardua batalla, tan distinta a cualquier otra que hubiera enfrentado antes.

Aquella misma mañana, luego de la desaparición de su hija, dejó el castillo a cargo de Cormac y Leander para adentrarse en el bosque, el único lugar donde Olivia podría haberse refugiado del intenso frío. Lo acompañaban alrededor de quince soldados y cinco magos, todos a caballo y con espadas. El plan era separarse en distintos grupos para tratar de cubrir la mayor extensión de terreno posible. Por si acaso, había enviado a otro grupo de búsqueda hacia los caminos que unían los pueblos más cercanos, aunque sabía muy bien que por allí no conseguiría ningún resultado.

Bajo el manto blanco de la nieve, el bosque yacía en un profundo letargo. Sólo se escuchaba el crujir de la nieve bajo el trote de los caballos, el ulular del viento entre las árboles y, de vez en cuando, el graznido solitario de un cuervo. A través del denso ramaje, la luz se filtraba débilmente, infundiendo al bosque de un aire misterioso.

Debido a que aquella porción de bosque formaba parte del Círculo, no debía temerse ningún peligro. Sin embargo, Alaric no podía dejar de notar la cautela de los animales, los cuales, a pesar de la prisa que sus jinetes les imponían, avanzaban con precaución, como si temieran una presencia que el ojo humano aún no había logrado percibir.

Siguiendo su instinto, el conde había decidido dirigirse hacia la cabaña de Barthra. Aunque esta decisión pudiera suponer un riesgo y hacerle perder más tiempo, confiaba en la relación especial que la anciana tenía con los seres del bosque, lo cual podría ayudarlos a orientar su búsqueda, incluso si Olivia no se encontraba allí.

Su inteligente y rebelde hija ya habría pensado en eso, por supuesto, aunque Alaric tenía la esperanza de que ella no se hubiera alejado mucho sin antes despedirse de la mujer a quien ella había tratado toda su vida como a una abuela.

En eso estaba rumiando el conde, cuando un grupito de hadas juguetonas y curiosas se acercó hacia la comitiva.

Al principio no les hicieron caso pero ellas no tardaron en comenzar con sus travesuras. Revoloteaban a su alrededor en círculos, tiraban de las crines de los animales, zumbaban cerca de sus oídos y posaban sus minúsculos pies sobre sus hocicos. Los caballos relinchaban y sacudían la cabeza, tratando de espantarlas como si se tratara de moscas molestas.

Había algo en aquella escena que no encajaba.

Todavía faltaban un par de semanas para que la nieve comenzara a derretirse. Las hadas deberían estar durmiendo, pensó él extrañado, cuando, de repente, las mismas fueron incrementando la velocidad de su vuelo hasta terminar girando en círculos frenéticos como un enjambre de abejas enfurecidas. No habían hecho nada para molestarlas, aunque uno de los magos acompañantes trató de atrapar una. Sin embargo, Alaric desconfiaba. No le había parecido motivo suficiente para que reaccionaran de esa manera.

Sin previo aviso, montículos de nieve comenzaron a elevarse y tomar formas extrañas que se fueron moldeando hasta convertirse en una veintena de hombres de hielo que se abalanzaron directamente hacia ellos con la intención de embestirlos. Los soldados rápidamente desenvainaron sus espadas y, con unos pocos golpes, sumados a los hechizos de los magos, lograron desintegrar a los muñecos andantes.

Pero no tuvieron tiempo de tomar un respiro porque la tierra debajo de ellos comenzó a temblar con violencia. Los caballos se levantaron en dos patas y algunos de los hombres cayeron al suelo. Grandes raíces afloraron de la tierra y sujetaron a caballos y humanos por sus miembros, sacudiéndolos como racimos de uvas a punto de ser engullidos. Los primeros en ser envueltos de pies a cabeza fueron los magos, quienes, sin sus manos libres, no podían invocar los sellos.

El conde y otros pocos soldados que todavía permanecían en pie lograron cortar algunas raíces que casi los atraparon por los pies, pero sin ninguna explicación fueron inmediatamente atacados por remolinos envueltos en fuego que habían aparecido de la nada y los hicieron retroceder. La fuerza de los mismos provocó que los hombres restantes salieran catapultados hacia atrás o tuvieran que revolcarse en el suelo para apagar el fuego que había comenzado a arder en sus ropas.

En medio de los gritos, los temblores y el ataque implacable, el conde se refugió detrás de una enorme roca entre los árboles, donde casualmente se había refugiado el único mago que había salido corriendo a tiempo.

–¿¡Por qué no te defiendes!? –le gritó indignado el conde.

–Mi señor... –el mago temblaba de pies a cabezas –. ¡Los elementales son inmunes a nuestra magia!

–¿¡Cómo es eso posible!?

–¡Siempre ha sido así! ¡Es imposible utilizar los Códigos contra ellos!

–¿¡Y por qué me estoy enterando de esto justo ahora!?

–¡Porque nunca en la historia de nuestro reino han atacado a criatura alguna! ¡No había nada de qué preocuparse! ¡Se supone que son pacíficos!

–¿¡Realmente te parece!?

A sus espaldas, el conde sintió algo que se arrastraba entre la nieve y cuando quiso espiar por arriba de la roca se encontró con que los árboles que tenía a su alrededor habían comenzado a cambiarse de lugar hasta formar un círculo cerrado en torno a ellos.

Derrotado, Alaric tiró su espada al suelo. Luego se arrodilló y levantó ambas manos en señal de rendición. Con aquel gesto logró que los remolinos se apagaran y la tierra dejara de temblar pero de todas maneras las raíces lo envolvieron a los dos de pies a cabeza y quedaron totalmente inmovilizados.

Cuatro días... Cuatro días duró su inexplicable encarcelamiento, aunque a medida que pasaban las horas algunas sospechas iban tomando forma en su cabeza. Era como si los elementales los hubieran tomado de rehenes esperando el pago a cambio de su rescate.

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Aun así, a pesar del ataque, una vez capturados y sabiendo que no podían defenderse, aquellos seres volvieron a comportarse como supuestamente solían hacerlo, pero sin mostrar signos de querer liberarlos.

Las salamandras, además de patrullar los alrededores, encendieron una fogata para protegerlos del frío. Los gnomos se ocuparon de reunir y cuidar a sus caballos, mientras que las dríades los alimentaron con raíces, hongos y nueces que habían dejado almacenados en huecos de los árboles. Las ondinas curaban sus heridas y les hacían beber agua de pequeños cuencos que habían creado con corteza de los árboles.

En cuanto a los silfos, y las mismas hadas que habían comenzado todo, danzaban alrededor de sus cautivos, creando una música mística y delicada, como si se tratara de una especie de representación artística, creada especialmente con la inocente intención de hacer aquella interminable espera más llevadera.

Al segundo día, Cormac, inquieto por la falta de noticias de su señor, arribó al lugar con otro pequeño grupo de soldados. Al encontrarse con la desconcertante escena, intentaron rescatar a los prisioneros, pero terminaron siendo también capturados mediante los mismos y eficientes métodos.

Fue Leander quien finalmente tuvo la valentía de acercarse, acompañado de algunos temblorosos sirvientes que portaban en sus manos una gran ofrenda de manjares preparados por la cocineras del castillo especialmente para los elementales. Los pequeños seres se sintieron agradecidos pero no hicieron caso de las palabras del mago, quien trataba de mediar con ellos, aunque sí lo perdonaron de sumarse a la larga lista de prisioneros.

Finalmente, al final del cuarto día, los rehenes fueron liberados y los elementales se retiraron hacia el interior del bosque sin aportar ni una sola pista acerca del real motivo por el cual los habían capturado en primer lugar.

Con el ánimo por los suelos, los soldados se retiraron al castillo para recuperar las fuerzas y volver a organizar la excursión. Sin embargo, a la mañana siguiente, pese a las protestas de Cormac, esta vez el conde decidió salir solo en su caballo. Aunque no iría demasiado lejos, le aseguró.

Volvió a hacer el mismo camino del primer día, sólo que esta vez ningún elemental emergió de la espesura para detenerlo y así llegó hasta la cabaña de Barthra sin ningún problema.

La curandera lo vio acercarse por la ventana y salió a recibirlo como tantas otras veces desde que era un niño escapándose de los abusos de su padre, sólo que ahora el niño se había convertido en un hombre desesperado por proteger a su hija.

–Buenos días, su excelencia –lo saludó ella inclinando levemente la cabeza.

–Barthra... –esta vez Alaric no se acercó a abrazarla pero a la anciana eso no la afectó –. ¿La has visto?

–¿A quién, mi señor?

El conde suspiró.

–Entonces... está aquí.

–No hay nadie aquí más que yo –hizo un gesto con la mano para invitarlo a entrar –. Puede pasar si gusta.

Él no se movió.

–Entonces estuvo aquí... –se llevó una mano a su frente –. No sé bien lo que hiciste pero seguro que viola alguna de las leyes del Círculo.

–No sé de qué me habla, su excelencia –replicó ella sin perder la calma.

–Los elementales.

–¡Ah, sí! Me pareció oír algo. Como si estuvieran dando una fiesta. Muy raro... para ser invierno, claro. Esos pícaros vienen a robarme la hidromiel de vez en cuando y seguro que eso los enloqueció.

–¡Fuiste tú, Barthra! Si alguna vez me tuviste cariño, no me mientas ahora.

–Realmente, mi señor. ¿Piensa usted que una vieja débil como yo tiene poder sobre ellos? Si un humano pudiera controlarlos, levantaría imperios.

Los labios de Alaric se abrieron en una sonrisa cínica.

–Al final, eres igual que Eldrin –dijo él.

Los ojos de Barthra se ensombrecieron.

–No se atreva a compararme con ese mago intrigante. No he hecho nada...

–¡Di la verdad entonces, por favor, dime la verdad! No me obligues a...

Alaric sintió su garganta cerrarse. En menos de una semana estaba perdiendo todo lo que más quería.

–¿Por qué no entra? Le prepararé un té especial para calmar los nervios –se acercó hacia la puerta pero Alaric no la siguió.

–Si te interpones entre mi hija y yo, Barthra, no te lo perdonaré nunca.

La voz de Barthra se volvió severa.

–Me reclama a mí la verdad cuando usted le ha quitado a esa pobre niña la posibilidad de...

–¿Se los ha dicho entonces? –preguntó él aterrado.

–No lo he traicionado, mi señor.

–Sí... ya los hecho.

–Entonces... puede llevarme al calabozo –la vieja extendió sus manos.

Alaric ignoró su gesto.

–De todas las personas, yo pensé que entendías por qué hice lo que hice.

–Pues claro que lo entiendo pero el miedo lo ha llevado a tomar decisiones equivocadas. Si usted hubiera confiado más en ella en vez de...

–¡No sigas! ¡Es mi hija! ¡Tú no eres nada para ella! ¡No tienes ningún derecho! ¡Lo único que tenías que hacer era retenerla hasta que yo pudiera llegar a ella! –la voz del conde se quebró y sus ojos se humedecieron –. Ni siquiera tuve oportunidad de hablar con ella... Intento recordar qué fue lo último que le dije... y no puedo... no puedo... ¡Y tú, Barthra, me quitaste eso!

Barthra apretó los labios y suspiró resignada. Luego agachó la cabeza.

–Tiene razón, me he excedido. Perdóneme. No soy más que una anciana patética que vive sola en el bosque.

Alaric se tomó unos minutos en recobrar la compostura y cuando finalmente habló lo hizo como el conde de Rocasombra:

–Por tus servicios prestados en el pasado, te perdonaré la vida y tampoco te quitaré tu libertad. Sin embargo, te prohíbo de ahora en más acercarte al castillo y antes de que mi hija regrese deberás abandonar esta cabaña y no volver nunca más. Considérate expulsada del Círculo.

Barthra continuaba con la cabeza baja.

–Acataré su decisión. Antes de que llegue la primavera, ya me habré ido.

El conde se dio la vuelta para emprender su regreso. Barthra levantó por fin la cabeza y fue detrás de él.

–Mi señor...

A punto de subir a su caballo, él se detuvo, deseando con todo su ser que ella hubiera recapacitado.

–Antes de decir nuestro último adiós... déjeme recitarle una vieja canción que se cantaba en mi pueblo para desearle buena suerte a los viajeros. Quizás la recuerda. De niño se la cantaba cada vez que su padre se lo llevaba en sus largos recorridos por el reino.

El conde asintió, cerrando los ojos.

Barthra inspiró hondo y comenzó a repetir los versos que ya le había recitado a Olivia y a Silas cuando dos días antes comenzaron su viaje a través del Bosque de los Susurros:

A través de tierrasy cielos sin fin,la fortuna sonríea aquellos que han de partir.

Por océanos profundos

y montañas sin par,

quien busca los astros

los verá brillar.

El viaje que te aguarda

es a donde perteneces.

Abraza tus esperanzas

cuando al miedo te enfrentes.

Con gozo en el alma

y una canción por cantar,

bajo la sombra del eclipse

tu coraje se impondrá.

Y donde yace lo incierto,

entre senderos falaces,

que la bondad sea tu guía

mientras sigas navegando

a través de los mares.

Cuando la anciana terminó, el conde por fin abrió sus ojos.

–Adiós, Barthra.

–Adiós, mi señor.