En medio de la tormenta de nieve y árboles que se sacudían, las pequeñas ventanas de la humilde cabaña de la anciana Barthra, hermitaña y curandera, dejaba entrever la calidez de su interior. Aunque ya era pasada la medianoche, ella continuaba trabajando a la luz de las velas y junto al crepitante fuego que ardía en la chimenea.
Pero esa noche no se encontraba sola. Un grupito de siete hadas diminutas y encantadoras había decidido instalarse sobre su mesa de trabajo.
No era algo inusual. Aquellos pequeños Elementales del bosque conocían a Barthra desde que era niña. Conocían el amor y respeto que sentía por los seres como ellos, a diferencia de los magos, que querían atraparlas para estudiar sus atributos mágicos.
Pero por más que Barthra se había tomado el trabajo de hablar con algunos de ellos sobre ese delicado asunto, no había caso. Todavía no parecían entender que era imposible obligar a un ser mágico a ceder su poder sino que este debía concederlo por voluntad propia.
Los magos, en realidad, habían olvidado de dónde había salido su poder en primer lugar. Por eso necesitaban aprender trucos para manipular la realidad.
Barthra, por su lado, una simple humana, honraba a los Elementales, los seres más próximos a la naturaleza, ya que ellos mismos nacían de su fuerza vital. Eran los verdaderos amos del bosque aunque esto a los elfos no les gustara escuchar.
Gnomos de la tierra, sílfides del viento, salamandras del fuego, ondinas de las aguas, dríades de los árboles y hadas de las flores, como estas que tenía delante.
En realidad, estas últimas no deberían encontrarse allí. Su aparición no debía suceder hasta comienzos de la primavera y todavía era demasiado temprano. Había sido toda una sorpresa para Barthra verlas colarse por un pequeño agujero del techo para intentar protegerse del frío.
Las pobrecitas se sentían desorientadas ya que no podían entender cómo habían despertado de su sueño invernal. Como si se tratara de una pesadilla, le había contado a la curandera acerca de un ruido extraño había hecho temblar su hogar. Un rayo que cruzaba el bosque de árbol en árbol, raíz en raíz, y se había ido alejando hacia el centro de su sagrado territorio.
Nada bueno, pensaba Barthra, quien ya se imaginaba quién podía estar involucrada en ese asunto.
De todas maneras, la anciana tenía mucho trabajo esa noche y por esa razón se sentía afortunada de tener su ayuda, además de su cándida compañía.
Aunque no podía evitar distraerse al observar los graciosos movimientos de sus alas translúcidas y vestidos de pétalos. Mientras la anciana tomaba el mortero y trituraba los ingredientes antes de verterlos en la mezcla, las hadas se habían puesto a la tarea de mover las fragantes hierbas de un lado para el otro y revolver los frascos de los ungüentos con cucharas de madera, utensilios que eran demasiado grandes para ellas. Sus concentradas caritas lucían muy cómicas mientras le ponían todo el empeño.
En el pueblo varios niños habían contraído enfermedades así que Barthra se encontraba preparando distintas pócimas de acuerdo a los síntomas que había visto en sus recorridos por las zonas aledañas. Era mucho trabajo para una sola persona pero no le gustaba contar con los magos del castillo, famosos por sus extraños experimentos y bastantes bruscos con sus métodos de curación.
Afuera, mientras tanto, el viento aullaba con más fuerza, haciendo que las ventanas temblaran y la puerta crujiera. Barthra se mantenía ajena, concentrada en sus tareas. En algún momento, de sus labios comenzaron a salir los versos de una antigua canción que los niños solían cantar en su aldea para invocar a la primavera.
Al escucharla, las hadas detuvieron lo que estaban haciendo y se pusieron a bailar en ronda alrededor de las velas.
En nuestro mundo
de luz grandiosa,
las estrellas bailan
bajo la luna dichosa.
En nuestra tierra
de dulces primaveras,
mientras el viento silba
el arroyo canturrea.
En nuestro reino
de antiguos reyes
las leyendas viven
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y los sueños crecen.
Y en nuestro hogar
de humildes tesoros,
de flores, de luces
y susurros de mar,
que canten y bailen,
que rían y sueñen,
aquellos corazones
capaces de amar.
De repente, detuvo sus manos, alertada por una sensación extraña que la invadió, como si una presencia invisible la observara desde la oscuridad del bosque. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera, buscando quizás algo parecido a lo que le habían descrito las hadas.
Ellas volaron hacia sus hombros, acurrucándose entre su ropa de invierno y sus largos pelos del color de la nieve.
Delante de su ventana, vio brillar los ojos de un zorro rojo.
En principio, aquello no debería ser extraño. Cada tanto algún animal se acercaba para buscar comida. Sin embargo, Barthra percibía algo distinto. Le pareció que aquel no era una criatura inocente como quería aparentar.
A las hadas también parecía llamarles la atención pero no vislumbró ningún tipo de temor en sus diminutas caritas. Incluso abandonaron la protección de la anciana y flotaron hasta la puerta, instándola a que la abriera.
Al aflojar la madera que la retenía, la puerta se abrió de golpe con la fuerza viento. Sacudidas por las ráfagas, las hadas volaron con sus alas temblando hacia el zorro y se pusieron a flotar alrededor de él. Acariciaron sus orejas, se pararon en su hocico y le cincharon la cola. Parecían estar divirtiéndose.
El zorro no parecía muy feliz con la atención y se sacudió para impedir que lo siguieran molestando. Las hadas lo dejaron en paz aunque se veían un poco decepcionadas.
Por un momento, Barthra dejó de lado sus sospechas iniciales y le dio paso para que entrara al calor de la cabaña.
Pero el zorro no se movió.
De hecho, hizo algo mucho más sorprendente.
– ¿Eres tú la curandera? – preguntó el zorro.
La anciana se quedó muda del asombro.
Las orejas del zorró temblaron mientras volvía a repetir la pregunta.
– ¿Eres...? – sonaba desconfiado. Sus patas retrocedieron.
Barthra reaccionó antes de que el animal saliera corriendo.
– Sí, sí, soy yo.
El zorro la estudió por un segundo.
– Vengo de parte de la hija del conde.
Bueno, bueno, pensó la mujer, al parecer esa noche en el Bosque de los Susurros sería diferente a cualquier otra.
Guiada por el zorro y en compañía de las hadas que se protegían de la tormenta en los bolsillos de su grueso abrigo, Barthra atravesó el bosque y arribó al lugar donde se encontraba la joven noble a la que había cuidado desde niña, al igual que a su padre unas décadas antes.
La encontró debajo de un pino, temblando con violencia. Su rostro estaba blanco y sus labios morados. No podía moverse y Barthra no poseía la fuerza necesaria para cargarla por sí misma. Pero no necesitó hacer nada, ya que las hadas, al percatarse de su predicamento, comenzaron a sacudir sus alas y emitir sonidos de pequeñas campanas.
Se escuchó el crujido de algo que removía la tierra y entre la nieve se abrió un pequeño hueco por donde comenzaron a salir una veintena de pequeños gnomos de complexión robusta y piel arrugada. Sus barbas espesas estaban cubiertas por musgo, hojas, tierra y copos de nieve.
El zorro, que se había quedado detrás de la anciana al ver cómo se abría el agujero, miraba ahora asombrado cómo los gnomos se ubicaban alrededor de Olivia y con suma facilidad la levantaban y se la llevaban flotando sin siquiera enterrar sus pies en la nieve. Así siguieron todo el camino sin pausa hasta la cabaña de la curandera.
Una vez dentro la ubicaron frente a la chimenea y la taparon con varias mantas. La anciana preparó una infusión caliente que le hizo beber a la muchacha, apenas consciente. No tenía ni fuerzas para agarrar la taza con sus propias manos pero a medida que fue sorbiendo poco a poco el color rosado volvía a su rostro. Tras esto, la anciana le llevó a la boca algo del potaje que había estado cocinando en la chimenea.
Olivia, aún débil y temblorosa, miró a la curandera y a los gnomos con gratitud y asombro. Volvió los ojos hacia el zorro, el cual, exhausto, se había quedado dormido a su lado junto a la chimenea. Las hadas se habían acostado encima de su piel como si se tratara de una cómoda almohada.
En agradecimiento, la vieja entregó a los gnomos un tarro de miel y una bolsa de semillas. Ellos salieron contentos haciendo sonar sus pequeños pasitos hasta confundirse con la nieve.
Debido a la emoción de aquella noche, Olivia no lograba dormirse por lo que le empezó a contar a Barthra todo lo ocurrido. La vieja no se sorprendió cuando ella le explicó la verdad acerca del zorro que al final no era tal. Más bien tenía su sentido porque en ningún momento creyó que fuera un animal común.
Tampoco había creído que viviría lo suficiente para ver una quimera. Qué época más asombrosa para estar viva. Aquello, de saberse, sacudiría al Consejo y movilizaría a los magos del reino entero.
Pero sobre esto no hizo ningún comentario porque no quería poner ya más peso sobre los hombros de su querida e impulsiva niña.
– Así que... – comenzó a decir Barthra, una vez terminada la historia –. Se ha escapado de su padre. ¡Bien hecho! Eso le enseñará.
– ¿No te castigará por haberme ayudado?
– Mi niña, lo conozco desde que nació. Sé cómo manejarlo. Aunque... usted no tendría que haber llegado a este extremo... Conoce la leyes de este bosque, bastaba con que...
Olivia la interrumpió.
– No, ella no puede saber que estoy aquí.
La vieja suspiró.
– Sí, quizás sea lo mejor. Usted sabrá, ya es casi adulta. De todas maneras, no tenga vergüenza en aceptar mi ayuda. Quédese aquí todo lo que necesite.
– Me gustaría quedarme un tiempo más pero en cualquier momento se desactivarán los escudos y tendremos que irnos en cuanto salga el sol.
– Para mañana no se habrá recuperado todavía.
– Si no me voy enseguida, me encontrarán. Este será el primer lugar al que mi padre acudirá.
– Tiene razón. Pero deje que yo me preocupe por eso... ¿Escucharon, chicas?
Las hadas intercambiaron sonrisas pícaras. No siempre tenían la ocasión de molestar a los magos.
A la mañana siguiente, en cuanto el viento amainó y el sol comenzó su ascenso, las hadas abandonaron la cabaña para volver a convocar a sus amigos gnomos, junto con las salamandras y las sílfides. También despertaron a las dríades y a las ondinas, quienes se sintieron un poco molestas por ver su sueño perturbado. Sin embargo, cuando las hadas de las flores las pusieron al tanto de su plan, aquel rincón del bosque se volvió una cálida fiesta en medio del frío invernal.