Tras cabalgar durante varios días, entre la nieve y la densa espesura, adentrándose en el corazón del bosque, Alaric y sus soldados alcanzaron por fin el comienzo del sendero empedrado, el cual se encontraba rodeado de una arboleda de troncos blancos y hojas azules de venas doradas. Más allá del camino no se lograba atisbar nada. La nieve se confundía con una espesa niebla detrás de la cual resplandecía una luz suave hacia la cual comenzaron a dirigirse sin reducir la velocidad.
Mientras se sumergían cada vez más en aquella blancura mística, aturdidos por el suave perfume que emanaba de los árboles, a sus oídos le llegaban las exclamaciones de asombro de sus propios hombres, muchos de los cuales visitaban el lugar por primera vez.
Debían de sentirse como en un sueño y posiblemente lo era, pero él no podía dejar de pensar que se estaba adentrando en la peor de sus pesadillas. Desde que había nacido Olivia, había intentado acudir allí lo menos posible, lo cual era difícil, sobre todo cuando el rey insistía en enviarlo en misiones oficiales como su representante.
A tal punto había llegado su aversión que, en varias oportunidades, había enviado a Eldrin en su lugar, una decisión de la que ahora se arrepentía profundamente. Nunca debió permitir que su rencor le impidiera cumplir con su deber. Ahora su hija se había convertido en víctima de su terquedad.
Los caballos aminoraron la marcha cuando desde lo lejos comenzó a dibujarse la imponente silueta de la muralla de piedra, en medio de la cual se hallaba la entrada a Claro Sereno, ciudad élfica, capital del Bosque de los Susurros.
Dos elfos guardianes, portando lanzas y vistiendo ropajes verdes y plateados, custodiaban un arco de ramas blancas entrelazadas y flores talladas que conformaban el enorme portón con detalles azules y violetas. Al ver a los jinetes, abrieron la puerta inmediatamente al reconocer entre ellos al Guardián del Círculo.
Al cruzar el portón, las exclamaciones de sus hombres fueron adquiriendo un tono más efusivo hasta que Cormac, también molesto, ordenó que se controlaran ya que aquello se consideraba una falta respeto y ellos venían en representación de Rocasombra.
El mismo sendero de piedra por el que habían llegado ahora se bifurcaba en decenas de pequeñas calles entre medio de árboles gigantes de colores delicados, tan hermosos como los que habían visto en el exterior. Los hogares se los elfos, algunos pequeños y sencillos, otros enormes y opulentos, se encontraban distribuidos entre las gigantes ramas, sobre plataformas de madera.
Aunque con algunas diferencias, todas seguían un mismo modelo: paredes blancas, techos de madera tallada en forma de hojas y grandes ventanas que dejaban pasar la luz natural y a través de las cuales se dejaban observar sus plácidos habitantes inmersos en tareas domésticas o simple contemplación.
En la ciudad élfica no había lugar para el ruido. Los elfos miraban pasar a la procesión sin evidenciar reacción alguna, ni siquiera desconcierto. Era raro ver algún niño, pero los había, quizás dos o tres que habían nacido cada medio siglo de diferencia. Eran estos quienes más lo ponían nervioso, ya que sus caritas infantiles expresaban el mismo aire insensible que los adultos y le costaba conciliarse con la idea de que probablemente debían ser más viejos que él.
Desde temprana edad, Alaric había escuchado canciones que mencionaban la risa cantarina de los elfos, pero él nunca había logrado saber si eso era cierto o producto de la imaginación del artista. Él, que se había cruzado con ellos toda su vida, nunca los había escuchado reír. Curvar los labios hacia arriba, quizás, pero no mucho más.
Siguieron derecho por la calle principal de Claro Sereno. Cruzaron la plaza central, rodeada de árboles de hojas refulgentes que le cegaban los ojos, estatuas de finos mármoles y fuentes cuyos intrincados chorros de agua parecían emitir un sonido similar al entrechocar de perlas.
Era por estas bellezas que los artesanos de la capital competían por permisos especiales para visitar la capital elfica e intentar emular, sin éxito, claro, el arte milenario de estos seres casi inmortales.
Sus oficios se centraban en la perfección de las artes, además de la meditación y la observación astronómica. Entre casa y casa también se encontraban escuelas de todos los tipos en donde se veía practicar, a la vista pública, a los esmerados aprendices, quienes, con movimientos meticulosos, creaban las más impresionantes pinturas, tejidos, joyas, vasijas, armas, la mayoría decorativas. Para el ojo humano, bien podrían ser considerados maestros.
Los soldados no pudieron evitar detenerse en medio del camino para ver un grupo de elfas, con vestidos vaporosos a pesar del frío, danzando en ronda como si flotaran como hojas empujadas por una suave brisa al son de una música divina de arpas y flautas.
Todo lo que creaban parecía haber sido tocado por la mano de una deidad y muchos humanos los consideraban celestiales. Eran muchos los partidarios de una nueva alianza con los elfos que significaría el fin de las fronteras entre ambos reinos. Uno de ellos era Eldrin. Otros, desconfiados, creían que los elfos querían recuperar el territorio que los primeros humanos les habían arrebatado.
Existía otro problema no menor. Los elfos detestaban al Dragón Azul y desconocían a la Ninfa Némertyss, dedicándose al culto del bosque y los Eternos. Se creían, por tanto, superiores, y su inclusión en la sociedad humana podía acarrear serias tensiones entre los distintos grupos de creyentes.
Pero, por el momento, no había nada de qué alarmarse, ya que ni siquiera los tres señores elfos lograban ponerse de acuerdo en ese aspecto.
Claro, a menos que...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando, tras un recodo entre los árboles, se encontraron con un espacio verde abierto en cuyo centro se erigía el Gran Sauce, hogar de la elfa que gobernaba el bosque.
El majestuoso árbol, con su tronco gigantesco y retorcido que se elevaba hasta los cielos, no tenía que envidiarle nada ni al más impresionante castillo construido por los humanos.
Desde sus ramas más altas, las cuales Alaric había tenido el privilegio de visitar, se podía contemplar la extensión del bosque entero e incluso atisbar, por el oeste, las cumbres de las Montañas Rugientes y, por el este, una franja azul del Mar Libre.
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Los hombres llegaron hasta ahí avanzando en fila por un estrello sendero en medio de estanques transparentes recubiertos de flores de tenues colores. Se detuvieron en la explanada de una amplia escalera que ascendía hasta la puerta azul de la entrada. Por allí vieron descender a dos elfas, en apariencia tan jóvenes como su hija, que se acercaron hacia ellos.
Alaric le hizo un gesto con la cabeza a Cormac para que lo siguiera, mientras sus hombres se quedaban descansando, siendo atendidos por otros tantos sirvientes elfos que comenzaron a salir a raudales por la misma puerta que cruzaron.
A pesar de su opulencia exterior, el interior del Gran Sauce era bastante simple. Avanzaron por un amplio corredor blanco por donde apenas se llegaba a encontrar alguna estatua cada tantos metros y pequeñas macetas ornamentales de donde emergían vides que recubrían pequeñas porciones de las paredes.
En otras ocasiones había visitado la gran biblioteca y la torre de astronomía. Ambas contenían los objetos más indispensables para su función, a diferencia de su castillo, que con las décadas había sido llenado por todo tipo de objetos, desde trofeos, armaduras antiguas, cuadros rimbombantes, que sus predecesores habían sentido la necesidad de acumular. Sumado a eso, claro, el caos provocado por sus propios magos.
El largo corredor terminaba justo en una amplia terraza que daba a los jardines.
Allí mismo se hallaba, de espaldas a ellos, Daephennya, Señora del Bosque de los Susurros, inmersa en la contemplación de su vasto jardín por donde se extendían largos canteros de flores que iban subiendo como una escalera entre cauces de agua que caían como una suave cascada.
Como si ya no supiera que habían llegado a Claro Sereno, pensó Alaric con sorna.
Sus largos cabellos, sueltos sobre su espalda como una enredadera rubia cubierta de flores, se prolongaban casi hasta el suelo. Vestía una sencilla y amplia túnica del color del cielo, ornamentada con detalles de hojas blancas. Cuando lentamente se dio la vuelta sobre sí misma para mirarlos, Alaric, contrariado, no pudo evitar quedarse sin aire.
Su hermosura era apabullante. Debía serlo, de lo contrario, ¿de qué otra manera se habría podido ocultar tanta insensible perversidad? Su rostro parecía tallado por el más hábil de los dioses artesanos: pómulos marcados, nariz fina, orejas de puntas delicadas, mejillas sonrosadas y ojos del color de las violetas.
Sus labios se ensancharon, sin mostrar su dentadura, trasluciendo un aire de tranquilidad detrás del cual Alaric había aprendido a dilucidar su naturaleza burlona y calculadora.
Ella hizo una reverencia.
–Bienvenido, conde de Rocasombra. Espero que su viaje haya sido placentero y tanto sus ojos como su espíritu se hayan deleitado de la belleza de nuestro bosque.
Alaric repitió el gesto.
– Agradezco a la Señora del Bosque sus palabras y le devuelvo mis respetos.
– Pocas veces he tenido el placer de ser sorprendida con una visita suya.
Maldita.
Alaric inspiró hondo antes de continuar.
–Lamento que esto pueda causarle alguna inquietud pero he venido con urgencia para solicitar a Su Gracia el permiso para que mis soldados recorran las calles de Claro Sereno.
–¿Motivo?
Por supuesto que lo sabía.
–Mi hija, Olivia, se perdió hace unos días en el bosque y creo que podría haberse venido a esconder aquí.
–Qué infortunio, pobre niña. Permiso concedido. Siempre extenderemos nuestra ayuda al Guardián del Círculo y sus descendientes. Que nada lo atormente. El bosque es siempre benévolo con aquellos que se encuentran en apuros.
Alaric levantó su mano indicándole a Cormac que saliera a comenzar la búsqueda.
– Hermanas –les hablaba a las otras dos elfas –. Pueden retirarse. Debo tratar asuntos oficiales con Su Excelencia.
Las dos elfas hicieron una reverencia y obedecieron.
Daephennya no volvió a hablar hasta que ellas se alejaron.
Sobre sus hermosos ojos violetas se posó una sombra.
–Aunque siento decirte... que no la encontrarás aquí.
Ahora que estaban los dos solos, Alaric podía dejar de lado las apariencias.
–Si es así, entonces estoy seguro que sabes perfectamente dónde está.
Ella levantó el mentón y lo miró con burla.
–Es una chica muy hábil, sabe cómo esconderse.
–No hables como si la conocieras – el conde sintió sus mandíbulas tensarse. Apretó los puños para contener la rabia.
–Pero la conozco, la he observado desde niña.
–No es lo mismo.
–¿Ah, no? Creo que mis métodos son más efectivos que los humanos. Mis ojos están en todas partes.
–Exceptuando el Círculo y sus leyes...
–Si tan seguro estás de que he infringido una ley del Círculo, pues envía una queja a tu rey. Aunque eso sería perder tiempo y los humanos cuentan con muy poco. Su Majestad no querrá arriesgarse a una guerra contra nosotros. El conocimiento que tenemos supera con creces el suyo.
– Hablas como si tuvieras todo bajo tu control pero continúas confinada en este bosque.
– Soy paciente, mi señor, un atributo innato de los elfos, producto de nuestra longevidad, lo admito. Pero los humanos tardan demasiado en adquirirlo y cuando lo han hecho pues...
Lo miró directo a los ojos y por un breve segundo a Alaric le pareció ver un dejo de nostalgia, aunque no sabría decir si había sido intencional.
La elfa se acercó hacia él y extendió su mano para acariciar con la punta de sus dedos uno de sus mechones.
– Tu pelo ya está comenzando a ponerse gris.
Alaric estuvo a punto de recordarle su edad, un suspiro, para ella, pero sólo se alejó.
– Como ves, no tengo tanto tiempo como tú. Dime dónde está y te prometo que quedaremos en buenos términos.
– Ella no está aquí... pero sí en algún lugar del bosque que no he logrado identificar.
Alaric dejó escapar una risa amarga.
–Y dices tener tus ojos en todos lados.
– Es una chica inteligente, será un gran reina algún día.
–¡Nunca!
La elfa se permitió soltar un suspiro.
–Que yo piense de esa manera debería tranquilizarte. Nunca me arriesgaría a perderla de vista. Por más que tú quieras evitarlo, no sirve a mis propósitos que ella se haya escapado del castillo. El único favor que puedo hacerte por ahora es pedirte que dejes de buscar tan inútilmente. Yo la encontraré y te la llevaré de vuelta.
–¿Y cómo puedo creer eso?
–Promesa de elfo...
Daephennya extendió su mano y, renuente, Alaric accedió a la petición. Sacó una daga ubicando la punta sobre la palma de ella y cortó la piel. Gotas de sangre cayeron al suelo. Luego, él hizo lo mismo con la suya y ambos estrecharon sus manos sangrientas. Un as de luz se coló entre los dedos y cuando se soltaron las heridas habían vuelto a sanar sin dejar marcas.
Ante ese acto, era muy difícil no creer en ella.
–¿La conducirás hacia mí... o al rey?
–A ti, por supuesto. No queremos que el rey descubra algo acerca de la animosidad entre el bosque y el castillo.
Alaric clavó sus ojos en ella sin decir nada.
–Además, – continuó la elfa – también me sentiría afligida si por mi culpa te llegaras a perder el Retorno de los Sirenios. Como los dos sabemos, se trata de algo muy especial para ti.
Intentando controlar su asco, Alaric le dio la espalda y emprendió su regreso por el interminable corredor.