– ¡Maestro Eldrin! ¡Maestro!
Como tantas otras veces, el Maestro Eldrin, líder la Orden de Magos de Rocasombra, se encontraba, a la hora posterior a la cena, disfrutando de una lectura tranquila en la biblioteca a la luz de las velas, con una taza de té caliente a su lado, cuando un ruidoso Leander se apareció de súbito abriendo la puerta de golpe con la misma fuerza que una ráfaga de viento y arruinándole la tranquilidad.
Su agitado colega se detuvo ante él, tratando de recuperar el aire.
– ¡No me lo va a creer! – exclamó Leander.
– ¡Por la gracia de la Némertyss, Maestro Leander! – exclamó el anciano mago, molesto –. ¡Recuerde su posición! ¡Compórtese según la dignidad de la Orden que representa!
Asintiendo, Leander se pasó la manos sobre el pecho como alisando su túnica y tratando de recuperar la compostura, pero Eldrin podía notar el temblor de su cuerpo a raíz de la excitación.
Sólo esperaba que no fuera otro experimento, pensó. Por alguna razón, los magos de generaciones más jóvenes sentían cierta inclinación por innovar en el diseño de los sellos, lo que ya había provocado algunos accidentes en la torre. No entendía por qué continuaban haciéndolo. Nunca tenían éxito. Bastaba con seguir lo que decían los libros de sus antecesores. No había necesidad de crear nuevos tipos de sellos cuando los que existían funcionaban perfectamente.
Se produjo un largo silencio. Leander continuaba callado y lo miraba expectante.
– ¡Pues hable de una vez, hombre! – le ordenó Eldrin –. Quiero continuar mi lectura en paz.
Leander agachó la cabeza en señal de disculpa.
– Lamento molestarlo en su hora de descanso pero... necesito confirmar algo con usted.
Pues sí, pensó Eldrin, era lo que temía.
– ¿De qué se trata esta vez? ¿Un espejo de comunicación? ¿Una pluma que escribe sola? ¿Una escoba voladora?
Leander cerró la puerta y se acercó a él. Cuando habló, lo hizo susurrando:
– Maestro... No puedo asegurarlo del todo pero... creo... que encontré... una quimera. Una quimera, Maestro. Una quimera, no sé cómo, ha aparecido dentro de nuestro castillo.
Eldrin lo miró fijo a los ojos. Quizás el efecto de las pociones le había trastornado la mente al joven Maestro.
– Maestro Leander... ¿por qué no va a descansar un poco y...?
– ¡Una quimera, Maestro, una quimera! ¡Tiene que verla, una quimera!
– ¡No se da cuenta de lo que dice! ¡Ha perdido la cabeza!
– ¡Venga conmigo y véalo con sus propios ojos!
Leander se dio la vuelta para volver por donde había venido. Eldrin, contra su voluntad, lo siguió a un paso suave. El otro mago, por respeto a su superior, aminoró la marcha.
Quizás esto era lo mejor, pensó Eldrin. Si su colega había perdido el juicio, esa sería toda la justificación que necesitaba para expulsarlo de la Orden. Solamente había aceptado que se uniera a ella porque el conde lo presionó. Y todo porque habían sido amigos desde la infancia. Esa no era manera de dirigir un castillo.
Al paso tranquilo que iban, tardaron varios minutos en llegar a la escalera que conducía a la salsa de experimentos ubicada en la torre sur. Leander intentaba no adelantarse demasiado pero se notaba que quería salir corriendo. Tardaron otro rato más en subir las escaleras.
Llegaron por fin a la torre, en la cual, como siempre, imperaba el desorden. Lo único que iluminaba la estancia eran unas piedras incandescentes que dejaban la mitad de la estancia en la penumbra, pero Eldrin se daba perfectamente cuenta de que nada lo que había allí se encontraba en el sitio que correspondía. Las mesas de trabajo no habían sido limpiadas nunca. Pergaminos, piedras, plantas, pociones, todo mezclado sin ningún criterio, pensaba Eldrin, quien detestaba aquel lugar y se mantenía alejado lo más posible. Siempre ponía como excusa el estado de sus viejas piernas y no faltaban los discípulos preocupados por la salud de su líder.
De repente, sintió algo... una presencia proveniente de un extremo de la torre cuya energía no podía ser percibida por los sentidos sino que lo cinchaba como una cuerda invisible.
Leander no le había dicho nada cuando entraron, no le hizo ninguna indicación. Ahora entendía por qué. No necesitaba hacerlo. Frente a él, al fondo de la sala, en una jaula sellada con escudos, yacía un pequeño ratón agazapado.
No, aquello no era un ratón. Lo parecía, sí, a simple vista, pero no lo era...
Aquel flujo de energía no lo había sentido nunca. Era algo novedoso, distinto. En sus años jóvenes se había dedicado a recorrer cada rincón de Terrarkana para estudiar los Códigos Etéreos de todas las razas. Humanos, elfos, sirenios, híbridos, animales comunes y corrientes. Nada había de parecido en la energía que emanaba ese inocente roedor.
Eldrin se ubicó frente a la jaula. Levantó ambas manos y de inmediato comenzó a emerger del cuerpo de la criatura una serie líneas doradas que fueron ascendiendo en el aire mientras se entrelazaban unas con otras, formando patrones brillantes que se curvaban y retorcían, creando una espiral que se extendía desde un punto central hacia el exterior.
Ambos magos se quedaron observando la espiral cuyas líneas continuaban rotando.
– ¿Puede leerlo? – preguntó tras unos minutos Leander.
– No – respondió Eldrin en un tono seco – ¿Qué hay de ti?
– Lo intenté, pero no reconozco ningún símbolo... pero sí pude reconocer esto, mire... ahí está...
Con un gesto de cabeza, Leander le señaló a Eldrin el pequeño símbolo inserto en medio de una serie de patrones. Ahí estaba la anomalía. Líneas serpentinas, recubiertas por espinas, entrelazadas una con otra como una maraña de nudos.
– El Sello del Dragón – agregó Leander.
– Sí, el mismo.
– Hay que avisarle de inmediato a Su Excelencia – dijo Leander y se dirigió a la puerta con paso apurado.
– Dame unos segundos, Leander. Estaré contigo en un momento. Quiero ver un poco más.
– Lo espero abajo – asintió Leander.
Sin embargo, tras ver a Leander bajar por la escalera, Eldrin bajó las manos y la espiral se disolvió lentamente.
Volvió a levantar las manos frente a la jaula para hacer visible los códigos que formaban los escudos que la protegían. Observó el diseño intricado que había creado Leander. Bastante bien pero no lo suficiente. Giró los dedos un par de veces y dio por terminada su tarea.
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Observó luego los ojos brillantes del ratón.
– Haces muy bien en mantenerte callado. Yo seguiría así si fuera tú – le dijo ante de salir.
Se tomó varios minutos de nuevo para bajar las escaleras. Al llegar hasta Leander, continuaron su camino hasta los aposentos del conde.
Leander volvió a adelantarse. La confianza que tenía con el conde le hacía olvidar que tenía que cuidar las formas aún delante de su líder.
Cruzó la puerta de la misma forma que había entrado hacía un rato en la biblioteca.
– ¡Alaric! ¡Tenemos... increíbles noticias! – exclamó.
Cuando Eldrin entró detrás de él, se encontró de frente con el rostro ojeroso de Lord Alaric de Rocasombra que los observaba agotado detrás de su amplio escritorio oscuro cubierto de pergaminos, la mayoría relativos a asuntos administrativos, quizás algún mensaje apremiante del rey preocupado por el constante atraso de la alianza matrimonial e informes de los espías apostados en la capital, de los cuales Eldrin también estaba enterado, aunque esto último el conde lo desconocía.
Según los sirvientes, su señor se había pasado todo el día allí desde el alba. Junto a él se encontraba una bandeja vacía. No había cenado con Olivia, eso estaba claro. Hacía más de un año que la relación entre padre e hija venía de mal en peor, lo cual facilitaba los planes futuros de Eldrin.
El conde alzó las cejas, esperando explicaciones por aquella interrupción. Fue Leander quien narró los episodios de las últimas horas, mientras Eldrin se mantenía impasible, con sus manos entrelazadas, esperando que concluyera.
Al término de la entusiasta explicación, lo cual provocó que a Leander se le subiera toda la sangre a la cabeza, el conde se levantó abruptamente casi tirando su pesada silla.
– ¡Una quimera! – exclamó. – Pero han pasado...
– ¡Casi cien años! – terminó Leander.
– ¿Cómo pueden estar seguros? ¿Eldrin?
– Estoy tan pasmado como usted, Su Excelencia – respondió Eldrin con tranquilidad –. Pero he visto a la criatura y tampoco tengo dudas. Somos los primeros de nuestra generación en ver una quimera pero el flujo de energía es el mismo descrito en las Crónicas. Aunque la prueba definitiva ha sido el Sello del Dragón Azul que hemos descubierto intentando descifrar el Código de la criatura, sin éxito, debo agregar.
– ¡Como en la leyenda!
– ¡Exacto! – volvió a exclamar Leander.
– Una quimera en mi castillo... – el conde se llevó ambas manos a la cabeza tratando de digerir la noticia –. ¡La Ninfa... y el Dragón... incluso los Eternos están de nuestro lado!
– Es increíble pero así es... – continuó Eldrin –. No sabemos qué pudo haberla empujado hasta nuestras puertas pero seguro que debió de estar desesperada. Ha sido una suerte que justo la señorita Olivia...
– Ah, Olivia... ¿Le han dicho algo?
– No – respondió Leander –. Cuando descubrí a la criatura la envié de nuevo a su habitación sin darle explicaciones y fui directo a corroborar mi hallazgo con Eldrin.
– Bien, bien, nuestras circunstancias han dado un giro inesperado... – el conde comenzó a caminar en círculos alrededor de ellos –. Ahora el rey no tendrá más remedio...
– Sin duda nos pone en una situación muy ventajosa para negociar – agregó Eldrin.
– Sí, pero debemos movernos con cuidado. – el conde se paró de golpe. – ¿Dónde está ahora?
– En la torre sur, mi señor – respondió Eldrin –. Es el único lugar seguro. Apenas es una cría pero, por si acaso, Leander le ha puesto varios sellos protectores.
– Perfecto, quiero verla – anunció el conde pero antes de irse de detuvo al escuchar al viejo mago:
– Si me disculpa mi señor, mis ancianas piernas ya no pueden más por esta noche. Leander, sin embargo, estará encantado de explicarle todo acerca de la criatura.
– Te has ganado el descanso. Continuaremos mañana.
Leander y el conde se dirigieron entonces en dirección a la torre sur, mientras que, en sentido contrario, Eldrin avanzó unos metros lentamente y, tras escuchar cómo sus voces se perdían, apuró el paso por un camino interminable de corredores y escaleras hasta llegar a la habitación de su pupila.
Como tantas otras veces, la encontró cerrada con llave. Bastó un movimiento de sus dedos para que la cerradura girara y se encontrara con la muchacha frente a frente.
– ¡Eldrin! ¿Qué está pasando? ¡Leander me...!
El mago se llevó un dedo a su labios y cerró la puerta con suavidad.
– Me alegro de que usted haya tomado la sabia decisión de no salirse por sus propios medios.
– Sabía que vendrías y decidí esperar.
– Le he enseñado bien entonces – dijo el mago con una sonrisa y pasó a contarle todo lo acontecido.
Olivia lo miraba fijamente sin pestañear.
– ¿Tuve una quimera entre mis brazos?
– Así es, un espécimen macho, pero joven, con muy poco poder. De lo contrario usted no hubiera sobrevivido a su ataque.
– ¿Y qué va a pasar con él?
– Su padre piensa regalárselo al rey.
– ¿Pero no dijiste que...?
– Una débil quimera es mejor que una inexistente.
Eldrin observó cómo el ánimo de la muchacha se venía abajo.
– Así que por mi culpa... – comenzó a decir ella.
– Usted no podía saber – la consoló.
– Pues, sí... algo presentí pero yo...
– ¿Qué fue lo que sintió?
Olivia pasó a describirle la vibración que sintió nada más posar sus dedos sobre el pelaje del gato pero nunca se le ocurrió pensar que pudiera tratarse de una criatura mágica y mucho menos extinta.
Eldrin asintió satisfecho. La muchacha aún no había superado los primeros niveles en la lectura de los Códigos Etéreos pero lo que ella le describía demostraba su indudable potencial. Qué gran reina sería algún día... a menos que la quimera llegara a manos del rey y entonces...
A pesar de todo lo vivido, Su Excelencia seguía siendo el mismo muchacho obstinado que tantos dolores de cabeza le habían dado a su viejo maestro y al anterior conde.
Pero Olivia sería distinta.
– Una criatura tan noble... es un lástima – se lamentó el mago.
– ¿Qué pasará si el rey...?
– Quién sabe... los magos de la capital... sus mentes han sido corrompidas por el poder... Puede que intenten adiestrarlo o le hagan pruebas y...
– Y eso a mi padre no le importa...
– Su padre la valora mucho. Todo lo que ha hecho hasta ahora ha sido por usted – Eldrin suspiró y fue girándose lentamente hacia la puerta–. Pensaremos en algo en la mañana, mi señora, aunque me ha parecido ver a su padre muy decidido. Creo que hasta piensa cabalgar mañana temprano hacia la capital.
– Pero... el Retorno de los Sirenios... mi padre nunca...
Eldrin la interrumpió.
– Una quimera, Olivia, una quimera por primera vez en casi un siglo. No tienes idea de lo poderoso que puede volverse tu padre si mueve sus piezas con astucia.
Olivia no supo qué contestar.
– Te traeré noticias mañana.
Con esas palabras el mago se despidió y volvió a bloquear la cerradura de la puerta para que nadie sospechara.
Ahora sólo restaba esperar. Si su pupila tenía la determinación suficiente, sabría cómo sacarlos de ese entuerto. Era una movida muy arriesgada. Por eso no podía perder tiempo y debía hacerle llegar, cuanto antes, un mensaje a la Señora del Bosque de los Susurros.
Continuó caminando sin agitarse bajando por escaleras hasta doblar por un pasillo que lo condujo hasta al patio de armas en la hora exacta del cambio de guardia. Saludó con la cabeza a los soldados, a quienes no les llamó la atención ver al Líder de la Orden cruzar delante de ellos hasta llegar al pequeño templo dedicado a la ninfa Némertyss, en donde seguramente se dedicaría a rezar o rendir tributo.
Pero sus intenciones no podían ser más opuestas. Tras ingresar, el mago pasó de largo el altar, donde se encontraba la estatua de dos metros de la deidad tallada en mármol, y apoyó su mano en la pared estampando un sello dorado que desbloqueaba la puerta que una vez descubierta dio paso a un pasadizo que conducía al exterior.
Cruzada la densa muralla, el viento sacudió sus vestiduras y se encontró con una densa capa de nieve que le llegaba hasta las rodillas. Movió su brazo derecho como si intentara cortar el aire con un cuchillo y delante de él se abrió un sendero de varios metros que terminaba justo donde comenzaba el bosque.
Al llegar hasta ahí, apoyó su mano sobre la fría corteza por unos segundos hasta dejar impreso en ella otro sello dorado. Este brilló por un momento y comenzó a ser absorbido por el árbol. Luego tomó la forma de una línea que reptó por el tronco como una serpiente y al llegar hasta las ramas salió disparada como una centella que fue rebotando de árbol en árbol hasta desparecer entre la oscuridad de la espesura.
Sin perder tiempo, volvió a hacer el mismo camino en reversa, esta vez hacia sus aposentos.
Nada más cruzar la puerta, hubiera deseado caer rendido en su cama pero aún debía cerciorarse de qué tan efectiva había sido la conversación que había mantenido con su pupila.
Acercó una silla a la pared para sentarse y posó una mano sobre ella. Al cerrar los ojos, un mapa de líneas doradas se dibujó en su mente revelándole todos los rincones del castillo.
Los soldados permanecían quietos en sus puestos, los demás magos se habían ido a descansar. Algunos sirvientes llevaban a cabo las últimas tareas del día. Leander y el conde continuaban en la torre sur. Tardarían un rato más en salir de allí.
Entonces centró su atención en la recámara de la joven quien en ese preciso momento se encontraba haciendo los preparativos para su huida, lo cual provocó que una leve risa brotara de sus labios.
Las piezas estaban en su sitio y listas para moverse.
Aquella sería una larga noche.