Los mayores de su manada le habían advertido:
– Nunca vayas más allá de las montañas donde viven los humanos.
Pero, a su vez, aquellos odiosos bastardos también eran los culpables de que se viera ahora obligado a ignorar aquella misma advertencia.
Ya no había ningún lugar para él en las Montañas Rugientes.
En realidad, no tenía ningún lugar en el mundo. Podría haberse caído muerto en el acto, dejar que la nieve lo cubriera por completo y nadie notaría la diferencia.
Para los suyos era un paria, para el resto una leyenda o criatura que debía ser cazada.
Sería mejor morir aquí mismo, pensó, mientras, escondido dentro de un hueco entre las rocas, se protegía de la intensa ventisca y el frío cortante. ¿Qué sentido tenía continuar? Nunca sería más que un ser defectuoso, objeto de lástima o de repudio. Su existencia no tenía sentido. No le era de utilidad a nadie, no tenía nada de valor para ofrecer. Por eso lo habían abandonado a su suerte.
No es justo. No es justo. Nunca le hizo mal a nadie. Él sólo quería existir en paz con los otros, jugar con sus hermanos, ser reconocido por su pares, tener su propia familia, disfrutar del sol, del viento, de todos los colores de la montaña. Nada más simple y, al mismo tiempo, tan difícil de conseguir.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué las cosas tenían que ser así? ¿Quién lo había decidido? ¿Por qué tenía él que morirse? ¿Por qué no se podían morir todos los demás?
Aquella idea lo asaltó de súbito y encendió una llama en su cabeza que se fue extendiendo hacia el resto de su cuerpo.
De inmediato, dejó de sentir frío.
Había encontrado su propósito.
Cuando la borrasca terminó, adoptó su forma de zorro y comenzó su descenso por la ladera de la montaña. A medida que avanzaba por el terreno escabroso, saltando de piedra de piedra, y más tarde adentrándose en el denso bosque, su plan iba tomando forma y su determinación se hacía más fuerte.
Algún día su manada se arrepentiría de haberlo despreciado. Se convertiría en la quimera más poderosa de todas y cuando volviera junto con ellos, con la cabeza bien en alto, se verían obligados a inclinar las suyas. Le rogarían por clemencia pero, cuando él se negara, caerían en la cuenta de que ya era muy tarde para arrepentirse de la injusticia que habían cometido.
Pero, para que todo eso ocurriera, primero, debía vengarse de los humanos.
Y qué mejor que manera de comenzar que colándose en aquel inmenso castillo que se encontraba al pie de la montaña, justo en medio de dos territorios que pertenecían a familias de elfos rivales.
Desde lejos, el castillo parecía impenetrable con sus imponentes muros de piedra y torres vigilantes. Mientras que entre las almenas podía reconocer las pequeñas siluetas de decenas de soldados armados.
Sin embargo, nadie poseía la suficiente imaginación para percatarse de la presencia de una criatura tan inusual como él.
Aunque, para pasar desapercibido, no tuvo más remedio que abandonar la forma de zorro, la cual, hasta entonces, lo había ayudado a sobrevivir en las montañas, y eligió adoptar la forma de ratón.
Podría haber buscado algún agujero en la base de la muralla, lo suficiente grande para dejarlo pasar, pero le pareció más divertido atravesar la gigantesca puerta de hierro frente a las narices de los propios soldados quienes no se percataron de la presencia del minúsculo roedor o no le dieron la importancia suficiente.
Aun así, su audacia casi la costó la vida, al estar muy cerca de ser aplastado por alguna de las incontables botas y ruedas de carretas que entraban y salían del lugar a raudales.
Lección aprendida, no dejarse llevar por la arrogancia.
Lo siguiente era comenzar a reunir información acerca de sus costumbres, sus fortalezas y, sobre todo, sus debilidades. Una vez cumplida esa etapa sabría lo que tenía que hacer.
Al principio se sintió un poco perdido. No bien cruzar la puerta de entrada se encontró con un amplio espacio empedrado rodeado de varias edificaciones. No sabía por dónde empezar hasta que, de repente, entre los olores de los hombres y los caballos, pudo distinguir uno que le hizo levantar la nariz.
Nunca había sentido algo tan maravilloso. Era un olor de carne asada, similar a cuando se sentaba alrededor del fuego, acompañado por el resto de su manada, pero había algo más, desconocido para él.
Empujado por un hambre voraz, que había estado tratando de ignorar desde que había quedado solo en la montaña, persiguió aquel delicioso aroma que lo condujo hasta la puerta de una cálida y bulliciosa estancia en cuyo interior observó a varias mujeres con delantales manchados y cuerpos sudorosos, moviéndose entre mesas y fogones.
Tuvo que detenerse en el umbral de la puerta, aturdido por la explosión de nuevos olores que le estaba provocando un inédito mareo. Ese descuido le valió un fuerte golpe que lo devolvió al exterior y casi lo envió al otro mundo. Una de las sirvientas había visto al ratón queriendo entrar en la cocina y sin ninguna lástima le había propinado una patada.
Esto no va a quedar así, pensó el ratón, y volvió a hacer el intento varias veces, tratando de cruzar aquel primer obstáculo sin que lo descubrieran. Sin embargo, tras el tercer intento fallido, un gato de color gris apareció de la nada y lo persiguió por todo el recinto hasta que logró colarse por un diminuto agujero de la pared que lo salvó de un mortal zarpazo.
Cambió de estrategia. Primero había intentado que no lo vieran, ahora tenía que hacerse ver.
Decidió, por tanto, convertirse en gato, después de estudiar cómo las sirvientas, sobre todo las más jóvenes, se encariñaban de esos seres gordos y perezosos y hasta le regalaban pequeños pedazos de comida.
El problema era que nunca había probado esa forma. En la montaña se había cruzado con felinos salvajes y tenía alguna noción sobre ellos, pero un gato doméstico era algo muy distinto, por lo que le llevaría unos días de práctica hasta que pudiera conseguirlo. Para eso debió buscar un rincón fuera del castillo, cerca de algún charco congelado donde poder ver el reflejo de su cuerpo transformado. Mientras tanto, para mitigar el hambre, se contentó con migajas de pan o fruta que los soldados dejaban caer a su paso.
No fue fácil encontrar el tamaño o la apariencia adecuada. Si alguien lo hubiera descubierto en alguno de sus primeros intentos, se habría llevado tremendo susto al toparse de frente con un grotesco amasijo de formas indefinidas que se encontraba a medio camino de lo que quería lograr.
Después pudo transformarse pero por partes. Había momentos que se veía como una nueva especie de gigante roedor peludo y, en otros, un gato con cabeza y cola de ratón. Cualquiera de esas escenas hubiera hecho sonar las voces de alarmas y en ese caso debería escapar cuanto antes lo más lejos posible.
Por fin, tras varios días e incontables pruebas, retornó a la cocina en su nueva forma. Para la ocasión, había elegido un perfecto color naranja, que enseguida consiguió el asombroso resultado de ser recibido por una serie de exclamaciones, proferidas por las mismas sirvientas, quienes nada más verlo se acercaron a acariciarlo. Todo el mundo se preguntaba de dónde había salido aquel bellísimo gato y llegaron a suponer que había ido caminando desde el pueblo o se había escondido en alguna carreta.
Él ya había estado observando el comportamiento de los otros gatos, no tan hermosos como él, y, aunque no le gustara la idea, sabía que para conseguir lo que deseaba tenía que comenzar a restregarse contra sus asquerosos vestidos y ronronear de la manera más escandalosa posible. Luego se tiró panza arriba y las muchachas no se hicieron esperar para acariciarlo por todos lados. Aquello era insoportable pero necesario.
Y resultó. No sólo no fue echado a patadas de la cocina sino que, al parecer, para su bochorno, se convirtió en su mascota. Aquella primera muestra de falso cariño le valió un delicioso pedazo de carne que se convirtió en el primer bocado de muchos.
En realidad, si hubiera tenido que ser sincero consigo mismo, no necesitaba transformarse en gato para recabar información sobre los humanos. Podría haber visitado todos los rincones del castillo, si lo hubiera querido, en su forma de ratón.
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Ah, pero la comida...
Antes de llegar allí, no sabía que pudiera existir tanta variedad. La mayoría de las palabras las había aprendido escuchando a las cocineras: ternera, cerdo, venado, jabalí, faisán, perdiz, conejo, pato, todo relleno de hierbas, frutas y especias, aderezado con aceite o vinagre, adornado con frutos secos o nueces, además de sopas calientes, guisos de verduras y legumbres, panes recién horneados, quesos de diversas regiones, tartas de frutas frescas, de almendras y miel, acompañados de vino y cervezas.
Todos los días, en bandejas de plata, salían por la puerta aquellas delicias de las que él sólo podía probar las sobras que volvían al término de cada desayuno, almuerzo o cena y que eran aprovechadas también por los mismos sirvientes, quienes, al igual que él, cazaban al vuelo un pedazo de cada comida y hasta un copa de bebida sin terminar.
Con el paso de las semanas, mientras afuera el invierno seguía su curso, gracias a su nueva dieta llegó incluso a sentirse más fuerte. Mucho más de lo que se había visto sentido nunca. Quizás ya era hora de probar con otra transformación. Siempre había querido transformarse en algo de gran envergadura y con gran poder de ataque, como un oso o un lobo.
Cuando la nieve se derritiera, quizás se internaría en el bosque, aunque no estaba muy seguro de hacerlo, pues aquel era territorio de elfos y, como todo ser mágico, cualquiera de ellos podría descubrir en el acto su verdadera naturaleza. Ya se había arriesgado bastante después de cruzar la frontera entre el bosque y la montaña.
En el caso de los humanos, sólo aquellos denominados “magos” podrían tener alguna posibilidad de reconocerlo. Era por eso que debía de mantenerse en alerta cuando paseaba por el patio de armas ya que siempre cabía la posibilidad de que apareciera alguno y ahí debía salir corriendo para que no lo vieran.
También sobre ellos había aprendido algo. Podían vestir de tres colores distintos. Los jóvenes aprendices tenían túnicas de colores marrones y azules, mientras que los más avanzados usaban el color rojo. Eso le facilitaba mucho las cosas.
Cuando no estaba en la cocina, se encontraba recorriendo los alrededores. Ya todo el mundo se había acostumbrado a verlo pasear por todos lados. Así conoció la armería, el taller de herrería, las caballerizas, el cuartel y las habitaciones de los soldados, y aprendió a su vez los nombres de todos los lugares y objetos con los que se iba topando, además de sus funciones.
Había otro lugar que le llamaba la atención, aunque sólo podía ingresar de noche, cuando los únicos en el patio eran los soldados que cumplían su guardia.
Se trataba de una pequeña edificación de techo alto, en cuyo fondo se hallaba la estatua de una enorme mujer vistiendo una túnica sin mangas y una corona de flores en la cabeza. La habían esculpido de pie con los brazos extendidos hacia arriba como si estuviera bailando. Los humanos parecían estar muy interesados en ese lugar. Los veía entrar y sentarse frente a la estatua. Algunos bajaban la cabeza y comenzaban a murmurar algo. Otros incluso se arrodillaban frente a ella.
Más adelante, pudo confirmar que aquel era un templo dedicado a la Ninfa Nemertyss, que no era nada menos que una de los causantes de la gran guerra entre los clanes de la Pradera y el Bosque. Eso, seguramente, no debía hacerle mucha gracia a los elfos.
Las quimeras, por otro lado, no tenían deidades a las que rezarles. En su lugar, veneraban a las mismas montañas, el viento que soplaba entre ellas, los ríos que las cruzaban, el ciclo de las estaciones, y la luna y el sol que aparecían y se escondían tras sus cumbres. Cada quimera se consideraba parte de un todo mayor y su único cometido era convivir en equilibrio con la naturaleza.
A donde no tuvo el valor de entrar fue a la residencia principal del conde, en donde también vivían su hija y los magos. Aquel era el único gran obstáculo en su ambicioso plan y debía pensar bien en cómo resolverlo, pues, al fin y al cabo, la gran arma que tenían los humanos contra las quimeras era su magia sacrílega, lo cual había obligado a su raza a internarse cada vez más hacia el corazón mismo de la montaña, lejos de todas las demás.
En algunas ocasiones llegó a ver al conde de lejos, atravesando a caballo la gran puerta de madera y hierro. Se trataba de un hombre alto, de aspecto musculoso, cabellos y barba de un color negro, entremezclado de canas. No podía verle los ojos pero las sirvientas, quienes no paraban de suspirar ante su presencia, se la pasaban hablando de sus bellos ojos del color azul del mar.
Él no conocía el mar. Quizás algún día se animaría a acercarse al hombre y verlo por sí mismo, sólo para saciar su curiosidad.
Todo el mundo estimaba al conde. Según decían, era un hombre honorable que profesaba un gran amor por su hija y se mostraba amable con todos sus sirvientes, sin importar el rol que llevaran a cabo. Quizás lo único cercano a una crítica era que protegía demasiado a la muchacha, a quien por esos tiempos se la veía cada vez menos. Pero, claro, agregaban, si era todo lo que tenía en el mundo, desde que la pobre y querida condesa había muerto hacía ya diecisiete años.
Y ahora se encontraba a punto de perder a su hija, quien desde su primer llanto había sido prometida al príncipe heredero. En los últimos días, su casamiento, el cual probablemente se celebraría luego de llegada la primavera, ocupaba la mayor parte de las conversaciones, ya que las sirvientas sentían envidia de aquellas elegidas que se dedicarían a atender a su señora una vez que esta se fuera a vivir a la capital.
También se decía que pasaba mucho tiempo con su maestro, probablemente estudiando magia, para lo cual mostraba aptitudes, además de otros conocimientos necesarios que le serían útiles como futura princesa y, eventualmente, reina.
Quizás cuando el señor y su séquito se dirigieran a la capital, el castillo estaría mucho más tranquilo y él tendría más posibilidades de recorrerlo. Aunque también lo seducía la idea de esconderse entre el equipaje y marcharse con ellos, lo cual podía ser muy riesgoso. No se imaginaba cómo podría ser una ciudad llena de humanos, mucho más grande que aquel castillo que ya le parecía demasiado enorme.
No estaba seguro de nada. En realidad se encontraba esos días cavilando sobre el asunto, cuando, sin previo aviso, la hija del conde se apareció en la cocina.
Desde el primer momento que la vio cruzar la puerta, se dio cuenta de que era distinta. Su pelo largo y brillante como las alas de un cuervo estaba delicadamente trenzado y adornado con cintas, mientras que su vestido de un azul cielo, con detalles dorados, nada tenía que ver con los uniformes opacos de las criadas, quienes, no bien la vieron llegar, se inclinaron mirándose entre ellas nerviosas.
Desde donde se encontraba, él no podía verle los ojos. Quizás fueran como los de su padre, azules como el mar, pero por precaución se mantuvo alejado.
Ella sacudió la mano, como para tranquilizarlas, y se sentó frente a una de las mesas, la cual no tardó en ser vaciada de todos los utensilios y ollas para darle espacio a la joven dama. Segundos después, una de las sirvientas le servía una taza con un bebida caliente y la muchacha se dispuso a beber y conversar con ellas, como si nada más fuera una conocida que había llegado de visita.
En aquel recinto tan ajetreado de trabajo su figura estaba fuera de lugar pero ella se comportaba con naturalidad, como si todo le perteneciera. Para disgusto de él, ella no parecía darse cuenta de la incomodidad que flotaba en el aire, del atraso que estaba causando en el ritmo habitual de la cocina, del apuro en el que se verían ahora las pobres sirvientas que tendrían que esforzar sus ya exhaustos cuerpos para preparar a tiempo la cena.
De todas maneras, ese asunto no le incumbía. No comprendía por qué estaba tan molesto...
De repente, mientras la observaba desde un rincón, se le cruzó una idea en la cabeza.
Quizás no pudiera enfrentarse él solo a toda una raza... A ese paso tardaría años en concretar su venganza. Pero... si tan sólo pudiera convertirse en algo más grande, con colmillos y garras filosas, aunque fuera un monstruo sin forma concreta, alguna de esas noches podría ir a buscar la habitación de la muchacha y matarla de un zarpazo mientras dormía.
Aquello sería la venganza perfecta contra la familia real. Estaba incluso dispuesto a arriesgarse a que los magos lo descubrieran en el acto y morir sabiendo que aquella odiosa gente sabía quién había sido el perpetrador de aquella terrible tragedia.
Si sólo pudiera aunque fuera...
– ¡Ah, qué gato tan lindo!
Al tiempo que él se estaba relamiendo los labios pensando en el chaco de sangre al lado de su cama, la muchacha se precipitó sobre él y lo agarró por debajo de sus patas delanteras para luego mecerlo en sus brazos como un bebé.
– ¡Es tan suavecito! – decía ella mientras hundía las manos en su esponjoso pelaje –. ¿Tiene nombre?
– Gato, señorita – contestó una de las criadas bajando la mirada, aunque algunas no pudieron contener una sonrisa –. Pero puede usted elegirle un nombre si quiere...
– Pues, sí. ¡Claro! Nunca tuve un gato... Lo llamaré... lo llamaré... ¡Naranjito!
Él hubiera adelantado su plan para matarla ahí mismo, nada más que de la indignación, pero sólo se dignó a gruñir para dejar en claro su descontento.
Pero ella sólo se rió.
– Parece que no le gusta... pues... ¿Solcito?
Él siguió gruñendo.
– ¿Peludín?
Lo mejor era ignorarla. Hizo varios intentos por zafarse pero no lo dejaba.
– Ya pensaré en otro mejor... Es tan lindo... Ojalá pudiera llevármelo...
No la dejó terminar. Le hincó con fuerza las uñas en su brazo hasta hacerla gritar y obligarla a que los soltara. Un pequeño hilo de sangre brotó de su piel pero él no tuvo tiempo de regodearse porque debía escapar antes de que se le ocurriera adoptarlo como mascota.
Sin embargo, a uno de los sirvientes no le pareció bien cómo el gato había reaccionado así que lo persiguió por todo el patio.
Aquel impulsivo acto significaba el fin de su estadía en el castillo, por lo que comenzó a buscar la salida al exterior pero no fue lo bastante rápido como para evitar que otro hombre lo atrapara por la cola.
– ¡No le haga nada! ¡Es un animal inocente!
Si ella supiera...
– ¿Qué está pasando? ¿Por qué grita mi señora? – gritó de repente un hombre vestido de rojo y todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo e inclinaron la cabeza.
Invadida por el pánico, la quimera se sacudió, tratando de arañar al hombre que lo había capturado.
– Leander... no ha sido nada... – contestó la hija del conde.
– Mi señora... ¡está sangrando! – exclamó el mago preocupado.
– Un accidente, nada más... estaba jugando con el gato y...
– ¿Cuál gato? – el mago, de cara pálida y pelo rapado, giró la cabeza y se enfrentó a los ojos del culpable, que pudo ver claramente cómo las pupilas del hombre se agrandaban.
La quimera debió haberse quedado como estaba, seguir simulando, hacerlo dudar, pero, como otras tantas veces que había sentido miedo frente a un depredador, perdió el control de su cuerpo y volvió a su forma de ratón frente a la mirada estupefacta de todos los presentes.
En aquella diminuta forma logró liberarse de las manos que lo tenían sujeto pero el daño ya estaba hecho. Con un simple movimiento de su mano y una acertada puntería, el mago lo inmovilizó y su cuerpo se congeló como lo hubieran enterrado bajo una densa capa de nieve.
Lo último que vio la quimera antes de quedar inconsciente fueron las enormes botas del mago deteniéndose frente a él.