Tras haber el conde alcanzado la torre sur, corriendo con espada en mano, se encontró con la estancia hecha un caos. Los magos de su castillo eran famosos por la falta de orden pero aquello era demasiado. Impidiendo ver con claridad flotaba un polvo amarillo que cubría todos los objetos destruidos de la habitación. Uno de los magos más jóvenes del castillo se encontraba en la tarea de manipular el aire para sacar las partículas por la ventanas pero parecía que aquella solución era peor que el problema.
Leander se encontraba tirado en el suelo siendo atendido por un Acólito de túnica azul que mantenía las manos presionadas a la altura de los pulmones de su amigo mientras este no paraba de toser y escupir en el suelo un pasta amarilla. Por lo que le habían dicho, él y los guardias que custodiaban la puerta habían aspirado algo de ese polvo que podría haber resultado venenoso de permanecer más tiempo en su cuerpo.
El castillo mientras tanto había sido sellado. Nadie podía salir ni entrar. Todos los guardias habían sido alertados y recorrían cada recoveco de la inmensa fortificación en busca del sospechoso. El conde hubiera deseado ir con Olivia pero cuando le dijeron del peligro que corría Leander envió a otro de sus hombres de confianza para que se encargara de escoltarla hasta él. Sería lo más seguro y además quería escuchar de la propia boca del mago todo lo que había sucedido.
– Alaric... – comenzó a decir Leander, olvidando la forma en cómo solía tratarlo en público, pero antes de continuar tosió varias veces, hasta que por fin inspiró hondo. Su cara roja estaba empapada de sudor.
– ¿Esto fue causa del arcantio? – preguntó el conde.
Todavía acostado Leander comenzó a responder.
– No, el arcantio está seguro. Esto no ha sido nada más que restos de viejas pócimas... aunque bastante fuertes... Una pena que no sepamos cuál fue la combinación. Habría sido todo un descubrimiento – bromeó.
– ¿Y el intruso?
– No pude verlo bien – continuó el mago –. Parecía un muchacho joven. Pelo oscuro, capa verde, creo. Aunque hubo un segundo que pensé que lo conocía de algún lado.
– Uno de los discípulos. ¿Un iniciado, un acólito? – miró fijamente al joven mago de túnica azul que pareció tensarse de la incomodidad.
– No, nadie que yo reconociera. Pero había algo...
– ¿Qué dicen los guardias?
– Todo fue muy rápido. Debe haber escapado por la puerta después de la explosión. Ellos... no pudieron hacer nada – explicó Leander –. No fue su culpa... yo...
– Por más rápido que fuera, imposible que pudiera salir antes de que los escudos se activaran. Debe estar escondido en el castillo o es uno de los nuestros.
– Sí... aunque según los magos que se despertaron con la explosión...
Ante la mirada atónita del conde, Leander le pasó a explicar que, cuando sus colegas intentaron activar los escudos, estos tardaron varios minutos en comenzar a funcionar. En toda la historia del castillo, desde que los primeros magos habían sido despachados desde la capital, nunca había sucedido algo así. Al revisar los sellos, no encontraron errores en el diseño de los mismos. La única explicación era que alguien los había manipulado desde otro lugar y en todo el castillo había sólo una persona capaz de hacerlo. El único que conocía el patrón de la llave primaria y compartía con el conde la enorme responsabilidad de proteger el castillo y todos sus habitantes.
Leander le dirigió una mirada penetrante al conde.
– Nadie más que nosotros tres sabíamos que la quimera se encontraba aquí.
La respiración del conde se hacía cada vez más pesada.
– A menos claro que pienses... – continuó Leander.
– Jamás pensaría eso de ti – le aseguró de inmediato su amigo de la infancia.
– Entonces...
– ¿Alguien ha visto a Eldrin? – preguntó el conde.
– Ha estado todo este tiempo en su habitación, mi señor – contestó el Acólito –. Lo sé porque justo antes de escuchar la explosión me mandó llamar para que le preparara un ungüento para sus piernas. Se disculpa profundam por no venir en nuestro auxilio pero el dolor le hace imposible subir las escaleras.
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– Envíen a dos Maestros acompañados de guardias junto con él y que lo transfieran a la mazmorra.
El acólito lo miró horrorizado pero no protestó.
– Leander ¿puedes levantarte?
Su amigo se fue incorporando de a poco agarrándose del hombro del conde.
– Lo lamento, no confío en nadie más. Encárgate de que la mazmorra esté bien sellada hasta que yo llegue.
– Por si acaso, necesitaré más que dos magos. ¿Qué harás tú?
– Voy por Olivia. Debería estar aquí ya...
– ¡Mi señor! – Cormac, el capitán de la guardia, corría por el corredor hacia ellos. Su cara pálida, la cual contrastaba con su cabello pelirrojo, le indicó que algo grave había sucedido.
Olivia no se encontraba en su habitación. Nada más escuchar esto, el mundo de Alaric se vino abajo.
– ¡El intruso la ha raptado! – la sangre le subió a la cabeza y volvió a desenvainar su espada –. Cuando lo encuentren, yo...
Cormac lo retuvo por los hombros, impidiendo que saliera corriendo.
– Todos los guardias están alertados... pero... mi señor... – le mostró algo que llevaba en la mano.
Una trenza oscura, del color de los cuervos. La habían encontrado entre las ropas de la joven dama. El mismo Cormac había registrado la habitación, notando que justo también faltaban sus ropas de entrenamiento, además de la daga que él mismo le había regalado.
Al escucharlo, Leander soltó un alarido y se agarró la cabeza como si quisiera arrancarse los cabellos.
– ¡El muchacho! ¿Cómo no me di cuenta?
Durante el resto de la noche no hubo nadie que escatimara esfuerzos en buscar a la dama Olivia. Guardias, magos, sirvientes, mayordomos, cocineras, lavanderas, herreros, mozos de cuadra. A todos los que todavía dormían se los sacó de la cama y no se dejó sitio sin rastrillar.
La búsqueda dio un nuevo giro cuando, revisando la torres sur, uno de los magos notó que la biblioteca estaba fuera de lugar. En principio habían pensado que eso había sido producto de la explosión pero por si acaso llevaron a cabo un rastreo de poder mágico y encontraron el sello que abría la puerta secreta. A partir de ahí se hizo más fácil conocer el rumbo que había tomado Olivia aunque para sorpresa de los magos, el rastro de magia terminaba en un pasadizo que conducía a sus propias letrinas. A partir de ahí, las pistas terminaban abruptamente.
El conde mismo fue a inspeccionar el lugar. Determinó cada una de las posibles vías de escape y, por más que no quería aceptarlo, se acercó a la estrecha ventana y miró hacia afuera. Había nevado toda la noche, cualquier rastro debía de haber sido borrado pero no había lugar para dudas.
Olivia no se encontraba en el castillo.
Ordenó levantar los escudos, tomando consciencia de todo el tiempo que habían perdido. Para entonces sólo había dos opciones. O su hija se encontraba ya lejos, atravesando el bosque para evitar los caminos por donde ella sabía que la encontrarían con facilidad. O había muerto a causa del frío.
– Mi señor – le dijo un mago al recibir la orden –. El único que puede levantar los escudos es el Líder de la Orden.
Alaric se precipitó corriendo hacia la mazmorra. En cuanto vio la figura del anciano mago detrás de las rejas se alistó para matarlo a la menor provocación.
– Levanta los escudos – ordenó.
– Por supuesto, mi señor – respondió Eldrin, como si lo hubieran interrumpido leyendo en la biblioteca, aunque sus manos se encontraban esposadas a la pared –. Si fuera tan amable de pedirle a mis hermanos que quiten los sellos que me impiden salir de aquí.
– Sé muy bien que nada te detiene de hacerlo.
– Mi señor me halaga. Pero no soy todopoderoso. Sólo puedo desactivar los sellos cuyos patrones conozco y mis hermanos se han tomado todas las molestias en inventar unos nuevos que no son de mi conocimiento.
Alaric indicó a los demás magos, entre ellos Leander, que quitaran los sellos. De inmediato, Eldrin posó una mano en la pared y varias líneas doradas reptaron como veloces serpientes escurriéndose entre las piedras.
Estaba hecho.
– Leander – dijo el conde –. A partir de ahora te nombro Líder de la Orden de Rocasombra. Quedan a tu cargo todas las llaves del castillo. Te encomiendo la misión de revocar cada uno de los sellos creados hasta la fecha. Sé que será una ardua tarea.
– Es un honor, mi señor – Leander inclinó la cabeza.
Tras el anuncio, el conde solicitó al resto de los magos que los dejaran solos.
– Al Consejo no le gustará que hayas hecho el nombramiento sin consultarlos – observó Eldrin sin mostrarse sorprendido.
– Lidiaré con ellos cuando sea el momento, ahora dime a dónde has enviado a mi hija.
– Ha sido todo idea de la joven. Yo no he tenido nada que ver. Cuando la encuentre, ella misma le podrá decir que soy inocente.
– Sé que la ayudaste salir. Pero antes la convenciste de robarse a la quimera para...
– ¿Para qué se escapara y su compromiso quedara anulado? Pero mi señor... ¿Cómo voy a arriesgarme a que la dama arriesgue su vida allá afuera, y a su vez provocar la furia de la familia real y desperdiciar todos mis esfuerzos para que ese matrimonio suceda? Pero además de eso... la conozco desde que nació. La he instruido yo mismo como...
– Y ese fue el gran error que por el resto de mi vida nunca me perdonaré de haber cometido – el conde desenvainó la espada y apoyó su punta en el cuello de Eldrin.
– ¡Alaric! – su amigo Leander lo tomó del brazo intentando que retirara la espada –. Si lo matas sin un juicio previo, el Consejo te arrebatará el título y las tierras. Nunca más verás a tu hija que quedará a merced de todos estos buitres.
Lentamente, el conde bajó la espada.
– Cerciórate de que le sea imposible dejar esta celda – dicho eso, se dio la vuelta
– No tengo motivos para escapar, mi señor. Me tomaré esto como un merecido descanso, un retiro adelantado – decía Eldrin alzando cada vez más la voz mientras lo veía alejarse –. ¡Y deje de atormentarse! ¡Mi señora aparecerá, el matrimonio se llevará a cabo y no habrá quimera alguna que lo ayude a impedirlo!