Ya era muy tarde cuando su padre se dignó a abrir la puerta de su habitación. Olivia se encontraba arropada en la cama, dándole la espalda, apenas con la cabeza sobresaliendo debajo de la manta.
Lo escuchó acercarse despacio. Sintió el peso de su cuerpo sentándose al filo de la cama. Una mano acarició sus cabellos con la punta de los dedos como si acariciara la más fina de las sedas y luego sus labios se posaron en un costado de la frente de la muchacha.
El conde permaneció quieto unos segundos. Luego se levantó y abandonó la habitación.
Hasta ese momento, Olivia había contenido la respiración hasta llegar a sentir una presión dolorosa en el pecho. En parte por la tristeza que le producía la traición que estaba a punto de cometer.
Pero acaso... ¿no la había traicionado él también?
Por lo menos, ella lo hacía por una causa noble.
Esperó un tiempo prudencial antes de saltar de la cama y comenzar a sacar de un arcón la ropa de hombre que utilizaba para entrenar con la espada y el arco. Debajo de la cama había dejado preparada la alforja que contenía una cantimplora de cuero, alguna prenda más de ropa, las sobras de su cena que apenas había tocado y un estrujado mapa que su padre le había regalado alguna vez con la promesa incumplida de llevarla a recorrer el reino.
Pensar que ni siquiera la había llevado a visitar el Lago del Dragón Azul que se encontraba nada más que a dos días de viaje a caballo. Para ser la heredera del Guardián del Círculo, poco conocía del mundo más allá del castillo. Debía agradecer que por lo menos le estaba permitido entrenar, aunque de nada le valieran sus habilidades si la mantenían confinada como una triste damisela. Ella quería poner en práctica todo lo que había aprendido y esta iba a ser su oportunidad.
Por último, tomó la pequeña daga que Cormac, el capitán de la guardia, le había regalado en caso de emergencias y se la llevó hasta la nuca para cortar la pesada trenza que no tardó en caer al suelo.
Se sacudió el pelo y se miró en el espejo. Si su doncella la hubiera visto se hubiera caído muerta ahí mismo. La futura princesa se había esfumado. Sus mechones desflecados y desiguales apuntaban en todas direcciones, como si se tratara de una bestia que había sido liberada de su cautiverio.
Escondió la trenza entre los vestidos que nunca más usaría. Guardó la daga en la funda que colgaba de su cinturón y se puso encima una gruesa capa de invierno. No había tenido oportunidad de recuperar sus armas de práctica que habían quedado guardadas en la armería pero se las tendría que arreglar. Se colgó la alforja y respiró hondo antes de apoyar sus dedos sobre la pared para dibujar la llave del pasadizo.
Eldrin la había instruido en el intrincado diseño de las rutas secretas dentro del castillo que habían sido creadas un siglo atrás por el primer conde de Rocasombra como vía de escape en caso de una invasión. Desde la última guerra sólo se utilizaban para tomar atajos ya que los sellos protectores de los magos bastaban para repeler cualquier ofensiva proveniente del exterior.
Pero esos eran tiempos de paz y nadie esperaba ser atacado, por lo que su padre había ordenado bloquear la mayoría de los pasadizos temiendo que su hija se perdiera dentro de ellos. No había servido de nada al final porque él nunca se había imaginado que Eldrin pudiera llevarle la contraria hasta ese punto.
Las llaves fueron los primeros sellos que el mago le enseñó a dibujar. Primero con la pluma practicando sobre hojas de pergamino para memorizarse sus formas, luego con los dedos en distintas superficies. Algún día sería capaz que hacerlos aparecer con su sola voluntad pero por ahora eso era más que suficiente. Se internó en el largo y oscuro pasadizo que no tardó en bifurcarse en varias direcciones, todas conocidas para ella, ya que aquel había sido su lugar de juegos preferido, sobre todo durante las largas ausencias de su padre mientras realizaba sus recorridos por el Círculo. Su única aventura, pensó con nostalgia.
A ciegas y apurando el paso, sus pies la guiaron sin ningún tropiezo por curvas, escaleras y huecos por donde se tuvo que arrastrar hasta llegar a la puerta invisible de la torre sur. Sabía que la misma se encontraba detrás de una biblioteca que debía mover con cuidado para no hacer ruido porque muy seguramente habría guardias vigilando la otra entrada.
Dibujó la llave, un cuadrado en cuyo interior se cruzaba una serie de líneas y círculos, y frente a ella apareció la madera del mueble. Durante lo que le pareció una eternidad trató de empujarlo con mucha suavidad hasta abrir una hendidura lo suficiente ancha para escurrirse.
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Ahora se encontraba en la sala de experimentos iluminada sólo por una de las piedras incandescente incrustadas en la pared.
Aún en la penumbra el caos saltaba a la vista. La biblioteca que ella había empujado se encontraba casi vacía mientras que los códices y pergaminos se esparcían desordenados sobre las distintas mesas y algunos incluso habían quedado abandonados en el suelo. Artefactos, prismas y recipientes de todas las formas, vacíos o a medio llenar, se apilaban sin criterio alguno sobre decenas de estanterías. Algunos incluso se habían ladeado y dejado correr alguna pócima corrosiva que había dejado una mancha negra en el suelo como si la misma piedra se hubiera prendido fuego. Las mesas de trabajo estaban cubiertas por un amasijo de fragmentos de cristales, piedras y plantas, y el resto de los muebles se encontraban desgastados o con alguna pata rota.
A pesar de eso los sirvientes tenían prohibida la entrada y seguro que lo agradecían, ya que era muy común escuchar explosiones dentro de la torre a distintas horas del día.
En medio de ese desorden descubrió la jaula de hierro. Muy pequeña pero de seguro resguardada por varios sellos protectores.
Estaba a punto de avanzar hacia ella cuando un potente gruñido le hizo saltar el corazón.
La quimera, pensó. Pero desde su ubicación no lograba atisbar el contenido de la jaula. El gruñido volvió a escucharse y al girar la cabeza en su dirección un escalofrío le recorrió la espalda cuando tirado en el suelo descubrió un revoltijo de mantas debajo de las cuales se encontraba nada menos que Leander emitiendo ronquidos que podrían haber competido con el rugido de un dragón. Tendría que haberse imaginado que no dejarían a la quimera sola así como así.
En puntas de pie se acercó hasta la jaula atenta al ritmo de la respiración del mago. Varias veces tuvo que pararse en seco entre las pausas de cada ronquido temiendo que pudiera despertarse en cualquier momento. Finalmente llegó hasta la jaula. Intentó moverla pero la habían fijado a la mesa. Levantó sus manos temblorosas y tras varios segundos logró hacer visibles los sellos dorados que la cubrían. Eran tantos que su brillo iluminaba la mitad de la habitación. Miró en dirección a Leander pero, por fortuna, su rostro estaba de espaldas a la jaula.
Al volver sus ojos hacia ella se encontró de frente con el ratón cuyos pequeños ojos brillaban como dos gotas negras.
– Ah... ¿Hola? – susurró Olivia.
El ratón mantenía los ojos fijos en ella.
– Mi nombre es Olivia. Nos conocimos... hace unas horas...
El ratón no se movió ni emitió sonido. Olivia estaba casi segura que había leído en alguna parte que las quimeras podían comunicarse con los humanos pero no le pareció hora de insistir.
– Escucha. Yo tengo la culpa de que te hayan descubierto y por eso he venido a liberarte. No tengo tiempo de explicar todo porque debo apurarme en descifrar los sellos. Dame unos minutos.
El ratón se quedó tieso mientras ella estudiaba los sellos con detenimiento. Uno a uno los fue leyendo y cuando más avanzaba más descorazonada se sentía. Los magos no habían escatimado en mecanismos para mantener cautiva a la quimera por más débil que se encontrara. A esto se sumaban los ronquidos de Leander que le quitaban la concentración. Comenzaban a dolerle los brazos y estaba a punto de llorar cuando alcanzó a leer el último sello y el asombro la dejó sin aire.
– No puede ser.
Desde la jaula el ratón movió nervioso su hocico.
– No puede ser – repitió –. Es ilógico, imposible. ¿Quién...?
Leyó el sello una y otra vez pensando que el cansancio le había hecho equivocarse pero no podía ser de otra manera. Ahí estaba el sello que ella tan bien conocía. En realidad, se trataba de un mecanismo muy simple que Eldrin le había escrito en sus primeros ejercicios cuando recién comenzaba a estudiar los Códigos Etéreos. Pero no sólo eso sino que el sello estaba encadenado al resto de la compleja secuencia que hasta ahora no había logrado descifrar. Si su teoría era correcta, bastaba con desactivar ese último sello para que la secuencia se revirtiera.
¿Sería que Eldrin...?
Sacudió la cabeza. Ese enigma podía ser resuelto más tarde.
Con la punta de sus dedos trazó la forma de la llave y ante su incredulidad uno a uno los sellos se fueron disolviendo en pequeñas chispas hasta que el último se apagó del todo. La puerta de la jaula se abrió con un chasquido y el pequeño ratón dio un salto fuera de ella.
– Si quieres vivir, debes venir conmigo – dicho esto Olivia abrió su alforja para que indicarle que saltara dentro de ella. – Pero debes decidirte ya mismo o...
Todo sucedió muy rápido. Su éxito le había producido tal alegría que no había notado que los ronquidos se habían acallado y que un aturdido Leander la miraba de costado. El mago estaba a punto de lanzarle un hechizo pero su pesado cuerpo se había enredado con las mantas y Olivia apenas tuvo tiempo de ver cómo el ratón saltaba dentro de la alforja antes de agarrar una piedra y arrojarla hacia las estanterías que hizo caer varios de los frascos que al chocar contra el suelo produjeron una explosión que cubrió toda la estancia de un espeso humo amarillo.
– ¡Intruso! ¡Intruso! – gritó Leander varias veces mientras los guardias del otro lado abrieron la puerta pero no lograban ver nada y se tropezaron con el mago tirado en el suelo quien no paraba de chillar a todo pulmón y lanzar hechizos a diestra y siniestra que terminaron petrificando a los mismos hombres que lo venían a rescatar.
Para entonces, Olivia ya había cruzado corriendo la puerta del pasadizo, que se cerró a los pocos segundos sin que los otros se percataran.