Desde hacía semanas que nada interesante pasaba en el Consejo de los Magos.
Rovenna, sin embargo, debería de haberse sentido aliviada de que lo único que requería su atención era la lectura de una montaña de pergaminos, los cuales contenían extensos y variados informes remitidos por cada una de las Divisiones, así como algunas peticiones directas provenientes del Cónclave.
Era lo que tenía vivir en una época de paz.
Aunque, cuando no era más que una joven y inocente Iniciada, que soñaba con alcanzar algún día la cima más alta a la que todo mago aspiraba, nunca se le había pasado por la cabeza que tendría que ocuparse de aburridas tareas administrativas, entre las cuales se incluían las constantes quejas de todos los Maestros Líderes de cada División que todas las semanas solicitaban recursos como si ella tuviera en su posesión las llaves de las arcas reales.
De todas maneras, para su edad avanzada, la tranquilidad no venía nada mal. No debía olvidar todo lo que le había costado llegar hasta allí. El trato despreciativo de sus maestros cuando se enteraban de su origen problemático, el arduo entrenamiento plagado de obstáculos y trampas, misiones casi imposibles que podrían haberla desmoralizado, intrigas políticas, traiciones, desilusiones, amistades rotas y, sobre todo, dolorosos sacrificios.
Después de todo eso, una época de tregua era más que bienvenida.
Se puso de pie con la intención de estirar su cuerpo entumecido luego de varias horas de trabajo. Con una manta de lana sobre su túnica púrpura y una taza caliente entre sus manos, se dirigió hacia la puerta de madera del amplio balcón, el cual, a su pesar debía mantener cerrado debido al frío invernal.
Frente a ella se abrió una vista panorámica de la ancha desembocadura del río Yorgad y el ajetreado puerto de la ciudad de Nemertya, por donde todos los días veía entrar y salir decenas de barcos que desde la distancia parecían nada más que juguetes. En ellos irían comerciantes, pescadores, oficiales de la Marina Real que saldrían a patrullar las islas del norte, además de arriesgados aventureros en busca de tierras desconocidas que sólo les prometían un futuro incierto sin ni siquiera saber si algún día podrían a volver a pisar su tierra natal.
Bajo sus propios pies se extendía su querida y colorida ciudad, ahora cubierta por lo que esperaba que fueran las últimas nieves de ese invierno tan largo. Entre las casas de tejas rojas y paredes perladas, serpenteaban calles de piedra estrechas y sinuosas, por donde veía circular carruajes y caballos, gente de todas las clases, edades, profesiones, nobles, magos, artesanos, vendedores, músicos ambulantes, soldados y personajes sospechosos qué quien sabe que tipo de vida clandestina llevarían.
Y Rovenna era responsable de la seguridad de todos ellos.
Escuchó que la puerta de su estudio se abría dando paso a su ayudante Theo, quien nuevamente ingresaba con otro montón de pergaminos. Rovenna suspiró al verlo, cerró el balcón y apoyó la taza sobre el escritorio
–Déjalos por ahí, Theo, los revisaré cuando termine con estos primero. Quizás mañana...
–Maestra...
Ante su tono de voz áspero, Rovenna levantó la vista. Los ojos del muchacho se habían ensombrecido, mostrando una mirada más severa de lo usual. Su tez negra se tornó apagada, desprovista de su usual vitalidad.
–¿Pasó algo?
–No puedo estar seguro.
Rovenna soltó un pergamino que justo había seleccionado del montón y se repantigó sobre el asiento, dejando sus manos entrelazadas sobre su estómago. Mejor sería estar sentada si la cosa era tan grave.
–Cuéntame.
–Ha llegado un mensaje desde Rocasombra.
Rovenna arqueó las cejas.
–¿De Eldrin? Eso sí es extraño. Generalmente, somos nosotros quienes tenemos que insistir para que nos envíe los informes.
Él sacudió la cabeza.
–No, Maestra. No se trata de un mensaje oficial, sino de uno de nuestros informantes.
Las últimas palabras quedaron resonando en la cabeza de Rovenna.
–Ya veo, continúa.
–Aparentemente, el castillo ha sido afectado por el brote de una enfermedad desconocida. Es por eso que la Orden ha decidido impedir la entrada y salida de cualquier persona hasta que los pacientes estén fuera de peligro.
No había nada raro en eso. La medida ayudaría a prevenir la propagación de la enfermedad. Lo inusual, en realidad, era que el Líder de la Orden no hubiera enviado un mensaje urgente al Consejo. Pero, si era de Eldrin Caedos de quien estaban hablando, él siempre había hecho lo que se le antojaba. A veces se rumoreaba que se creía tan dueño del castillo como el propio conde. Rovenna no lo podía en duda.
¿También Eldrin habría contraído la enfermedad?
Cada vez que pensaba en él, agradecía que el Cónclave hubiera rechazado su candidatura para el mismo puesto que ella ocupaba actualmente. Tenerlo de superior hubiera sido intolerable, para ella o para cualquier mago que lo conociera. Hubiera preferido exiliarse en las montañas o que la enviaran a la isla más alejada de Terrarkana a lidiar ella misma con los piratas.
Pero Rovenna no iba a perder tiempo con sus excentricidades. Por eso decidió que haría de cuenta de que no había escuchado nada de aquello y sólo actuaría en el caso de que el problema pasara a mayores. Al fin y al cabo, no había recibido ningún comunicado oficial.
Así se lo hizo saber a Theo pero, para su sorpresa, el asunto no había terminado todavía.
–Hay algo más, Maestra... Nuestro informante dice que el aislamiento comenzó justo después de que el conde abandonara el castillo.
Parecía ser entonces que en Rocasombra reinaba el caos.
–¿Y se puede saber a dónde se fue el conde en medio de esa crisis? –preguntó ella.
–A Claro Sereno.
–¿Con los elfos? Bueno, eso no sería raro... si las circunstancias fueran normales.
–Todavía no llegué a la parte más extraña –Theo se aclaró la garganta –. Hubo un enfrentamiento.
–¿Bandidos?
–No fueron humanos.
–¿Elfos? –el rostro de Rovenna palideció. Un ataque de los elfos sólo podía significar una próxima guerra.
El joven Maestro no se animaba a continuar.
–¡Theo, por la Gracia de la Ninfa!
–Fueron los elementales, Maestra. Los elementales atacaron a los soldados de Rocasombra mientras realizaban un recorrido por el bosque.
No, pensó Rovenna, un ataque élfico habría sido preferible.
Theo le tendió el informe y Rovenna se lo arrancó de las manos. Continuó leyéndolo a toda velocidad, casi hasta llegar a marearse de tanto que balanceaba los ojos entre línea y línea.
El conde de Rocasombra había sido atacado sin provocación ninguna y, tras ser capturado, lo elementales lo habían retenido junto al resto de su numeroso séquito durante cuatro días. No se sabía nada más sobre las consecuencias de aquella imprevisible embestida pero, desde entonces, el castillo había quedado bloqueado.
Demasiada casualidad. Rovenna se atrevía a creer que tal enfermedad no debía de existir.
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Había algo más.
–Theo... si esto es cierto... la supervivencia de nuestro reino...
No podía imaginarse el alcance de aquel desastre.
Eldrin, maldito seas, más vale que te encuentres muerto porque esa sería tu única excusa.
Debían enviar a alguien inmediatamente. Pero tendría que ser una misión encubierta. No podían llamar la atención. Si se llegaba a correr la voz de que los elementales se habían levantado en rebelión contra los humanos, el reino entero entraría en caos.
Y no sería raro que los elfos también estuvieran involucrados...
Pero había qué elegir bien. La Divisiones Registro e Investigación se encontraban colapsadas, hasta el grado de exigir la contratación de más personal, debido a la cantidad creciente de magos que cada vez más experimentaban con los Códigos, además de inventar novedosos artefactos mágicos que para ser aprobados debían pasar por un serio escrutinio por parte del Consejo. Lo que décadas atrás se consideraba imposible, ahora se estaba convirtiendo en una nueva realidad. Se decía incluso que pronto se lanzaría un concurso oficial para que los inventores pudieran exponer sus nuevas creaciones.
No podía enviar tampoco a los magos de Educación. Se acercaba el período de pruebas para los nuevos aspirantes a Maestros, además de que los Iniciados comenzarían con sus prácticas anuales. Los Acólitos, por su parte, emprenderían su gira de formación por las distintos pueblos y ciudades. Podría haber sido una buena excusa para enviar alguno a instruirse en Rocasombra pero cualquiera de ellos sería todavía demasiado inexperto para tamaña responsabilidad.
Imposible enviar a alguien de Control porque para eso requeriría un permiso especial del Cónclave y ella no tenía cómo justificar que una unidad se dirigiera a una zona tan tranquila como lo era el Círculo... Bueno, o al menos eso se creía.
Le quedaba una única opción.
–¿Qué te parece alguien de Historia? –preguntó a Theo y luego agregó en un tono socarrón –. Estoy segura de que no tienen nada urgente que hacer.
–No les gusta salir al exterior, Maestra.
–Por favor... –suspiró cansada Rovenna, mientras pensativa daba golpecitos a la mesa con sus dedos.
–Le recuerdo que la última vez le respondieron que si usted volvía a solicitarles alguna otra tarea que no estuviera vinculada directamente con su función, lo considerarían un abuso de poder de su parte y, en consecuencia, presentarían una queja formal ante el Gremio.
–Malditos vagos... No puede ser que no tengamos a nadie...
Si pudiera, iría ella misma, pero no había forma de que alguien de su posición abandonara la capital a menos que acaeciera un desastre. Tampoco podía enviar a cualquier mago de la ciudad. Para lograr acceder el castillo, debía de ser una delegación oficial a la que Eldrin no pudiera negarse a recibir.
¿Qué excusa podía haber para realizar un viaje tan largo hasta Rocasombra?
De repente, recordó algo.
–Theo... En la última asamblea... Ese mago... no me acuerdo cómo se llamaba...
–Se refiere a...
–El que hizo aquel ridículo discurso que hizo que todo el mundo comenzara a reírse de él.
–Tenía unas ideas muy extrañas... –opinó su ayudante.
–¿En qué División se encuentra ahora?
–Registro, pero no lo consideran apto para tareas importantes así que lo degradaron a escriba.
–¡Perfecto! Eso sirve a nuestros planes.
–¿Maestra?
–¡Tráelo aquí, inmediatamente! Si el Líder de su División te pregunta la razón, explícale que deseo encargarme personalmente de la cuestión, ya que no podemos tolerar la presencia de ningún mago mentalmente inestable dentro del Consejo.
Así lo hizo Theo Malis que salió en el acto a cumplir su tarea. Como diligente ayudante que era no tardó demasiado en correr ida y vuelta por los largos pasillos y escaleras, hasta llegar a la planta baja, dar con la División de Registro y arrastrar consigo al susodicho mago.
Era la segunda vez, luego de la comentada asamblea, que Rovenna reparaba en él. No tenía nada de especial. Estatura mediana, delgado, piel amarillenta, pelo castaño, escaso y opaco. Un aspecto enfermizo, en general, diría ella. No debía de tener más de treinta años. Una lástima haber caído en desgracia tan temprano en la vida.
Era difícil imaginárselo haciendo un viaje tan largo pero no había alternativa mejor.
El mago entró en el estudio temblando de pies a cabezas, seguramente debido a la ansiedad que le producía pensar en todo los escenarios terribles que le esperaban tras aquella insólita audiencia.
Theo se detuvo entre el visitante y el escritorio.
–Maestra Arcanista, Rovenna Astra, le presento a Miryus Sentos, Maestro... Escriba... de la División Registro.
Rovenna se acercó hasta el aterrorizado mago y le estrechó su mano empapada de sudor.
–Tome asiento... –le ordenó ella mientras se limpiaba con un trapo que su ayudante le alcanzó en el acto –. Tengo entendido que usted... es un hombre apasionado por las quimeras.
El pobre hombre no pudo evitar soltar una exclamación de pánico. Enseguida agachó la cabeza.
–¡Maestra Arcanista! Le ruego que disculpe mi imprudente arrebato durante la asamblea. Yo sólo...
–Levante la cabeza, Maestro, no ha venido aquí para ser castigado.
Él, dudando, alzó la cabeza lentamente, como el animal que sale de una cueva al ver que los depredadores se han ido.
El alivio en su rostro fue inmediato.
–¿Ah, no?
–Todo lo contrario. Pero, antes de seguir explicándole, deseo que me recuerde qué fue lo que dijo en la asamblea. Me temo que en ese momento tenía otras preocupaciones en la cabeza.
El hombre comenzó a temblar de nuevo aunque con menos intensidad.
–Pues... quizás usted ya está al tanto... pero yo antes trabajaba para Educación.
–Hasta que lo removieron y lo mandaron a Historia, y allí tampoco cayó bien a nadie. Tampoco le fue bien en Registro, según parece.
El mago se sonrojó.
–Sí, resulta que durante mi pasaje por esa División me dediqué a estudiar las Crónicas de los últimos cien años, y llegué a una conclusión que, la verdad, si me permite el atrevimiento, no entiendo por qué nadie la comparte.
–¿Y cuál es esa conclusión?
–Pues... que, al contrario de lo que se ha tomado como una verdad, no existe ninguna prueba de que las quimeras se hayan extinguido. Es más, cabría la posibilidad de que algunas de ellas podrían estar conviviendo entre los humanos sin ser descubiertas.
Rovenna se mostró escéptica.
–Eso ya es demasiado, Maestro Myrius, incluso para una persona tan abierta de mente, como yo misma me considero. Ninguna quimera podría pasar desapercibida entre los magos.
–La cuestión, Maestra Arcanista, es que hay un desconocimiento total acerca del verdadero poder de las quimeras. Le recuerdo que milenios atrás ellas lucharon junto a los gigantes.
–Pero la maldición del Dragón terminó con ese supuesto poder.
–Sí, pero... ¿hasta qué punto? Que las quimeras estén impedidas de alcanzar su forma más poderosa, no significa que hayan quedado totalmente en desventaja. Los elfos también fueron afectados por la maldición y, sin embargo...
–Dejemos a los elfos fuera de esto.
Myrius pareció repensar lo que iba a decir antes de continuar:
–Yo me arriesgo a creer que las quimeras son seres mucho más astutos de lo que la creencia popular dictamina.
–No hablamos de creencias, sino de las Crónicas mismas. Además de que tampoco tiene pruebas.
–Mi guía es la lógica. Las quimeras poseen una habilidad única que las diferencia del resto de las razas. Yo no puedo admitir que hayan desaparecido del todo y mucho menos que se hayan contentado con exiliarse en las montañas.
–Se negaron a formar parte de la Alianza.
–Pues eso... realmente es preocupante... para nuestro futuro.
–¿Qué dice?
–Digo que seguimos en guerra con las quimeras. Cualquier día de estos podrían perpetrar un ataque contra nosotros.
Por la Ninfa Némertyss, con razón lo tenían trabajando como escriba. Pero esto último Rovenna no lo dijo en voz alta.
–Sería muy preocupante –comentó ella –. Es por eso que he decidido tomar cartas en el asunto.
–¿U-u-usted qué? – a Myrius casi se le saltan los ojos.
–Sí, pero deberá quedar entre nosotros. Si las quimeras están pensando en iniciar una guerra, no queremos incitarlas a que adelanten sus planes.
–¡Pues yo creo que hay una manera de evitarlo! –replicó Myrius muy seguro de sí mismo.
–¡Dígalo ya, pues!
–Debemos convencer a las quimeras de que nosotros no somos como nuestros antepasados que las cazaron sin piedad. Estoy dispuesto a formar un grupo de magos para identificar a las quimeras que se encuentran viviendo entre nosotros de manera clandestina, y establecer medidas de preservación para más tarde incluirlas en nuestra sociedad.
Rovenna estuvo a punto de soltar una carcajada pero lo disimuló parándose de golpe y exclamando:
–¡Es usted nuestro hombre!
Myrius también se paró de golpe totalmente sorprendido.
–¿Ah... ah... sí?
–Su discurso en la asamblea me hizo pensar mucho desde entonces. Comparto su misma inquietud, ya que no hace más de unas horas que hemos recibido un informe de lo más preocupante... pero... le advierto... son sólo rumores.
–¿Qué rumores?
Antes de continuar, Rovenna observó la mirada inescrutable de Theo, quien durante toda aquella conversación se había quedado tieso, con las manos apretadas, tratando de mantenerse serio.
–Parece ser que un grupo de cazadores que se encontraba rondando cerca del castillo de Rocasombra avistó desde lejos a un grupo de extrañas criaturas de aspecto deforme que bajaban corriendo por las montañas tomando diferentes formas. Los pobres se llevaron el susto de su vida.
–¡No... no es posible! ¿Podrá ser cierto?
–Mi informante es una persona de confianza. No me mandaría decir eso si no lo hubiera confirmado antes.
Myrius se llevó una mano al pecho, como si le doliera el corazón. Rovenna ya se estaba cansando de aquella escena digna de una obra de teatro, pero no había llegado tan lejos en la vida sintiendo lástima de nadie.
Decidió rematar el asunto ahí mismo.
Apoyó su mano sobre el hombro del mago.
–Maestro Myrius Sentos. A partir de ahora, usted ha sido oficialmente removido de su puesto en el Consejo... Deberá informárselo a su Líder en cuanto terminemos esta conversación.
–¡Pero...!
–Pero, bajo mi autoridad, teniendo a mi ayudante como único testigo, queda usted designado como Líder de la Unidad Especial de Protección de Quimeras. En los próximos días se le asignará el resto de su equipo y se le brindará instrucciones para que se dirija al castillo de Rocasombra. Sin embargo, deberá hacerlo encubierto, con la mayor discreción posible. No podremos confiarle al conde ni al Líder de la Orden su verdadera misión.
Se hizo un largo silencio.
Cuando el hombre por fin levantó la cabeza, Rovenna se encontró con su rostro empapado de llanto aunque atravesado por una ancha sonrisa.