Miyuki Sebu caminaba sin rumbo. Sabía que, si no se daba prisa, perdería el último tren y no podría regresar a casa. También entendía que a aquellas horas las calles podían ser un poco peligrosas. Pero nada le importaba, no en aquel momento. Cargaba con un peso que le distraía de cualquier otro pensamiento, que desplazaba sus demás preocupaciones. Una vocecilla impertinente le había susurrado durante toda la tarde que no era el fin del mundo, que a otros les ocurrían cosas peores, que viera su situación como una nueva oportunidad.
Pero por fin había acallado aquel murmullo impertinente que solo le hacía sentir peor. Ahora podía darse el lujo de dejarse arrastrar por el torrente de su propia desesperación.
Aunque no había pensado conscientemente en un destino concreto, de repente se encontró en un lugar familiar. Era una habitación llena de máquinas expendedoras, con una gran cantidad de comida y varios bancos en los que sentarse. Recordaba haber comido algunas veces en aquel sitio con sus compañeros de la oficina, pero curiosamente, nunca lo había encontrado cuando lo había buscado conscientemente. Era la primera vez que lo veía de noche, y la sensación era muy diferente a la que transmitía durante el día.
Pensó que, en otras circunstancias, tal vez le habría gustado.
No sabía muy bien qué hacer, y su cuerpo tomó una decisión por él. Se sentó en un banco y metió las manos en los bolsillos. Cerró los ojos. No había nadie a la vista, así que tal vez durmiera un rato allí.
—Una mala semana, ¿eh?
Miyuki se incorporó, sobresaltado. ¿Se había dormido de verdad? No estaba del todo seguro. En todo caso, encontró a un hombre sentado en el banco de enfrente, con la vista clavada en él. Tenía brillantes ojos verdes, una barba cana mal cortada y una larga melena blanca. Llevaba puesta una camiseta con el logotipo de una empresa de galletas que había cerrado hacía una década, y unos pantalones vaqueros cortos, que quizá habían sido largos originalmente.
—¡Perdón! —Miyuki se levantó e hizo una reverencia—. No pretendía quedarme dormido, es solo que…
—Relax, amigo. —El desconocido soltó una carcajada—. No estabas durmiendo, por cierto. Aunque te faltaba bien poco.
—Ah, supongo… —Miyuki se volvió a sentar, avergonzado—. En cualquier caso, no quería molestar…
—El Coin Block es un lugar público. —El hombre ladeó la cabeza—. Pero en serio, tienes mala cara. ¿Estás bien? Quizá deberías comer un poco. Te sentirás mejor.
—Ah… —Miyuki miró a las máquinas expendedoras que había a su alrededor y rebuscó en sus bolsillos—. Funcionan con monedas, ¿verdad? Solo me queda esto.
Mostró un billete arrugado que, tras haber inspeccionado su traje, sacó con resignación de su maletín.
—Oh, dinero en papel. —El hombre de cabello blanco silbó—. Eso es raro de ver, por estos lares. Deberías poder cambiarlo por monedas en el salón recreativo de la primera planta. Hay una máquina de cambio junto a la entrada… Suelo asegurarme todos los meses de que sigue funcionando, por si acaso, así que debería estar bien.
—Esto… Gracias. —Sin sentirse con ánimos para llevar la contraria al desconocido, Miyuki se levantó del banco y se dirigió a la escalera que le señalaban.
A medida que ascendía, reconoció a lo lejos las melodías de las máquinas recreativas. Le gustaba mucho el sonido, aunque nunca le habían interesado especialmente los videojuegos en sí mismos. El pasillo de la primera planta estaba casi a oscuras, pero de una entrada brotaba un arcoíris de treinta y dos colores que indicaba claramente la presencia de las recreativas.
Se sorprendió al ver el estado de aquel lugar. Parecía medio desmantelado, con muchas máquinas desmontadas y montones de cables cruzándose por todos lados. Pero le llamó más la atención la presencia de una chica que, a todas luces, no debería estar allí. Dormía sentada sobre un taburete, con la cara pegada a la pantalla de un juego de indios apaches que peleaban con bumeranes. Las babas de aquella cría corrían por la pantalla como un pequeño riachuelo, distorsionando los colores.
A los pies del asiento había una manta arrugada.
—¿Dónde narices están sus padres? —se preguntó Miyuki, indignado. Se agachó a recoger la manta y se la puso encima de los hombros, con cuidado. No es que pareciera un lugar muy apropiado para dormir, pero quizá la muchacha no tuviera otro sitio. ¿Acaso lo tenía él mismo?
La máquina de cambio funcionaba perfectamente, así que regresó a la planta baja con un puñado de monedas tintineando en su bolsillo. El desconocido de pelo blanco le saludó con un gesto, sin mirarlo. Estaba leyendo una revista con la portada descolorida. Encogiéndose de hombros, Miyuki se dirigió a una máquina expendedora que ya conocía. Aunque había toda clase de comida, él siempre compraba lo mismo: una fiambrera con arroz, huevo duro, verduras y un par de trozos de carne a la plancha. También sacó una lata de café caliente para acompañarla: no le preocupaba el insomnio aquella noche.
—Una elección un poco aburrida, ¿no? —comentó el desconocido, sonriendo con los ojos por encima de su revista, cuando Miyuki cogió los palillos.
—¿Qué más da? Al menos estoy comiendo, como querías. —Miyuki masticó con cuidado.
—Cierto. Perdón. ¿Te sientes mejor ahora?
—No mucho. Comer no resuelve mis problemas. Además, ¿a ti qué más te da?
—Tenías mala cara, pero ahora no parece que estés tan mal. Aun así, no quiero frivolizar. —El desconocido dobló la revista sin ningún cuidado y se inclinó hacia él—. Cuéntame, ¿cómo has acabado aquí? ¿Qué te ha pasado?
—Hum. —Miyuki masticó un trozo de verdura, pensativo—. Bueno, supongo que no importa… En pocas palabras, me han despedido. O mejor dicho, estaba obligado a presentar mi dimisión. La he cagado.
—Siento oír eso.
—Seguro que estás pensando que no es nada del otro mundo —le acusó Miyuki, apuntándole con los palillos—. Busca otro trabajo y ya está, todavía eres joven. Pero no es tan sencillo. Llevaba quince años allí. Me ocupaba de calcular las cantidades que figuran en los contratos de los acuerdos comerciales con nuestros socios, de asegurarme de que todo estaba bien redactado y era beneficioso para nosotros, pero sin llegar a ser injusto con las otras partes. Tenía que tener en la cabeza un centenar de detalles, no pasar por alto ninguna cláusula, contemplar los pormenores de todas las hojas de cálculo. Cada documento llevaba horas y horas. A menudo me tenía que quedar en la oficina hasta medianoche, e incluso más allá. A veces dormía allí.
—Es duro.
—¡Lo es! —Miyuki se bebió el café casi de un trago—. Y sí, ya habrás oído historias como la mía. Sé que no tiene nada de especial, pero… Creía que sabía quién era. A qué me dedicaría toda mi vida. Eso es lo que hacía que valiera la pena, no tener que pensar en quién soy. Pero el exceso de trabajo me hizo meter la pata hasta el fondo. Envié un contrato al socio equivocado y desvelé un secreto comercial por accidente. Rompí las cláusulas que había firmado y produje pérdidas millonarias. —El oficinista soltó una risa nerviosa—. Es hasta gracioso. No he visto tanto dinero en mi vida, y aun así un error mío ha costado ese pastizal. Pero nunca habría cometido un fallo así si me hubiesen dado más tiempo, si no hubiese estado tan cansado… —Suspiró—. Y por supuesto, todas las empresas del sector saben quién soy y cómo la he cagado. Nadie me contratará para hacer el mismo tipo de trabajo. Y es lo único que sé hacer.
—Es culpa tuya. —El hombre de pelo blanco se acercó a él y le miró fijamente.
—¡No es…! —Miyuki bajó los hombros. Se le empañaron los ojos—. Es culpa mía, sí. Pero, ¿a ti qué te importa? No sé para qué te lo he contado…
—Es culpa tuya. —Repitió el hombre—. Pero no por cometer un error, sino por no poner límites a tus jefes. Antes de eso, estabas bien valorado, ¿verdad? En ese momento, podrías haberte cambiado de empresa y te habrían aceptado sin problema. Para no perder tu favor, tus jefes quizá habrían estado dispuestos a renegociar tus condiciones. Valoraste demasiado lo que te ofrecían, y demasiado poco lo que tú les estabas dando. Si te hubieses impuesto, en lugar de acceder a todo lo que te pedían, tanto tú como tus jefes habríais salido ganando.
—Quizá. —Miyuki gruñó—. Pero, ¿de qué sirve que me digas eso ahora? Es demasiado tarde.
—Seguramente. Y sin embargo, no sirve de nada cometer errores si no aprendes de ellos las lecciones correctas. —El desconocido se arrodilló frente a él—. Veamos, ¿cómo te llamas?
—Miyuki Sebu.
—Yo soy Niv. Encantado de conocerte, señor Miyuki. ¿Qué harás ahora? ¿Necesitas un taxi para volver a casa?
—No… No quiero volver… —Miyuki empezó a llorar—. Ya no me queda dinero, y no podré pagar el alquiler. Tenía un compañero de piso, un tipo odioso que siempre presume de lo bien que le va. Podría hacerme el favor de pagar mi parte un tiempo, pero… —El hombre sacudió la cabeza—. Es un desgraciado. No quiero ni imaginar su cara cuando se lo pida. Y no tengo ningún otro sitio al que volver.
—¿La casa de tus padres, tal vez? —Niv pronunció aquellas palabras con mucha suavidad.
Unas llamas brillaron en los ojos de Miyuki, extinguiendo sus lágrimas. Miró al hombre de pelo blanco con determinación.
—Prefiero dormir en la calle antes que volver a ese lugar. —Se pronunció—. No pienso pisar por allí nunca más.
—La cosa es más grave de lo que pensaba. —Niv susurraba para sí mismo, aunque Miyuki podía oírle sin problemas—. ¡Está bien! Lo mejor será que alquiles una habitación en el hotel de la tercera planta. Funciona con monedas. Te sentará bien ducharte y dormir en una cama limpia, tanto tiempo como quieras. No te preocupes por nada ahora mismo: quizá mañana por la mañana veas las cosas con otros ojos.
—De acuerdo. Lo siento. —Miyuki se limpió las lágrimas de la cara, avergonzado—. No debería enseñar este lado de mí a un desconocido. Seguro que te doy asco.
—Estás siendo humano. —Niv le miró con severidad—. A mí no me dan asco los seres humanos. No soy un villano de anime, aunque me parezca bastante a uno.
Miyuki no contaba con poder reír aquella noche, pero se le escapó una carcajada.
—Eres un tío muy raro, Niv. Pero gracias. Está bien, de momento iré a dormir a ese hotel por monedas. Quizá debería ahorrar lo poco que me queda, pero supongo que no hará mucha diferencia —suspiró. Se dirigió a la escalera y comenzó a subir los peldaños, pero entonces se dio la vuelta—. Oye, ¿por qué estás haciendo esto por mí?
Sentado de nuevo en el banco, Niv enarcó una ceja.
—¿De qué hablas? Todavía no he hecho nada por ti. Todo lo has hecho tú mismo.
Había que subir bastantes escaleras para llegar a la tercera planta, pero al menos aquel pasillo estaba mejor iluminado que los de abajo. Había dieciséis puertas, y todas tenían letreros brillantes. En tres de ellos se veía una luz roja, y el cartel mostraba la palabra OCUPADO. El resto de las puertas tenían carteles iluminados en verde, y todos ellos rezaban la inscripción LIBRE.
Miyuki se paró frente a la puerta más cercana y la examinó a fondo. Había un mecanismo unido a la pared, con una pequeña etiqueta y una ranura en la parte superior. El hombre tuvo que introducir cinco monedas para activar el mecanismo. Una tarjeta de papel con una banda magnética brotó de un lateral, y la inscripción de la puerta se volvió roja.
Cogió la tarjeta y la miró con curiosidad. COIN HOTEL era el mensaje que se leía en la parte delantera, junto con un número de teléfono en el que varios dígitos habían sido reemplazados por X. ¿Era una broma? ¿Cómo iba a llamar alguien a aquel número? ¿Tenía que despejar la incógnita?
—Buenas noches —dijo una voz a su espalda.
Miyuki se dio la vuelta, y vio pasar a una mujer encorvada que se abrazaba a un portátil. Llevaba un vestido negro, bastante elegante, y la cabeza cubierta por una gorra del mismo color, pero con la visera traslúcida. Recordaba al ala de una mariposa. Por culpa de aquella visera, no pudo verle bien la cara, solo reparó en que era bastante huesuda y se movía con timidez.
—Eh… Buenas noches. —Miyuki respondió tan tarde que quizá habría sido menos incómodo permanecer en silencio. Observó como la mujer acercaba una tarjeta parecida la suya a la máquina que había junto a una de las habitaciones ocupadas. La entrada se abrió, y la desconocida desapareció sin decir nada más.
Al menos, ahora Miyuki sabía cómo utilizar la tarjeta.
La habitación era sencilla, y no demasiado grande. Tenía una cama unipersonal, y a la derecha se veía un baño separado por una mampara traslúcida. Al fondo había una ventana con las cortinas corridas. El hombre las echó a un lado y miró al exterior, pero se encontró con la impasible pared gris del edificio de enfrente, una mole sin ventanas ni adornos de ningún tipo. Había algo de color en ella, sin embargo, ya que reflejaba el brillo que emitían los carteles del Coin Block
This story originates from a different website. Ensure the author gets the support they deserve by reading it there.
Ahora que pensaba en ello, estaba en un lugar bastante extraño. ¿Qué hacía allí?
Su intención original era ducharse antes de dormir, pero de repente se dio cuenta de lo cansado que estaba. Se dejó caer sobre la cama, sin ni siquiera desvestirse, y sus ojos se cerraron. Se quedó dormido antes de darse cuenta.
Cuando bajó a la mañana siguiente, encontró a Niv rodeado de enormes cajas de cartón. Una de las máquinas expendedoras estaba abierta, y el hombre de cabello blanco reemplazaba el contenido por nuevos envases de comida.
—Buenos días —saludó Miyuki, con timidez.
—Ah. —Niv le observó de reojo, pero no le devolvió la cortesía y siguió trabajando—. Espero que hayas dormido bien. Veo que has podido cambiarte de ropa. Eso es bueno.
—Siempre llevo una muda en el maletín, por si acaso. —Miyuki sonrio con tristeza—. Por si tengo que quedarme toda la noche en la oficina, en realidad.
—Si quieres lavar la ropa de ayer, encontrarás una lavandería en el sótano. Necesitarás monedas. —Niv estaba concentrado en la tarea de reponer las existencias de la máquina expendedora y no le miró.
—Ah… De acuerdo.
Miyuki no veía sentido a gastar sus últimas monedas en algo tan superfluo. Se sentó en un banco y se quedó observando a Niv, que vaciaba las cajas con gran rapidez e iba pasando de una máquina expendedora a otra. Quizá esperaba que el amable hombre le hablase, pero al parecer no conversaba mientras estaba enfrascado en su trabajo. Cuando vació todas las cajas, las dobló y se las llevó escaleras abajo. Al cabo de media hora volvió a subir, cargando una enorme pila de cajas nuevas. Siguió con su tarea, y el proceso se repitió varias veces. Había muchísimas máquinas expendedoras que reabastecer.
Ante la ausencia de estímulos externos, Miyuki se dejó llevar por sus propios pensamientos. Trazaba planes mentalmente, en busca de la forma de recuperar su antigua vida. Seguramente no era posible, pero necesitaba al menos una alternativa que le permitiera sobrevivir. ¿Sería capaz de trabajar en uno de aquellos combinis? No lo tenía muy claro…
A media mañana, la sala se llenó de estudiantes de instituto. Iban con la mochila a cuestas, y reían bromeando entre ellos o señalándose unos a otros. Lo más curioso era que había gran variedad de uniformes distintos, pero a Miyuki no le sonaba que hubiera ningún instituto por aquella zona. A nadie más parecía sorprenderle, así que supuso que sus conocimientos de la geografía de la ciudad no eran tan sólidos como pensaba. Nadie se fijó en él, al menos al principio. Una de las máquinas expendedoras, que Niv había repuesto por completo, volvía a estar vacía para cuando la marabunta de estudiantes comenzó a disiparse.
De repente, Miyuki notó que había alguien frente a él. Primero se fijó en los calcetines a rayas, luego en los pantalones negros llenos de tachuelas y, por último, en el chaleco de cuero y tela vaquera lleno de bolsillos. No pasó por alto tampoco los amplios ojos grises, como espejos, ni el flequillo rubio cuidadosamente recortado para que no le tapara los ojos. Por último, se fijó en la katana que colgaba a la espalda de la desconocida, adornada con un cubito de hielo de rostro adorable.
—Perdone, señor. —La joven habló con cierta timidez, a pesar de su imponente aspecto—. Busco a un hombre llamado Niv. ¿Le ha visto?
—¿Eh? ¿Niv? —Miyuki asintió lentamente—. Debe estar en el sótano, cargando más cajas. Está trabajando, eso es. Si esperas un par de minutos, seguro que podrás verle.
—Ah, qué pena, no puedo esperar. —La desconocida agachó la cabeza—. Tengo un poco de prisa, yo también estoy trabajando. ¡Pero en fin! Por favor, dile que Zenobia ha pasado a saludarle.
Miyuki lo prometió, y observó como la chica se alejaba, con la katana botando a su espalda. No cabía duda de que era una de aquellas aventureras que se ganaban el pan cazando monstruos y buscando tesoros. El oficinista nunca había entendido que hubiera gente capaz de vivir así. No había datos oficiales, pero seguro que la esperanza media de vida de aquel gremio era bajísima. ¿Es que no les daba miedo la muerte? Debían estar locos de atar, quizá por culpa de los videojuegos.
Pero Miyuki era un hombre de palabra. Transmitió los saludos, que Niv recibió con un asentimiento satisfecho. Ya era mediodía cuando pudo hacerlo, y el lugar se había llenado de oficinistas que buscaban un aperitivo. Una situación en la que el propio Miyuki se había encontrado ocasionalmente, pero no hoy. Ver a aquellos hombres y mujeres engullendo como pavos, revisando nerviosamente sus papeles y golpeando las pantallas de sus móviles mientras maldecían amargamente la falta de cobertura le hizo sentir extraño. Era como cuando se había saltado las clases ocasionalmente en el instituto y se había cruzado con sus compañeros en el camino a casa. Tenía la impresión de estar haciendo pellas, pero no era así.
Él había dimitido. Estaba en su derecho de perder el tiempo.
—¿No comes? —preguntó Niv, sentándose junto a él. Al parecer se había duchado y se había vuelto a cambiar de ropa. Tenía una enorme hamburguesa entre las manos.
Miyuki sacó las monedas que le quedaban en el bolsillo.
—Si como, no podré pagar mi habitación otra noche. —Torció la boca—. No sé qué debería hacer, Niv. No me siento capaz de volver. Ni siquiera sé si tengo a dónde volver. Dijiste que vería las cosas de otra manera por la mañana, y tal vez fuera cierto. Ya no siento la misma desesperación, pero… Mi situación sigue siendo igual de mala.
—Quédate en el Coin Block, entonces. —Niv frunció el ceño—. Quizá sea lo mejor para ti, por ahora. No te faltará comida y techo. Tienes heridas más profundas de lo que piensas, señor Miyuki. Más de lo que yo mismo creía. Pero este es un lugar de curación. No tienes por qué irte.
—Insisto, no tengo monedas —protestó Miyuki—. No podré…
—Puedes trabajar aquí —le interrumpió Niv—. Me ayudarás a reponer. Tengo potestad para contratarte. Recibirás quince monedas diarias. Sé que es una miseria, pero cubrirá el coste de una habitación y un par de comidas, y quizá un poco más. Ya has visto que por las mañanas no me falta trabajo.
Miyuki le observó, perplejo.
—¿En serio? ¿Así sin más?
—No se lo ofrezco a cualquiera. —Niv dio un bocado a su hamburguesa—. Considéralo un paréntesis en tu vida. Te marcharás cuando estés preparado, ni antes ni después. Y mientras tanto, no me vendrá mal la ayuda.
—¡Muchísimas gracias, señor! —Miyuki se levantó de un salto e hizo una reverencia frente a Niv—. ¡Le prometo que trabajaré duro! ¡Nunca he hecho algo así, pero me esforzaré al máximo!
—Bah, eres un estirado, señor Miyuki. —Niv se echó a reír—. ¿Ahora me tratas con cortesía? Ve a comprarte algo de comer.
—Pero si lo hago, no podré pagar…
—Sí, sí, la habitación. —Niv suspiró—. Te dejaré un puñado de monedas, así que no te preocupes por eso. Cómprate algo rico y mentalízate: mañana tendrás que madrugar bastante.
Por supuesto, Miyuki se compró la misma fiambrera que el día anterior.
No le costó adaptarse a su nueva rutina. Cada mañana, bajaba con Niv a la lavandería y dejaba su ropa del día anterior lavándose. Allí había una puerta que conducía a un aparcamiento subterráneo, en el que siempre les estaba esperando un camión lleno de cajas. Descargaban el vehículo con ayuda del conductor, y entonces comenzaban la pesada tarea de cargar las cajas hasta la planta baja. Niv era muy fuerte, podía subir cuatro o cinco cajas a la vez sin aparente esfuerzo, pero por lo general Miyuki solo podía cargar con una.
Una vez arriba, retiraban la comida que no se hubiera vendido y la reemplazaban por otra nueva.
—Los platos que nos traen son deliciosos, pero siempre están a punto de caducar —le advirtió Niv la primera mañana, mirándolo con severidad—. Es muy importante no dejarlos más de una noche. Y que no te de pena tirarlos: este lugar es su última oportunidad de ser comprados. Si nadie se los come, es que no estaban destinados a que se los comieran.
—Pero es un desperdicio —dijo Miyuki, pensativo, mirando la fiambrera que estaba a punto de meter en una bolsa de basura—. Me podría ahorrar algunas monedas si me los comiera yo en vez de tirarlos.
—Enfermarás rápidamente, si piensas así —le regañó Niv—. Lo siento si no estás de acuerdo, pero hazlo tal como te digo. En esto consiste el trabajo.
Lo cierto era que, con ayuda de Miyuki, Niv trabajaba mucho más rápido. El ex oficinista no tendría mucha fuerza, pero era más rápido reponiendo, así que pronto comenzaron a repartirse las tareas según sus especialidades. Para lo hablador que era Niv cuando veía a su nuevo empleado melancólico o apagado, al ex oficinista le chocaba lo silencioso que se mostraba mientras trabajaba. Pero nunca perdía su amabilidad.
Miyuki no tardó en notar que el hombre de blancos cabellos se iba a dormir en cuanto terminaban la tarea. El primer día había sido una excepción, al parecer. Sin nada que hacer, el nuevo reponedor se sentaba en un banco y observaba cómo la gente iba comprando la comida que él cuidadosamente había envasado. No conseguía quedarse con la cara de nadie. Los uniformes escolares eran radicalmente distintos cada día. Por las noches cenaba con Niv, antes de irse a dormir. Era evidente que su benefactor se quedaba allí despierto hasta el alba. ¿Quizá a la espera de más almas perdidas que acabasen por casualidad en aquel extraño edificio? No le habría sorprendido.
Un día, a la hora de comer, Miyuki reconoció a sus antiguos compañeros de oficina. Tenían ojeras, pero bromeaban sobre algo, y al verlos reír el joven se puso rojo. No sabía por qué, pero estaba seguro de que hablaban de su renuncia, de su metedura de pata, de que se reían de él. Quizá no tenía sentido, pero no pensaba acercarse a ellos para averiguarlo. Además, no quería que le reconocieran por nada del mundo. Se sentó en un banco, de espaldas a ellos.
—¡Oh! ¡Buenos días, vecino de habitación! —la mujer que ya ocupaba el banco le sonrió cordialmente—. Qué raro que no nos hayamos cruzado hasta ahora.
Miyuki miró a la persona que tenía al lado. Era aquella tímida mujer huesuda que había visto en el pasillo la primera noche. Llevaba otro vestido, pero estaba usando la misma gorra con ala de mariposa. Bajo ella brillaban unos curiosos ojos marrones, cohibidos pero también divertidos.
—Buenas tardes —saludó Miyuki, bajando la voz—. Lo siento, no quería ocupar tu espacio, es que…
—Has visto caras conocidas, y era lo último que querías ver —susurró ella—. Sí, sí, entiendo la sensación. No te preocupes, quédate a mi lado. No nos harán ni caso. Seguramente. No pareces uno de ellos. Tu traje ha visto días mejores.
—Ah, sí. —Miyuki se alisó las mangas con tristeza—. No es la mejor prenda para dedicarse a cargar cajas, pero bueno, no es que me importe.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer, clavando la vista en el portátil que tenía en el regazo. Tenía abierto un documento de texto en inglés a medio escribir.
—Soy Miyuki Sebu. Encantado.
—Yo soy la famosa escritora de romance, Neigail Kristoph. —La mujer se quitó la gorra e hizo una especie de floritura, pero el tonto gesto hizo que se pusiera roja y se apresuró a volver a taparse—. ¿H-has oído hablar de mí?
—No. —Respondió Miyuki, con sinceridad. Se maldijo a sí mismo—. Ah, pero no es que… A ver, yo no leo romance. He leído un poco de manga shōjo, pero ¿libros…? Bueno…
Neigail rio.
—Estaba de broma. Tengo algo de fama, pero no espero que la gente me reconozca por la calle. Aunque me haría ilusión si ocurriera algún día —añadió.
—Lo siento. Leeré algún libro tuyo… cuando salga de aquí —suspiró Miyuki—. No sé si será pronto.
—No tengas prisa por irte —canturreó Neigail—. Este no es el peor lugar en el que podría acabar una persona, créeme. Me empezaba a dar pena que hubiera tan pocas habitaciones ocupadas arriba, en el hotel.
—¿Suele haber más? —preguntó Miyuki, curioso.
—Va por épocas. —La escritora se encogió de hombros—. En realidad no debería desear que llegue más gente. Quien alcanza este sitio y se queda suele estar pasándolo muy mal. Yo no quiero que buenas personas como tú sufran. —Sonrió y se escondió bajo su gorra—. Aunque no conozco tus circunstancias, claro está.
—Ni yo las tuyas —repuso Miyuki—. ¿Qué te trajo aquí a ti? Hablas como si llevaras mucho tiempo. ¿Necesitabas un sitio para escribir?
—Sí. Un sitio donde nadie me molestara. —Neigail pulsó una combinación de teclas para guardar lo que llevaba escrito—. Ni mis obligaciones familiares, ni mis tareas en las redes sociales, ni la constante presión de… Bueno, da igual. El caso es que me prometí que no me marcharía hasta que acabase mi nueva novela. Quería que fuese mi mejor trabajo.
—Pero la inspiración no llega —dedujo Miyuki.
—¡Al contrario! —exclamó Neigil, irritada—. ¡Llega demasiada! ¡Llevo dos mil páginas, y todavía tengo un montón de tramas abiertas! ¡Se me ocurren tantas formas de resolverlas que no me puedo decidir por una sola, así que voy creando nuevas situaciones para poder acomodar a los nuevos personajes y así ejecutarlas todas! ¡No se acaba nunca!
—Ah… —el ex oficinista parpadeó. No era en absoluto lo que había esperado oír.
—Por supuesto, si llega a ver la luz, habrá que publicar la historia en varias partes —añadió la escritora, pensativa—. Y francamente, a estas alturas no sé si puede llegar a interesar a alguien. Es demasiado complicada para lo que busca mi típico lector. Pero me da igual. Escribirla es lo más divertido que he hecho en mi vida. Niv me da su opinión de cada capítulo, aunque se nota que no le interesa mucho el género, que él es más de fantasía. Aun así, le agradezco de corazón el gesto. Algún día la acabaré, y entonces quizá me marche.
—¿Quizá? —Miyuki ladeó la cabeza.
—Quizá —sonrió Neigail—. Y luego quizá vuelva. Ya sabes, a escribir otra. Mira, tus conocidos se han marchado.
—Es verdad. —El hombre se dio la vuelta—. Menos mal. Lo cierto es que no quería que me pillaran. Gracias, Neigail, por ayudarme a esconderme. Aunque haya sido un escondite a simple vista.
—Gracias a ti por escucharme. —Neigail asintió con la cabeza—. Y ahora discúlpame. Quiero seguir concentrándome en esto.
Una mañana, Miyuki se levantó más temprano de lo habitual y bajó a la lavandería. No esperaba ver a nadie allí, pero descubrió que Niv ya había bajado. Estaba en el centro de la sala llena de lavadoras, sin camiseta, blandiendo una enorme espada de doble filo. Tenía los ojos cerrados, y realizaba cortes en el aire como si practicara una enrevesada firma. No tenía el típico cuerpo musculado que se esperaba de los héroes de acción de las películas, pero desde luego era fornido. Sus movimientos con la espada eran tan precisos que, incluso ante los inexpertos ojos de Miyuki, estaba claro que no se trataba de ningún espadachín aficionado. Y a juzgar por el rastro de luz blanca que dejaba la hoja, no cabía duda de que su espada era mágica.
Al reparar en su presencia, Niv se detuvo. El arma se esfumó de sus manos con un centelleo. Volvió a ponerse rápidamente la camiseta que había dejado sobre una lavadora cercana.
—Buenos días —saludó Miyuki—. Lo siento. No quería molestar.
—Y no me has molestado. —Niv sonrió, despreocupado—. Solo estiraba un poco.
—Pero… eso era una espada. Una muy antigua, ¿verdad? —preguntó Miyuki—. ¿Eres… eras un aventurero?
—Más o menos, pero de eso hace mucho. —Niv suspiró—. Hay costumbres que no se pierden. ¿Qué te parece si empezamos?
Aquel día, al terminar de trabajar, Miyuki se sacó una moneda del bolsillo y se dirigió a la máquina expendedora de las fiambreras. Parpadeó, negó ligeramente con la cabeza y caminó hasta el otro extremo de la sala. Sacó un taco enorme y grasiento de un dispensador adornado con colores llamativos.
—¿Oh? —Niv se cruzó de brazos—. ¿Hay un cambio en el menú, señor Miyuki?
Miyuki abrió el envoltorio y dio un buen bocado a su taco.
—Me encanta este lugar, Niv. Pero no quiero quedarme aquí para siempre. Tendré que irme tarde o temprano, y para eso necesito cambiar. Pero sé que no tengo una gran fuerza de voluntad, así que he de hacerlo poco a poco. Empezaré corrigiendo cosas pequeñas, como esta tontería de las fiambreras. Y así, algún día, seré un nuevo yo y estaré listo para volver enfrentarme a mi vida. —El ex oficinista dio otro bocado y masticó ávidamente—. Pero no a mi antigua vida, sino a otra completamente diferente, otra mejor. No tengo mucha fe en mi mismo, pero sé que incluso yo puedo hacerlo si es de esta manera.
Niv asintió, solemne.
—Me gusta la respuesta que has encontrado —admitió—. Enhorabuena, Miyuki.