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1. EL CUBITO DE HIELO

Era increíble que en aquella ciudad, tan brillante cuando observabas su superficie, existieran lugares tan tenebrosos.

Aunque apenas le quedaban fuerzas, la joven corría por las oscuras calles. Iba con la capucha puesta, pero su chaleco de tela vaquera y cuero estaba empapado de sangre. En su espalda, con cada zancada, rebotaba una katana envainada. De la empuñadura pendía un gracioso colgante, un cubito de hielo con expresión adorable.

Miraba constantemente atrás, en busca de aquello que la perseguía, aunque la ausencia de luz impedía que viera muy lejos. En otras circunstancias habría dependido de su oído, pero su propia respiración la ensordecía. Sabía que, si no encontraba un refugio pronto, estaba acabada. La sangre que la cubría no era suya, pero la habían vapuleado lo suficiente como para que su velocidad de respuesta se viera afectada. Y un solo segundo de retraso en su capacidad de reacción podía suponer la muerte. La cazadora se había convertido en la presa.

Giró una esquina y, sorprendida, tuvo que entrecerrar los ojos. No había esperado encontrar un edificio como aquel en medio de aquellos callejones en penumbra. Tenía cuatro o cinco plantas, siendo más bajo que los que lo rodeaban, y estaba totalmente separado del resto. Toda la fachada resplandecía con luces de colores, dibujos peculiares y enormes mensajes en katakana. Instintivamente, la mercenaria se acercó a la entrada del llamativo local, una puerta ancha con la altura de dos hombres. Solo se podía cerrar mediante una gigantesca persiana metálica.

Sobre aquella entrada había un mensaje en inglés que la joven podía distinguir con claridad, a pesar de estar medio cegada.

THE COIN BLOCK

El interior estaba repleto de máquinas expendedoras cargadas con toda clase de comidas y bebidas. Era una habitación enorme, y no había ni un solo hueco libre en la pared. Algunas de las máquinas hacían ruiditos mecánicos, otras emitían suaves melodías. De una de ellas provenía el reconocible tañido de las monedas que se acumulaban en su interior, como si algún mecanismo estuviese haciendo recuento.

En el centro de la habitación había ocho bancos. Cuatro apuntaban a las máquinas expendedoras, y los otros cuatro estaban confrontados entre ellos. Sobre uno había un señor sentado. Tenía el rostro ancho y una larga melena blanca, a pesar de que la descuidada barba de su rostro era principalmente negra. Iba vestido con una extraña camiseta de color amarillo chillón y unos pantalones de chándal.

El desconocido evaluó a la joven con sus penetrantes ojos verdes.

Ella retrocedió y negó con la cabeza. Aquel lugar no era un buen refugio: sin duda se trataba de un sitio demasiado llamativo, y además no quería que ningún civil acabase mezclado en su pelea. No se sentía capaz de protegerlo, si se daba el caso.

Suspiró y se dio la vuelta. Tenía que largarse de allí cuanto antes.

—Chica, ¿a dónde vas? —preguntó la voz del señor entrado en años—. ¿Te has perdido?

La joven se dio la vuelta para responder, pero retrocedió sobresaltada. ¿Cómo se había acercado aquel tipo tan rápido a ella? No había escuchado ni uno solo de sus pasos.

—N-no es que esté perdida —respondió—. Estoy escapando. Me persiguen unos monstruos, ¿sabes? Tengo que alejarme de aquí. Tú también estás en peligro.

—Aquí estamos a salvo. Quédate. —El desconocido movió una mano desdeñosa hacia la oscuridad de la calle—. Los monstruos no pueden encontrar este sitio. Ya les gustaría.

—¿Qué? Pero… —La joven negó con la cabeza—. Me están persiguiendo —insistió—. Tienen mi rastro. Voy a…

—Si te quedas más tranquila, mira esto. —Su interlocutor se sacó del bolsillo un mando con un llamativo botón rojo en el centro—. Si lo pulso, la persiana de seguridad se cierra. No podrías volver a abrirla ni con un buldócer. Aunque te diré que en muchos años solo te tenido que usar este mando dos o tres veces, y nunca por culpa de un monstruo.

—¿Hum? —La joven miró a su alrededor, quedándose embobada con las luces de las máquinas expendedoras—. No estamos en un barrio precisamente seguro. ¿Qué tiene de especial este sitio?

—¿Quién sabe? —rio el señor—. Pero quédate un rato. Estás hecha polvo. ¿Tienes monedas? Si yo fuera tú, pillaría algo de comer.

La joven mostró el bolsillo interior de su chaqueta, y sacó una bolsa de tela llena de monedas. Extrajo un par, y comenzó a examinar el contenido de las máquinas expendedoras. Tacos, porciones de pizza, platos de cuchara, falaféles, curry, pasta, borsch, takoyaki, pokes… Había de todo, y para todos los gustos. Para estar embutidos en recipientes de plástico, tenían muy buena pinta.

Sin darse cuenta, comenzó a recorrer las máquinas expendedoras. Acabó optando por un paquete que contenía dos trozos de pollo frito (rebozado, no empanado) y un refresco con sabor a mora que no había visto nunca. Se sentó en un banco, abrió los envases y, sintiéndose un poco extraña, comenzó a comer.

—Me llamo Niv, por cierto —se presentó el desconocido. Como queriendo darle privacidad mientras comía, se había sentado en otro banco, dándole la espalda.

—Yo soy… —La joven dejó de comer un momento para poder responder en condiciones—. Me llamo Zenobia Drownhill.

—Encantado, Zenobia. —La voz de Niv sonó complacida—. Eres una aventurera, supongo.

—Muy observador —replicó la joven, sarcásticamente—. ¿Vienen muchos como yo por aquí?

—Viene gente de todo tipo. La mayoría solo tienen hambre o están aburridos, y no se quedan mucho tiempo. Pero otros buscan refugio… igual que tú, supongo.

—Supongo. —Zenobia tiró un hueso de pollo a una papelera cercana y dio un trago a su refresco de mora. Nunca había probado nada similar, pero era excelente. Paseando la mirada por la curiosa habitación, se fijó en que había un par de escaleras al fondo, delimitadas con barandas. Una subía y otra bajaba, pero sobre la que descendía se leía un (relativamente) discreto cartel: COIN LAUNDRY—. Eh, ¿hay una lavandería en el sótano?

—La hay, si tienes monedas para usarla —asintió Niv—. Puedes lavar la ropa, y también secarla.

—Debería irme ya, pero me encantaría librarme primero de estas manchas de sangre —admitió Zenobia.

—Lava tu ropa pues, si es que llevas algo debajo. No tengo recambios, y menos de tu talla.

—No hay problema —sonrió Zenobia—. ¿Me enseñas la lavandería?

Era una habitación normal, iluminada por luz blanca, repleta de lavadoras y secadoras que funcionaban con monedas. Las paredes estaban llenas de carteles que explicaban el uso de los electrodomésticos en varios idiomas. Había sillas por todas partes, acolchadas, quizá más cómodas que los bancos de arriba. Niv se sentó en una, de espaldas a ella una vez más. Zenobia se despojó de su chaqueta llena de bolsillos, de la camiseta larga a cuadros rojos y negros que llevaba debajo, y de sus pantalones anchos cubiertos de tachuelas metálicas. También se quitó los calcetines largos a rayas. Lo metió todo en una lavadora, y se examinó las manos llenas de costras.

—Oye, Niv, ¿tengo sangre en la cara?

El hombre se volvió para mirarla.

—Eso me temo —respondió—. Gajes del oficio, ¿eh?

—Me gustaría lavarme… ¿Hay…?

—Tienes un baño al fondo. —Niv señaló con una mano—. Hay baños en cada planta, menos en la entrada. Todos funcionan con monedas, pero disponen de lavabos y debería haber jabón en cada uno. Si necesitas ducharte, me temo que tendrás que pagar una habitación en el hotel por monedas de la tercera planta. Los baños de esas habitaciones tienen bañeras, pero es bastante más caro.

—No, no, con lavarme un poco bastará —respondió Zenobia rápidamente—. Solo quiero confundir el olfato de los monstruos. ¿Me vigilas la ropa mientras estoy en el baño?

—Por supuesto —rio Niv—. No es que tenga nada mejor que hacer ahora mismo.

Mientras se lavaba, Zenobia se preguntó por qué estaba confiando en Niv tan rápidamente. ¿Es que un refugio luminoso y un poco de delicioso pollo frito bastaban para ablandarla? Normalmente, era mucho más recelosa con los desconocidos. Aun así, estar limpia de nuevo era un placer, y cuando regresó a la lavandería comprobó que el señor no se había marchado ni había hecho nada raro con su ropa.

Se sentó junto a hombre de blancos cabellos, sin contemplaciones.

—Gracias por todo, Niv —dijo—. La verdad es que no termino de creerme que los monstruos no puedan encontrar este sitio, pero no sé… me siento extrañamente a salvo.

—Me alegra oírlo. Por cierto, ¿de qué era la sangre? Pareces buena guerrera, no creo que cualquier bichejo sea capaz de ponerte en un aprieto. ¿A qué te enfrentabas?

—Bestias de Capricornio —replicó Zenobia—. Me contrataron para matar a tres de ellas. Pude con una, creyendo que estaba sola, pero las otras dos la estaban usando como carnada. Me saltaron encima en cuanto me relajé.

—Ah, esas —Niv asintió, pensativo—. Tienen mala uva, ¿eh? El truco es romper el cuerno que tienen en la frente. Da miedo, pero es más frágil de lo que parece. Se rompe con uno o dos espadazos, y después de eso las bestias quedan como atontadas. Creo que también pierden la capacidad de comunicarse entre ellas.

Zenobia parpadeó y miró a Niv con asombro.

—¿Tú también eres un aventurero?

—Algo así. —El hombre rio, avergonzado—. Pero de eso hace mucho. No sé si podría con una bestia de Capricornio hoy en día, la verdad. Y no me atrevería a hacer la prueba.

—No sé ni cómo me atrevo yo… —admitió Zenobia. Miró de reojo a Niv—. ¿Hace mucho que lo dejaste? Quizá debería seguir tu ejemplo.

—¿Por qué piensas eso? No parece que se te de mal.

—Es que… —La joven fijó la vista en el suelo—. Suena tonto planteármelo a estas alturas, pero… Creo que no lo pensé del todo bien antes de dedicar mi vida a esto. Pensaba que quería ser aventurera: se me daba bien, y todos me alababan cuando peleaba contra monstruos. Lo veía como mi vocación: me parecía más fácil que estudiar, o que trabajar en una tienda, o que… cualquiera de esas cosas que mis padres llaman trabajos de verdad. Matar monstruos siempre me pareció fácil y divertido, casi como un juego. Y además, haciéndolo, mantengo a salvo a la gente que no se puede proteger a sí misma. Es un oficio indispensable. Y muy respetable.

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—Hay un pero, ¿verdad? —observó Niv, con suavidad.

—Empecé a darme cuenta hace poco. —Zenobia parpadeó—. Creo que antes no me pasaba; pero ahora, cada vez que salgo de cacería, me pregunto inconscientemente si volveré con vida. Me despido sin darme cuenta de mis amigos, de mis padres, hasta de mis cosas… —Clavó la mirada en la ropa que daba vueltas en la lavadora—. Cada vez acepto encargos más peligrosos, creo que para ganar más dinero y poder estar más tiempo sin tener que volver al trabajo. Pero eso también hace que, cuando me planto cara a cara con un monstruo, piense que tal vez sea mi última batalla.

—Entiendo esa sensación —confirmó Niv—. Crees que te estás volviendo una cobarde, ¿verdad?

—¡No una cobarde! —protestó Zenobia, mirando a Niv con enfado—. Bueno, quizá. Puede, pero no…

—No lo eres. —Niv se cruzó de brazos—. Cuando somos jóvenes, nos creemos inmortales, y da igual cuántas pruebas de lo contrario se nos presenten. Pero al envejecer un poco… en fin, digamos que el sentido común empieza a ganar la batalla. No te estás acobardando, Zenobia Drownhill. Solo estás comenzando a racionalizar tu propio estilo de vida.

—¡Pero yo no quería esto! —La joven se levantó, con los puños apretados y la voz temblorosa—. ¡Siempre me fue muy bien siendo valiente y estúpida, muchas gracias! Si lo dejo ahora… ¿qué me queda? No he aprendido ninguna otra forma de ganarme la vida…

Niv suspiró. No parecía tener respuesta para eso. Se quedó mirando la katana que colgaba de la espalda de Zenobia.

—Ese colgante me suena —observó, como queriendo cambiar de tema—. Ese cubito de hielo con cara mona. Su boca parece una uve doble —rio—. Es muy reconocible, sé que lo he visto antes.

—¿Conoces a Yay Sukiú? —Zenobia se puso roja y se dio la vuelta, escondiendo la katana tras ella—. No es más que un… un regalo de alguien. Siempre me ha traído suerte.

—A la lavadora le queda un rato. —Niv la miró, sonriendo—. Hay máquinas recreativas en la primera planta. ¿Qué te parece si vas a distraerte un rato? Aquí solo vas a deprimirte. Yo puedo secar la ropa cuando acabe de lavarse, si no te incomoda. Siempre que me dejes una moneda, claro.

—Me da un poco de cosa… —protestó Zenobia—. Además, ¿tengo que subir así vestida?

Se señaló a sí misma. Solo llevaba una camiseta blanca de tirantes y unos shorts de tela rosa y esponjosa.

—¿Qué más da? Hoy la noche está tranquila. Solo te cruzarás con Hotaru.

—¿Quién es…?

—Sube si quieres averiguarlo —la retó Niv—. Creo que te caerá bien.

Una música pegadiza procedía de la primera planta. De hecho, también se oía en la entrada, pero Zenobia no la había distinguido al estar mezclada con el ruido de las máquinas expendedoras. Era mucho más clara al subir la escalera: la melodía de un montón de máquinas recreativas encendidas que competían por llamar la atención de los jugadores.

La escalera desembocaba en un pasillo de paredes negras, y de una entrada lateral brotaba un mosaico de luces de colores. Sobre ella, escrito en katakana, podía leerse COIN ARCADE.

Zenobia entró en la sala a oscuras, sintiendo que abordaba las entrañas de un inmenso aparato electrónico. Había racimos de cables colgando del techo, al que le faltaban muchos paneles, y la mitad de las máquinas recreativas estaban apagadas. Algunas estaban desmontadas casi por completo.

En cuanto entró, una cabeza asomó por detrás de una máquina de matamarcianos, cuya pantalla parpadeaba. Pertenecía a una chica joven, con el pelo cortado a tazón y unas gafas redondas. Iba vestida con uno de aquellos anchos trajes sedosos que se ciñen con cuerdas a las articulaciones, pero llevaba unos gruesos guantes de trabajo.

—¡Hala, hala! —exclamó—. ¡Una clienta! ¿A qué te apetece jugar? ¿Quieres matar zombis? ¿Echar unas peleas? ¿Unas carreritas? —La joven desconocida avanzó hacia ella, evitando de algún modo tropezar con los manojos de cables que serpenteaban entre las recreativas.

—Eh… No estoy segura. —Zenobia retrocedió un paso—. ¿Eres Hotaru?

—¡Ah, el viejo Niv se ha acordado de mencionarme! —Hotaru apretó los puños y se tapó la boca con ellos, como si aquella revelación la emocionara—. ¡Sí, soy la mismísima Hotaru Ishimaru! Normalmente la gente se sobresalta al verme, es bueno que estés sobre aviso.

—Eh… No diría que me ha hablado de ti —admitió la aventurera—. En todo caso, yo soy Zenobia Drawn…

—¡Una aventurera! —la interrumpió Hotaru, reparando en su katana—. Y eso es… ¡Vaya, vaya! ¡Ven acá pacá! Tengo el juego perfecto para ti.

La joven, una cabeza más baja que Zenobia y mucho más menuda, la agarró del brazo y tiró de ella, arrastrándola entre filas y filas de máquinas recreativas. Finalmente, se detuvo frente a una pantalla.

—Oye, yo no he dicho que… —la aventurera se interrumpió al ver lo que tenía delante.

—¡Yay Sukiú 3! —exclamó Hotaru, poniéndose las manos en las caderas—. ¡La eché a andar el otro día! He tocado un par de cosillas para que se parezca más a la versión de consola. ¿Te sobra una monedita? ¡Me encantaría que una auténtica fan como tú la probara y me diera su opinión!

El cubito de hielo con rostro adorable la observaba desde el interior de la pantalla. Una familiar melodía despertaba en Zenobia la necesidad de echar al menos una partida. Cogió su bolsa de monedas, escogió una ante el extasiado aplauso de Hotaru, y se dejó llevar.

Yay Sukiú era una especie de rompecabezas. El protagonista, Sukiú, era un cubito de hielo que se movía encima de una piscina. La piscina estaba dividida en casillas, y el personaje podía congelar la que tuviera delante. Sobre la piscina iban apareciendo objetos en posiciones al azar, y el objetivo era recoger tantos como fuera posible antes de que acabara el tiempo. ¿El problema? Congelar una casilla te hacía perder un segundo, y Sukiú no podía nadar, así que debía formar caminos de hielo para llegar hasta los objetos. Pero aquellos caminos resbalaban, así que si se creaba un sendero recto, el pobre cubito de hielo acabaría deslizándose sin poder evitarlo y pasando de largo los objetos.

Recogerlos daba puntos, claro. Si se conseguía el puntaje suficiente antes de que acabara el tiempo, se pasaba al siguiente nivel. Desde pequeña, Zenobia había podido completar los cinco primeros niveles dejando la mente en blanco. Era a partir de ahí cuando empezaban a aparecer los problemas.

—¡Eh, ¿qué es este objeto?! —protestó la aventurera, resistiendo el involuntario gesto de sacar la lengua por la comisura de la boca para concentrarse—. ¡Ha congelado todas las casillas a mi alrededor al cogerlo! Esto no estaba en el original.

—Ya te lo dije, lo he retocado un poco. —Hotaru restregó su mejilla contra el borde de la máquina recreativa—. Le he dado mucho mimo. Ese objeto es de Yay Sukiú 4. Ya sabes, el que era en 3D y no gustó a nadie. Resulta que tenía algunas buenas ideas.

—Pero esto no es una buena idea, es una putada —gruñó Zenobia—. ¿Cómo voy a coger el siguiente item ahora? ¡No puedo llegar sin resbalar!

—Mira, tienes el pico que cogiste antes. ¿Por qué no lo usas? Puedes romper tres bloques de hielo antes de que desaparezca. El pico es de Caveman Crit, por cierto —añadió, con un susurro sugerente, como si acabara de decir algo muy sexy.

—¿Has metido objetos de otros juegos? —Zenobia la miró un segundo, sorprendida.

—Lo más complicado fue introducir el asset que necesitaba. —Hotaru se encogió de hombros—. Programar objetos nuevos es muy sencillo en comparación.

—¡Aaaah! —Zenobia soltó el joystick y se dejó caer hacia atrás, olvidando por un momento que estaba sentada en un taburete. Hotaru estuvo rápida: la agarró de los hombros y la ayudó a mantener el equilibrio—. Perdón. Es que me frustro. Nunca logro pasar del nivel dieciséis, con o sin objetos nuevos.

—¡Juegas muy bien! —la felicitó Hotaru—. ¿Te echas otra? No has visto todos los objetos que he metido…

Zenobia la miró fijamente.

—Pero espera un momento. En serio, ¿quién eres tú? —preguntó—. ¿Te dedicas a restaurar estas máquinas y modificarlas? ¿Por qué?

—Por cada veinticuatro horas que pase encendida cada una de estas máquinas, me dan una moneda —sonrió Hotaru, y miró a su alrededor—. De momento solo consigo mantener en funcionamiento regular la mitad de ellas, porque cuando arreglo una se estropea otra, y a veces necesito sacar piezas de alguna para arreglar las que se rompen… Es un jaleo. Pero si me lo monto bien, las tendré todas funcionando en un par de años. ¡Ya lo verás!

—Eh… —Zenobia miró a su alrededor—. ¿Una moneda por cada máquina encendida? ¿Al día? Eso es… explotación.

—¡Bah! ¡Solo es explotación si necesitas el dinero fuera de aquí! —Hotaru rio tapándose la boca—. Me da de sobra para sacar comida de las máquinas expendedoras y para pagarme una habitación arriba. ¿Qué más necesito? —Frunció el ceño—. Bueno, la ropa a menudo es un problema, pero por lo demás…

—¿Vives aquí? —Zenobia se cruzó de brazos—. ¿Y no sales para nada? No parece muy…

—Eh, eh. —Hotaru trepó al taburete y se puso en pie sobre él, para poder mirarla desde arriba—. ¿Acaso juzgo yo que te ganes las lentejas saltando a la boca de los monstruos para hacerlos cachitos? ¡Cada una dedica su vida a lo que le gusta! ¿Dónde más iba a poder estar rodeada de todo esto, y encima pudiendo trabajar a mi bola y tuneando juegos?

—Hum… Supongo que llevas algo de razón —cedió Zenobia—. Aunque sigue pareciéndome un poco rarito. Entonces, ¿vives aquí con Niv?

—Sí, ahora mismo solo vivimos tr… —Hotaru dobló una rodilla y se rascó la cabeza, pensativa. Aquello fue suficiente para hacer que el taburete se desestabilizara. Con un chillido, la chica experta en electrónica se precipitó contra el suelo lleno de cables.

Fueron los reflejos de Zenobia los que evitaron que se estampara.

—¡Hotaru! —exclamó la aventurera—. ¿Estás bien?

—¡Hala, hala! —gritó Hotaru—. ¡Siempre he querido que un aventurero me atrape al vuelo y me cargue como a una princesita! Aunque no lo imaginaba así, exactamente. —Volvió a rascarse la frente—. De hecho, es un poco mejorable. ¿Podrías…?

—Voy a dejarte caer al suelo, por exquisita.

—¡Vale, vale! —Hotaru se incorporó y se alejó tres pasos de Zenobia—. ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! Ibas a echarte una partida.

—Nunca dije tal cosa. —Al ver la decepción en el rostro de Hotaru, Zenobia puntualizó—: Aunque me encantaría. Pero creo que tengo que irme. Mi ropa ya se habrá secado y, bueno, me quedan un par de monstruos a los que hacer cachitos. ¡Muchas gracias por las partidas, Hotaru! ¡Los objetos nuevos son una pasada!

La aventurera saludó con exagerada formalidad y empezó a alejarse en dirección a la entrada, esquivando los cables. El sonido de tantas máquinas recreativas empezaba a agobiarla un poco.

—¡Está bien, de todos modos tengo que volver al curro! —gritó Hotaru—. ¡Pero vuelve otro día, ¿vale?!

Zenobia solo pudo encogerse de hombros.

La ropa estaba seca. Niv la había doblado y le esperaba con ella en un cesto.

—Me temo que no tenemos con qué plancharla —fue lo primero que dijo—. Aunque, de todos modos, con la ropa que hacen hoy en día no es muy necesario.

—Supongo que no. —Zenobia se sintió más cómoda en cuanto volvió a estar ataviada con su conjunto completo. Se dirigió a la salida y observó la impenetrable oscuridad, sosteniendo la katana con ambas manos. Al ver el colgante de Yay Sukiú colgando de la empuñadura, no pudo evitar sonreír como una niña. No sabía bien por qué, pero tenía menos miedo que cuando había salido de su casa hacía unas horas.

—Te seré sincero: creo que puedes liquidar a esas bestias de Capricornio sin problemas. —Niv la había seguido. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho—. Acaba con ellas, cobra la recompensa y luego dedica un tiempo a pensar. Eres más joven de lo que crees, y todavía puedes hacer infinidad de cosas con tu futuro. Pero recuerda que ninguna de ellas te llenará por completo, porque la vida siempre es como un puzle al que le faltan piezas.

—No sé si quieres animarme o desalentarme —protestó Zenobia, dándose la vuelta.

—Quiero que entiendas que sentirte así no es incompatible con ser feliz. —Niv alargó una mano y se la puso sobre la cabeza. Normalmente, la aventurera habría chillado indignada ante un gesto tan disciplente, pero por algún motivo en aquel caso no le importó—. Y, lo bueno de tener un hueco, es que siempre puedes meter más cosas. —Hubo un corto silencio—. Hum. Eso sonaba mejor en mi cabeza. Sea como sea, si necesitas volver, sabrás dónde encontrarnos.

—No. En realidad, no tengo ni idea de cómo vine hasta aquí —le contradijo Zenobia—. Llegué corriendo por calles al azar. Y mi GPS no funciona.

—Aun así, podrás encontrarnos siempre que quieras, del mismo modo que los monstruos nunca podrán hacerlo. —Niv sonrió, ufano—. Puede que no lo parezca, pero este es un lugar muy especial. Procura traer monedas, eso sí —añadió, guiñando un ojo.

Espada en mano, Zenobia recorría las calles llenas de carteles medio rotos y chisporroteantes. Sabía que los monstruos la observaban, y estaba lista para desatar un letal contraataque contra ellos. A pesar de lo peligroso de la situación, una leve sonrisa iluminaba su rostro. Tenía las mejillas levemente sonrosadas, y no dejaba de repetir en su cabeza las palabras de Niv.

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