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Capítulo 7: El Ritmo de la Harina

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CAPÍTULO 7

El Ritmo de la Harina

Huntington Beach, CA

Día Presente

Consuelo

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El sol se derrite sobre los tejados, untando el cielo de oro y mandarina. La luz cálida de la Panadería La Estrella se desborda por las calles empedradas, invitando a los rezagados con el aroma a canela, levadura y apenas un rastro de cloro—porque, claro, David friega el suelo como si estuviera exorcizando demonios, no solo limpiando.

Junto a la puerta, Margarita se asoma, el pañuelo ondeando mientras despide al último cliente con esa risa suya, la que queda flotando en el aire incluso después de que ella se va. Dentro, el tintineo de platos, el vaivén rítmico del trapeador de David y el murmullo bajo de Marisol bromeando con Danielito se mezclan en una sinfonía familiar.

En el mostrador, Consuelo dobla un trapo con la precisión de una mujer que ha pasado décadas asegurándose de que todo esté en su sitio. Alza la vista y ve a Margarita, y por un instante, el reflejo del sol en sus ojos verdes le devuelve un destello de reconocimiento. Se ve a sí misma, hace años. Joven, llena de terquedad y fuego. El tiempo tiene esa extraña forma de dar vueltas, ¿no?

Marisol codea a Danielito, quien se desploma sobre su guitarra como si fuera lo único que lo mantiene en pie. Gime, retorciendo las clavijas con la solemnidad de un héroe de telenovela.

—Danielito, ayúdale a tu papá a guardar las cosas —ordena Marisol, suave pero firme.

El niño exhala con drama—santos del cielo, qué tragedia—y rasguea un acorde perezoso.

—No quiero, mamá. Solo quiero tocar.

David, que es hijo de su padre, no pierde el ritmo.

—¡Ah, cómo que no! Ándale, a limpiar.

Un trapo vuela por el aire y aterriza de lleno en el pecho de Danielito.

Consuelo contiene una sonrisa mientras el niño se arrastra fuera de su asiento como si cargara el peso de toda la panadería. Ha visto esta escena antes. Cambian los rostros, pero la historia sigue siendo la misma.

Marisol se vuelve hacia ella, quitándole el trapo de las manos con una sonrisa traviesa.

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—Ya, abuela, relájese. Déjanos terminar.

Consuelo duda, sus dedos flexionándose en el aire vacío. Los hábitos viejos se aferran.

—¿Y si no lo hacen bien? —alza una ceja, probándola.

Marisol no titubea.

—Pues entonces lo aprendemos.

Esas son palabras de Consuelo, devueltas con la misma firmeza con que ella las enseñó. Resopla, pero hay orgullo en su gesto. Están listos. Lo han estado desde hace tiempo.

Margarita se limpia las manos en el delantal.

—Abuela, nos encargamos. Nos enseñaste bien.

Y ahí está—esa parte que le aprieta las costillas, la parte de ella que aún se aferra. Pero suelta el aire, da un paso atrás. Los observa moverse, trabajar, vivir. La panadería es más que paredes y mostradores cubiertos de harina. Es memoria. Es legado.

Inhala el aroma del pan caliente y la familia, y luego exhala, dejando ir.

—Está bien —murmura—. Lo hicieron bien.

Una satisfacción tranquila se instala en su pecho. Mañana traerá sus propias batallas, pero esta noche deja que el ritmo continúe sin ella.

Más tarde, la panadería respira en el suave resplandor de su computadora portátil. El aroma a canela se ha desvanecido, reemplazado por el murmullo de la noche. En la pantalla, los mensajes parpadean—el nombre de Ken-y-o-Ken brillante, el ícono de Tokyo_Mama familiar.

Desliza la vista sobre el último mensaje de Tokyo_Mama, y su corazón se hunde. Las preocupaciones de una madre, una hija que se escapa de sus manos. La distancia no se mide solo en kilómetros.

Piensa en Carlos, su roca. No todos lo ven como ella. Exhala, los dedos flotando sobre el teclado, y luego empieza a escribir.

Mamá, sé que ves lo mejor en las personas.

Eescribe, lenta y deliberadamente.

Solo desearía que el mundo pudiera ver a Carlito como tú y yo lo vemos. Gracias por escuchar.

Las palabras pesan. Un susurro al universo.

Luego, Ken. Sacude la cabeza, una sonrisa torcida tirando de sus labios.

Ken, coño, cásate, ten un montón de chamacotitos, tómales fotos y mándamelas. Eres un buen hombre. El amor te encontrará cuando dejes de huir de él.

Casi puede escuchar su risa, sus quejas fingidas. Debajo de la broma, hay verdad. Han soportado tanto. Ojalá las palabras pudieran arreglarlo todo.

Se queda un momento ahí, mirando la pantalla, y luego presiona enviar. Listo.

Se recuesta en su silla y deja que el peso del día se desprenda de sus hombros. La computadora zumba. El silencio sostiene.

Cierra la tapa. Afuera, el mundo sigue girando, ajeno a los pequeños hilos de conexión que se tejen en esta quietud. El peso de los años descansa en sus manos, no como una carga, sino como prueba—de amor dado, de historias compartidas.

No sabe qué traerá el mañana. Pero esta noche, sus palabras han tocado el mundo. Y por ahora, eso es suficiente.