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Capítulo 2: Akina Enomoto

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Capítulo 2

Akina Enomoto

Aoyama, Tokio, Japón

5 de septiembre de 2004

Ken

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Las luces fluorescentes zumban sobre la cabeza, implacables y frías, cortando el suelo del estudio en sombras de bordes afilados. El aire vibra con movimiento: los estilistas se desplazan alrededor de Akina, sus manos rápidas, prácticas, implacables. Cabello. Maquillaje. Ropa. Ajustar. Arreglar. Perfeccionar.

Siempre perfecta.

La cámara del fotógrafo dispara en ráfagas rápidas, cada clic una exigencia. Otra pose. Otra expresión. Otra mentira cuidadosamente elaborada.

Ken se recarga en el borde del mostrador, brazos cruzados, boca curvada en una sonrisa que no llega a sus ojos. “Ah, el costo de la perfección,” musita, su voz suave pero teñida de algo afilado. “Demasiado caro, si me preguntas. Pero así es el juego, ¿verdad?”

Akina está en el ojo de la tormenta: serena, intocable, cada centímetro de ella una obra maestra pulida. Sus movimientos son precisos, sin esfuerzo, del tipo que hace creer a la gente que la perfección es algo natural. Un giro de su barbilla, un parpadeo lento, la curva apenas visible de sus labios. Brilla bajo las luces, envuelta en seda y expectativas.

Pero bajo la superficie, algo se aprieta. Una presión, un apretón, como si estuviera envuelta en celofán invisible: prístina, hermética, sofocante. El peso de sus exigencias se posa sobre sus hombros, pesado pero familiar. Un suspiro coquetea con escapar, pero—clic. Clic. Clic. La cámara lo devora antes de que pueda formarse. Sé perfecta. Sé sin esfuerzo. Sé exactamente lo que quieren.

Desde el margen, Ken observa al patrón, con los brazos cruzados y una sonrisa perezosa. Pero sus ojos—agudos, sabedores—no se pierden ni un detalle.

“Pensarías que ya estarían terminando,” reflexiona, su voz suave, cargada de algo seco. “Pero no—la perfección es codiciosa. Se come el tiempo, se come la vida. La cagas una vez y te escupe afuera.”

“¡Akina! ¡Concéntrate!”

Las palabras duelen, un pequeño golpe agudo contra su piel. No lo suficiente como para herir, pero lo suficiente para recordarle—él ve. No reacciona. No se mueve, no parpadea. Solo mantiene su postura recta, expresión sin fisuras.

Porque esto es lo que quieren. Lo que le están pagando por hacer.

Y Akina nunca decepciona.

La cámara destella de nuevo, blanca, implacable.

¿Qué pasaría si paro?

El pensamiento se desliza antes de que pueda aplastarlo. Si se fuera de este set, si desapareciera del ciclo interminable de expectativas—¿qué quedaría?

Nada.

Porque esto es todo. La imagen perfecta. La actuación perfecta.

Sin eso—¿quién es ella?

Aprieta la mandíbula, apartando el pensamiento. Pregunta tonta.

Ya sabe la respuesta.

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Es un producto—pulido, empaquetado, y puesto en exhibición. Esculpida por mil manos, cada una alisando, ajustando, perfeccionando hasta que no es más que una ilusión prístina. Ha ensayado el papel frente a los espejos, lo ha perfeccionado bajo el escrutinio, lo ha usado tanto que se adhiere a ella como una segunda piel.

La cámara destella—deslumbrante, implacable. No le importa la rigidez en su columna, el dolor sordo en sus costillas, ni las pequeñas fracturas que se quiebran bajo la superficie. Solo quiere más. Más belleza. Más gracia. Más del sueño por el que pagaron.

Así que, se lo da. Un giro lento, un suspiro con los labios separados, una mirada que susurra promesas que nunca cumplirá.

El show debe continuar.

El vestuario está más tranquilo. Más suave. Las luces arrojan un resplandor cálido sobre el tocador, suavizando los bordes del agotamiento. Pero el espejo sigue mintiendo.

Akina mira a la mujer en el cristal—impecable, compuesta, intocable. Una máscara tallada en porcelana perfecta.

La voz de Ken se desliza en el espacio junto a ella, casual pero cargada de algo sabedor. “Espejos. Los mejores mentirosos del negocio.” Se recarga en el marco de la puerta, mirándola. “Te muestran todo menos la verdad.”

Ella no responde. Solo alisa su vestido, el movimiento preciso. Control. Rutina. Ancla.

Entonces—su teléfono vibra.

Un torrente de mensajes. Patrocinadores. Gerentes. Fans. Ruido.

Y luego—

Te extraño, cariño. ¿Cómo va todo?

Su respiración se detiene.

Por un momento, el caos se calma.

Obaa-chan. La única que ve más allá de la máscara. La única que recuerda a Akina antes de que se convirtiera en esto.

Ken echa un vistazo al teléfono, luego a ella. “¿Abuela, eh?” Su voz ahora es más suave. Menos actuación, más real. “¿Vas a contestar?”

Debería. Quiere.

Ya puede ver la respuesta. Estoy bien, Obaa-chan. También te extraño. Tal vez incluso la llamaría. Escuchar esa voz constante y reconfortante. Recordar que existe un mundo fuera de esto.

Sus dedos se detienen sobre la pantalla.

Y luego, el momento se rompe.

Otra notificación. La sesión de fotos de mañana. Luego otra. Su gerente. El peso en su pecho se aprieta.

No hay afuera. No hay escape.

Solo un poco más.

Solo un poco más y lo resolverá.

Desliza a la izquierda. Elimina el mensaje.

Ken observa, su expresión inescrutable. Luego, un suspiro. “Claro. No se puede romper el personaje. No se puede resbalar.” Esta vez, no es burla. Solo cansancio.

Akina traga el nudo en su garganta y toma su lápiz labial, reaplicándolo con la precisión de un cirujano. La máscara se coloca de nuevo, sin fisuras.

Otra sonrisa. Otro papel.

El estudio está más frío ahora. Las luces brillantes son más prisión que escenario.

Akina pisa el set. Las luces brillantes ahora se sienten más frías, más prisión que escenario.

“Manténlo. Sonríe. Inclina a la izquierda. Mueve.” La voz del fotógrafo atraviesa el aire, tallando la ilusión en su lugar.

Obedece. Sin pensar.

Postura perfecta.

Expresión perfecta.

Mentira perfecta.

Ken está en el borde, brazos cruzados. La sonrisa se ha ido, reemplazada por algo más silencioso. Algo que casi parece resignación.

“Está de vuelta,” murmura. “Como un reloj.”

La cámara hace clic, mecánica e indiferente. Cada movimiento es deliberado, cada ángulo cuidadosamente construido.

“La cámara nunca miente,” dice Ken, apenas en un susurro. “Pero no ve las grietas, ¿verdad?”

Akina exhala.

El pensamiento es peligroso. Lo aplasta antes de que pueda echar raíces.

No ahora. No cuando el mundo está mirando.

Se endereza, asegurando la máscara en su lugar.

Y sonríe otra vez.