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Hacia la capital de Ixtul.

—Nuestro señor llegará a los alrededores de la capital en cualquier momento —dijo el mago con tono de pocos amigos—. Para entonces será mejor que estemos allá, tritón. De otro modo, conocerás su cólera.

Kulad se limitó a agitar las riendas de los caballos que tiraban del carromato para no tentar la paciencia del humano. En el poco tiempo que llevaba al servicio de aquella peste, se había dado cuenta de cómo podía carbonizar a un guerrero enemigo con un solo hechizo sin inmutarse.

«Un idiota como este no duraría ni dos segundos bajo el agua, pero en medio de la selva cada vez más densa, sus habilidades son un verdadero peligro. Será mejor hacer lo que dice si no quiero que me torture como a los otros rezagados».

Heagg era un auténtico dechado de bondad y buenas palabras ante su amo, el bruto pero desproporcionado guerrero Hunn, pero un tirano con los que estaban bajo su mando. No dudaba en usar sus poderes mágicos para ocasionar fuertes quemaduras a la menor provocación si estaba de buen humor, o carbonizar hasta la muerte a cualquier listo que colmara su paciencia.

En ese momento, la caravana de carromatos y jinetes avanzaba por un camino que se hacía cada vez más espeso, rodeado de árboles altos, maleza y aves coloridas que salían despavoridas en cuanto veían al ejército abriéndose paso inexorable hacia lo profundo de la jungla.

Aunque Kulad era un jinete experto por su práctica con delfines bajo el agua, manejar las riendas del carromato era otra historia, y el camino, cada vez más empantanado, no arreglaba las cosas.

Pero al anciano arrugado de Heagg eso no le importaba y no paraba de recordarle lo fácil que sería convertirlo en salmón asado si no hacía avanzar el carro a la mayor velocidad posible.

El tritón lo odiaba, así como odiaba al grandulón Hunn, que en ese momento estaba galopando en algún lugar de la selva, después de romper cuantos cráneos de lugareños se atravesaran en su camino.

—Llegaremos al mismo tiempo al pueblo que estos indios llaman capital, pero será mejor que Lord Hunn nos vea desde la distancia, o les prometo que tendremos problemas. Él quiere sus provisiones para la batalla, y no tolerará que un grupo de incompetentes no se las haga llegar a tiempo —les recordaba una y otra vez.

Habían salido de Qilari cuatro noches atrás, en medio de la más profunda oscuridad para que los ojos de los espías ocultos en la selva no conocieran sus planes.

Desde entonces, Kulad apenas había recibido bocado, como casi no había recibido en lo profundo de las mazmorras de la ciudad fortaleza donde lo tenían encadenado como a un cerdo. Se sentía débil incluso para arriar a los caballos.

Pero al mago no le importaba.

«Rezo porque en un arrebato me asesine. Así podré reaparecer en Ciudad Coralina, aunque sea en varias semanas —pensó el tritón, mientras el fuerte sol de aquella región que se filtraba por los árboles le hacía arder las quemaduras—. Pero sabía que el mago no era tan idiota. Lo necesitaba, en especial después de la hazaña que había hecho en Qilari, y su participación en la toma de la ciudad, hasta entonces inexpugnable. Estaba seguro de que el bruto de Hunn no dudaría en atravesar con su espadón al piromante si se enteraba de que había matado a Kulad—. Será mejor que siga arreando a estas bestias, o me atarán a un árbol para que los cuervos se den un festín con mi cuerpo, mientras los curanderos no dejan que muera».

Pronto cayó la noche sobre el mundo, pero no les permitieron descansar sus magulladas extremidades. La orden era clara: había que llegar cuanto antes a las afueras de Ramenna para comenzar el asalto.

Kulad ya ni pensaba en su familia, que con toda certeza había sucumbido al hambre o, en el mejor de los casos, estaría reducida a la esclavitud por los señores tritones de las profundidades. Sus pensamientos solo versaban en lo que ocurriría en las próximas horas, en cuanto llegaran a la ciudad: se produciría una batalla muy similar a la que había acontecido en Qilari. Él sería curado por los sanadores de sus quemaduras y de su agotamiento, para luego sumergirse en su transformación acuática en alguno de los riachuelos que rodeaban la gran ciudad portuaria o directamente en el mar. Allí encontraría los sistemas de alcantarillado y guiaría a las tropas élite de los aneitas, tomando desprevenidos a los defensores.

Una vez la ciudad cayera atacada por los dos frentes, el tritón volvería a ser atado de pies y manos a las mazmorras, donde apenas lo mantendrían con vida hasta que sus servicios fueran requeridos de nuevo. Tal como había ocurrido en Qilari.

La única diferencia era que, en la ciudad fortaleza que habían tomado solo un lago era el punto vulnerable. Fue por allí precisamente por donde Kulad había encontrado la forma de penetrar sus defensas, mientras la guardia local repelía a las fuerzas ordinarias de los extranjeros en el frente amurallado de la urbe. Los defensores se burlaban a carcajadas de los asaltantes, confiados en la altura de los muros y el aceite hirviendo, hasta que vieron al descomunal Hunn y sus hombretones de vanguardia penetrar como tigres por el otro lado, masacrando todo a su paso.

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Pronto se abrieron paso como un tornado hasta las murallas de la ciudad, donde abrieron las puertas y permitieron que el grueso de sus fuerzas entrara, consiguiendo tomar la mítica Qilari en dos días, algo que otros ejércitos no habían logrado tras años de asalto.

«Aunque el maldito Hunn es grande como un gigante de las montañas, no es tan estúpido como debería. Es increíble que pueda tener puntos de fuerza e inteligencia similares. Con un general como ese, es poco lo que podrán hacer los ixtalitas para detener la invasión».

Aquel país sumido en la selva no significaba nada para él, pero odiaba a Hunn y quería que fracasara a toda costa. Si él moría en el proceso para luego renacer en lo profundo de su adorado mar, mucho mejor.

Si bien el tritón había sido listo para encontrar las alcantarillas en medio del fango, todo el plan había sido orquestado por el poderoso extranjero.

Soportando las palabras obscenas y las quemaduras que el mago Heagg le propinaba, Kulad consiguió hacer avanzar el carromato por el camino embarrado hasta el amanecer, rodeado de cientos de antorchas.

Entonces llegaron a un caserío compuesto de chozas y caminos angostos y enredados, por donde el paso era más difícil que nunca. Los lugareños de piel parda y cabello liso no se atrevieron a hacer frente a las huestes enemigas, aunque sus ojos oscuros cantaban otra canción.

Miraban con profunda hostilidad a cada uno de los guerreros que caminaba por su pequeño poblado, como si en cualquier momento fueran a sacar sus arcos y espadas para hacerles frente. Kulad respondía con miradas hostiles también, con la esperanza de que algún indio resolviera darle la muerte que tanto anhelaba para volver a las profundidades, pero no llegó a ocurrir.

Aunque las lluvias tenían los caminos del pequeño caserío tan embarrados como los de la selva, al final los caballos se las arreglaron para avanzar con los jinetes y los carromatos, y pronto estuvieron de nuevo en campo abierto. De repente, el panorama cambió, y los caminos se hacían cada vez más anchos a medida que se acercaban a la costa.

Las lluvias cesaron por un rato, y bajo el cielo nublado Kulad pudo reconocer a lo lejos las pirámides empedradas de la capital ixtalita.

—Has hecho un buen trabajo, pescadito —le dijo Heagg en cuanto volvió a cruzarse con él a lomos de su semental negro—. Ahora solo nos falta pasar por otro poblado pequeño, y nos reuniremos con nuestro señor para terminar de invadir las pocas ciudades que esta selva infinita alberga.

El azul profundo del mar se volvió visible para el ejército que avanzaba como una serpiente de hierro entre los cada vez más anchos caminos, llenando de nostalgia el corazón de Kulad, que sabía que bajo aquella profundidad azul había miles de tritones moviéndose por libertad en las aguas, cazando peces y tiburones de todas las especies, ya fuera por necesidad o por pura diversión.

Sintió el impulso de montar a uno de los caballos del carromato y galopar hasta la orilla para perderse en las aguas, pero sabía que sería inútil. Heagg encontraría el modo de llegar hasta él mucho antes de que se acercara a la costa, y las consecuencias serían desastrosas.

Después de un par de horas de lento avance por los caminos embarrados, llegaron al último poblado antes de la capital, un compendio de chozas tal como el anterior, pero un poco más amplio y con caminos más intrincados.

Los lugareños eran tan dóciles como en el anterior, pero los verdaderos problemas los ofreció el terreno. Sus calles estaban tan empantanadas que los carromatos se trabaron en un punto y no pudieron seguir avanzando. Kulad y los demás jinetes tuvieron que descender de los carretones y empezar a empujar, pero fue en vano. El camino estaba demasiado embarrado.

—¡Maldita sea! —gritó Heagg, mientras un aura de fuego rodeaba su cuerpo nervudo—. Espero que no sea un truco de estos indios, o juro que haré arder hasta al último de ellos.

Los lugareños se limitaron a observar a los carros y a los invitados no deseados con sus profundos ojos negros llenos de aversión.

Los guerreros aneitas obligaron a los habitantes a ayudar, pero las ruedas de madera de los carros no cedían ante el lodo.

Kulad no tuvo más remedio que abrir el interior de su carga, llena de oro y frascos de maná, lo que despertó miradas curiosas entre los lugareños.

—¡Dense prisa! —gritó Heagg, furioso—. Tenemos que llevar estas cargas hasta la ciudad, aunque ustedes mismos las tengan que cargar.

Pasaron varias horas de arduo esfuerzo, cargando los minerales y las bebidas mágicas de un lado al otro del poblado, en medio de los charcos profundos y el barro. Con el pasar de las horas, se formó un enorme depósito improvisado de objetos de valor para los invasores a campo abierto.

Cuando los soldados aneitas y sus tropas auxiliares estaban agotados por el esfuerzo de cargar con los pertrechos, un cuerno sonó con furia en medio de los árboles cercanos al poblado.

Una pequeña luz de esperanza brotó en el interior de Kulad, mientras veía cientos de arqueros y espadachines locales salir de todas partes. Los asustados aldeanos se metieron en sus casas para evitar la batalla que estaba a punto de tener lugar en su pueblo.

—¡Todos, a pelear! —gritó Heagg, furioso, mientras comenzaba a arrojar bolas de fuego a los primeros valientes que caían sobre los defensores del botín—. Los estaré observando. ¡El que no luche es hombre muerto!

Kulad alcanzó a distinguir en la vanguardia enemiga a tres héroes que destacaban entre sus hombres y que cayeron sobre los primeros defensores como una punta de lanza. Eran un espadachín fornido, un mago y una arquera. Un cuarto héroe, de ropajes extraños y aura mucho más débil que los otros pero de aspecto feroz, llegó al galope blandiendo una lanza larga. Montaba un animal similar a un caballo, pero de cuello largo y cuerpo cubierto de lana.

«Una llama».

Tomando su tridente, Kulad se preparó para combatir, defendiendo el botín de unos tipos a los que odiaba. Con algo de suerte, alguno de aquellos héroes de la selva acabaría con él, devolviéndolo a su amado mar.

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