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Eladien [ESPAÑOL]
Prólogo: Un agujero en el mundo [ESPAÑOL]

Prólogo: Un agujero en el mundo [ESPAÑOL]

Prólogo: Un agujero en el mundo

Una ramita a la altura del pecho le rasgó la túnica de gruesa lana de Buhnt que la cubría casi por entero, dejando que el frío aire de aquella noche de invierno se colara por dentro de sus ropajes, mientras que ella, acongojada y herida pero aun así resuelta en cuanto a sus actos, se internaba poco a poco en la extensa población de árboles de denso follaje que poco a poco, conformaban el Antiguo Bosque de Kaun, situado al sur de la comarca.

Con una mano en su abrigo y la otra en la capucha que escondía un azulado pelo tan claro como el mar pintado por el artista más atrevido y soñador, la mujer, proscrita de su pueblo y portadora de tan solo dos odres de agua y un paquete con comida ya fría desde hacía días, la ropa que llevaba puesta y ella misma, miró hacia el cielo estrellado que en aquella noche tan turbia (y aunque ella no lo supiese aún, reveladora) se le antojaba algo liberador.

 Una espléndida luna llena resaltaba sobre un grupo de nubes que no tardarían en cubrirla, y la constelación de La Señora del Fuego brillaba en consonancia con la estrella de Eol, parpadeando esta última con un brillo agonizante que, sin saberlo, se acercaba a los últimos instantes de su ciclo vital. La superficie de la luna se hallaba salpicada de pequeñas motas oscuras dejadas atrás por el impacto de pequeñas rocas que de vez en cuando también caían en la tierra, creando cráteres inmensos que despertaban la curiosidad y la avidez de fama de muchos académicos todavía en pañales.

 La mujer, sin embargo, no admiraba la belleza de aquellas livianas y serpenteantes nubes que envolvían la esbelta y rutilante figura ovalada de una luna en su máximo momento de poder; al igual que tampoco contemplaba con interés las aristas metálicas que sobresalían por dos puntos de esta, semejando cuernos en una cara endemoniadamente iluminada que admirase lo que iba a suceder con un deje de picardía.

 Lo que realmente llamaba su atención (y aquello que la había hecho escoger aquella dirección en concreto tras su… ¿despedida honrosamente pomposa?) parecía caer ahora desde la luna misma, semejando un torrente medio gaseoso y líquido de lágrimas que se dejaba caer desde la luna al bosque situado ante ella, haciendo refulgir las copas de los árboles más altos que ella llegaba a ver.

 Aquello era una pérdida. Una fuga. Un escape en El puente de las almas, en el eterno flujo de almas anclado en un ciclo sin fin con el planeta que lo sustentaba.

 La existencia de aquel neblinoso y mortecino puente plasmado ante la luna (la forma de puente era únicamente una figuración vaga debido a los pocos avistamientos y en ese momento creaba la letra T ante la luna debido a la fuga que ingrávida caía hasta la tierra) era sabiduría popular a esas alturas, no así su entera función ni sus movimientos. Ni las rotaciones de este sobre el eje del planeta ni su fortuita y esporádica aparición, pues según los eruditos más renombrados, el puente siempre estaba en algún lugar, aunque no de manera visible para el ojo humano, dándose a ver únicamente de un modo muy parecido al de la aurora boreal, siendo los responsables en esta noche en cuestión la Estrella de Eol en sus últimos estertorosos destellos de luz y energía y, probablemente, la luna.

 Sin embargo, no estaba segura. Aunque tampoco es que le importara. Ella nunca fue una erudita en el tema.

 Sus estudios habían tenido que ser algo clandestinos y básicamente había tenido que instruirse ella misma. Y en qué momento… Jamás pensó que llegaría a usar nada de aquello. Nada dentro de aquellas cajas era malo en sí, y los conocimientos, aunque algo turbios en algunos (muchos) campos instruidos en aquellos libros de piel tan…

 Se rascó un poco la piel del brazo izquierdo y el sonido de los dos brazaletes que llevaba en la derecha se unieron al chillido de un murciélago a lo lejos.

 Aquellos conocimientos le habían hecho ansiar algo, le habían enseñado algo de ella misma que no le había gustado.  A abrazarse a su dolor y a no dejarlo ir aun siendo lo mejor. Ella lo sabía y era consciente de la espiral en la que se había vertido en cuerpo y alma para calmar (más bien saciar) su dolor. Pero aun así…

 Lo había hecho.

 En aquella noche, recordada por muy pocos y soñada por muchos en los años y décadas venideras, nuestra protagonista por ahora, sin ser consciente de cómo sus actos iban a inferir en la historia del mundo entero, la proscrita del poblado de Áhinir, se internó en el Antiguo Bosque de Kaun para tratar de revivir a su marido por segunda vez en tres días.

-

  Decir que el ambiente en aquel claro escondido en lo más profundo del bosque estaba cargado hasta la saciedad sería quedarse corto. Sería tan absurdo como comentarle a alguien del Sur lo calurosa que resulta una tarde de verano estando este ya bien entrado en el año corriente.

 La mujer (aún sin un nombre para el prólogo que contaría lo mezquino de sus hallazgos) tuvo que volver a internarse unos cuantos metros en la maraña de árboles para aspirar aire limpio de nuevo y poner en orden sus ideas. Aquello era demasiado bueno. Era perfecto. Lo cual le parecía irreal aun cuando sus ojos le detallaran la certeza de su suerte.

 Miró hacia arriba y contempló entre maravillada y asustada cómo aquel retazo desprendido del eterno flujo de almas, del Sens’ovell, caía desde el cielo hasta colarse entre las ramas y follaje superior de los altos robles y caer en… No sabía cómo describirlo. No encontraba la palabra. Pero si podía describir la sensación. Ella la conocía bien. La sentía a cada instante en sus entrañas.

 De vacío.

 Bajo la tierra, bajo el suelo que en ese instante mantenía firmes a sus pies y a toda la vegetación que se mecía en la cargada quietud de aquel claro, allí, en aquel lugar que teñido ahora con una ligera niebla anaranjada había parecido llamarla a gritos desde muy lejos, había, de algún modo, un pequeño agujero.

 Un agujero en el mundo[1].

 El agujero no debería medir más de tres pasos de diámetro, pero algo en el fondo de ella misma la alertaba sobre la aterradora existencia de este.

* Tienes que hacerlo-, Se dijo a sí misma en un susurro que sonó poco menos que esperanzador-, No puedes acongojarte ahora. Ya sabías que el uso de almas sin procesar estaría involucrado en el tema. Ya lo hiciste. El tiempo para remilgos ya pasó.

 Se obligó a apartar la vista del lugar en el que su instinto le decía que el mundo se abría a un mar de interrogaciones abrumador y observó de nuevo el espacio entre las copas de los árboles que permitía contemplar a una luna llena que, de nuevo, parecía querer juzgar sus actos.

 La fuga en el Puente de almas duraría poco. Debía darse prisa y usar aquella oportunidad que el destino parecía estar brindándole con tanto ímpetu.

 Repasó mentalmente la arrugada receta que había encontrado en aquella caja repleta de libros sobre Artes profanas:

 Dos volutas de almas no procesadas.

 Un kilo de carne caliente.

 Tierra debidamente preparada.

 Un eclipse lunar o algún evento cósmico puede ser de mucha ayuda si se dan las circunstancias adecuadas.

 La última línea estaba escrita en letra pequeña, dando la impresión de que la habían añadido más tarde.

 Entre ella y el lugar en el que caía aquel débil torrente desprendido del Puente de almas se encontraban todos los ingredientes que precisaba para llevar a cabo su cometido. Todos menos uno.

 Armándose de valor y pensando en cuanto deseaba liberarse de aquella opresora soledad que la custodiaba desde la muerte de su amado Jard, la mujer avanzó al fin y se internó del todo en el claro. Sus pies se hundieron un poco en la espesura, y cuando estaba a poco de llegar al centro del lugar, dónde una roca de un extraño color azulado y de medio metro de altura se erguía rodeada de plantas de vibrantes colores, un conejo emitió un chillido agudo y salió corriendo desde detrás de un pequeño tocón cuyo musgo brillaba gracias a la humedad del ambiente y a la luz de la luna.

 El conejo se paró a medio camino entre ella y el mal trazado círculo de troncos que formaba el claro, quedando parado sobre ambas patas traseras, observándola mientras las fosas nasales se le abrían con agitación. El silencio apabullaba la escena. Un kilo de carne aún caliente.

 Tenía las almas al alcance de su mano. Frágiles y casi desfragmentadas en esporádicas espirales de recuerdos, sí, pero las tenía.

 Tenía lo necesario para preparar la tierra o, mejor dicho, para consagrarla. Consagrarla con aquello que mantiene a los vivos en algo palpitante. Aquella parte del ritual, aquel pasaje en concreto, le había costado mucho encontrarle el significado correcto, pues los escritos, así como las teorías sobre lo que ella quería hacer, se contradecían en bastantes puntos debido a diversas traducciones y a algún intento por boicotear todos los estudios de las artes en cuestión.

 Un evento cósmico en acción con una ventana de tiempo de dos horas a un día entero. También, por azar del destino, tenía aquello a su entera disposición. Sin embargo…

  Sin embargo, aquel conejo debía pesar por lo menos dos kilos.

 Con un suspiro y lamentándose enormemente por lo que iba a hacer (y aunque le costase admitirlo, por aquello que ya había hecho también), la mujer metió la mano lentamente bajo su capa y agarró un pequeño objeto afilado que la ayudaría a conseguir sus deseos más ilícitos.

-

 Ya habían pasado tres horas. Tres horas desde que su cuerpo y alma se habían vertido sobre la húmeda y fértil tierra del bosque.

 La mujer se hallaba en el suelo, la espalda apoyada contra un árbol y rodeada de tanta humedad que el pelo le caía en mechones erráticos que le daban a su rostro un aspecto envejecido y cansado. Realmente se encontraba exhausta. Con una mano en la cabeza y masajeándose la sien para tratar de paliar el pálpito que la asaltó al girarla, observó los trazos que zigzagueaban por dónde ella había rociado el contenido de los tres frascos que había llevado muy escondidos consigo misma. La hierba y flores, antes verdes allí dónde ella las había rociado en una danza algo convulsionada, se encontraban ahora manchadas de un rojo reflectante que formaba el dibujo de una cruz o de una estrella, dependiendo del ángulo desde el que se mirase.

 Pero lo más importante se encontraba en el centro de aquellos rojizos vértices bañados con la luz de una luna muy cotilla. Allí se hallaba aquel quien le había hecho palpitar el corazón de una manera desbocada. Aquel quien también se lo había roto al morir cayendo de un caballo mal entrenado.

 Apoyado en la roca situada en el centro del lugar y en lo que podría parecer una postura de mendicidad, iluminado por un perentorio y perdido haz de luz que enmarcaba la escena del mismo modo que algunas bandas de teatro hacen cuando llega el punto álgido para su protagonista en el último acto de la historia a representar, se encontraba lo que a simple vista, podría parecer obra de una artesanía exquisita.

 Baja la cabeza sin rasgo facial alguno, la espalda encorvada hacia delante y manos postradas bocarriba sobre unas piernas completamente rígidas, una figura de lo que a primera vista aparentaba ser madera algo estriada y de aspecto lustrado, esperaba pacientemente a que el siguiente paso en aquel proceso tan prohibido diese lugar. Toda la figura parecía estar formada por una única pieza, siendo lo único que quedaba algo fuera de lugar la zona en la que debería estar el ombligo, dónde una protuberancia formada por raíces sobresalía cuatro dedos hacia fuera.

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 Aquel era el único rasgo identificativo en el cuerpo de lo que parecía un muñeco de ventriloquía desnudo y abandonado por un ventrílocuo con las cuerdas vocales desgastadas tras tanto tiempo fingiendo otra voz ante el mundo. No había ojos. No había boca ni nariz. No había genitales. Tan sólo un cascarón vacío bajo el cual debía estar creándose un incuantificable número de terminaciones nerviosas, tejidos musculares y órganos.

 Llevaba admirando aquel milagro durante cinco horas más cuando un vapor y un olor parecido al de carne sin aderezar en una cacerola hirviendo, emergió súbitamente del cascarón que aguardaba su momento de volver a la vida. De volver a amarla. De devolverle las ganas de despertarse y no dejarse llevar por un eterno sueño que cada mañana aclamaba su atención con más inquina. El vapor emergió de manera violenta al principio, resquebrajando ligeramente las decenas o centenas (sino miles) de pequeñas ramas y raíces que, al entrelazarse en un sinfín de perfectos nudos, lazos y puentes, daban la sensación de ser una única pieza.

 Pasó un día más. Y nada.

 El vapor seguía extendiéndose a través del cuerpo y de las diminutas fisuras en este. Pero nada. Y ella no podía hacer nada más. Solo esperar y recuperar fuerzas. ¿Había ido demasiado lejos con todo aquello? Lo había perdido todo por aquel intento. Por aquel anhelo todavía humeante cuya ahora ladeada cabeza (probablemente debido al peso de la humedad) la miraba desde un rostro exento de ojos. Pero valdría la pena. Tenía que valerlo tras todos los infortunios y atinos de la suerte.

 La noche del tercer día sí que ocurrió algo. Algo que lo cambiaría todo.

 Sentada de nuevo bajo un árbol, la mujer estaba aplicándose un eficiente (aunque muy doloroso y complicado) cataplasma, tal y como había estado haciéndolo cada poco rato desde que había iniciado los preparativos para aquel ritual tan blasfemo, cuando, rasgando un silencio que la había acompañado durante dos noches eternas, el sonido de la madera al crujir emergió con triunfo de la figura todavía inerte a pocos metros de ella.

 Le costó varios intentos el apartarse los mechones que le caían por la cara para así comprobar y cerciorarle a su corazón aquello que sus dichosos ojos estaban viendo.

 La madera que se había estado secando y agrietando lentamente durante el tiempo transcurrido, sin dejar de transpirar aún, cedió en algunos puntos del mismo modo en que lo haría la corteza de un árbol anciano tras chocar contra su tronco algún animal grande o buscar comida un pajarillo osado, dejando ver bajo esta una piel tersa que dio la impresión de erizarse levemente al entrar en contacto con la temperatura más baja del bosque. Del cascarón que ella misma había creado al exterior.

 Al mundo.

 “Oh. Dioses. ¿Qué he hecho? ¿Con qué estoy jugando?”

 Una zona pequeña del abdomen quedó a la vista y el corazón de la creadora de aquel fortunio en poco viviente empezó a latir a una velocidad alarmante en el instante en que sus ojos captaron la pequeña mancha de nacimiento que Jard tenía bajo la tercera costilla. Era verdad. Era él. Al menos el cuerpo era el suyo. ¿Lo sería el alma? Tenía que serlo. ¿Por qué tantas dudas ahora? Era ese… agujero. Esa pequeña anomalía que estaba compartiendo el espacio en tiempo y lugar con ella y sus anhelos más íntimos y personales.

 Sin saber cómo, ella notaba esa anomalía más grande. Sabía a ciencia cierta que aquel agujero en el mundo mismo era más grande que cuando ella había llegado.

 Otro trozo de cáscara cayó al suelo después de rebotar sobre unas rodillas que no notaron nada. Un poco de cabello castaño muy claro se asomó entre volutas de vapor que tardaron bastante en disiparse, y un ojo cerrado y de largas pestañas lo siguió en un proceso que a ella le pareció durar eones. Para cuando el quinto trozo de corteza aún estaba en proceso de desengancharse del resto, la mujer estaba ya incorporándose a duras penas, trastabillando varias veces en el proceso al tiempo que exhalaba palabras sin sentido.

 Dejando un surco desde la base del árbol que la había estado protegiendo, llegó a gatas hasta la forma humeante cuya piel aún estaba escondida en su mayor parte por componentes de la tierra misma, y una vez allí se paró para contemplar aquello por lo que tanto se había volcado. La mejilla derecha se encontraba ahora a la vista. ¿Estaba siendo ella una egoísta? Sí. ¿Había jugado ella con algo tan peligroso que varias civilizaciones rivales entre ellas se habían unido para destruir la base de conocimientos durante el transcurso de casi un siglo? Probablemente también. Pero no le importaba.

 Alzó la mano izquierda con la intención de tocar con un dedo la mejilla cuyo vello se erizaba en dirección a ella, pero la dejó a medio camino al recordar con un calambre de dolor que no tenía dedo. Ni mano. Su brazo izquierdo terminaba ahora en un muñón a la altura del codo, sesgado con la ayuda de las mismas artes que el mundo tanto se afanaba en blasfemar en contra. El corte era limpio, más limpio y preciso de lo que muchos de los médicos de las nuevas llamadas ciudades eran capaces de lograr con todo su material y conocimientos. La herida en sí no era tan limpia por eso. Pero la cataplasma debería servir para prevenir una infección, y la pérdida de sangre la había controlado bastante rápido.

 La mujer se quedó unos segundos así, con el muñón a medio alzar delante de aquel casi rostro, tratando de enfocar la vista entre su muñón y en aquel maxilar que sin duda conocía bien, y de canalizar así sus emociones e ideas. Al fin, tras lo que le pareció otra eternidad, dejó escapar un suspiro y se incorporó un poco como pudo para así sentarse y esperar a que todo acabase de una maldita vez. 

 Pero no terminaba. Pasaron dos días más y no sucedió nada. Nada de nada.

 El humo hacía un día que había cesado de emerger del cascarón, y el cuerpo, al menos en las ocasiones en que se había sentido valiente como para comprobarlo con unos dedos cada vez más temblorosos ante una nefasta idea que llevaba días gestándose maliciosamente en lo más profundo de su mente, estaba cada vez más frío. Mortalmente frío.

 Aquello no podía ser. No podía terminar de aquella manera, tras todo lo sucedido, tras todo el empeño. No tras todo lo perdido y ofrecido entre su antiguo hogar y el bosque que llevaba hospedándola desde hacía noches.

 El conejo que había visto al llegar ese lugar se estaba acercando a ella con curiosidad tras tantos días compartiendo sombra y agua cuando la mujer, cuya calma estaba cada vez más cerca de ser hecha añicos y dar paso a la histeria y a la desesperación, lanzó un grito contenido durante días y se abalanzó sobre la figura de lo que ya debería ser su marido Jard.

 Se abrazó a este con un brazo y con medio del otro.

 Los sollozos no tardaron en hacerse eco por casi todo lo extenso del bosque, haciendo enmudecer a los grillos y demás insectos nocturnos.

 Solo sus gritos y lo profuso de su llanto se oían en aquella noche a la que aún le quedaba alguna sorpresa más.

* ¿Porqué? ¡¿Porqué?! Tenemos las almas-, Tuvo que sorberse la nariz antes de poder seguir, sonándose como pudo y llenando las mangas de su túnica de mucosidades a las que no pudo prestar atención-, Tienes el alma-, Aspiró aire tan hondo que le dolió el pecho. Pero aquello tampoco le importó-, Almas no procesadas manejadas por aquel quien no puede, no quiere, dejar marchar al jodido difunto.

 El volumen de su voz decaía a cada palabra que expulsaban sus resecos labios, desgastados por la horrible humedad que reinaba en el bosque.

* Carne para alimentar a la tierra.

 Contuvo el impulso inútil de usar ambas manos para gesticular y ayudarse así en aquella perorata que llevaba horas pugnando por salir de sus labios, y otro grito desgarrador emergió de ella.

* Tuviste tu carne-, Soltó esto último en un quedo susurro-, Y tu tierra preparada-, La mujer levantó la cabeza y soltó una exclamación que habría hecho enrojecer a los remilgados y finolis habitantes del pueblo que la había expulsado de las tierras que su familia había estado cuidando y explotando durante décadas-, La sangre. También tienes la sangre, aquello que nos mantiene palpitantes. Aquello que hace latir, que hace palpitar a un corazón nuevo. A un corazón viejo. A mi corazón. Mi corazón.

 Notaba que desfallecía. Sentía como tras tantos días de inanición y con tantas expectativas en mente, las fuerzas amenazaban al fin con abandonarla. Se agarró al inerte y frío cuerpo que desfallecía con ella. Que frío estaba. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había ido mal? Ella… Ella… Ella había jugado con algo prohibido, con algo blasfemo. Y por ello había perdido su casa, sus amigos y sus tierras. Parte de su cuerpo.

 Pero aquel cuerpo que reposaba junto al suyo… Respirando profunda y lentamente, para tratar de tranquilizarse y ser así capaz de recuperar en algo el control y levantar la cabeza, aún abrazada al amasijo de ramas y raíces que habían conformado la forma de su difunto marido, la mujer miró hacia arriba, hacia aquel rostro que ladeado, parecía girarle la cara. Reprocharle el fracaso. Un fracaso egoísta y destructivo.

 El vi-I-incu-lo. Del hue-vo mal manufactu-R-rrr-ado al mun-do.

El corazón debió de dejar de latirle por lo menos durante cinco segundos debido a la impresión. Con la sangre ahora helada en sus venas y el corazón latiéndole de nuevo a un ritmo frenético, la mujer pudo notar con un estremecimiento cómo el vello de su cuello se erizaba al llegar a ella aquella voz.

 Controlando un tembleque debido al miedo que amenazaba con dejarla en el suelo, tiritando y medio abrazada a sus rodillas como lo haría un infante aterrado y sollozante, hizo un esfuerzo sobrehumano para girar lentamente la cabeza y mirar qué había tras de ella.

 No había nadie.

 Del hoR…r-i-pilante casca-Ron a la duRa piel que tie-ne este mundo suculento.

Mmm…

Cás-caR-r-ra. Caaaas-ca-rón du-ro. El vín-culo has de cortar.

 Quien había susurrado esas palabras mal pronunciadas y cuyas pausas entre algunas sílabas y manera de usar las entonaciones se rompían unas a otras de una manera lenta y errática, sonaba del mismo modo en que lo haría una caja de música vieja cuyos mecanismos metálicos estuviesen trabados con algo húmedo, y cuya canción, aun siendo entendible al oído humano, resultase en algo mortificantemente desagradable. Aunque lo peor era cuando esta pronunciaba una erre.

 Cuando aquella voz sin lengua usaba una palabra que contenía aquella letra sonaba como si cuatro o cinco notas distintas se quedasen trabadas y se destrabasen a destiempo tras golpear un suelo encharcado con algo tremendamente sucio.

 Pero allí no había nadie. No había nada. Pudo ver la silueta del conejo internándose a toda prisa entre los altos robles del bosque, y a lo que debía ser una luciérnaga azulada danzar en el aire a pocos palmos del suelo, pero aparte de eso, nada. No había nadie detrás de ella, ni detrás del tocón que se alzaba a su derecha. ¿Habría alguien detrás de uno de aquellos árboles que tanta protección habían parecido otorgarle? ¿Habrían enviado a alguien a buscarla? ¿Se había arrepentido ese señor tan rimbombante del pueblo de dejarla ir?

 ¿Había temblado el agujero al hablar aquella voz?

 ¿O acaso estaba volviéndose loca tras todo el esfuerzo mental y físico, la inanición y unos deseos desmedidos? La piel de su nuca erizándose de nuevo en aquel susurro le dijo que no. Un no helado que estremeció todo su cuerpo, recorriendo su espina dorsal en una caricia que no tuvo nada de placentera.

 CoRdón. Así lo llamáis, ya lo veo. Mmm… Que idioma tan…paR…-lanchín. Cuanta palab-R-a inútil pa-ra una R-aza inútil.

Veo tu mente. No estás loca. Nadie ha venido a po-R ti. Nadie sabe que estás a-quí.

 La voz sonaba mucho más… Real. No con más convicción a la hora de pronunciar las palabras, pero si parecía entender mejor su significado y su adecuada pronunciación. La mujer, a medio abrazar la figura de su marido muerto y atemorizada por aquello que no entendía en absoluto (y no estaba convencida de querer entenderlo del todo – ni de si sería capaz), estaba a punto de alzar su propia voz cuando algo parecido a una risa sacudió aquella caja de música vieja, húmeda y sucia, fusionando todos aquellos espeluznantes sonidos en otro que sonaba como si alguien estuviese refregando un palo de bambú contra una superficie mellada de madera empapada y hueca.

El ombli-go. EstiRa de la cueRda. Saca a la futura simiente del hue-vo.

 Conteniendo el aliento y notando cómo cada músculo de su cuerpo se negaba obedecer, el cómo los pedazos de un sueño roto crujían bajo todo el peso de su ser, la mujer se apartó un poco del cascarón frío en el que estaba el cuerpo de su querido Jard al tiempo que luchaba consigo misma para evitar la aprensión que aquella voz desconocida le provocaba.

 Ombligo. Cordón. La protuberancia que sobresalía del vientre plano del cascarón que debería ser ya un hombre. Estando ahora más cerca, casi a un palmo, pudo apreciar una fisura alrededor de la base del conjunto de ramitas cuyo nudo parecía gritar ahora: estírame.

 ¿Era aquel acto prohibido algo moralmente reprobable? ¿Era ella una mala persona por haber querido devolver a la vida a una persona que había fallecido de una manera rápida y estúpida? ¿Era ella una persona débil por no haber podido simplemente avanzar y aceptar el eterno ciclo de vida y muerte por el que el planeta y el Sens’Ovell se regían?

 Mirando hacia el rostro cuyas facciones se encontraban aún enterradas bajo ramas, corteza y lo que bien podría ser musgo ahora que se encontraba tan cerca, la mujer agarró aquello que sobresalía de lo que debería ser el ombligo y estiró suavemente. La pieza cedió con algo de resistencia, pero cedió, al igual que cedió su auto control sobre cualquier tipo de emoción que no derivase de la hilarante alegría debida a un tremendamente ansiado reencuentro. 

 Por suerte, todo salió bien.

 El cuerpo de su marido abrió la boca en una gran bocanada que aspiró tanto aire como sus nuevos pulmones pudieron proporcionarle, y el resto de trozos de lo que ahora parecía una escultura humana usada como sepulcro para un fallecido que ya no era tal, cayeron uno tras otro de un cuerpo cuya piel le arrancó destellos a la luna desde lugares que ella ya conocía.

 Todo salió perfecto. Mejor para algunos. Peor para otros. Pero de aquel suceso, de la unión de aquellos dos cuerpos en aquella noche un tanto trágica y especial (y puede que con la ayuda de algo más), nació una pequeña aldea en el bosque que no tardaría en crecer y en hospedar a un linaje iniciado por una mujer muy sola, desterrada y derrotada. Por una mujer que lo arriesgó todo por amor. O puede que fuese por egoísmo. O por miedo a la soledad. Puede que fuesen las tres cosas.

 Pero quien más partido le sacó a esa unión tan especial, fue ese algo que aún medio dormido y conmocionado por la mezquina muerte de un Universo entero que lo había desgajado como a una naranja- Cuántas almas en el Cielo, cuánto llanto en el Cosmos. ¡BoOm! Cuánta caRne. Carne mueRta. CaRne suelta. Tanta carne vagabunda y ningún cueRpo paRa mi- no consiguió lo que quería. No en parte al menos.

 Aquel diminuto agujero en el duro cascarón de aquel planeta tan suculento se había hecho más grande, y ahora rezumaba una energía maravillosa. Una magia suculenta. Pero no estaba abierto. No para él. No del todo. Todavía no.

[1] Nombre de un capítulo de la serie de T.V Ángel, de Joss Whedon.

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