Capítulo IV: Una nueva vida
La luz de la luna entraba diagonalmente en la habitación de Eladien, iluminando tan solo retazos de esta. Las ventanas estaban abiertas de par en par para que entrara la fresca brisa que corría aquella noche, meciendo las finas cortinas y acariciando su piel. Pero ella no lo notaba, no en aquellos momentos, inmersa en un oscuro sueño del que quería salir.
Estaba oscuro, muy oscuro, demasiado para su gusto. Tan solo una pequeña y débil luz en la lejanía le indicaba que allí había algo además de ella misma, pues el silencio no delataba nada que no fuera el sonido de su respiración. El ambiente era sofocante y el fino camisón blanco que llevaba puesto se pegaba a su cuerpo. Cautelosa, avanzó un paso y, milagrosamente, su pie encontró soporte en la negrura, dando la impresión de que estaba andando sobre la infinita nada. Siguió avanzando con cuidado, afianzando bien los pies antes de apoyarlos para el siguiente paso, temerosa de dar uno en falso y caer al vacío.
Aquella idea la asustaba tanto como el no saber en qué lugar se encontraba, aunque teniendo en cuenta los extraños sueños que tenía desde su encuentro con Eithenalle, podía decirse que más o menos estaba acostumbrada a esa sensación.
En un principio le dio la impresión de que aquel punto de luz no parecía encontrarse más cerca aun cuando ella estaba acercándose, pero al cabo de un rato, cuando ya pensaba en la opción de quedarse plantada, este se agrandó un poco, mostrando como su radiante luz quedaba absorbida por tanta oscuridad. Recorrió rápidamente el trecho que la separaba de la luz y se encontró con una antorcha prendida, cuyas llamas bailaban al son de una corriente de aire que el cuerpo de Eladien no notaba. La tea estaba sujeta a una pared de piedra que se alzaba en la nada y en la cual había una gran y majestuosa puerta de hierro de una sola hoja, toda ella negra y sin pomo que coger para abrirla.
Curiosa y asustada al mismo tiempo, se paró ante la puerta a una distancia que consideró prudencial para no caer en sorpresas y poder contemplar así los simples trazados que en un azul intenso que brillaba tenuemente, formaban el dibujo de un reloj de arena.
Se quedó allí un buen rato, contemplando la gran puerta en silencio, ajena a la oscuridad que la rodeaba. Un chirrido desafió al silencio desde las juntas de la puerta, que empezó a abrirse hacia dentro…
20 de Mayo
Despertó sobresaltaba y de nuevo con todo el cuerpo lleno de sudor, tembloroso y frío. Lentamente, con los ojos medio cerrados por el sueño hizo el típico reconocimiento de la habitación que hacía cada vez que se levantaba de una pesadilla. Aquello era algo que su madre, Liley le había enseñado de pequeña, cuando los malos sueños le impedían conciliar un buen sueño. Le decía que cuando se levantara, repasara todo cuanto había en su habitación y así demostrarse a sí misma que no eran más que pesadillas que ocurrían tan solo en el interior de su cabeza, obra de su subconsciente. Examinó el pequeño tocador, las estanterías, su mesita de noche, dónde descansaba un retrato de sus padres, y la ventana, abierta de par en par, por dónde entraban oblicuamente los matutinos rayos de sol, iluminando la, horas atrás, sombría habitación.
Sonrojada por haber hecho aquella inspección que llevaba años sin hacer, se levantó de la cama y lo primero que hizo fue sacarse el blanco camisón por la cabeza, quedándose desnuda frente al espejo, en el cual se miró un largo rato. Sonrió satisfecha al ver que ya no ofrecía el mismo aspecto abatido de los días anteriores e, inconscientemente, se tocó el abdomen, por dónde, en sus sueños (¿habían sido eso, sueños? Cada vez estaba más convencida de que eran muy reales), aquellos tentáculos de variados colores habían penetrado su piel, zambulléndose en su interior, otorgándole el don de… controlarlos. De contactar con la naturaleza.
Sin embargo, allí por dónde estos habían pasado estos su piel estaba tan lisa como siempre.
Al fin, cansada de aquel tema, abrió el armario, sacó de él un sencillo vestido verde de lino que colgaba de una percha y se dirigió al baño, dispuesta a sacarse hasta la última gota de sudor que perlaba su cuerpo con un buen baño de agua fría, para después bajar a la cocina a desayunar algo, pues sentía como su estómago volvía rugir como si llevara años sin recibir comida.
Preparó varias tostadas y calentó leche en una cazuela puesto sobre el pequeño fuego, y justo cuando se planteaba ir a despertar a Érien para que almorzaran juntas, esta apareció en lo alto de las escaleras, con su pijama a rayas y el pelo de cualquier manera. Bajó las escaleras despacio y bostezando, con una mano tapándole la boca y cuando llegó a la cocina, Eladien observó cómo, para variar, las sábanas habían dejado marcas en su cara, mostrando lo reacia que era a abandonar la cama.
- Buenos días, Eladien…-, Eladien le devolvió los buenos días mientras servía dos vasos de leche caliente que puso sobre la mesa, junto con las tostadas, mantequilla, mermelada y dos cuchillos al lado de un par de cucharillas. Ambas se sentaron, cada una en un extremo de la mesa y Érien no tardó en atacar a las tostadas, untándolas de mantequilla y adornándolas con la mermelada que ellas mismas confitaban-, He pasado una noche horrible… No sé si ha sido por el calor, pero no he descansado nada, y mira que me dormí en el momento en que rocé la cama…
- Yo tampoco he dormido muy bien esta noche. He despertado empapada en sudor… Pero bueno, ahora que me he aseado me encuentro perfectamente… y creo que tú también deberías darte un buen baño cuando acabes de almorzar. Y peinarte un poco, ya de paso.
La mirada de Érien fue iracunda, pero el hecho de que esa mirada fuera tan conocida para ella, la hizo sonreír, ante lo cual, la mirada de Érien se tornó ceñuda, pero al poco volvió con las tostadas y su vaso de leche, en la parte inferior del cual se amontonaba todo el azúcar que le había echado. A Eladien le gustaba mucho lo dulce, pero la obsesión de su hermana, sobrepasaba su entendimiento.
Desde luego, no entendía como nunca engordaba con todo lo que comía.
- Ayer dijiste que Kirem vendría hoy a arreglar el tejado, ¿no?-, Érien asintió tras una gran tostada, al parecer ensimismada en evitar que la mermelada que se sobresalía por los costados de esta cayera en su regazo-, Ese hombre siempre se levanta muy temprano, no me sorprendería que no tardase mucho en llegar. Voy a pasear un rato a Depbú, que ya hace rato que está ladrando desde el jardín. Si viene Kirem mientras estoy fuera dile que se espere un momento, que no tardaré mucho.
- Está bien. Voy a recoger esto un poco y luego iré al granero a moler algo más de trigo. No vamos a poder moler nada mientras Kirem lo esté arreglando, así que hay que aprovechar. Y tampoco quiero que hagas esfuerzos. No hasta que Honth venga a verte-. Eladien asintió lentamente, absorta de nuevo en sus pensamientos.
Honth… Esperaba qué, con un poco de suerte, este solo quisiera saber si se encontraba bien, pues si le preguntaba algo, ella, no tenía nada que decirle.
Se despidió de Érien con un beso en la mejilla y antes de salir al jardín por la puerta de la cocina, cogió el collar y la correa de Depbú de un gancho colocado al lado de la puerta. El día era soleado a más no poder, sin el menor atisbo de nubes en el horizonte, lo que prometía un angustioso día más de bochornoso calor. Se preguntó que prefería, si las tormentas que habían asediado Nash’sera tres noches atrás o aquel sol abrasador que la hacía sudar hasta adherir las ropas a su piel.
Nada más salir al jardín, Depbú se echó encima suyo, posando sus grandes y peludas patas en su abdomen mientras movía el rabo de un lado a otro. Eladien le pasó la correa, de cuero y con un bordado en verde que rezaba Depbú, por el cuello para luego engancharle una gruesa cuerda, el final de la cual se abría en aro para que pasara la mano. En cuanto le puso la correa, la perra, contenta y ansiosa por salir como cada vez que salía a la calle, empezó a estirar de la correa, obligando a Eladien a correr a base de trompicones hacia la puerta, dónde Depbú se enganchó con las patas delanteras, puesta de pie y con la lengua hacia afuera, esperando a que ella la abriera.
Salieron a la calle y Eladien cerró la puerta tras de sí mientras trataba de retener a Depbú, que intentaba salir al trote aun cuando su dueña estaba atada a ella con una correa, aunque al final, resignada, caminó al mismo ritmo de Eladien, mirándola de tanto en tanto y moviendo el rabo.
Hicieron el mismo recorrido que siempre; pasaron por la calle mayor del pueblo, la cual estaba atestada de personas que se afanaban en llegar a tiempo a su trabajo, y de ahí a las colinas que rodeaban Nash’sera, dónde llevaba a Depbú desde que esta era un cachorro. Cuando llegó al pie de una de las colinas, la que estaba más cerca del muro que rodeaba el pueblo, soltó a Depbú y esta no tardó en salir corriendo, con las orejas gachas y la lengua meciéndose hacia ambos lados de su boca. Eladien se quedó esperándola al pie de la elevación, observando cómo la perra se alejaba y rodeaba algunos árboles a toda velocidad, contenta de salir del jardín de casa. Eladien, distraída, miró largamente el precioso cielo azul, exento de nubes, y se imaginó cómo, allí, invisibles de momento, las estrellas titilaban sin ser vistas.
El viento corría casi a ras de suelo, meciendo únicamente las malas hierbas que poblaban las colinas y refrescando sus tobillos. Era tan relajante…hasta que, primero de forma apenas audible, aumentando gradualmente de intensidad, unos susurros fluyeron con el viento y llegaron hasta sus oídos, llevándole palabras que no lograba entender. El aire le meció el cabello y bufó su vestido, levantando el repulgo de su falda un palmo del suelo, pero ella tenía los cinco sentidos puestos en los susurros que invadían sus oídos y mente por igual, algunos largos y otros cortos, casi como suspiros.
Giró varias veces sobre sí misma, olvidándose completamente de Depbú, quien estaba labrando un agujero frente a un gran árbol con sus zarpas, pero al acordarse de las palabras de su abuela, Eithenalle, se paró en seco, consciente de que aquello, según las palabras exactas de Eithenalle, era la llamada de la naturaleza, de todas las almas en pena que vagaban por el mundo, aferradas a la tierra por algún asunto pendiente o simplemente, reencarnadas en otras formas de vida.
Fascinada por aquel hecho, al pensar que aquello que antes calificaba como extraños susurros era en realidad, la forma en que la naturaleza podía comunicarse con ella, miró las copas de los pocos árboles que se alzaban en las bajas colinas, cuyas hojas y ramas bailaban ahora con la corriente de aire que empezó a soplar desde todas partes, haciendo que las flores que se amontonaban en la base de los troncos vibraran casi como si tuvieran vida propia y que las malas hierbas se agacharan a lentos intervalos, provocando ondas en el espeso follaje. Arrastrada con el viento, al igual que los indescifrables susurros, una dulce y cantarina voz flotó desde las grandes flores, del mismo modo en que había sucedido con aquel pájaro que el día anterior se había posado en el alféizar de su ventana.
Las notas fluían con el aire, pero no llegaban hasta sus oídos, llegaban a su mente.
Oh, viento imperecedero,
nuestro amante de bailes y danzas
que mueves lo etéreo
mientras te ofrecemos alabanzas.
Oh, nuestro rey,
vivo compás que mece nuestros sueños,
exhaustivo caer y melodioso acariciar,
mécenos a tu ritmo y envuélvenos de suspiros,
con tu suave soplar, vuélvenos a tocar.
Oh, ser no perentorio,
contigo todo nace y contigo todo muere,
haz de ti algo notorio
para que cuando fluyas bailemos como siempre fuere.
Era una canción de tonos agudos y graves, que se iban intercambiando en los diferentes compases, pero aún casi exenta de ritmo y rima, era preciosa, por lo que Eladien se quedó plantada un largo rato en dónde estaba, mirando embobada como las flores parecían mirarla desde sus cabezas de largos pétalos. Estuvo en silencio un largo rato, sin prestar atención a Depbú, que emocionada con su hoyo, había metido medio cuerpo dentro, mostrando únicamente sus patas traseras, el lomo y la larga cola que semejaba un plumero.
Aquella canción, el hecho de que fueran las flores quienes la entonaban alegremente y de que ella fuera la única persona que podía escucharla, la relajó de manera sorprendente, haciendo que hiciera caso omiso de todo cuanto ocurría a su alrededor. Ni siquiera se dio cuenta de que Depbú, ahora con el rabo hacia abajo, entre las patas, y las orejas tan gachas que se pegaban a su cráneo, salió corriendo de dónde estaba para sentarse detrás la falda de su vestido, emitiendo algún que otro gemido lastimero, hasta que al final, habida cuenta de que no le hacía caso, puso su hocico en una pierna de Eladien, instándola a que le prestara atención.
Oh, nuestro todo poderoso dios viento,
nuestra balsa y vela,
lleva nuestras semillas a los lejos
para que conquistemos la tierra.
Eladien estaba segura de no haber escuchado jamás algo tan bello y profundo y, absorta en mirar a las flores y escuchar su cálida canción, dio un respingo al sumarse otra voz, esta grave y rasposa.
Oh, viento imperecedero,
nuestro amante de bailes y danzas
…A - yú - da - nos…
que mueves lo etéreo
mientras te ofrecemos alabanzas.
Oh, nuestro rey,
vivo compás que mece nuestros sueños,
…Sál – va – nos…a todos…
exhaustivo caer y melodioso acariciar,
mécenos a tu ritmo y envuélvenos de suspiros,
con tu suave soplar vuélvenos a tocar.
…Moih…’voir…
De inmediato, como si nunca hubieran estado haciéndolo, las flores dejaron de cantar, substituyéndose sus cantos por el sonido de viento al pasar por las copas de los árboles y los gemidos de Depbú, que se había estirado en el suelo con la cola a ras de tierra. Eladien miró en todas direcciones, curiosa por aquella repentina despedida.
¿Había sido aquella voz grave y taciturna, la llamada de un alma en pena?
¿Qué les ayudara? Un escalofrío recorrió su espina dorsal de abajo a arriba. Una cosa era escuchar cantar a pajarillos y a las flores…pero aquello, esa voz rasposa, ya no le había gustado tanto.
¿Qué les ayudara? ¿A quién?
Volvió a mirar a las flores, esperando a que estas reanudaran su melodiosa canción, pero el silencio perduró un buen rato, hasta que sintiéndose un poco ridícula, Eladien decidió marcharse a casa. Le pasó a Depbú la correa por el cuello y metió la mano por el aro en que finalizaba la cuerda para después marcharse presurosa de las colinas. Acaba de acordarse de Kirem, quién no tardaría en llegar (si no es que ya estaba allí, pues Kirem era muy madrugador) para arreglarles el tejado del granero.
Entró en Nash’sera y atravesó con Depbú la calle mayor, en dónde persistía el ajetreo de antes. Varias personas se percataron de que estaba allí y pararon en sus quehaceres para preguntarle cómo se encontraba, a lo que ella respondió que se encontraba bien, que había sido un simple desmayo y que Honth ya la había visitado. Eso funcionó con la mayoría de las personas que la paraban, pero no con Suyi, quién salió corriendo de la panadería en cuando la vio pasar con Depbú. La panadera, rechoncha como siempre, acercó su redonda cara a la de Eladien y la examinó muy de cerca, sin prestar atención a sus protestas de que se encontraba perfectamente.
- Érien me explicó ayer lo que el señor Honth le dijo que hicieras, y debes de hacer reposo, Eladien. Juro que como cuando luego vaya a tu casa te vea haciendo algún tipo de esfuerzo físico…-, Blandió amenazadoramente el amasador de pan que llevaba en una de sus regordetas manos, con lo que varias motas de harina salieron disparadas-, Estoy muy preocupada por ti. A sí que ya sabes, no hagas esfuerzos, Eladien.
- Sé que te preocupas por mí, Suyi, y te lo agradezco mucho. Tranquila, haré reposo.
Eso no era del todo cierto, pero si quería llegar a su casa antes de que Kirem llegara, aquello era lo que tenía que decir, ya que Suyi no era una mujer que se conformara con un no. La panadera inspeccionó su rostro en busca de fatiga, pero al fin, al parecer convencida, le plantó un beso en la frente y se despidió de ella con un abrazo que a punto estuvo de romper las costillas de Eladien.
Varias personas más la pararon mientras cruzaba la calle mayor de Nash’sera y Eladien no pudo hacer más que hablar con todos ellos, consciente de que querían lo mejor para ella. Y alegre también porque estos no le preguntaran nada de lo que hizo en el festival, de cómo curó a Nednea. Sin embargo, no pudo evitar observar cómo algunas personas rehuían su mirada, algunas incluso desviándose un poco de su trayecto para esquivarla. Aquello la dejó conmocionada. ¿Estaban esquivándola? ¿Porqué…? No, seguramente no tenía nada que ver con ella… así que decidió dejar ese tema aparte, concentrada en no mancharse el repulgo de la falda con la arena que se levantaba en algunas partes del camino.
Cuando estaba cerca de casa soltó a Depbú y esta salió corriendo a toda prisa hacia la puerta de madera, dónde esperó a Eladien hasta que esta le abrió la puerta. Depbú atravesó el jardín y rodeó la casa, seguramente para ir a su pequeña casa de madera, dónde estaba su bebedero. Eladien, en cambio, pasó por las piedras que llevaban hasta la puerta de la cocina y abrió la puerta.
Érien estaba sentada en una de las sillas, ya vestida y bien peinada, sin el menor rastro de somnolencia. Un hombre alto, calvo, de fornidos brazos y abultada barriga estaba sentado al otro extremo de la mesa, con un vaso de agua enfrente suyo. Iba vestido con un mono de color verde y con una camiseta marrón que se adhería a su cuerpo a causa del calor que lograba filtrarse por las ventanas de la casa. Kirem sonrió al verla y se levantó enseguida, estirando el brazo para estrecharle la mano, la cual Eladien cogió entre las suyas durante un instante, divertida por aquel saludo tan típico de los hombres. Sus manos eran callosas y de tacto duro, típicas de alguien que se ganaba la vida trabajando con estas, y eso era lo que hacía Kirem, el constructor del pueblo. Había ganado un buen renombre en Nash’sera y eran muchos los que solicitaban sus servicios cuando les ocurría algo en casa. Algo como el tremendo agujero que destrozaba el tejado de su granero…
- Eladien, el señor Kirem acaba de llegar. Ahora mismo iba a enseñarle como está el granero, para que vea los desperfectos.
Kirem asintió lentamente tras mirar a Érien, que aún sentada en la mesa estaba untando una rebanada de pan con mantequilla, hambrienta de nuevo. Luego miró a Eladien y cogió una gran caja de hierro que había a los pies de su silla y al levantarla, en el interior de esta resonaron varios objetos chocando entre sí.
- Está bien. Yo iré con él.
- Vale, yo acabaré aquí-, Érien señaló una pequeña pila de platos que de manera acusadora, se amontonaban en un gran barreño-, Recuerda lo dicho, Eladien. Nada de esfuerzos físicos. Mira de no estar mucho rato al sol. Son órdenes de Honth.
- Eladien, no hace falta que me acompañes-, Kirem la miró con cierta preocupación de padre en la mirada-, Puedo apañármelas solo, tranquila. Todos sabemos lo que te pasó en el festival, así que…
- Gracias por preocuparte, pero estoy bien-, ¿Cuánto había dado de que hablar ese suceso aislado?-, No te preocupes, no me pasa nada. Te aviso de que el agujero es bastante grande… Fue el Hénir al caer, así que imagínate.
Kirem asintió en silencio y precedió a Eladien al exterior, dónde giraron a la derecha para ir al granero, que se alzaba junto al lateral de la casa, alto y con el tejado atravesado por el gran Hénir que había estado en aquel jardín desde tiempos inmemoriales. Una de las hojas de la puerta colgaba por su bisagra superior, emitiendo un seco chirrido cuando el viento la movía hacia dentro, dónde casi todo era oscuridad, rota únicamente por la luz que se filtraba a través del gran agujero. Kirem se plantó delante de las grandes puertas, a una distancia tan corta de estas que tuvo que estirar el cuello para observar el panorama en su totalidad. Al final suspiró, pasándose el dorso de la mano por la frente y cabeza, quitándose el sudor.
- Cuando Érien me explicó los daños no imaginaba que fuera tanto… Tan solo el apañarlo para que puedas seguir usándolo hasta que termine del todo me llevará todo el día, Eladien. Si no es que me lleva mañana también… Trataré de sacar el árbol sin ocasionar más daños a la construcción, pero no te lo puedo asegurar. La madera ya está vieja y las recientes lluvias la han debilitado mucho, pero no te preocupes. Lo haré lo mejor que pueda.
- Está bien. Solo espero que podamos usarlo pronto. A causa del agua ya hemos perdido mucha cosecha, y no podemos permitirnos seguir perdiéndola. Haz lo que puedas, por favor. Tengo que entrar un momento, no será nada. Puedes empezar ya si quieres.
Kirem asintió de nuevo con la cabeza y se dirigió a la pared de la casa, en dónde había apoyada una larga escalera de madera.
Eladien entró en el granero como pudo, apartando las destrozadas puertas y una vez dentro, usando las dos piedrias que siempre dejaba junto a la lámpara de espejos, encendió una vela que iluminó mortecinamente la estancia, mostrando como el Hénir y la gran viga que bajaba desde el techo, aplastaban la removida tierra. Al menos ya no había charcos por todas partes. Con la lámpara en la mano, cruzó el granero y en la pared opuesta de la puerta encontró un par de grandes sacos de piel que, aún sin cerrar, dejaban ver la harina amontonada en su interior. Una vez al lado de los sacos dejó la lámpara en una mesa cercana y los ató con unas cuerdas que colgaban en la pared. Usó el nudo que su madre le había enseñado de pequeña, uno muy resistente pero fácil de deshacer si se sabía cómo. Una vez que los dos sacos estuvieron bien atados los arrastró como pudo hacia la puerta, dejando un gran surco tras ella.
Cuando salió al exterior con el primer saco, Kirem ya estaba en el tejado, subido en la escalelera y cortando ramas del viejo árbol. El suelo estaba ya cubierto de pequeñas y grandes ramitas que se sumaban a la mala hierba que aún no se habían decidido a cortar. Dejó el saco apoyado en la pared lateral de la casa y, tras echar una mirada al Hénir, cada vez menos poblado de hojas y ramas, entró de nuevo en el granero para sacar el otro saco, el cual había dejado cerca de la entrada. Atravesó de nuevo el granero y agarró la lámpara, provocando titilantes sombras que se movieron por las paredes interiores del granero hasta que la apagó de un soplo, dejando en penumbra la parte posterior de la alargada estancia.
Dejó la lámpara dónde siempre y asió el saco con ambas manos, haciéndolo pasar por el surco que ya había abierto antes en la tierra; contra menos baches provocara, menos charcos se acumularían si algún día les ocurría la misma desgracia.
Salió al exterior entre jadeos, arrastrando el saco tras de sí y una vez fuera, bajo el caluroso y radiante sol, lo apoyó al lado del otro, en la pared de la casa. Se pasó el dorso de la mano por la frente para enjuagarse el sudor y no le sorprendió ver que esta estaba empapada. Eladien se sacó del bolsillo la cinta roja que tanto le gustaba y se cogió el pelo con ella, en una gran cola que empezaba en su coronilla y, mientras aún ataba bien el lazo, con ambas manos en la cabeza, la alzó para ver a Kirem, que enfrascado en su tarea no parecía importarle estar lleno de sudor. Se había puesto unos guantes de cuero y ahora estaba sin la parte de arriba, mostrando su prominente panza, sin duda orgulloso de ella, pues aquella era la llamada entre los hombres de Nash’sera, barriga cervecera.
Sin duda Kirem bebía mucho…
El Hénir mostraba un aspecto lamentable, rajado por el tronco, chamuscado y además, ahora parecía estar desnudo, sin hojas y apenas ramas que cubriesen su copa, como había sido desde que Eladien tenía memoria. Aquel árbol había estado con ellas desde siempre, con su madre, su padre, su abuela e incluso sus abuelos y tatarabuelos… Le daba mucha pena despedirse de él, pero no había otra opción. En fin… Las cosas cambiaban con el tiempo… y aquel árbol era una de ellas.
Justo en el momento en el que se giraba para dirigirse a casa, que un grito rasgó el aire y fluyó desde el granero. Eladien se giró sobresaltada, y lo que vio, la dejó clavada en dónde se encontraba durante unos buenos instantes, con la boca abierta y una mano sobre esta, ahogando un grito de angustia.
Un instante atrás, Kirem estaba en el tejado, arrancando las hojas y ramas del gran Hénir, con los pies bien firmes en la escalera y una mano en el tejado y ahora, un segundo más tarde sino menos, se abalanzaba al vacío desde una altura considerable, con las manos extendidas hacia abajo en un acto reflejo al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas. Aterrizó sobre las hojas y ramas que el mismo había estado cortando y su cuerpo se estremeció al chocar contra el suelo con un fuerte golpe que resonó largamente en la cabeza de Eladien.
Movió la cabeza en su dirección y al levantarla, un hilillo de sangre que pasó a ser un reguero invadió su cara desde la frente y tapó sus ojos, que se cerraron lentamente mientras extendía un musculoso brazo hacia ella, como si le estuviera suplicando.
- ¡Kirem!
Eladien, al fin, recuperada del susto, corrió hacia él todo lo rápido que le permitieron sus piernas y se agachó a su lado.
Asustada, cogió su muñeca y le tomó el pulso con dos dedos. Este era débil y desacompasado con su respiración, seca, débil también y muy trabajosa. Le giró un poco la cabeza, con mucho cuidado y al ver la sangre que bajaba por esta se le encogió el estómago: nunca le había gustado ver sangre, y aquello mucho menos; esta descendía por su amoratado rostro, desde el inicio de la frente hasta la barbilla, tapándole los ojos, los cuales Eladien le abrió del mismo modo en que Honth había hecho con ella en el Festival de las Tormentas.
Pasó un dedo de un lado a otro para ver si Kirem lo podía seguir, pero sus ojos permanecieron clavados en ella, brillantes y suplicantes, igual que los de Nednea la noche en que…
Súbitamente, se acordó. Ella había hecho algo para salvar a Nednea aquel día… Le había pasado parte de su energía vital y la anciana se había recuperado al instante.
Entonces, ¿por qué no curaba a Kirem de la misma forma?
Cogió las callosas manos del hombre entre las suyas y trató de relajarse del mismo modo en que había hecho en el festival, pero la concentración que había experimentado aquella noche no parecía querer iluminarla de nuevo. Decidida a no perder los nervios y a concentrarse a toda costa, miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y cerró los ojos, dispuesta a seguir los mismos pasos que con Nednea. Si lo hacía así, estaba convencida de poder curarle las heridas. Solo tenía que relajarse y concentrarse… Así que respiró hondo y dejó que toda tensión en sus músculos se esfumase hasta convertirse en algo insignificante, hasta notar su cuerpo tan ligero como la más liviana pluma.
Oía su propia respiración, lenta pero fuerte, y los latidos de su corazón, que poco a poco iba pasando de estar desbocado a latir a un ritmo cercano al habitual, despacio pero firme. Notaba como sus hombros se relajaban, como los músculos de sus brazos se destensaban y como sus manos sudaban un poco a causa del calor. Notaba como cada poro de su cuerpo se abría para transpirar. Y al fin, con un reprimido suspiro, notó las manos de Kirem, duras y llenas de callos y como el vello en el dorso de estas se erizaba al entrar en contacto con las suyas. Eladien pudo sentir como la sangre fluía por el cuerpo de Kirem, como todos sus músculos se agarrotaban ante el dolor y el miedo, como sus hombros se sacudían casi imperceptiblemente, empujados por punzadas de dolor que Eladien podía sentir en aquellos momentos en su propio cuerpo. Gracias al vínculo que les unía, sintió el dolor que Kirem estaba soportando con un elevado nivel de heroísmo, sin emitir sonido alguno de dolor aun cuando se estaba retorciendo a causa de este.
Pasó desde las manos a los brazos, de ahí a las axilas y hombros y luego a la cabeza, donde residían la mayor parte de sus heridas y, con los ojos cerrados, sumamente concentrada en un cuerpo ajeno, en el del hombre que estaba postrado en el suelo, encontró lo mismo que había buscado en el caso de Nednea, solo que esta vez, no se trataba de un único punto de luz, sino de varios, de un color rojizo que resaltaba contra la negrura; estos palpitaban cada vez con menos fuerza, dando la impresión de que tras cada pálpito, fueran a desaparecer. Eladien no sabía muy bien que eran aquellos puntos luminosos, pero sabía sin lugar a dudas que eran la clave para curar a Kirem.
Un poco asustada aun cuando sabía perfectamente lo que debía hacer, agarró con más fuerza las manos de Kirem, estrechándolas entre las suyas. Suspiró profundamente y, aliviada y temerosa a la vez, sintió como, en su interior, algo rebullía de impaciencia, hasta que un pequeño flujo se condensó y, lentamente, pasó de su cuerpo al de Kirem, haciendo que el cuerpo del hombre vibrara al recibir su energía vital, del mismo modo que el de Nednea la noche del festival. El flujo pasó de sus manos a las de Kirem, primero poco apoco, pero ganando velocidad aun cuando Eladien trataba de controlarlo; no le apetecía experimentar la misma sensación que con Nednea, cuando su cuerpo había intentado absorber toda su energía vital.
Debía de ir con mucho cuidado.
Controló el flujo y lo hizo pasar por los brazos del hombre, dónde fue subiendo hasta llegar a los hombros, hinchados y doloridos por el fuerte golpe ocasionado por la caída. De los hombros lo llevó a su cabeza, dolorida también, un poco hinchada y en dónde, si cerraba los ojos y seguía concentrándose, podía ver cómo tres puntitos de luz rojiza titilaban mortecinamente, iluminando menos que la vez anterior con cada pálpito. Uno de los tres puntos era más grande que los otros e iluminaba con mayor intensidad que sus congéneres, pero igualmente ofrecía la sensación de que aquella luminosidad no era más que algo efímero, los últimos estertores de una luz que estaba siendo invadida por una creciente oscuridad.
El viento sopló con intensidad y movió violentamente su vestido, pero Eladien no fue consciente de eso. Solo podía sentir como Kirem se retorcía de dolor, como toda su sangre se escapaba por una brecha en su cabeza. Como su vida se debatía entre abandonar ese cuerpo o quedarse un poco más. Eladien, pensando en las posibles consecuencias pero sabiendo que era la única persona que podía ayudar a Kirem en aquel momento, condensó aún más el flujo de energía vital que la conectaba con el hombre y le ordenó ( era la mejor palabra que se le ocurría para describirlo) que atravesara el punto brillante que parecía más débil, ante lo que el cuerpo de Kirem se movió en secos espasmos, estando apunto de soltar sus manos de las de Eladien, pero al momento, al parecer abatido, volvió a quedarse quieto. Eladien notaba como la energía pasaba de su cuerpo al del hombre, mermando la suya propia. Debía de ser muy cautelosa.
Esperó, entre concentrada y ansiosa, a que el punto de luz que estaba recargando brillara con una intensidad aceptable, tras lo cual, esperando que nada se lo impidiera, retiró lentamente el flujo de energía vital, sonriendo para sus adentros al ver que esa luz no había intentado tragarse toda la energía de la que Eladien disponía.
Sin abrir aún los ojos, descansó un momento antes de ponerse con el segundo punto de luz, este de apariencia un poco más viva que el anterior y cuando lo atravesó con el flujo que unía sus cuerpos, el de Kirem vibró de nuevo, esta vez más intensamente que antes, aceptando de buen grado las fuerzas que Eladien estaba cediéndole. Volvió a retirar el flujo sin ningún problema, estirando suavemente de él para alejarlo del punto de luz que había sanado y, tras descansar otra vez, pues sentía como su cuerpo se volvía pesado por momentos, además de cómo algo rebullía en su interior, inquieto, canalizó el flujo en el último titilante punto de luz, este más grande que los otros, pero, en cuanto lo hubo atravesado, notó como este era tan fuerte como para tirar del flujo, haciendo que este entrara sin parar en el cuerpo de Kirem.
Eladien se resistió, tirando de él sin saber cómo, aguantando los constantes tirones que el cuerpo de Kirem le propinaba a la cadena de energía. El punto de luz iba iluminándose rápidamente mientras al cuerpo de Eladien le era arrebatada parte de su energía, dejándola un poco débil a la par que mareada, así qué, aterrorizada ante la idea de quedar tirada en el suelo e incapaz de mover un solo músculo como ya le había pasado anteriormente, cortó el flujo del mismo modo en que había hecho con Nednea, dejando que los últimos restos de este penetraran en aquel avaricioso punto que ahora irradiaba una esplendorosa luz.
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Aturdida por el esfuerzo mental (y físico, claro estaba, pues parte de sus energías habían sido drenadas) y por la sensación de fatiga que empujaba su cuerpo hacia abajo, volviéndolo pesado, abrió los ojos y contempló a Kirem, quien con los ojos abiertos de par en par la miraba boquiabierto, sin rastro de sangre manando de su craneo como ocurría tan solo un momento atrás. Ahora su cara estaba como antes, sin manchas de sangre ni moratones; tan solo una fina capa de arenilla cubría sus mejillas y mentón.
Eladien dejó ir sus manos y cogió la muñeca derecha de Kirem para tomarle el pulso con dos dedos, el cual comprobó con mucho gusto, era muy estable. Se apartó un poco del hombre y se sentó en el suelo para descansar, pues, aunque no se había movido del sitio en ningún momento, notaba el cuerpo cansado y sudoroso. En cambio, Kirem se quedó dónde estaba, tirado en el suelo y sin dejar de mirarla mientras se pasaba una mano por la frente.
Si Eladien había visto alguna vez a alguien que estuviera confuso, ese era Kirem.
- ¿Qué has…? Yo me he caído del tejado… ¿Cómo puede…?
Eladien, tirada en el suelo, no pudo más que sonreír al ver que todo había salido bien, al observar cómo Kirem trataba de explicarse a sí mismo que había sucedido. Pensar que, de nuevo, el cuerpo de la persona a la que trataba de sanar había intentado arrebatarle toda su energía vital para regenerarse hacía que le vinieran escalofríos, pero la sensación de haber salvado de nuevo a alguien que estaba al borde de la muerte…era agradable. Se preguntó si Eithenalle sentía el mismo sentimiento cada vez que le salvaba la vida a alguien. Seguramente sí, dado el sentimentalismo de su abuela…
Se tocó la cabeza, la cual le dolía un poco, pero ni mucho menos como cuando había usado sus dones con Nednea. Ahora era un dolor casi insignificante, casi como si su cuerpo ya estuviera acostumbrándose a la situación.
El sonido de unos pasos hizo que Eladien se girara y al hacerlo se encontró con Érien, qué con una mano en la boca tenía los ojos tan abiertos que daba la impresión de poder tocarse las cejas con las pestañas.
- É- Érien…-. Eladien se levantó torpemente, aún un poco mareada, pero la fresca brisa que corría en esos momentos alivió un poco su malestar.
Kirem también se levantó, tocándose inconscientemente la cabeza sin dejar de mirar a Eladien un solo instante, al parecer aturdido. Se acercó presuroso a Eladien y tras darle varias veces las gracias, se marchó corriendo sin cobrar, mirando de vez en cuando hacia atrás en su despavorida carrera, olvidándose de recoger el material que él mismo había traído. Érien se acercó a Eladien y se plantó delante suyo, mirándola directamente a los ojos, abiertos a más no poder. El pelo le caía libremente por la espalda y bajaba por esta, contrastando con el impoluto blanco del vestido de dos piezas que llevaba puesto. En su cara no se veía el menor atisbo de la sonrisa que marcaba siempre sus hoyuelos, pero su mirada era tan cálida como lo había sido la de su madre.
Llena de amor.
- Eso ha sido… Fascinante-, Ante la atónita mirada de Eladien, quién no daba crédito a sus oídos, ni a sus ojos, Érien se tiró encima de ella, dándole un abrazo tan fuerte como el de Suyi, sino más, y del que Eladien se zafó como pudo, aún mareada por la curación de Kirem-, Le has sanado en un momento… Ha sido increíble.
- Érien… Temía…-, Le costaba trabajo articular las palabras teniendo en cuenta que el llanto luchaba por abrirse paso por su garganta y que las lágrimas amenazaban con amontonarse en sus ojos hasta caer descontroladamente por su rostro. ¿Fascinante? Desde el momento que hubo curado a Nednea, Eladien había estado temiendo que Érien la considerara una extraña, pero contra todo pronóstico, a su hermana pequeña le parecía fascinante-, Temía que pensaras algo malo de mí… Yo no podría… Yo…
Érien volvió a estrecharla entre sus pequeños brazos, dándole suaves palmaditas en la espalda para tranquilizarla, pero con aquello solo logró que las lágrimas brotaran de los ojos de Eladien, algo que últimamente le ocurría muy a menudo. Desde que había visto a Eithenalle se había vuelto mucho más sensible de lo habitual. ¿O acaso se debía a sus dones? Fuera lo que fuera, eran demasiados acontecimientos para una sola persona y en tan corto espacio de tiempo. Sin embargo, se dejó consolar por Érien y le devolvió el abrazo, levantándola del suelo para darle un beso en la frente, como hacía desde que era pequeña.
- A mí no tienes que explicarme nada, hermana. Sabes que yo creo y confío en ti más que en cualquier otra persona. Lo que haces es bueno, Eladien. Salvas la vida a la gente, al igual que nuestra abuela Eithenalle. Con saber eso me basta. Sabes que estaré contigo hagas lo que hagas. Y seguro que la abuela, esté donde esté, está muy orgullosa de ti.
- Muchas gracias, Érien. Tú sabes que yo jamás te abandonaría. Jamás.
El eco de la última palabra se repitió varias veces en su mente. No permitiría que Érien enfermara. Nunca. Usaría sus dones para ello y la mantendría siempre a salvo. No permitiría que muriera. No como sus padres…
Si hubiese tenido sus dones antes… entonces ellos…
- Te quiero mucho, hermana.
Eladien desechó la autocompasión que se había estado abriendo paso en su mente y miró a Érien a los ojos.
- Yo también te quiero.
Mientras ese abrazo duraba, ajenas a todo cuanto las rodeaba, un gran pájaro negro pasó planeando velozmente sobre Nash’sera, graznando estruendosamente.
Era un pájaro de larga cola emplumada y con una cresta roja que bajaba por su lomo, y de grandes patas que acababan en unas afiladas garras que emitieron destellos con los rayos de sol. De su cola, además de plumas negras, sobresalían de forma ostentosa otras más largas y de color naranja, las cuales se estiraron hacia atrás cuando la gran ave se posó sobre uno de los árboles de las bajas colinas que rodeaban Nash’sera.
Ya bien pasada la hora de comer, Eladien y Érien se sentaron juntas en el sofá que había en el salón, las dos leyendo los libros que todavía no habían terminado de leer. El sonido que producían las agujas de un reloj de madera que estaba pegado a la pared era el único ruido que flotaba en el ambiente, pues ambas, en silencio, estaban inmersas en el mundo ficticio que los libros otorgaban. Y aquello, teniendo en cuenta su situación actual, era lo mejor que Eladien podía hacer; desconectar detodo aunque solo fuera por un rato, concentrándose únicamente en ir pasando las páginas y ver como las palabras tomaban vida en su interesante lectura.
Sin embargo, mientras sus ojos pasaban veloces sobre las líneas, la imagen de Kirem cayendo desde el tejado del granero vino a su mente, obligándola a releer unas cuantas veces la última frase, súbitamente anonadada por lo ocurrido.
Si ella no hubiera estado allí, entonces Kirem habría…muerto. La sangre cubría su cara y tenía una gran brecha en la frente, pero…ella lo había sanado en un santiamén… imbuyéndole parte de su fuerza vital… tan solo con coger las manos del hombre entre las suyas. Sin embargo, no se encontraba tan mal como le había ocurrido con Nednea; esa vez, el malestar era casi nulo, tan solo un ligero dolor de cabeza. Y el mareo, aunque este había empezado a remitir en cuando hubo comido, lo cual, por cierto, había hecho hasta la saciedad, dejando a Érien como una vulgar aficionada.
Pasó la página distraída, rasgando el silencio cuando la hoja rozó a sus semejantes, pero el mutismo volvió a caer rápidamente, cortado tan solo por el tic – tac del reloj. Miró de reojo a Érien, quién estaba sumamente concentrada en su lectura, con la cara tan cerca de las páginas que poco le faltaba para recostarse en ellas. Quizá necesitaba unas gafas. Últimamente parecía que su visión empezaba a fallar, pero siempre lo disimulaba ante Eladien, seguramente asustada y reacia ante la idea de que le pusieran anteojos. Érien, consciente de que Eladien estaba mirándola, levantó la cabeza del libro y le sonrió, mostrando su impecable dentadura y los profundos hoyuelos que tanto le gustaban a Eladien.
Érien dejó el libro sobre la mesa de cubierta de cristal y se acomodó más en el sofá, arrebujándose en este todo lo que pudo.
- Eladien…-, La aludida dejó también el libro sobre la superficie de cristal y recostó la espalda contra el sofá-, la abuela Eithenalle fue muy conocida por sus curaciones, ¿verdad.
Eladien asintió despacio, sin saber a dónde quería llegar su hermana pequeña. Eithenalle se había hecho muy famosa gracias a lo que hacía, pues fue considerada la mejor curandera de la época, además, la fama de su toque curativo se expandió fuera del reino de Áldruvein, por lo que en ocasiones había venido alguna que otra persona de otro reino para solicitar sus servicios.
- Aquella noche, cuando curaste a Nednea, todos estaban hablando de Eithenalle, de cómo la habían visto…en ti. Decían que era como una reencarnación. Algo divino. Que el toque de sus manos había pasado a las tuyas e incluso que ella había pasado a tu interior, reencarnada en ti. No paraban de mencionar que era algo mágico. No sé, Eladien. Pero no me gustó la reacción que tuvieron algunos.
Eladien, en silencio, sopesó cada palabra de Érien, intentando recordar aquellas voces que había escuchado cuando estaba tirada en el suelo, el día del Festival de las Tormentas. Pero ninguna de ellas había sido entendible para ella, seguramente debido al agotamiento que había sufrido al curar a Nednea.
Sin embargo, la reacción que tuvieron algunos…
- ¿Qué quieres decir?
No entendía a dónde quería llegar Érien, o que trataba de decirle, pero por la expresión de su hermana pequeña, taciturna, la preocupación afloró, inquieta, en su interior.
- Algunos… No lo sé, Eladien. Quizá sea yo que me preocupo mucho al leer tanta novela, pero…
- Venga, dilo. No pasa nada.
Eladien no sabía qué era lo que Érien tardaba tanto en decirle, pero los nervios empezaban a revolver su estómago, cerrándolo. ¿Qué podía haber oído que la preocupara tanto?
- Algunos…Algunos dijeron que podrías haber usado tus… conocimientos antes. Que tú podrías haber salvado a sus familiares. Incluso…-, Vaciló un poco al decir la última frase, como si buscara las palabras adecuadas, y al abrir la boca, estas salieron entrecortadas, casi débiles-, Dijeron que te quedaste quieta, mirando como morían sus seres queridos.
El silencio volvió a apoderarse de la sala rápidamente, cayendo sobre Eladien como una gran y pesada losa que oprimió sus pulmones momentáneamente. No podía creer lo que acaba de oír, pero, aun así, indudablemente, Érien había pronunciado esas palabras.
¿Qué ella había estado mirando como fallecían los demás? Eso era…
Eladien suspiró profundamente, dejando que sus pulmones se llenaran de aire para luego expulsarlo poco a poco, tratando de relajarse. ¿Que ella…?
¿Cómo podían pensar aquello?
Ella no se había quedado de brazos cruzados por que quisiera. Simplemente, no había podido hacer nada. No hasta que hubo obtenido sus dones. Antes de que aquello sucediera ella era tan normal como los demás, sin más conocimientos de primeros auxilios que los que tenían los demás pueblerinos. Aunque hubiese querido, ella no habría podido hacer nada por la gente que había enfermado antes de que ella obtuviese sus dones. Solo a partir de entonces, ya teniendo conocimiento de estos, había podido usarlos.
Ella no…
Eladien notaba como en su interior, el enojo se unía con el pesar, recordando cada funeral al que había asistido. ¿De verdad alguno de ellos creía que, de haber podido, no habría hecho nada? ¿Que no habría salvado a sus padres? ¿A su propia abuela? Érien se acercó a ella y se sentó a su lado, poniendo su delicada mano derecha sobre el regazo de Eladien, quien la miro sorprendida, pues absorbida en sus pensamientos se había olvidado completamente de que su hermana pequeña estaba con ella.
- Muchos están aún dolidos por la pérdida, no soportan la idea de que no volverán a ver a sus seres queridos nunca más. Pero tú no tienes la culpa, Eladien. Solo te lo he contado porque quería que lo supieras, pero también debes saber que solo lo escuché de unas pocas personas. Los demás están maravillados por lo que hiciste, contentos. En el pueblo solo se habla de que ha vuelto El toque de Eithenalle-, Eladien parpadeó varias veces al oír aquello, sorprendida por aquel extravagante nombre-, Sí… Así es cómo llaman a lo que hiciste. Según ellos, le diste a Nednea el Toque de Eithenalle.
El Toque de Eithenalle.
Eladien no pudo evitar reír al escuchar aquello, ante lo que Érien quedó perpleja, mirándola intensamente con los ojos entornados.
Seguro que Eithenalle rebullía en regocijo allá dónde estuviera, aunque pensándolo bien, aquello era una buena noticia. Mientras creyeran que aquello era su tan conocido Toque de Eithenalle, nadie la avasallaría a preguntas sobre cómo curaba ella a los enfermos... Esperaba que así fuera. ¿Quién creería lo que sucedía en realidad?
Seguramente, nadie.
- No te preocupes, Érien. Es lo que tú has dicho. Muchos siguen dolidos por las pérdidas. Pero te prometo qué, de haber podido hacer algo por esas personas, lo hubiese hecho.
- Eladien, estoy muy segura de que la abuela está muy orgullosa de ti. Yo también lo estoy-, Érien casi tartamudeó al añadir esas palabras en el último momento, con los ojos brillantes como siempre que se disponía a adular a su hermana mayor-, Aunque el señor Kirem se ha ido de lo más sorprendido… Seguro que ahora mismo estará explicándoselo a todo aquel que le quiera escuchar… Y que no le hemos pagado. Por cierto, el granero sigue como antes.
Érien, como hacía siempre que se trataba algún tema delicado, sonrió para quitarle importancia, saltando de un tema a otro vertiginosamente, pero a Eladien no le importó en absoluto. No quería seguir pensando en aquello.
Era cierto, el granero seguía como antes; con el tejado abierto por el gran Hénir, el tronco de este encastrado en el suelo junto con una gran viga. Por no mencionar que las puertas seguían desencajadas de sus goznes. En silencio, se dijo a sí misma que cuando consiguieran arreglar el granero, no se lo creería. Continuaron hablando un rato, alternando los ratos en que permanecían en silencio con sus respectivas lecturas, ambas inmersas por momentos en las historias ficticias que vivían entre aquellos viejos tomos. Pero Eladien, aunque que se esforzaba por concentrarse en su lectura, no podía evitar que su mente vagara por lo que Érien le había dicho, por lo que algún habitante que otro de Nash’sera había comentado sobre ella.
¿Quién podía creer de verdad que ella se habría quedado plantada sin hacer nada de haber podido hacer algo? ¿Cómo podía alguien opinar algo así? Entonces, mientras se debatía entre las letras del libro y sus propios pensamientos, revueltos, confusos y amargos, algo vino a su mente; la imagen de varias personas que se desviaban de su trayecto para pasar alejados de… ¿ella?
¿Había sido así realmente? A lo mejor, seguramente (de no ser era así, no lo entendería), se habían desviado por otro motivo… Un adoquín del suelo medio roto, un agujero, una rata… pero, ¿y si de verdad la esquivaban a ella? Si era así, ¿por qué?
Ella tan solo le había salvado la vida a la señora Nednea, además de la de Kirem tan solo unas horas atrás. No había hecho nada malo, de eso estaba segura. Pero entonces…
Unos golpes en la puerta principal la sobresaltaron, provocando que el libro cayera al suelo, justo a los pies de Érien, quién tras recogerlo y decirle que se quedara dónde estaba, que ya iba ella, salió del salón y desapareció por la esquina del pasillo, el eco de sus pasos resonando en la vivienda. Desde el salón, Eladien escuchó cómo se abría la puerta de entrada a la casa y se alzaba una voz femenina pero grave que inconfundiblemente pertenecía a la señora Suyi, quién como había prometido, pasaba a comprar harina y para ver cómo se encontraba Eladien.
- Érien, te ves muy bien. Cómo has crecido…
- Tú también te ves muy bien, Suyi.
Siempre que se encontraba con Suyi, Érien tenía tendencia a mantener aquellas aburridas conversaciones de mujer casada, según las calificaba Eladien, las cuales consistían en decirse la una a la otra lo bien que estaban y lo guapas que habían amanecido ese día. Eladien esperaba con todas sus fuerzas no acabar así. Si es que algún día se casaba, claro. No le apetecía convertirse en una de esas mujeres que solo hablaban del tiempo y de cómo sus maridos hacían las cosas mejores que los de las demás…
- ¿A Eladien? Luego pasaré a verla, querida. Ahora lo que me urge es la harina. Con el festival me he quedado casi sin reservas y tengo un gran pedido de bollos y pan para mañana. Los bailarines del Reino de Hidern se marcharán al amanecer y les gustó tanto nuestro pan que quieren llevarse una suculenta cantidad para sus familias.
- ¿Los bailarines de Hidern?-, El sonido de unas risas llegó por el pasillo, la de Suyi alta y a carcajadas y la de Érien suave y apenas audible. Seguramente estaba tapándose la boca mientras reía, como siempre hacía-, Está bien. Ven por aquí.
La puerta se cerró y ahogó las voces de Érien y Suyi, que en el jardín estarían ya con las manos en la harina.
Suerte que Érien había molido suficiente trigo para salir del paso, sino no habrían podido hacer esa venta, y sin ella, obtener el dinero que les permitía comer y mantener su casa, ya sea dicho. No es que los impuestos que pagaban por esta fueran elevados, pero comparados con cuando Eladien era pequeña, si lo eran, pues antes no pagaban ni una sola moneda de oro. Ahora, en cambio, debía de pagar veinte monedas de oro cada mes y si no lo hacían, los soldados del rey Lithnear Kerhlemain bajaban del castillo para reclamar el dinero. Era una suerte que su negocio funcionara tan bien aun cuando había tenido que tomar sus riendas desde pequeña, yaque si no, lo más seguro era que le hubieran quitado su propiedad, como ya le había ocurrido a algún que otro habitante Nash’sera.
Cogió de nuevo el libro que estaba leyendo y lo abrió por dónde lo había dejado, sacando de entre las páginas el marcador que su madre había creado. Era una simple hoja de papel en color crema, pero en esta habían escritas unas palabras que le quitaban la simplicidad, al menos para Eladien: Para Eladien, a quien le gustan mis historias de ficticia realidad. PD: ¡Espero que las siguas disfrutando cuando crezcas!
Eladien sabía que no ponía nada en especial, pero el solo hecho de que aquellas palabras salieran de la mano de su madre, directamente para ella, le hacía sentir que estaba siempre cerca, vigilando por ellas. Distraída, pasó varias páginas, apenas prestándole atención a las líneas que se recortaban en las blancas páginas, hasta que, consciente de que no se veía capaz de leer, cerró el libro y se estiró en el sofá, acomodándose todo lo que pudo.
Trató de descansar un poco, de desconectar de todo lo que la rodeaba, pero cada vez que parecía iba a dormirse, el recuerdo de Kirem cayendo desde el granero acudía a su mente, arrancándola súbitamente de su descanso. Por no mencionar las agujas del reloj, que en aquellos momentos, con el silencio que invadía la estancia, resonaban como fuertes gongs en su cabeza, sumándose al ligero martilleo que la atormentaba, aunque débilmente, desde que había sanado a Kirem.
Kirem… Hasta ella se había sorprendido al ver como sus heridas habían sanado en un momento, cómo tras soltarle las manos, no había rastro de sangre en su cara, ni de la brecha por la que esta salía descontroladamente. Aquello había sido mágico. Estaba segura de que ni las más selectas plantas curativas eran capaces de hacer eso en tan poco tiempo.
Algo mágico…
Así que los habitantes de Nash’sera, los que habían conocido a Eithenalle y sus habilidades curativas le llamaban a lo que hacía “El toque de Eithenalle” … Tirada en el sofá, tuvo que reprimir un ataque de risa. Eithenalle…
Cómo le gustaría verla, aunque solo fuera otra vez, que le hablara de sus dones, pues, si no había entendido mal cuando se le apareció en la leña, había pronunciado la palabra en plural. Pero que ella supiera tal solo podía curar a la gente. A no ser…
En las circunstancias en las que se encontraba, no le había dado muchas vueltas (no más de las necesarias), pero el día anterior un pájaro se había posado en la cornisa de la ventana de su habitación y, además de piar, como se suponía que hacían los pájaros, había… cantado palabras que una muy estupefacta Eladien había sido capaz de entender.
Le parecía una auténtica locura, pero indudablemente, aquel pájaro había estado cantando en el alféizar de su ventana, y lo más importante; ella había escuchado su canto, maravillada por su melodía y letra. Y ese mismo día, por la mañana, cuando estaba sacando a Depbú a dar un paseo, las flores habían… cantado también. Si aquello seguía así, acabaría loca, o simplemente, si se lo explicaba a alguien, estaba segura de que la tacharían de bruja tarada. Pero ella lo había oído. Estaba muy segura de haberlo hecho. Las flores habían cantado con una voz suave y bonita, aunque…
Eladien tuvo un estremecimiento al recordar como una voz seca y rasposa se había unido al canto de las florecillas, pidiéndole ayuda. Pidiéndole ayuda a una Moih’voir. Moih’voir… Así era como la habían llamado los invertebrados tentáculos (¿eran tentáculos?) de colores que se habían zambullido en su cuerpo… Moih’voir.
En un acto reflejo, Eladien se pasó la mano por la barriga, tocándose allí por dónde habían pasado aquellos seres de fluido cuerpo.
Entonces… ¿era ese otro de sus dones? ¿Escuchar a la naturaleza? Eithenalle le había dicho algo al respecto, que los susurros que oía eran la llamada de la naturaleza.
¿Estaría Eithenalle refiriéndose a eso? ¿A que ella sería capaz de escuchar lo que los animales o plantas tenían que decir? Aquello no le parecía del todo mal… Era más o menos como los cuentos que su madre escribía para ellas cuando eran niñas. Plantas y animales que hablaban… Dentro de lo que cabía, era pasable. No le importaba nada escuchar los cantos de los pájaros y flores. Pero la voz rasposa que se había unido a la canción… era ya otro tema. Eso ya había sido demasiado para ella.
¿Que los salvara?
¿A quién? ¿A las flores? ¿Acaso no estaban bien dónde estaban? Se las veía turgentes y de vivos colores… Eladien no entendía que podían querer ni de que querían que las salvara.
Bueno, ya llevaba dos… pero, ¿y los otros? ¿Cuáles eran sus otros dones? Se suponía que siempre los había tenido con ella, pero no tenía ni la más mínima idea de que podían ser. Si no le fallaba la memoria, su abuela, Eithenalle, le había dicho que estos evolucionarían según sus necesidades. Y hasta el momento, la única necesidad que ella había tenido era… curar. Entonces ¿cuándo descubriría Eladien sus otros dones si estos solo iban a salir cuando los necesitara? Y, ¿cómo sabría que los necesitaba si no sabía en qué consistían?
El dolor de cabeza apareció como siempre que pensaba mucho en ese tema, propinándole martillazos que se sumaron a débiles pero persistentes punzadas. Debía dejar de pensar tanto en aquel tema…
Las gotas de lluvia azotaban violentamente el tejado de la casa, así como el jardín y el granero, que con el agujero todavía sin arreglar permitía que el aguacero entrase en su interior. El viento, de intensidad muy elevada, formaba grandes cortinas de agua que golpeaban todo cuando encontraban a su paso, desde los setos y la valla de madera a las paredes de la casa, empapadas como el resto de Nash’sera. Un rayo surcó velozmente el cielo cargado de nubes y el trueno tardó poco en elevarse sobre el sonido de la lluvia, indicando que la tormenta se encontraba cerca. El viento cambió de dirección y sopló hacia el este, arremetiendo también contra el Castillo de Áldruvein que, con la pasarela de entrada subida, parecía estar sumido en la oscuridad a pesar de unos pequeños fuegos en lo alto de sus cuatro torres, altas y de piedra oscura que se camuflaba con la oscuridad de la noche, delatándose cuando un rayo cruzaba veloz el cielo e iluminaba la mojada piedra. Las banderas ondeaban bruscamente en la dirección del viento, por lo que no se podía apreciar bien el emblema que había en estas.
Tan solo la luz de la luna iluminaba Áldruvein en esos momentos, y eso cuando no se encontraba presa tras las encapotadas nubes que se mostraban reacias a dejarla ir.
Reignaim se levantó de la cómoda silla de mimbre en la que estaba sentado y miró por la pequeña ventana que había en la habitación, una diminuta obertura en la pared que apenas dejaba entrar algo de luz. Pero eso era justamente lo que él quería; aquella era su habitación secreta y la ventana por la que estaba mirando era invisible desde fuera para cualquier persona que no fuera él mismo. Le había llevado años encontrar la manera de hacerlo, pues los ingredientes que se precisaban para aquel conjuro eran muy escasos, pero valía la pena el esfuerzo. Ahora estaba seguro de que nadie podría conocer jamás la existencia de esa habitación oculta tras la que el rey le había ofrecido como suya propia, aunque no es que mucha gente entrara en sus aposentos…
Desde que uno de los criados desapareció sin dejar rastro del castillo los demás sirvientes se mostraban muy reacios a limpiar su alcoba, pero no le importaba. No le interesaba tener a ignorantes lameculos dando vueltas entre lo que era suyo. No es que tuviera miedo de que descubrieran algo, pues todo estaba bien escondido en su habitación secreta, así como esta misma, pero de todas formas no quería arriesgarse: se jugaba demasiado en aquello como para que un simple y vulgar criado lo echara todo a perder en un ataque de curiosidad. Como aquel maldito hombrecillo de ojos saltones…
El muy fisgón se había dedicado a hurgar en sus cosas, posiblemente buscando algo de valor que poder vender… y sin saber lo que hacía, había tocado su preciado tablero de ajedrez… Como si supiera jugar de todas maneras… Pero había recibido su merecido. En verdad, Reignaim sabía perfectamente que no había sido para tanto, que, aunque aquel hombre hubiera fisgado hasta su último aliento, nunca habría encontrado la jugada que lograba abrir su estancia oculta.
Simplemente había estado en el lugar y momento equivocados.
El criado tuvo la mala suerte de que Reignaim le pillara rebuscando entre sus cosas el mismo día en que Lithnear había dicho que no pensaba labrar una entrada a la mina, y justamente había cogido al sirviente cuando la ira invadía su cuerpo. La gota que colmaba el vaso, eso había sido ese hombre. Pero ahora, jamás volvería a hurgar entre sus pertenencias… ni en las de ninguna otra persona. De eso, ya se había encargado él. Tocar su adorado tablero… También se había asegurado de que sus rápidas manos no volvieran a tocar nada más después de aquello…ya que antes, aún en caso de volver como un muerto en vida, como un ser feo, seco y babeante que intenta recordar su nombre sin éxito, debería encontrarlas.
La risa salió por su garganta en un torrente de carcajadas que rebotaron en la fría piedra de la sala, casi sumida en la oscuridad, esta rasgada únicamente por una gran vela roja puesta sobre un soporte de piedra de extraña silueta y por la luz que penetraba por la desde fuera, oculta ventanita, por la cual Reignaim observaba como la tormenta se desataba sobre Áldruvein, golpeando Nash’sera con toda su fuerza y zarandeando bruscamente las copas de los árboles que rodeaban el lago Móredy, la superficie del cual se agitaba nerviosa en grandes ondas que morían en sus arenosas orillas. Una bandada de murciélagos salió volando de uno de los árboles y se internó en otro cercano, emitiendo pequeños chillidos que a esa distancia, le hacían saber a Reignaim que eran murciélagos.
Murciélagos…
Se apartó de la ventana y en dos pasos se plantó frente a una gran jaula de hierro forjado y anchos barrotes que ocupaba casi todo el perímetro de la habitación, dejando únicamente sitio para una mesa de piedra en la que descansaban algunos objetos y una estantería de madera que contenía innumerables libros envejecidos por el paso del tiempo. Acercó un poco el soporte de la vela e iluminó el interior de la jaula que semejaba una pequeña cárcel. Aunque lo que había en su interior no eran humanos. No de momento…
Algún día.
Dentro de la jaula había murciélagos, los que Reignaim estudiaba en esos momentos. No es que le encantaran y los tuviera por satisfacción personal. Los tenía ahí encerrados porque estaba estudiando su peculiar sistema de visión en la oscuridad, por dónde volaban sin ningún problema aún sin nada que poder ver. Cuando el haz de la vela iluminó unos cuantos retazos de la jaula el batir de unas alas invadió la oculta habitación, así como unos cortos chillidos. Unas formas negras volaron rápidamente y se escondieron en la parte en que no llegaba la luz de la vela, como hacían siempre que algo de luz penetraba en la sala.
Reignaim miró hacia la parte de arriba de la jaula, dónde los barrotes seguían horizontalmente, y de nuevo a los encerrados murciélagos, que colgados boca abajo de las barras, lo miraban con sus minúsculos ojos negros, con la cara arrugada y el hocico, de dónde sobresalían unos pequeños colmillos, un poco sobresalido de esta, todos ellos semejando diminutas ratas con alas plagadas de venas.
De momento había llegado a la conclusión de que se guiaban con el oído, que lo substituían de algún modo por la vista, la cual, siendo moradores de la oscuridad y siempre envueltos en ella, no usaban para nada. Veían por el oído, se movían según lo que escuchaban y, emitiendo los agudos chillidos que proferían a menudo, analizaban su eco para así hacerse una imagen mental de dónde se encontraban. Esa era la única explicación que se le ocurría, la más sensata al menos.
Pero le parecía increíble que unos seres tan insignificantes como esos, pequeños y peludos, tuvieran algo tan sofisticado como eso. Aunque… Si no se equivocaba, y eso era algo que no solía hacer (no recordaba la última vez que se había equivocado, le parecía algo muy lejano y ajeno), Lénral Junsaer podía hacer exactamente lo mismo que estos…
Sino más.
Este había escuchado el eco del interior de la mina situada bajo Nash’sera sin necesidad de entrar en esta… Sin duda aquello era algo mucho más complejo que lo que hacían los murciélagos.
Sonriendo, como parecía que siempre hacía debido a sus hacia arriba curvados labios, se preparó para hacer algo que llevaba tiempo esperando. Esa noche sabría algo que anhelaba. Algo que ansiaba más que cualquier otra cosa. Las claves para resolver sus dudas desaparecerían por fin…
Alzó la gran vela y la acercó más a la jaula, iluminando todos sus recovecos y dejando a los murciélagos sin lugar al que ir para escapar de la luz. A primera vista, todos parecían iguales, pero en sus experimentos había descubierto que, al igual que no todos los humanos eran igual de listos o tenían la misma habilidad para algunos talentos, algunos murciélagos tenían más afinado el sistema de visión del que disponían. Los miró uno por uno y encontró al que buscaba, uno que llevaba un aro de tela roja en una de sus patas.
De todos los murciélagos que había ido estudiando a lo largo de los años, sin duda ese era el que mejor se deslizaba en la noche, y eso lo convertía en el idóneo para la tarea que iba a encomendarle. Se concentró en el diminuto animal y sin necesidad de mover un solo dedo, lo desmaterializó en pequeñas partículas oscuras que se desvanecieron antes de llegar al suelo, provocando que sus congéneres chillaran despavoridos a la par que revoloteaban nerviosos por la jaula, ya sin importarles cuanta luz hubiera.
Reignaim, eufórico, tomó asiento en la silla de mimbre, la cual giró hacia la ventana, y desde ahí, se dedicó a esperar. Sin duda, no tardaría en llegar a su destino…La Desmaterialización era un arte mágico muy antiguo que Reignaim había logrado rescatar de los libros con muchas dificultades, ya que, en esos tiempos, pocos eran los que aún sabían cómo usarlo o siquiera de su existencia. Y su padre, se encontraba entre estos últimos, por lo que aquello era otra de las cosas que él había aprendido sin necesidad de su padre y mentor. La Desmaterialización consistía en lo que su nombre ya indicaba, desmaterializar un cuerpo u objeto, descomponerlo por entero, pero, sin la Materialización, no tenía ningún sentido.
La Desmaterialización y la Materialización eran artes mágicas que estaban unidas, pues una no tenía uso sin la otra, ya que cuando un cuerpo se desmaterializaba, podía volverse a materializar en otro sitio diferente. Aunque aquello era una manera un poco burda, era sumamente eficaz, pues uno podía moverse de un sitio a otro en un santiamén, siempre y cuando se conociera el lugar de destino o, al menos, su ubicación aproximada, el cual era su caso en esos momentos. Reignaim sabía que desmaterializarse no era algo agradable, pero los buenos resultados que esto le daba, compensaban el malestar que se sufría al ser desmaterializado en miles de microscópicas partículas.
Esperó sentado a que la presencia del animal, débil siendo algo tan pequeño, surgiera de nuevo, indicándole que el murciélago ya se había materializado según lo previsto. Lo había enviado bajo Nash’sera, a una zona de la mina en la que estaba seguro que había suficiente espacio como para que el murciélago se materializara sin problemas. No le hacía ninguna gracia el tener que depender de aquellas inútiles bestias para asentar las bases de sus planes, pero era la única opción de que disponía.
De nuevo, sin necesidad alguna de moverse del sitio o siquiera pestañear, movió la pequeña mesa y la puso delante suyo para después quitarle de encima los libros que había estado leyendo hacía un buen rato. Todos eran viejos y la mayoría estaban escritos en lenguas ilegibles para la mayoría de la gente, pero él los entendía a la perfección, pues estaban escritos en un antiguo idioma que había estudiado largo tiempo atrás con su padre.
Puso a un lado El huevo, el mundo y tú (este lo cogió con un cuidado y una reverencia de las que no fue consciente) y otro titulado Cómo ligar los sentidos, y sopló para quitar el poco polvo que cubría la mesa, haciendo que este saliera volando en pequeñas motas que desaparecieron por la ventana.
Ya casi estaba listo… Gracias a que podía notar la presencia del murciélago, casi podía saber con exactitud que se estaba moviendo y en qué dirección lo estaba haciendo, pero aquello no le bastaba para averiguar lo que quería, no sin La caja de los Sentidos.
Contento por lo que estaba a punto de hacer, se agachó en una de las esquinas de la sombría habitación y agarró una pesada caja de oscura madera con tapa negra que reposaba en el suelo y la puso sobre la mesa, la cual crujió bajo el peso de la ornamentada caja, decorada con trazos de Orgauh que brillaba debido a la poca luminosidad de la sala. El Orgauh se entrecruzaba con líneas de oro y plata que se unían en los marcos de la caja y volvían de nuevo al centro, formando pequeñas esferas en azul, oro y plata, todos brillando ya fuera por la luz de la vela o por la poca iluminación en el caso del Orgauh, que refulgía en la oscuridad. En la tapa de la caja, exenta de decoración, había escritas unas frases cuyas palabras estaban representadas con preciosos rubíes:
Tú que quieres sentir.
Tú, que ansías notar como mis sentidos se abren a ti.
Lígame, y en ti mismo siénteme,
observa, atento,
como siento, oigo y veo.
Para atención, pues yo no miento y lo que sientes no es un cuento, pero te cuento mientras siento que lo que noto es tuyo y lo que tú ves es mío, que lo que yo huelo tu olerás, lo que yo oiga oirás, y lo que saboree, sientas que quieres o no, degustarás.
Esa caja, la Caja de los Sentidos, le permitiría sentir como el murciélago se movía por el interior de la mina con la misma precisión que si fuera él mismo el que se encontraba allá abajo. Podría sentir lo mismo que el animal y hacerse así una idea de cómo era la situación en la mina, tal como había hecho ese Lénral Junsaer…y así, de esa manera, podría saber si había alguna forma de entrar a la mina sin causar algún desastre que le delatara. Bien que podía materializarse en algún rincón de esta… Pero no estaba convencido de poder hacerlo en un sitio seguro, pues desconocía el estado de las cámaras, así como de los soportes que sostenían la mina y Nash’sera en pie.
Sabía que la mina se extendía varios kilómetros bajo Áldruvein, pero seguía sin conocer un punto exacto en el que poder materializarse él mismo sin sufrir daños o echarlo todo a perder en una equivocación. Pero con aquella caja…
Alargó una mano, larga y lánguida, de extensos dedos que acababan en afiladas uñas, y levantó despacio y con cuidado la tapa de la caja, con lo cual esta chirrió desde sus goznes, casi como se negara a abrirse en ese momento. Una vez abierta del todo, Reignaim, ansioso, miró en su interior, el cual estaba totalmente vacío, negro allí a dónde no llegaba el haz de la vela que creaba sombras titilantes en la madera de la caja, así como en las frías y duras paredes de la estancia. Sin embargo, no le sorprendió que esta estuviera vacía…aún no había empezado.
Reignaim estaba… ansioso.
Unas horas más y ya sabría si, al fin, había alguna manera de entrar en la mina sin necesidad de permanecer más tiempo en aquel endemoniado castillo plagado de inútiles. Pues para él todos lo eran, desde su primer habitante al último, sin excepción alguna en la familia real… Ah, que ganas tenía de ver a Lithnear suplicándole clemencia mientras realizaba tareas de limpieza… La sola idea de imaginárselo vestido como un criado y zarandeando un plumero para el polvo hizo que su cuerpo se inundara de placer.
Pronto, muy pronto…
Eladien, tumbada en la cama y con las sábanas tan solo cubriendo una pequeña porción de su cuerpo, dormía ajena a todo cuanto la rodeaba. La lluvia caía sin tregua, acompañada por el fulgor y el rugir de rayos y truenos que resonaban estruendosamente sobre Nash’sera. Pero ella no los escuchaba, no sumida en el sueño que la tenía atrapada. De nuevo se encontraba sola y en medio de una total oscuridad que amenazaba con apresarla de un momento a otro, o al menos esa era la impresión que a Eladien le daba, pues esta parecía luchar contra el blanco de su camisón, como si intentara atraerlo hacia su tenebroso lado.
Miró en todas direcciones, buscando algo de luz en aquel mar de tinieblas, pero no encontró nada más que lo que veía; negrura infinita que se abría paso a sus anchas y recubría todo cuanto Eladien no alcanzaba a ver.
Hacía un poco de frío y un gélido aire acarició su piel al atravesar el fino camisón de seda, así como sus pies descalzos, con la planta de estos apoyada en la inmensa nada. Un escalofrío recorrió su cuerpo debido al frío que se estaba apoderando de ella desde fuera, pero deseosa por salir de aquel lugar, por despertarse, pues sabía perfectamente que se trataba de un sueño (o una pesadilla), levantó el pie derecho y lo plantó delante, ya consciente de que podría andar por la nada como en su anterior sueño.
Satisfecha al ver que su pie había encontrado soporte, avanzó otro paso y caminó entre las tinieblas, aguzando oído y vista por si veía o escuchaba algo. Pero para variar, como sucedía en los sueños que la atormentaban últimamente, la única persona que se hallaba en aquel extraño lugar, era ella.
Avanzó sin saber hacia dónde durante un buen rato, ya dudando entre si iba en línea recta o estaba dando vueltas, hasta qué, por el rabillo del ojo, captó un débil destello a su derecha. Giró la cabeza rápidamente y, sorprendida, observó atónita como una gran puerta de hierro sin asa que poder coger se alzaba ahora en la negrura, aparentemente aparecida por arte de magia. Una antorcha prendida colgaba al lado de los goznes de la puerta, sujeta a una pared que segundos antes no estaba allí.
La superficie de la puerta tenía dibujado un reloj de arena con un tipo de mineral azul que brillaba en la oscuridad y que de vez en cuando, le sacaba destellos a la titilante llama de la tea. Eladien se quedó plantada ante la puerta sin hacer más que mirarla, admirando entre atónita y asustada la majestuosidad de esta, recordando con un reprimido escalofrío la puerta que había dado paso a sus dones.
El silencio fue violado súbitamente por un chirrido que salió de los goznes de la hoja de la puerta y esta se movió un poco hacia dentro…
Despertó sobresaltada por el rugido de un trueno y con una mano en el corazón se incorporó un poco en la cama, jadeando mientras se pasaba la otra mano por la frente, perlada de sudor al igual que el resto de su cuerpo. De nuevo ese extraño sueño…A medio incorporar y desde la cama, miró por la ventana y observó como la lluvia continuaba descendiendo imparablemente, mojando todo cuanto encontraba a su paso. El fulgor de un rayo iluminó la habitación, provocando rutilantes e imprecisas sombras que danzaron por paredes y suelo, sombreando momentáneamente las facciones de Eladien, y su repuesta en forma de trueno tardó muy poco en llegar.
Otra tormenta más…
Eladien estaba convencida de que jamás habían sufrido tantas tormentas seguidas en Nash’sera y la saliva le supo amarga, al imaginarse con todo detalle, como el agua entraba en el granero por el gran agujero que este tenía, todavía, en el tejado…
Kirem.
Por enésima vez en lo que llevaba de día, la imagen de Kirem cayendo desde una considerable altura acudió a su cabeza, interrumpiendo sus demás pensamientos. Este había huido despavorido en cuando hubo entendido algo de lo sucedido, ya que, sin duda, por la expresión de su cara al mirar a Eladien, Kirem recordaba perfectamente haber caído del tejado… Pero cuando Eladien lo había atendido, la sangre había desaparecido de su rostro junto con la brecha por la cual, antes de que Eladien le tocara, emanaba sin control. Había huido…como si ella hubiera hecho algo malo…
” Dijeron que te quedaste quieta, mirando como morían sus seres queridos”
Las palabras de Érien también resonaban en su mente casi desde el momento en que esta las había pronunciado, pues se negaba a darles crédito. ¿Cómo podían pensar aquello de ella? ¿Acaso alguien creía de verdad que se habría quedado de brazos cruzados de haber sabido cómo ayudar?
Cansada ya de pensar en aquello durante casi todo el día, se obligó a apartar ese tema, pero este volvía de nuevo a su mente con la escena de Kirem cayendo al suelo, dejándola anonadada. Si ella no hubiera estado allí… posiblemente él hubiera muerto irremediablemente. Se pasó una mano por el pelo y se lo puso por encima del hombro, pasando entre sus dedos los largos tirabuzones en que acababan sus mechones, algo que hacía siempre que algo la ponía nerviosa.
Lentamente, adormecida, se levantó de la cama y se plantó ante la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, mirando como la lluvia caía por doquier, formando cascadas en los tejados en forma de caballete de las casas y creando charcos en el suelo, estos brillando con el intermitente fulgor de los rayos. Gotas de lluvia caían en sus manos y algunas incluso salpicaban sus antebrazos al chocar contra la cornisa de la ventana, pero Eladien, absorta por la belleza que ofrecía el lago Móredy en esos momentos, no lo advertía.
Sobre la superficie del lago se arremolinaba una densa niebla que, en jirones, bailaba y se contorsionaba junto con sus distorsionados congéneres de desfiguradas siluetas qué, lentamente, avanzaban en todas direcciones, trepando por los troncos de los árboles para luego envolver las copas sobrecargadas de verdes hojas y emprender el vuelo en forma de cuarteadas nubes blanquecinas. El reflejo de la luna (cuando esta se dejaba ver tras las espesas nubes) brillaba en el agua y quedaba desdibujada por el chapoteo de algún que otro pez qué, sumado a las pequeñas ondas que creaban las gotas de lluvia al caer, agitaba bruscamente la por la mañana, tranquila superficie de agua.
Aquella imagen, el lago bañado con la azulada y blanquecina luz de la luna, era algo que la tranquilizaba incluso más que el amanecer. Permaneció durante un buen rato en la ventana, contemplando las vistas mientras su cuerpo era ocasionalmente alcanzado por alguna desviada gota de lluvia, pensando de nuevo en lo que su hermana pequeña había escuchado la noche del Festival de las Tormentas. No lo comprendía…
Súbitamente, y aunque estaba tranquila y maravillada por el precioso paisaje que se alzaba a lo lejos, fantasmagórico y embelesador a la vez, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, desde la espina dorsal hasta la nuca, dejándole una extraña sensación de abatimiento y malestar, semejante a lo que ella calificaba como un mal presentimiento…y aquel, parecía ser uno de los grandes. Sin saber cómo, sabía que aquello significaba algo malo, que el pesar que se había cernido sobre ella era el aviso de que algo malo iba a ocurrir…
Algo malo se avecinaba, de eso, estaba totalmente convencida.