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Eladien [ESPAÑOL]
Capítulo V: Una petición real.

Capítulo V: Una petición real.

Capítulo V: Una petición real.

27 de Mayo

El sol aún no había llegado a su cénit y el calor se había vuelto a apoderar de todo Áldruvein, tostando sus casas y campos con su irradiado calor. Pero una fina capa de oscuridad empezaba ya a caer desde las montañas del este, en forma de espesas y densas nubes negras que no tardarían en posarse sobre Nash’sera, sumiendo de nuevo el pequeño poblado en otra fuerte tormenta.

El viento no era muy fuerte, pero si lo suficiente como para ondear el repulgo de la falda color verde de Eladien, quien, cargada con una cesta en el brazo derecho, volvía a casa por el camino de tierra que se bifurcaba cerca de la calle mayor de Nash’sera. Aturdida por el abrasador calor, se caló mejor el sombrero que llevaba en la cabeza, maldiciéndose por no haber cogido uno de ala más ancha, pues la de este no era lo suficientemente grande como para cubrir su cara de los rayos del sol, lo que la obligaba a caminar con los ojos ligeramente entornados.

Una sonrisa iluminó su rostro cuando, en un gesto inconsciente, su mirada pasó por el cesto que llevaba.

Le parecía increíble lo que estaba haciendo, pero estaba segura de que aquello era lo más sensato: en el interior del cesto llevaba varias hierbas y plantas medicinales que había conseguido (y conocido, por supuesto) mirando en algunos libros de su abuela Eithenalle. Ese día había tenido su primera curación como curandera, o, mejor dicho, esa había sido la primera vez que alguien había solicitado su asistencia.

Su primer paciente había sido la señora Suyi, que según Gerth, su marido, ese día se había levantado aquejada de un tremendo dolor de estómago que le había impedido dormir bien por la noche, y a Eladien no le había llevado más de cinco minutos curar su malestar, pues lo que Suyi tenía era un simple y común caso de empacho, algo por lo que (Eladien estaba convencida) la panadera pasaba muy a menudo debido a sus malos hábitos alimenticios.

También había curado a Hinna, la hija del alcalde de Nash’sera, quien había sufrido una grave caída por las escaleras de su casa y había acabado con varios huesos rotos más unos cuantos moratones. Ese caso le había llevado un poco más de tiempo, pero no más de lo que la madre de Hinna había tardado en hacer una taza de té, por lo que ambas, madre e hija, habían quedado fascinadas ante los hechos, cuando Hinna se había levantado de la cama sin ningún tipo de dolor y sin rastro alguno de los verdugones que recorrían su cuerpo, por no mencionar los huesos rotos, los cuales habían sido sanados en un periquete.

Hasta el momento había sanado a unas cuatro personas de Nash’sera en lo que llevaba de mañana y aunque notaba como el cuerpo le pedía que descansara inmediatamente, tirando de ella hacia abajo, sonrió de nuevo cuando oyó el tintineo de las monedas de oro que se movieron en el bolsillo de su vestido, regalo de Suyi y de los otros pacientes. En un principio, Eladien había rechazado rotundamente el ofrecimiento económico, pero al final, bajo las protestas de que era lo más justo, las monedas se habían acumulado en su bolsillo rápidamente, llegando a una cantidad similar a la que ganaban ella y Érien vendiendo harina durante casi un mes entero.

Sus otros pacientes, el señor Reckin y la señora Leshan, los dos con una fuerte ingestión de frutas en mal estado, eran los que más monedas le habían pagado por ayudarles, y aunque Eladien se había resistido durante un buen rato, estas habían acabado en su bolsillo junto con las demás. Al fin y al cabo, aquello de tener esos dones no parecía algo tan malo…pues, si seguía así, estaba segura de que acabaría sumando una gran fortuna, aunque su intención no era, ni mucho menos, el aprovecharse de la situación de sus vecinos.

Atravesó el jardín a paso ligero y entró en la casa por la puerta que daba a la cocina, dónde encontró a Érien de pie al lado de una gran olla puesta sobre el pequeño fuego, la cual removía mientras las aletas de su nariz se abrían continuamente, oliendo el delicioso aroma que en cuanto Eladien hubo puesto un pie en la cocina invadió su sentido del olfato. Érien llevaba el pelo recogido en una coleta que caía por su espalda y aún tenía puesto el vestido de lino blanco que se había ataviado por la mañana, cuando había salido al granero para tratar de salvar algo, pues la fuerte tormenta de la noche anterior parecía haberse quedado insatisfecha con los daños producidos noches atrás.

Sonrió en cuanto vio a Eladien, marcando profundamente sus juveniles hoyuelos, sin dejar de remover un solo segundo el contenido de la olla por cuyo olor, a Eladien le parecía era estofado de carne con patatas, el plato favorito de ella y su hermana, cuya receta era transferida en la familia Fahrathiel de generación en generación.

De generación en generación… ¿heredaría Érien, los dones que ella, Eladien, había heredado en el momento justo de su nacimiento, veinticuatro años atrás?

- ¿Qué tal te ha ido, hermana? ¿Qué le pasaba a la señora Suyi? Tiene fama de sufrir muchos empachos…

Érien, sin dejar de remover el estofado que se estaba cociendo sobre el fuego, irrumpió en carcajadas que llenaron a Eladien de puro gozo, al ver cómo su hermana seguía tan feliz como siempre, tan joven pero responsable y alegre a la vez…

- Efectivamente, era un empacho… Así que ya sabes, hermanita…tú también deberías de controlarte un poco a la hora de comer…porque si sigues engullendo de esta manera… puedes acabar cómo la señora Suyi.

Érien paró un momento de mover el cucharon de madera que tenía en la mano y le lanzó una mirada furibunda que no hizo más que alzar el buen ánimo de Eladien, al ver como su hermana seguía como siempre, ante lo que Érien se ensañó con el estofado, removiéndolo casi como si lo quisiera hacer desaparecer, hasta que sin mediar palabra pero con una sonrisa que no veía al tema pintada en la cara, sacó un par de platos hondos del armario que estaba empotrado en la pared y los puso sobre la mesa, uno a cado lado, junto a un par de vasos y cubiertos puestos encima de servilletas de tela como hacía siempre que ella ponía la mesa, en el centro de la cual descansaba una jarra de cristal que contenía agua fresca y grandes cubitos de hielo que creaban gotitas en la superficie del recipiente, contrastando con el insufrible calor que habitaba fuera de la casa.

Érien, aún con la sonrisa cruzando su rostro, vertió parte del contenido de la olla en los dos platos, poniéndose una cantidad muy generosa de patatas en el suyo y bastante caldo en el de Eladien, tal y como les gustaba a las dos.

Se sentaron en la mesa y, la una frente a la otra, empezaron a comer, Érien avasallando rápidamente su plato mientras que Eladien movía de un lado para otro el contenido del suyo, ensimismada en el giro que había dado su vida a causa de los últimos acontecimientos. Cogió con la cuchara un gran trozo de patata hervida y se lo llevó a la boca, apenas prestándole atención al delicioso olor de este.

- ¿Te ocurre algo, Eladien? Te noto…muy callada últimamente.

Eladien dio un ligero brinco en la silla, pues de nuevo, enfrascada en sus pensamientos, había estado tan ausente que casi olvidaba dónde se encontraba.

No es que todo aquello de sus dones le fastidiara o le hiciera sentir diferente, no era nada malo. Simplemente, le costaba acostumbrarse al nuevo camino que se había abierto ante ella, a tener el don para ayudar a la gente, para sanarles y evitar sus muertes. Eso le gustaba, pero…no podía evitar sentirse abatida cada vez que realizaba una curación, ya que su cuerpo, aunque ahora en menor medida que la primera vez, le pasaba factura, dejándola débil y temblorosa.

Sin embargo…tampoco podía evitar sentirse feliz y satisfecha consigo misma al ver como las personas a las que “tocaba” (aún le hacía gracia lo del toque de Eithenalle) eran sanadas en un momento, exentas de debilidad o profundas y graves heridas.

- No es nada, hermanita. Sólo estoy cansada, nada más. No te preocupes.

- Eladien…sabes que si hay algo que te preocupa puedes decírmelo, puedes hablar conmigo. Siempre estaré contigo, hermana. No importa lo que hagas o lo que los demás crean que no hiciste… Eres mi hermana, y te conozco.

- Gracias, Érien. De verdad que no sé qué haría sin ti…

Érien le sonrió desde el otro lado de la mesa, con la cuchara a medio camino de su boca, mostrándose tan juvenil como era, tan buena y sincera. Demostrándole que el lazo que las unía era mucho más fuerte de lo que cualquier persona pudiera llegar a imaginar.

- Te quiero, Eladien. Y Depbú también te quiere-, Depbú hacía poco que había descubierto como abrir las puertas y, como casi cada día, se había colado en el interior de la casa, seguramente guiada por el olor del estofado casero que Érien había preparado. La perra se estiró debajo de la mesa, aguardando a que alguna de las dos le diera algo de comer, pero al final, resignada, emitió unos débiles gimoteos lastimeros con los que solo se ganó un par de caricias por parte de Érien-, Tenemos una perrita muy lista… ¿no crees?

Acabaron de comer con calma, ajenas a todo cuanto no estuviera en la cocina, mientras conversaban alegremente de su cotidiana vida, la cual, desde el punto de vista de Eladien, había girado bruscamente, pasando de ser cotidiana a ser… ¿extraña? No. Satisfactoria.

Le era imposible no sonreír cuando recordaba que al fin estaba haciendo algo de utilidad, que con lo que ella era y hacía, podía ayudar a los demás de una manera que unas semanas atrás, no habría siquiera imaginado.

Recogieron la cocina entre las dos y, aún con calma, dispuestas a disfrutar de un día de inmensa tranquilidad, se dirigieron al salón, dónde cada una se sentó en una parte del sofá para leer sus respectivos libros, inmersas en un silencio que únicamente era roto por el tic- tac que producía el reloj de pie incrustado en la pared. Sin embargo, aunque Eladien se esforzaba por seguir la historia que se narraba en aquellas páginas, su mente se negaba a concentrarse en lo que tenía delante, cansada por las curaciones que había asistido ese día.

Se acomodó mejor en el sofá, posando el libro en su regazo y apoyando la cabeza en un mullido cojín de color verde que contrastaba con el color crema del mueble, pero el sueño y el abatimiento se cernían sobre ella sin tregua, cerrando poco a poco sus ojos, volviendo sus párpados cada vez más pesados, cuales piedras, invitando al sueño a…

Se levantó de un brinco y con una mano en el corazón cuando unos fuertes golpes en la puerta de entrada resonaron en el pasillo y llegaron hasta el pequeño salón, dónde ella y Érien se miraron extrañadas, pues Eladien estaba convencida de que no esperaba ninguna visita.

- ¿Esperas a alguien?

Érien negó con la cabeza y siguió leyendo el libro, sin duda reacia a levantarse en esos momentos, medio estirada en el sofá y con la barriga visiblemente más abultada de lo normal, así que Eladien, tan reacia como su hermana, sino más, pues notaba el cuerpo un poco pesado, se levantó del sofá y se calzó las zapatillas que había dejado antes al pie de este.

Aún no había llegado al pasillo cuando volvieron a picar a la puerta, esta vez con más insistencia, provocando eco en toda la casa, el cual rebotó hasta perderse y unirse a la siguiente tanda de golpes, estos más fuertes que la vez anterior. Se preguntó quién sería, pues normalmente, la gente avisaba antes de presentarse en cada de los demás…y, sobre todo, no picaban con tantas ansias.

Se plantó ante la puerta y cuando ya tenía la mano casi en el pomo de la hoja, esta volvió a ser golpeada desde fuera, haciéndola vibrar ligeramente, al igual que su mano, pues no le gustaba nada el toque exigente que emitían aquellos golpes. Abrió la puerta puesta en jarras, con las manos en las caderas, del mismo modo en que hacía su madre cuando se enfadaba, pero cuando miró al exterior, el sudor que las recorrió hizo que se las limpiara en la falda, la cual agarró con patente nerviosismo.

Un hombre alto, de grandes ojos negros como la noche y ancha mandíbula, esta con rasa barba y una pequeña cicatriz en el labio inferior, la miraba desde una considerable altura, haciendo que Eladien inclinara la cabeza para poder mirarle a los ojos, los cuales se entornaron de manera visible, examinándola con detenimiento.

Eladien retrocedió un corto paso, intimidada por la altura y envergadura del hombre qué, ataviado con un reluciente peto con bandas doradas y plateadas, sostenía en las manos un pergamino enrollado. Detrás del fornido hombre, a pocos pasos de distancia e invadiendo su jardín, esperaban otros más, estos de aspecto no tan amenazador como este, pero no por ello inofensivos, todos con sus respectivos petos, estos solo con una simple raya plateada que los cruzaba horizontalmente a la altura del pecho, pasando por lo que parecía la representación de un escudo de armas. El escudo de armas de Áldruvein, si no le fallaba la memoria.

Observó, no sin nerviosismo, como todos ellos portaban sendas espadas enfundadas en sus cinturones, estos de cuero negro y repletos de cortas dagas que brillaban con la luz del sol, desde la primera a la última de filo tan afilado como un cuchillo de carnicero, además de algunos arcos que los soldados (sin duda lo eran) llevaban colgados a la espalda junto a sus aljabas repletas de flechas de largas plumas.

Algunos de los hombres rebulleron cuando Eladien abrió la puerta y la mayoría la miraron estupefactos, como si jamás hubieran visto a una mujer abriendo la puerta de su hogar, pero Eladien, lejos de reír ante aquello, no pudo más que pensar en qué demonios había podido hacer para que tal cantidad de soldados estuvieran apostados en el jardín de su, hasta hacía unos momentos, tranquila casa.

Todo impuesto había sido pagado de manera religiosa.

Oteó rápidamente todo cuando alcanzaba a ver del jardín teniendo en cuenta que este estaba atestado de personas, y en el camino de tierra que llevaba hasta la casa, un poco más allá de la baja valla, le pareció ver lo que semejaba una gran caja de madera flanqueada por varios soldados.

El que se encontraba más cerca de Eladien, el hombre alto y de fornidos brazos (era la única parte de su cuerpo visible, además de su cara), retrocedió un par de pasos y, contra todo pronóstico, se inclinó en una elegante reverencia con la que casi tocó el suelo con la nariz, achatada y bastante ancha, la cual parecía haberse roto más de una vez, al igual que sus compañeros, todos de anchas mandíbulas y torcidas narices.

El hombre se incorporó tan grácil y rápidamente que a Eladien no le dio tiempo a añadir nada, por lo que se quedó unos instantes con la boca abierta por la sorpresa y una mano en la puerta, esta entreabierta.

¿Qué hacían esos soldados en su jardín? ¿Acaso había hecho ella algo como para alertar al mismísimo rey Lithnear Kerhlemain?

- Buenos días. ¿Tengo el placer de hablar con Eladien Fahrathiel?

Eladien, confusa ante tal despliegue de soldados en su propiedad, tardó un poco en asentir, pues en su interior no paraba de formularse preguntas. ¿Qué hacían allí? ¿Es que la buscaban para algo? El guardia que le había dirigido la palabra volvió a hacer una reverencia, esta vez no tan pronunciada como la anterior, pero de nuevo pareció que su cara iba a tocar las piedras que formaban un camino en el jardín.

- Tengo una misiva del rey Lithnear Kerhlemain que va dirigida a usted, Eladien Fahrathiel.

Eladien, aturdida y conmocionada, no hizo más que asentir mientras buscaba apoyo en la puerta, confundida de sobremanera.

¿Una misiva dirigida a ella?

- ¿Para mí?

El guardia se limitó a mirarla fijamente, clavando los ojos en los suyos, ambos negros como el azabache, pero el hombre, en vez de contestar a su pregunta, empezó a desenrollar el pergamino que tenía en las manos, el cual estiró verticalmente, ocultando su rostro tras este y, al hablar, lo hizo con una voz grave y monótona que se elevó en el silencio que reinaba la escena en esos momentos, en el cual Eladien podía escuchar incluso los latidos de su corazón.

- Bajo el amparo del escudo de armas de Áldruvein y en representación de este mismo, yo, Lithnear Kerhlemain Fer’Ernuin, rey de Áldruvein y comandante de los ejércitos del Reino de Áldruvein, así como de las Aguas Bravas, me dirijo con inusitada urgencia a Eladien Fahrathiel, hija de Liley Fahrathiel y Treman Junsfa’ar.

El guardia hizo una pequeña pausa para tragar saliva o dar más peso a las palabras que había leído, pero a Eladien no le hizo falta ese paréntesis en la lectura para darse cuenta de la grandeza de aquello.

¿Que el rey Lithnear Kerhlemain se dirigía, con inusitada urgencia a ella?

Sin la menor duda, aquello era algo que jamás habría imaginado. Incluso le parecía más increíble que el hecho de tener los dones que poseía desde hacía poco más de una semana. Aguardó en silencio, escuchando cada palabra que salía de la boca del fornido guardia, y cuando este continuó, la saliva en la boca de Eladien fue secándose poco a poco, haciendo que se la tragara, aun cuando esta le supo amarga.

- Siento si interrumpo alguna de sus obligaciones cotidianas, pero un incidente en el castillo precisa de su ayuda y atención, señorita Eladien. Si desea venir, lo cual le aconsejo, pues la recompensa de hacerlo será muy ociosa, los soldados que he enviado serán su séquito personal hasta el Castillo de Áldruvein, dónde será recogida por otro que la guiará por las estancias de este. Cuando estemos allí, le explicaré el motivo de la misiva, así como de la urgencia de ésta. Espero no ver aparecer a mi séquito sin usted; su presencia nos es necesaria, Eladien Fahrathiel. Firmado: Lithnear Kerhlemain Fer’Ernuin, rey de Áldruvein y comandante de las Aguas Bravas, hijo de Nidermi Kerhlemain, primer rey al mando de Áldruvein desde la Asolación de los infantes.

Pronunció las últimas palabras con solemnidad, dejando que todo el peso de estas hablara por sí solo, y Eladien permaneció en silencio, pues mientras el guardia enrollaba de nuevo el pergamino, ella estaba aún asimilando el contenido de este.

El rey Lithnear solicitaba su presencia… En el castillo de Áldruvein.

Definitivamente, no entendía nada en absoluto. Los últimos acontecimientos en su vida ya habían sido raros, pero…aquello la sobrepasaba. ¿Para que necesitaría el rey que ella fuera al castillo? ¿Que su presencia era necesaria? Por más que pensaba e intentaba dar con una respuesta coherente, al tiempo que descartaba motivos por los que pudiera haber hecho enfadar al rey, no lograba entender los propósitos del rey Lithnear, ya que a cada pregunta que descartaba, se unían otras sin respuesta.

Eladien, aún en el umbral de la puerta y con una mano en esta, tratando que no le temblara, así como las piernas, las cuales notaba gelatinosas debido a pequeños pero regulares temblores, echó otra ojeada al jardín para poder apartar la vista del hombre qué, sin atisbos de vacilación, la observaba fijamente, ahondando en ella a través de sus ojos, hasta que finalmente, dejando la sorpresa a un lado y ciñéndose a las circunstancias, se dirigió al alto soldado que custodiaba su jardín.

- Accedo a ir al castillo de Áldruvein-, Seguramente, ¿qué otra opción tenía? -, Pero no entiendo por qué se solicita mi presencia… Tan solo soy una simple agricultora, no sé qué urgencia cree su majestad el rey-, Eladien esperaba haber recitado bien el apelativo que recibían los reyes, pues estaba segura de que tanto a este como a sus soldados e incluso a la corte les gustaban los extravagantes títulos que durante años sino eras se habían ido transmitiendo en la realeza-, que yo pueda resolver…

El soldado permaneció unos instantes en silencio, quizás sopesando lo que Eladien había dicho, pero sus compañeros, los que estaban más atrás, cerca de la pequeña valla de madera que cercaba el jardín, empezaron a hablar en quedos susurros que llegaron sin sentido alguno a sus oídos, hasta que el fornido guardia que se había dirigido a Eladien, se giró hacia ellos y los mandó callar con un seco ademán de la mano derecha. Todos los soldados enmudecieron de inmediato y el más cercano a Eladien, el que parecía llevar el mando, se deshizo en otra exagerada reverencia que ruborizó sus mejillas y, al levantarse, una pequeña sonrisa curvó sus labios, estirando la corta pero visible cicatriz que partía ligeramente el inferior.

- Estoy seguro de que su majestad el rey estará muy satisfecho con su sabia decisión, Eladien Fahrathiel. Como ya se le ha informado en la misiva, será informada de todo en cuanto llegue al castillo de Áldruvein, dónde la atenderá su alteza en persona-. El guardia se inclinó un poco mientras hablaba, probablemente para ponerse a la altura de Eladien, pues le sacaba una cabeza sino más.

El rey se lo explicaría todo.

Aquello le causaba mucha curiosidad, pues se preguntaba qué demonios podía necesitar de ella el Rey Lithnear, y aquello, lejos de satisfacerle, la incomodaba, pues no le hacía mucha gracia el involucrarse en asuntos reales… ya que, desde hacía años, la realeza se había convertido en algo verdaderamente económico para quien pertenecía a ella, pero para los demás… El recordar como algunas personas se habían quedado en la calle por no haber pagado a tiempo los impuestos… ¿Sería para eso para lo que la llamaban? El pensamiento desapareció tan rápido como lo hubo pensando, pues había visto con sus propios ojos como actuaban en esos casos y, las formalidades, no entraban en ellos.

- Teníamos órdenes de esperar hasta la caída del sol si hacía falta, pero como ha aceptado a acompañarnos podemos partir cuando quiera. Cuanto antes, mejor. Como ya ha visto en la misiva, es algo verdaderamente urgente para su majestad el rey.

Eladien asintió de nuevo con la cabeza, cavilando en las palabras de aquel hombre e intentado averiguar para que la llamaba el rey, pero al cabo de unos instantes, apremiada por la urgencia de las palabras del soldado, volvió a asentir, dejando las preguntas para más tarde.

- Está bien. Tengo que avisar a mi hermana de que voy a salir. Sólo tiene trece años y no quiero que se preocupe. No tardaré nada.

Esa vez fue el guardia quien asintió con un leve cabeceo, sin dejar de mirar a Eladien un solo instante, al igual que sus compañeros, quienes, plantados y desperdigados por todo el jardín, semejaban estatuas de vivos colores y profusos detalles, ya que permanecían inmóviles, todos con la vista prendida en ella; en la, aparentemente, simple mujer que vivía de lo que ganaba vendiendo harina en el pequeño pueblo más cercano al castillo.

Cerró la puerta tras ella y se apoyó en la hoja de esta, suspirando débil pero profundamente, deseando con todas sus fuerzas que las piernas no le hubieran temblado demasiado ante tal despliegue de las fuerzas de Áldruvein.

Esperó un corto intervalo de tiempo antes de ir hasta el salón y cuando estuvo un poco más calmada, recorrió el pasillo, pasando velozmente ante los retratos de su familia, en los cuales, los ojos de su abuela Eithenalle estaban prendidos en ella, como si la vigilase estrechamente aún después de haber fallecido lo que a Eladien ya le parecía muchos años atrás, y cuando no había recorrido aún ni la mitad del trecho, Érien salió de la cocina con un gran trozo de pan tapándole casi toda la cara, dejando ver unos ojos que, entornados, la miraban de forma penetrante.

Le asestó un buen mordisco a la untada rebanada e instó a Eladien a acompañarla al comedor con un ademán. Eladien la precedió en silencio, pasando varias veces las manos por la falda para secarse el sudor que las perlaba a los pocos segundos de frotárselas, aunque aquel gesto inconsciente también se debía al nerviosismo que la carcomía por dentro.

Iría al castillo de Áldruvein…

Tenía que contárselo a Érien, pero no quería preocuparla.

Y sin duda, la notificación de una visita al castillo de Áldruvein no solía ser una buena nueva en aquellos tiempos… Aunque, que ella supiera, el rey Lithnear no enviaba cartas escritas de su puño y letra a todo el mundo…

Ni cedía un séquito personal tan numeroso.

- ¿Quién era? Honth dijo el otro día que se pasaría por aquí, pero aún ha venido, ¿era él?

Érien se sentó en el sofá, medio incorporada en este para que las migajas del pan no cayeran en los mullidos cojines.

- No… No era Honth. Eran...

Hizo una pausa para aclararse la garganta, pues la notaba seca y áspera, y ya de paso, para elegir bien las palabras, ya que no quería que su hermana pequeña se inquietara. ¿Y si se asomaba por la ventana y veía la cantidad de soldados que aguardaban en su jardín? ¿Los habría visto alguien más aparte de ella misma? Sin lugar a dudas, sí. Tal cantidad ingente de soldados no podía pasar desapercibida, y menos en un pueblecito tan pequeño como aquel…

- Un soldado del rey Lithnear ha venido para leerme una misiva firmada por él-, Al escuchar estas palabras, los ojos de Érien se abrieron desmesuradamente, y mirándola de hito en hito se olvidó por completo del cacho de pan que tenía a medio camino de la boca, abierta también en gesto de sorpresa. Sabía que se preocuparía…-, Tranquila, no es nada malo, hermanita-, Eladien esbozó una sonrisa que esperaba no hubiera causado tirantez en sus labios, pues en esos momentos le apetecía hacer cualquier cosa excepto sonreír, pero Érien no pareció tranquilizarse en absoluto; sus manos agarraron de forma inconsciente el cojín que tenía en el regazo, del mismo modo en que hacía Eladien cuando algo la alarmaba-, El rey Lithnear… Dicen que me necesita para algo, pero no sé qué es. Dice que si acepto a ir me recompensará económicamente, y últimamente no estamos ganando mucho con el maldito granero agujereado…

- ¿Que el rey Lithnear te necesita? ¿Para qué?

Érien pasó de estar nerviosa a alarmada en un instante, mirándola escrutadoramente mientras con las manos crispadas, retorcía poco a poco la funda del cojín.

- No lo sé. Solo decía que era algo muy urgente y que cuando lleguemos al castillo, él mismo me lo explicará. No decía nada más. Pero no puede ser algo malo… Incluso hay un grupo de soldados apostados fuera para acompañarme al castillo…

- ¿Soldados?-, Los ojos de Érien se abrieron más si cabía, dando la impresión de que con un poco más de esfuerzo lograría tocarse las cejas con las pestañas, y sus dedos empezaron a pasar por los pequeños bordados que adornaban el cojín, aparentemente más tranquila que antes, debido a la idea de que la acompañaran, claro estaba, pues lo de los soldados no era algo tranquilizante a simple vista-, ¿ Te han enviado un séquito personal? ¿Para ti sola? ¿Cómo a las princesas de los cuentos?

Eladien asintió en silencio, pensando en qué podría ser tan urgente como para que enviaran a gente a buscarla a su casa, pero de nuevo no logró llegar a ninguna conclusión racional. Solo sabía que tenía que ir… No podía negarse a una petición real dado el cómo estaban las cosas con la realeza últimamente.

- Sí… dicen que cuanto antes partamos al castillo mejor. Así que…espérame aquí hasta que vuelva.

Eladien, haciendo alarde de toda la tranquilidad de que disponía, la cual era poca, se levantó del sofá y se inclinó al lado de Érien para plantarle un beso en la frente, cuya respuesta fue un abrazo, un abrazo de tal fuerza para una niña tan pequeña que le hizo daño en las costillas. Se apartó un poco de su hermana pequeña y le apartó suavemente los mechones que se le habían deslizado por la cara, ante lo que Érien no hizo más que mirarla sin pestañear, con los ojos abiertos de par en par y en un silencio tan mudo que hablaba por sí solo.

Permanecieron abrazadas lo que a Eladien le pareció una eternidad, ambas sin hablar, explicándose las emociones con el contacto de sus cuerpos, hasta que Eladien, a sabiendas de que fuera lo que fuese lo que el rey precisaba de ella, era urgente, se apartó lentamente de Érien, dispuesta a marcharse.

- No te preocupes, hermanita. Volveré para cenar. No le abras a nadie, ¿entendido?-, Érien dio un seco cabeceo que Eladien interpretó como un sí, pero aparte de eso, no hizo nada más. Permaneció con la cabeza gacha y las manos entrelazadas sobre el cojín mientras Eladien se daba la vuelta y se dirigía hacia el pasillo-, Hasta luego. Te quiero.

Recorrió el pasillo lo más rápido que pudo, apremiada por la urgencia de las palabras del rey Lithnear así como de su soldado, y cuando pasó ante el retrato de sus padres y abuela, los miró de reojo.

Ojalá les pudiera pedir consejo, estaba tan perdida…

Respiró hondo antes de abrir la puerta que daba al jardín y al hacerlo, se encontró con el alto soldado frente a ella, con un brazo extendido a medio camino de la hoja de la puerta, sin duda con intención de picar de nuevo, mostrando otra vez lo apremiante que les resultaba el tiempo en esos momentos.

Eladien le miró fijamente a los ojos y el fornido hombre, sin cruzar palabra, le hizo un ademán con la mano para que le siguiera, con lo que los demás soldados, quietos hasta ese momento, se pusieron en marcha, saliendo ordenadamente de su jardín por la pequeña puerta que había en la valla. Todos marchaban en silencio, en una pequeña columna de dos, con Eladien y el guardia que le había dirigido la palabra al final de esta.

¿Para qué la necesitaban? ¿Qué querría de ella el rey Lithnear? ¿Acaso se había enterado ya de lo que hacía en el pueblo? ¿Conocía el rey sus dotes de curandera? Tantas preguntas y aquel guardia parecía no saber nada de nada…

En aquellos momentos, absorbida por la magnificencia del silencio que lo envolvía todo a pesar del continuo piar de los pájaros, Eladien hubiera accedido a cualquier cosa por una simple respuesta, pues la ignorancia era algo que nunca había llevado demasiado bien. Le incomodaba muchísimo el desconocer el porqué de aquella misiva de carácter tan urgente, pero aún la ganaba más el hecho de que ninguno de aquellos soldados que el rey había mandado a buscarla, se dignara a dirigirle una sola palabra.

Eladien, acompañada del musculoso soldado y precediendo a los demás, salió del perímetro de su casa y cerró la portezuela con cuidado, encajando bien la hoja en la madera mientras intentaba tranquilizarse, pero por más que trataba de hacerlo, el nudo que se le iba formando poco a poco en el estómago se iba volviendo cada vez más prieto.

Se giró a tiempo para ver como por la bifurcación que se abría a la izquierda del camino, cerca de la casa de Nednea, se acercaban unos cuantos caballos con sendos jinetes a sus lomos, todos, incluyendo los corceles, luciendo el escudo de armas de Áldruvein, ya fuera en los brillantes petos en el caso de los soldados o en las mantillas de tela que cruzaban el lomo de los caballos para caer por los costados. Uno de los caballos estaba atado a otro por las riendas e iba sin jinete, pero una bandera se elevaba sobre él, atada a la silla de montar; era el estandarte de Áldruvein, que ondeando con el viento mostraba a un ave cazando en la mansa superficie del lago Móredy.

El hombre que guiaba a ambos caballos se acercó a paso ligero hasta el soldado que llevaba el mando y estirando de las riendas de este hizo que se parara justo a su lado, con lo que la arenilla que formaba el camino salió volando en diminutas nubes que se dispersaron a los segundos, adhiriéndose a la falda de su vestido en forma de minúsculas motas. El hombre que iba montado, bastante más bajo que los demás, de ojos pequeños y facciones afiladas como un águila, se llevó una mano a la frente tras erguir la espalda por completo y se dirigió al que le había recitado la carta del rey a Eladien.

- General Karlien.

El soldado que iba a caballo llevaba en el peto dos franjas plateadas más una dorada que cruzaban el escudo de armas de Áldruvein, y seguramente, según pensó Eladien, aquello indicaba el rango de cada soldado dentro del ejército del Reino, y aquel, el que iba a lomos del corcel, completamente blanco y de larga crin, parecía ostentar un mayor rango que sus compañeros a excepción de Varl, el que acompañaba a Eladien, ya que en el peto de este podían observarse varias rayas en oro y plata.

El caballo se movió inquieto y levantó varias veces las patas, provocando destellos desde las herraduras, lo más seguro reacio a permanecer quieto durante mucho rato más. Según le había explicado su padre cuando era pequeña, los caballos no eran muy conocidos por su tranquilidad, y aquel caballo debía de hacer ya rato que no se movía del sitio.

- Señorita Fahrathiel…

El hombre hizo una pequeña reverencia con la que estiró el brazo desde la silla, sin duda mostrando toda la caballerosidad y modales que un soldado podía tener y Eladien le respondió con un simple buenas tardes que esperaba no hubiera sonado tan débil como ella lo había escuchado. La reverencia acabó tan rápido como había empezado y el hombrecillo (para ser un soldado de la guardia real, lo era) volvió a dirigirse a su superior, quien lo miraba desde la misma altura aun estando él sobre un caballo y el otro a pie.

- Los lugareños están empezando a hacer preguntas. Ya que parece que la señorita Fahrathiel ha accedido rápidamente a acompañarnos creo que deberíamos ir yendo hacia el castillo.

Cuando el hombre que iba a lomos del corcel terminó de hablar, el otro, el general Karlien (así lo había llamado el enjuto soldado), asintió brevemente con la cabeza y, sin mediar palabra alguna con Eladien, se dio media vuelta, tras lo cual empezó a dar órdenes a sus subordinados en un tono que no dejaba lugar al remoloneo. Se alejó un poco más de Eladien y se paró al lado de dos soldados que no se habían movido del sitio en todo el rato, los que se encontraban más cerca de lo que a Eladien le había parecido una gran caja de madera desde lejos.

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Pero en esos momentos, cuando los soldados levantaron un poco la caja y la engancharon con unos arneses a dos caballos, dejando ver las ruedas de esta, Eladien comprendió que se trataba de un palanquín cuyas ventanas estaban tapadas por unas cortinas verdes que ondearon un poco con el traqueteo de la cabina al acercarse por el arenoso camino. Los caballos que llevaban el pequeño palanquín, de madera oscura y redondeados contornos taraceados con oro y plata, eran grandes y de anchas patas y al llegar al lado de Eladien, guiados por el mismo general Karlien, uno de ellos relinchó un poco y pareció estar a punto de encabritarse, pero el general logró calmarlo con tan solo pasar una de sus enfundadas manos por el hocico del corcel.

- Fer, Kirl.

Karlien se estaba dirigiendo a los dos soldados que habían estado esperando al lado del palanquín y estos acudieron de inmediato a su lado, ambos con una mano en la frente en forma de saludo y con la espalda bien erguida, seguramente ansiosos por cumplir las órdenes de su superior.

Eladien los estudió con más detenimiento y observó que debajo de la barba que los dos soldados llevaban, se apreciaba una cara juvenil, una piel tan tersa que solo podía pertenecer a alguien que no había alcanzado la madurez. Aquellos soldados eran tan solo unos niños… Mientras se preguntaba porque se habrían alistado dos chicos tan jóvenes al ejército real, cayó en la cuenta del elevado parecido que había entre los dos jóvenes; los mismos ojos azules, la misma boca de finos labios, el mismo remolino en el oscuro flequillo.

¿Serían gemelos?

- Ya sabéis lo que tenéis que hacer, ¿cierto?-, Los dos soldados (¿cómo podían serlo siendo tan jóvenes?) asintieron enérgicamente y se llevaron de nuevo una mano a la frente, mostrándose todo lo altos que podían serlo al estirar la espalda a más no poder-, Simplemente debéis de llevar a los caballos de tiro al castillo, junto con el palanquín. No es nada difícil. Ya sabéis, esta es vuestra primera misión de verdad. No la caguéis.

Eladien, lejos de sorprenderse del vocabulario que usaban los soldados, no pudo evitar sonreír al ver la cara que pusieron los dos chicos, que se miraron de reojo para acto seguido llevarse de nuevo la mano a la frente, asintiendo con la cabeza por enésima vez desde el Karlien les había hablado. Uno de los chicos (ahora que se fijaba mejor, uno de ellos tenía una casi imperceptible cicatriz al lado de la nariz), la miró un momento y enrojeció al instante, ante lo que Eladien apartó la mirada, deseosa de estar en cualquier lugar excepto en ese, ya que, al mirar de soslayo alrededor, comprobó con suma reprobación como la mayoría de los soldados tenían los ojos prendados en ella.

Sabía que lanzarles miradas furibundas no haría más que aumentar las miradas que ya recibía de aquellos hombres, pero aquello era algo que la desagradaba, pues no hacían que se sintiese como a una mujer, sino más bien, como si fuera un simple trozo de carne fresca.

Los soldados restantes, tanto los que habían estado en el jardín como los otros, habían formado una ordenada fila a ambos lados del camino, uno frente a otro, dejando libre el centro de este. Los rostros de la mayoría eran pétreas máscaras que miraban fijamente al frente, al parecer intimidados por su general, pero alguno que otro seguía lanzándole alguna que otra mirada a Eladien, incluidos los dos soldados más jóvenes, que con prisas se acercaron a los caballos de tiro y se subieron cada uno en uno, distinguiéndose entre ellos solo por el color de su caballo; uno negro como la noche y el otro marrón con una crin del mismo color veteada por claros blancos.

Sin embargo, el único que no le prestaba atención era el general Karlien, que enfaenado revisando los arneses que sujetaban los caballos al palanquín estaba ajeno a todo lo demás, hasta qué, al parecer satisfecho de la seguridad de estos, levantó la cabeza y miró a Eladien, de nuevo sonriendo y con la pequeña cicatriz tirando de su labio inferior.

- Ya podemos partir, señorita Fahrathiel. Si es tan amable…

Karlien se incorporó ágilmente y abrió una de las portezuelas del palanquín tras indicarle a ella con un gesto que se acercara. Eladien, ya no tan nerviosa al ver que la iban a llevar de un modo bastante lujoso (aquello se lo habían contagiado Érien y su avidez de historias sobre princesas, estaba segura), miró de reojo al general antes de entrar, esperando a que este le dijera algo más sobre qué quería el rey de ella, pero solo recibió un leve cabeceo.

¿Es que el rey no informaba de nada ni siquiera a uno de sus generales? Habían colocado una piedra en la base del pequeño carruaje y Eladien tuvo que subirse a esta para poder entrar, pues la puerta estaba bastante elevada del nivel del suelo.

- El viaje será un poco largo, pero no demasiado. Disfrute de las vistas.

Karlien cerró la puerta del palanquín y se marchó a paso ligero, saliendo del ángulo de visión del que disponía Eladien, así que se quedó contemplando como los soldados se repartían en parejas en una línea que rodeaba el carruaje, la cual avanzaba varios metros por delante y detrás de este, pasando por sus costados.

Eladien no podía estar más confundida de lo que ya lo estaba y mientras miraba desde la ventana él como se apostaban los soldados, las preguntas continuaban hirviendo en su interior, tornándose cada vez más inverosímiles. ¿Sería eso? ¿Se había enterado el rey Lithnear de lo que ella hacía? Entonces, ¿sabía el rey que ella podía curar a la gente? Solo tenía clara una cosa: aquella visita no podía ser nada malo. Estaba convencida de que, de ser así, ella no estaría esperando en el interior de un carruaje a que este se pusiera en marcha.

Pero, aun así, aún convenciéndose a sí misma de que aquello no significaba nada malo, no podía quitarse el nudo de nervios que se había formado en su estómago, ciñéndolo.

Y tampoco lograba liberarse del mal presentimiento que se había cernido sobre ella unas noches atrás. Desde ese momento, la intranquilidad vagaba libremente por su interior, confundiendo sus sentimientos aun cuando ella estaba alegre. Todo eso sin que ella conociera el porqué. Y aquello, le gustaba tanto o menos que el no saber para qué demonios la habían llamado a acudir al Castillo de Áldruvein.

El brusco movimiento que produjo el carro al moverse los caballos, arrastrando a este tras de sí, la sacó de sus pensamientos con un sobresalto y al mirar por la ventanita, cuyas cortinas apartó un poco hacia los marcos, comprobó con pesar como al fin, el palanquín se ponía en marcha, acercándola poco a poco un paso más a la presencia del rey Lithnear.

En un momento dejaron atrás la casa de Eladien y lo último que vio de esta fue a Depbú, que apoyada sobre sus patas traseras trataba de asomar el hocico por encima de la valla de madera, mirando a todo el que pasaba.

Pasaron por delante de la casa de Rutgen y Nednea, en cuyo jardín se agitaban las flores con el soplar del viento, la mayoría de aspecto ya no tan bello como una semana atrás. Ahora, algunas estaban pálidas y las que no, medio oscuras, secas. Era como si ya no las regaran.

Eladien, preocupada por la salud de Rutgen, ya que el choque emocional que debía de suponer lo que le ocurrió a Nednea en la noche del festival debía de ser fuerte, alzó la vista y vio a Rutgen en una de las ventanas del piso de arriba, con la cara pegada al cristal y la mirada, desde unos ojos exentos de emociones y marcadas ojeras, clavada en ella.

Rutgen… Había estado tan ocupada con ella misma y con ayudar a los demás vecinos de Nash’sera que no había vuelto a pasar a verlos… Pesarosa, decidió que pasaría a ver cómo estaban cuando volviera del castillo. Esperaba que aquella visita al castillo no le llevase mucho tiempo…

Se acomodó mejor en el interior de la tambaleante cabina, dispuesta a disfrutar al menos del viaje.

En el interior no había asientos, sino un pequeño y mullido sofá de terciopelo negro que contrastaba con el verde de las cortinas, estas de seda y el ambiente, afuera sofocante, era fresco en el interior debido a las corrientes de aire que entraban continuamente por ambas ventanas. El palanquín y la procesión de soldados pasaron por la calle mayor de Nash’sera en un santiamén, pues, aunque reinaba el ajetreo como era habitual, la gente se apartaba para dejarles paso, cohibidos por la aparición de una pequeña fracción del ejército real.

Eladien cerró rápidamente las cortinas en cuanto hubieron entrado en la calle mayor, aunque sabía perfectamente que el rumor de que la habían venido a buscar no tardaría en circular por todo Nash’sera, removiéndolo todo cuales abejas en una colmena azotada por el fuego.

Eladien notaba como las ruedas pasaban sobre los adoquines de la calzada, zarandeando el palanquín así como a ella misma y cuando estuvo segura de que habían salido de Nash’sera, volvió a abrir las cortinas, dejando que la luz del sol, el cual estaba ya de camino al ocaso, penetrara de nuevo el interior del carruaje y permitiéndole observar cómo más allá de las pequeñas colinas de rodeaban Nash’sera, se alzaba imponente e imperioso el castillo de Áldruvein, con sus altas torres y pasarelas que las conectaban, lo cual, a la altura a al que se encontraba y a esa distancia, era lo único que alcanzaba a ver de la fortificación.

Eladien lanzó una última mirada a Nash’sera antes de que las bajas colinas ocultaran el pueblo, dónde las hojas de los árboles y las flores que moraban a los pies de estos se mecían al compás del viento, tal y como habían hecho el día en que ella había salido a pasear con Depbú. La única diferencia era que ese día, no estaban cantando. Recordó con un escalofrío como aquella voz rasposa, grave y seca se había unido al canto de la naturaleza y eso no hizo más que aumentar el mal presentimiento que la acompañaba.

Su vida había girado tan bruscamente… No hacía ni dos semanas que ella estaba esperando ansiosamente su cumpleaños para ir a comer con Érien a las afueras de Nash’sera… Cuando su vida, todavía, era tan normal como la de los demás.

¿Quién le habría dicho en esos días, que acabaría curando a la gente con tan solo coger sus manos? ¿O que iba a ir al castillo de Áldruvein en un lujoso palanquín tirado por fornidos caballos (y jóvenes muchachos) y acompañada por un séquito cedido por el rey mismo Lithnear?

Todo había cambiado tanto desde la aparición de su abuela Eithenalle… Desde el día en que esta le había dicho que ella tenía… dones. Unos dones que, sin duda, habían cambiado su vida. Curar a la gente, escuchar a la naturaleza… Parecía algo sacado de los numerosos cuentos de hadas que su madre escribía para Érien y ella.

El piar de unos pájaros llegó hasta la pequeña cabina junto con la brisa, con tonos ora agudos ora graves, todos compaginados en una melodía que Eladien ya había escuchado antes, al día siguiente de haber curado a Nednea delante de todos los habitantes de Nash’sera, en el Festival de las Tormentas, cuando había descubierto con sumo pesar y un poco de alegría, que la aparición de Eithenalle y aquella majestuosa puerta, no había sido un simple sueño.

A partir de ese día, ya consciente de que lo que podía hacer era algo bueno y que con ello podía ayudar a los demás, se había dedicado a ejercer de curandera, sanando a los enfermos o heridos de Nash’sera, ya que las dotes de curandero de Honth, se quedaban muy por detrás de las Eladien, quién como todos habían descubierto con Nednea, podía sanar cualquier cosa.

Sin embargo, había una pregunta que le rondaba por la cabeza casi desde el primer momento en que hubo descubierto su don: ¿si llegara el momento, sería capaz de curar a Érien? Se había prometido que jamás la dejaría enfermar como a sus padres, que con los dones que tenía, la salvaría de lo que fuese, pero el temor a que ella no fuese suficiente, la atormentaba. Por eso se dedicaba a curar a todo el que se lo pedía: tenía que entrenar sus dotes y mejorarlas, pulir su don para que, si a Érien le pasara algo, ella misma la pudiera curar.

El carro se zarandeó bruscamente cuando las ruedas tropezaron con una piedra, inclinándolo un instante en el que Eladien creyó que este iba a volcar, pero el equilibrio volvió al momento, con tan solo una pequeña parada antes de emprender de nuevo la marcha, igual de movida que antes debido a las deformaciones del camino por el que iban.

- ¡ Kirl!-, La voz del general Karlien se alzó sobre el estruendo que provocaba el palanquín al moverse por el empedrado camino-, ¡ Fer!-, Desde el interior de la cabina observó como el general pasaba velozmente por delante de la ventana, agarrando prietamente las riendas de su blanco corcel, con la bandera que mostraba el emblema de Áldruvein ondeando tras de sí-, ¿Hace falta que os substituya alguien en vuestra primera misión? No hagáis que me arrepienta… así que ¡id con más cuidado!

Eladien escuchó desde el interior del carruaje como se disculpaban, atropelladamente, los dos jóvenes que llevaban las riendas de los caballos que tiraban del palanquín, y no le costó imaginárselos completamente azorados ante tal regañina.

El general disminuyó un poco el paso e hizo que el corcel se acercara a la cabina, galopando junto a la pequeña ventana por la que Eladien estaba mirando, y tras lanzar una última mirada hacia el frente, dónde más o menos quedaban los caballos junto con sus aprendices de soldado, se volvió hacia ella, sonriendo como si quisiera quitarle importancia al asunto.

- Siento si se ha asustado, señorita Fahrathiel. Fer y Kirl son muy buenos chicos, pero como soldados…aún les queda mucho por aprender-. Karlien esbozó otra sonrisa que contrastó con la seriedad de sus ojos negros, iguales a los de Eladien.

Tras el general pasaban paulatinamente grandes árboles de altas copas verdes, formando una fila que recorría el camino por el que iban y unos cuantos pájaros salieron volando de estos, planeando en círculos sobre las sobrecargadas ramas.

- ¿Que hacen aquí unos chicos tan jóvenes? Tenía entendido que se precisaba alcanzar la mayoría de edad para alistarse en el ejército real-. No era que Eladien se supiese todas las normas verso aquello, pero que uno debía de llegar a la madurez para acceder al ejército, era un hecho que todo el mundo sabía.

Y, no obstante, aquellos dos chicos estaban allí, maniobrando sus caballos como podían.

El general la escrutó durante un largo rato, dando la impresión de que no iba a contestar a aquella pregunta, pero al final, tras acomodarse un poco en el lomo del corcel que lo llevaba, alzó la voz para hacerse oír sobre el piar de los pájaros, las pisadas de los caballos y el estruendo que causaban las botas de los soldados al andar.

- Fer y Kirl están aquí desde… hace algún tiempo. Sus padres murieron hace dos años en una rebelión que se formó en los suburbios de Áldruvein, en los alrededores del castillo. Se estaba formando un numeroso grupo de rebeldes y cada día crecía su número, hasta que llegó un momento en que el Rey, asustado ante un posible motín, nos ordenó acabar con ellos. Con todos ellos-, Los ojos de Karlien, antes llenos de una brillante determinación, vacilaron un momento, apartándose de los de Eladien, y su cara se contrajo un poco, mostrando arrugas en la frente y ojos-, Cuando todo acabó, en una de las casas encontramos a Fer y Kirl, escondidos bajo la cama, tan asustados como podían estarlo. ¿Tiene idea de por qué el rey requiere de su presencia, señorita Fahrathiel?

Aquel cambio de tema tan brusco la aturdió momentáneamente, haciendo que procesara varias veces la pregunta del general Karlien.

Observó fijamente al general, preguntándose por que había cambiado de tema tan rápidamente, pero este se dedicó a mirarla desde unos ojos tan oscuros como los suyos, de los que había desaparecido cualquier rastro de la vacilación que los había cubierto mientras hablaba de Kirl y Fer. Ahora, la determinación volvía a ser la soberana de su mirada, tan escrutadora como cuando Eladien le había abierto la puerta de casa.

¿Que si sabía por qué el rey la llamaba?

- Yo no sé nada, general. Esperaba que usted supiera algo…pero parece que el rey no le ha dado más información que la necesaria-, Karlien asintió lentamente sin dejar de mirarla-, Supongo que no me queda más que esperar a que su majestad me lo explique todo, tal y como ha recitado usted en su misiva…

Alguien llamó a Karlien desde la fila que estaba en la retaguardia del palanquín y el general, tras despedirse con un seco cabeceo, disminuyó el paso de su corcel hasta quedarse atrás, dejando a Eladien en la ventana. Asomó un poco la cabeza por la obertura y vio como Karlien se reunía con el bajito soldado que se había dirigido a él antes de salir de Nash’sera, ambos montados en sendos alazanes completamente blancos. Atada a la silla de montar del corcel del otro hombre, también se izaba la bandera con el emblema de Áldruvein, mostrando el lago Móredy.

Cuánto les gustaba alardear con sus emblemas.

Al cabo de un buen rato el carruaje giró un poco a la izquierda, siguiendo el sendero marcado en la tierra y poco a poco, mientras el carro aún no había acabado de virar, Eladien pudo contemplar la grandiosidad del castillo de Áldruvein, que más cercano ahora, se alzaba imponente en la lejanía, mostrándose colosal aun cuando se encontraba lejos. Sus cuatro torres se recortaban contra el sol qué, deslizándose perezosamente por el cielo, ya había iniciado su diaria caída, y las enormes murallas grises que envolvían el castillo resplandecían con la luz, provocando algún que otro destello.

Las pasarelas que unían las torres estaban todas conectadas entre sí, cruzando el cielo tanto horizontal como diagonalmente y a Eladien no le costó mucho imaginarse una cantidad ingente de soldados apostados en estas, vigilando estrechamente todo lo que acercaba a su castillo. Desde esa distancia le era imposible discernir siquiera las puertas de este, así como sus ventanas, pero ya se conocía la fortificación por fuera de tantas veces que la había estado contemplando desde la ventana de su habitación, embobada por el resplandor que emitía la luna al posarse sobre la fría piedra.

Y súbitamente, mientras admiraba la grandeza que ofrecía el castillo, algo apareció en su visión, una cosa que estaba segura de no haber visto antes; en medio de las cuatro torres que formaban un perímetro alrededor del fuerte, brillando con la luz del sol y emitiendo intermitentes destellos, se elevaba ahora otra torre, esta de piedra roja y mucho más alta que las otras cuatro, con un gran ventanal en la parte más alta y una balconada que se abría unos cuantos metros en el aire.

Eladien, sorprendida y con el corazón latiéndole un poco más rápido de lo normal, parpadeó, y al abrir los ojos, aquella extraña torre que había aparecido por arte de magia ante sus ojos, ya no estaba allí. Tan solo permanecían las cuatro de siempre, dónde ahora, al estar ya más cerca del castillo, comprobó que efectivamente, había soldados escrutando la lejanía, así como los terrenos cercanos.

Parpadeó de nuevo, esperando ver a parecer aquella fortuita torre, pero al abrirlos no observó nada fuera de lo normal. ¿Qué había sido eso? No entendía que era lo que había visto, pero estaba segura de haberlo hecho. De que aquella torre había estado allí… Aunque solo fuese por unos instantes.

Al final optó por cerrar las cortinas y esperar a que la avisaran de que se aproximaban, apoyando la espalda en el sofá e intentado ordenar sus pensamientos, pues estos estaban desbocados, girando en su mente cual balsa en un bravo río. Al ver que ya se acercaban al castillo, el nudo de nervios que se había adueñado de su estómago parecía retorcerse sobre sí mismo, pero Eladien no sabía a ciencia segura si se debía a la inminente reunión con el rey o a las curaciones que había llevado a cabo ese día.

Se sentía cansada, un poco abatida y el dolor de cabeza que la martirizaba tras cada curación volvió de nuevo, no tan fuerte como las primeras veces, pero si igual de persistente.

Dentro de poco sabría al fin el porqué de una misiva tan urgente como la que había recibido un rato atrás, pero no estaba segura de querer saber de qué se trataba. ¿Que necesitaba de ella el rey Lithnear que no pudiese conseguir él mismo con toda la fortuna, mando y gloria que ostentaba? Harina no, eso desde luego. Entonces, ¿qué? ¿Se había expandido tan rápido el rumor de que ella podía curar a la gente, que ya estaba infiltrado incluso dentro de los muros del castillo de Áldruvein?

Se preguntó que estaría haciendo Érien en esos momentos, y se la imaginó o bien comiendo algo o jugando con Depbú en el jardín de casa, como hacía casi cada tarde. Ojalá volviera pronto a casa… Érien se merecía la mejor cena que ella le pudiera preparar.

Pasó un rato más en el interior del carruaje, sentada en el interior y con las cortinas cerradas, ya decidida a esperar a que le dijeran que habían llegado, y justo en el momento en que se disponía a abrir las cortinas para asomarse, una mano las apartó por ella y el general Karlien se asomó por la ventanita, sonriendo mientras su cabeza subía y bajaba al ritmo del galope del alazán.

Algunas gotas de sudor perlaban el rostro del general debido al calor reinante, pero este no parecía notarlo; seguramente, tras tantas misiones encomendadas, una simple ola de calor no debía de ser nada para él.

- Ya casi hemos llegado, señorita Fahrathiel. Cuando entremos en el castillo será recogida por otro séquito que la guiará hasta su alteza. Espero que disfrute del recorrido por el interior del castillo de Áldruvein.

El general desapareció de su vista antes de que Eladien articulara una sola palabra, dejándola boquiabierta al tiempo que observaba pasar una gran masa de árboles por delante de la ventana, así como varios soldados qué, ahora con las banderas que mostraban el emblema de Áldruvein izadas en sus manos, marchaban a paso ligero, con el orgullo de pertenecer al ejército bien patente en sus miradas y andar.

Las flores se abrían paso a los costados del camino, recorriendo toda el área que separaba el final del sendero de la línea de árboles y estos, realmente altos y de hojas de varios colores, estaban repletos de Nighes, una fruta de color rojo bastante ácida que era muy conocida en Áldruvein, no así en los reinos circundantes. La masa de árboles disminuyó hasta convertirse en un alterno goteo de troncos que acabó por desaparecer, dando lugar a una llanura en la que apenas crecía algo de hierba y en medio de esta, rodeado por un gran foso de agua que no podría saltar ni siquiera el caballo mejor entrenado, se erguía magnificente el castillo de Áldruvein, con su gran pasarela de madera levantada y sujeta con unas gruesas cadenas que salían de la dura roca.

Eladien observó de hito en hito la desmesurada envergadura de la fortificación, fascinada por la arquitectura de esta, todas las esquinas redondeadas y las ventanas con arco de medio punto, las cuales abundaban, sobre todo, en las altas torres. Los soldados que acompañaban a Eladien alzaron las banderas que llevaban y estas ondearon de forma visible para los que estaban en lo alto de las pasarelas. El carruaje avanzó el trecho que lo separaba del foso y se paró junto a este con el relinchar de los caballos envolviendo el ambiente.

El general Karlien pasó ante por enésima vez ante la ventanita por la que Eladien estaba mirando, esta vez sin prestarle atención. El sonido de las cadenas al deslizarse acalló el relinchar de los caballos, sumándose al que provocó la pasarela al bajar lentamente, formando un estable camino que pasaba sobre el foso que envolvía el fuerte, tras lo cual el carro volvió a emprender la marcha, ya sin zarandearse tanto como antes.

Mientras se internaba en el castillo vio varios estandartes colgados a ambos costados de la puerta de entrada, todos con el escudo de armas de Áldruvein y el emblema del reino recreado en la tela, intercalados por varias teas que, aunque contenían restos visibles de brasas, permanecían apagadas. El carruaje pasó bajo el arco que había quedado libre al bajarse la pasarela y repitiendo el mismo sonido de antes, las cadenas tiraron de esta hacia atrás, levantándola y vetando así el acceso al castillo de Áldruvein, dónde ya se encontraba Eladien.

Definitivamente, estaba nerviosa.

La puerta de la cabina de abrió hacia afuera y el general Karlien le tendió una mano, instándola a bajar cuanto antes. Eladien se agarró a la mano del general y bajó del carruaje de un pequeño salto, cuidando de no pisarse el repulgo de la falda al caer, y al hacerlo, sus pies se posaron sobre un suelo totalmente asfaltado, de pequeñas piedras embaldosadas. Miró alrededor fascinada, examinando todo cuanto alcanzaba a ver, pues sabía que uno no iba cada día al castillo de Áldruvein.

Se encontraban en la entrada del castillo, justo al lado del puente levadizo, al lado del cual descansaban unos tornos envueltos de unas cadenas que trepaban por la pared y se unían a la pasarela, dónde unos soldados se encargaban aún de subirla del todo al girar con todas sus fuerzas los en apariencia pesados tornos.

Eladien alzó la cabeza y tuvo que retroceder unos cuantos pasos para observar en toda su envergadura los grandes muros que envolvían el recinto en el que se encontraban, en una esquina del cual descansaban varios caballos en el interior de un establo. Las banderas con el emblema de Áldruvein se izaban por doquier, ya fuera junto al puente levadizo o en lo alto de los muros que los flanqueaban y una gran puerta de madera a dos hojas se recortaba en la pared que daba al interior del fuerte, custodiada por dos soldados de aspecto fiero qué, inmóviles, observaban a Eladien mientras sujetaban sendas lanzas en las manos, estas con una cinta blanca en la parte más alejada del filo.

Varias puertas más se abrían en los muros, todas vigiladas por dos soldados cuyos petos la mayoría de las veces no tenían pintada más de una raya plateada. La sombra de uno de los muros se proyectaba en el suelo como una larga mano al estar el sol tirando hacia el este, en su rutinario camino hacia la noche, pero aún quedaban algunas horas de luz que Eladien esperaba fueran suficientes para lo que el rey necesitaba de ella.

- Aquí nos separamos, señorita. Su séquito personal debe de estar al llegar-, El general Karlien se deshizo en la reverencia más pronunciada que Eladien había visto jamás, pues esa vez su nariz sí que rozó el inmaculado suelo-, Ha sido un placer conocerla, Eladien.

Eladien parpadeó sorprendida cuando el general pronunció su nombre de pila, pues no lo había usado ninguna de las otras veces en que se había dirigido a ella.

- Lo mismo digo, general Karlien. Espero que tenga un buen día. O al menos lo que queda de este-, Eladien miró hacia arriba con aprensión, observando el recorrido del sol que poco a poco se iba escondiendo-, Seguro que Fer y Kirl acabarán siendo muy buenos soldados, no se preocupe.

Esa vez fue el general quien parpadeó con la sorpresa bien clara en la cara, pero no tardó en sonreír, estirando la cicatriz del labio y mostrando su blanca dentadura, que quedó realzada con el moreno de su piel. Karlien se quedó plantado delante de Eladien unos instantes, mirándola fijamente y sin siquiera pestañear, hasta que con un fluido movimiento de la mano llamó a los soldados que esperaban junto al puente, dónde Fer y Kirl guiaban a los alazanes que llevaban el carruaje hasta una de las puertas laterales.

Karlien desapareció por otra puerta con todos los soldados detrás suyo en un seguramente cotidiano desfile de armaduras que resonaban al andar, dejando a Eladien sola en el lugar en que había estado el palanquín. El calor reinaba el ambiente, volviéndolo sofocante y varias gotas de sudor perlaron su frente mientras esperaba de pie a que alguien fuera a buscarla.

Ahora que estaba allí, en el castillo de Áldruvein, el nudo que se había formado en su estómago se intensificaba a cada segundo, oprimiéndola desde dentro, y la pregunta que se llevaba formulando desde que el general había leído la misiva del rey se resistía a abandonar su cabeza.

¿Qué podía querer de ella el rey Lithnear?

El sonido de unos pasos alertó a Eladien y al girarse se encontró a un grupo de mujeres que atravesaba otra de las puertas laterales, todas ataviadas con vestidos blancos sin ningún tipo de estampado salvo, como no, el escudo de armas de Áldruvein, que estaba cosido a la altura del pecho. A primera vista todas le parecieron iguales (pelo moreno, facciones bonitas, jóvenes y algo bajitas), pero la que se puso al frente de sus compañeras era un poco más alta que las demás, por no contar con su edad, que parecía rondar la vejez, pues las arrugas le surcaban las sienes, así como los ojos, de un verde intenso que haría palidecer a la madre naturaleza.

Sin embargo, aunque era la mayor de las cinco, no por ello no era bella, pues sus labios eran bien carnosos y su nariz delicada, acabando en un casi imperceptible tobogán y su pelo, antaño de otro color, era casi blanco, ofreciéndole autoridad aun cuando todavía no había abierto la boca para nada.

La mayor de las cinco se acercó a Eladien con pasos firmes, sin duda haciendo alarde de la autoridad que le otorgaban tantos años sobre sus espaldas y para sorpresa de Eladien, le dedicó una reverencia, esta no tan exagerada como las del general Karlien pero que, para proceder de una casi anciana, fue grácil y fluida.

- Es un placer conocerla al fin, señorita Fahrathiel. Estábamos esperando su llegada. Espero que el viaje haya sido de su gusto.

La voz de la mujer era aguda y casi estridente, lo que a Eladien le recordó el sonido que producía su antiguo violín cuando se le rompían las cuerdas. Los ojos de todas las doncellas (por las ropas debían de serlo) estaban prendidos en los suyos y antes de que la más mayor acabara con su reverencia, las otras se deshicieron en otras, mucho más pronunciadas, reverencias.

Por favor, que parasen ya todos con las reverencias. Aquello comenzaba a incomodarla.

- Buenas tardes-. La voz le sonó débil y ligeramente entrecortada, pues todo aquello la superaba con creces. No tenía ni idea de que decir.

¿Si ya estaba así, como estaría cuando estuviera en presencia del rey Lithnear?

- Soy Silune Léryani, jefa de las doncellas del castillo de Áldruvein. El mismísimo rey Lithnear me ha enviado a mí a la cabeza de las doncellas para guiarla por el interior del castillo hasta presencia de su majestad. No tengo ni idea de que puede querer de usted, señorita Fahrathiel. Pero las palabras de su alteza estaban cargadas de urgencia… y quiere reunirse con usted cuanto antes, así que, si es tan amable…el castillo de Áldruvein es grande.

Silune se giró tan rápido que a Eladien no le dio tiempo de agregar nada de nada, por lo que se quedó un momento con la boca abierta, por segunda vez en lo que llevaba de día.

La jefa de las doncellas pasó junto a estas y las cuatro la siguieron de inmediato, todas con caras circunspectas, sin duda afligidas por su a primera vista, muy estricta supervisora. Silune atravesó una de las puertas flanqueadas por soldados y las doncellas la precedieron junto con Eladien, que nerviosa, se pasó las manos por la falda para quitarse el sudor. La puerta daba acceso a un pasillo de grandes dimensiones, alto y ancho, de baldosas bien pulidas y tan brillantes que Eladien pudo ver su cara devolviéndole la mirada desde el suelo.

En las paredes se recortaban grandes ventanas por las que se podía observar el claro que rodeaba el fuerte, dónde a lo lejos se elevaban los árboles que Eladien había visto pasar frente al carruaje con el que había llegado. Las teas se intercalaban con las ventanas, todas apagadas y con brasas en su interior y varias estatuas de piedra exhibían su frío cuerpo, subidas en pedestales del mismo material y con placas en las que se apreciaban algunos nombres.

Algunos rumores que circulaban por el pueblo hablaban de que al rey Lithnear le gustaba coleccionar estatuas erigidas en honor a personajes que figuraban en libros de historia, de personas que habían dejado marca con el paso del tiempo, y aquello lo confirmaba, pues sin dar crédito, los ojos de Eladien se encontraron con los de la revolucionaria Salena, una misionaria que siglos atrás se había dedicado a abastecer de comida a Áldruvein y a Hidern, así como a otros reinos, cuando la ya pasada Guerra del Hierro, se había desatado sobre todo el continente Khiuan.

Salena estaba representada con las manos entrelazadas frente así y con un trozo de pan en estas, arrodillada en su pedestal y con una larga túnica que le cubría los pies, y en la piedra que la soportaba había algo grabado: Salena Sen, su continua reivindicación por los derechos de los plebeyos y su caritativa bondad la llevaron a la muerte. Aquello era verdad: según los libros que Eladien había leído, Salena fue asesinada por unos soldados, pero nunca se supo a qué ejército pertenecían.

La única cosa que quedaba muy clara en los libros que la mencionaban era que fue asesinada por sus caritativos actos, pues Salena ofrecía comida tanto a una región como a otra, sin diferencias entre reinos, y que al final, siendo sus gobernantes conscientes de lo malo que era para ellos que llegase comida hasta a sus enemigos, mandaron asesinarla sin importarles que Salena estuviese ayudando también a su propio bando.

Silune andaba a paso muy ligero precedida por las doncellas, y Eladien, quien iba detrás de todas estas, se cruzó con varias estatuas más que le resultaron conocidas: Birej, el general que en la Guerra del Hierro había llevado estratégicamente a las Aguas Bravas a una casi victoria, finalizando esta con su propia muerte; Afaslanna, una plebeya que usurpó varios tronos en diferentes reinos al embaucar con su deslumbrante cuerpo y calculdas mentiras a sus inocentes príncipes; Laniar, el herrero que tan solo con su martillo había defendido su poblado de un ataque rebelde en Hidern…

Todos estaban representados en la piedra, la mayoría de ellos en poses que congeniaban con sus actos ( el herrero con su martillo en pose de lucha, Afaslanna con una mano en la cadera, seduciendo, Birej con la espada en una mano y su arco en la espalda) y Eladien no pudo evitar mirarlos fascinada, preguntándose cuanto habría tenido que pagar el rey para importarlos desde sus lugares de origen, ya que la mayoría de ellos procedían de otros Reinos o continentes, no así como Afaslanna, que los había recorrido casi todos hasta llegar a Hidern, dónde murió asesinada a manos de un príncipe extranjero al que ella había engañado años atrás.

Pasaron por una puerta que daba final al pasillo y llegaron a otro de techo más alto que el anterior, en el cual no se veían tantas ventanas; estas eran substituidas por lujosas lámparas de araña cuyas velas estaban apagadas, con los cristales que las formaban ribeteados con finos trazos de oro que desprendían destellos con la luz que penetraba desde las contadas ventanas que se abrían al exterior.

De las paredes colgaban tapices de diversos colores que mostraban varias escenas y paisajes; en la mayoría podían verse bosques de grandes y verdes árboles, así como aves y conejos, pero en otros aparecían ejércitos desplegados en vastos prados, con las banderas bien izadas y estas mostrando el estandarte de Áldruvein, el mismo que Eladien llevaba viendo desde que Karlien hubo aparecido en el jardín de su casa.

Mientras seguía al séquito de doncellas que la guiaban hacia el rey Lithnear, Eladien se cruzó con varios criados que avanzaban con prisa, todos ocupados en sus tareas, pero ya fuera llevando grandes bultos, sábanas o comida, todos hacían rápidas reverencias sin apenas mirarlos a los ojos, y en algunas ocasiones, Eladien tuvo que pararse en seco para no chocar con alguno en las muchas intersecciones en que se dividía el castillo de Áldruvein.

Giraron a la derecha, a la izquierda, subieron unas escaleras, de nuevo a la derecha, más escaleras… hasta que Eladien estuvo segura de que no sabría volver si no la acompañaban, pues en ocasiones los pasillos de bifurcaban varias veces, aunque Silune y sus compañeras, ya acostumbradas, giraban sin necesidad de pararse a pensar, sin mediar palabra alguna entre ellas, y, mucho menos con, Eladien.

Continuaron avanzando por el castillo durante lo que a Eladien se le antojó un día entero, virando a derecha e izquierda tantas veces que acabó perdiendo la cuenta, y contra más se adentraban en el castillo, más se intensificaba el lujo de este, pasando de relucientes baldosas a otras aún más brillantes y más pulidas, adornadas con trazos de plata que formaban el dibujo de decenas de flores abiertas, semejantes a las que envolvían Nash’sera en plena primavera, y las paredes, antes de resistente piedra gris, ahora eran lisas y estaban pintadas en un blanco inmaculado que contrastaba con el negro de los criados, que afanados pasaban por su lado como rayos surcando un cargado cielo.

- Su majestad la está esperando tras esa puerta.

Silune se paró y las otras doncellas hicieron lo mismo, todos los ojos fijos en los de Eladien, quien con manos y rostro perlados de sudor sabía cuánto desentonaba su presencia en aquellas ostentosas estancias. La doncella más mayor le señaló una puerta de doble hoja situada al final del pasillo, la cual estaba amparada por dos fornidos soldados cuyas manos eran tan grandes como la cara de Eladien, sino más, los dos con lanzas en las manos y con una espada en el cinturón, con la empuñadura bien cerca para poder desenfundarla si se precisara.

- Nuestro trabajo termina aquí… Si no le importa…muchas personas precisan de nuestra ayuda en este castillo… Ya sabe, uno siempre necesita ayuda para limpiarse los dientes, ¿verdad?

Silune rio a carcajadas y las cuatro doncellas que iban con ella rieron por lo bajo, obviamente debido a aquel chiste que no le podía hacer gracia más que a una doncella. Eladien se vio sorprendida al comprobar que aquella mujer poseía algo de sentido del humor, aunque este fuera algo sarcástico.

Ya casi estaba en presencia del rey Lithnear… ¿Podría evitar que las piernas le temblaran, si en esos momentos ya las notaba gelatinosas?

- Espero que disfrute de lo que queda de día.

Y antes de que Eladien abriera la boca, Silune y sus doncellas ya se habían inclinado en pronunciadas reverencias y marchaban raudas por dónde habían venido, dejando a Eladien a solas con los dos soldados de fiero aspecto que vigilaban la puerta por la que Eladien debía pasar.

El sonido de los pasos de las doncellas no tardó en quedar ahogado por el silencio, que opresivo, se abatía a gritos en el pasillo, roto simplemente por la entrecortada respiración de Eladien, que intentaba calmarse, lo que no surtió efecto, pues los ojos de los guardias le recordaron a los de un halcón vigilante.

Eladien observó cómo desaparecía la última doncella por una de las muchas esquinas en que el pasillo se dividía a lo lejos. De nuevo la habían dejado sola en un lugar que no conocía…definitivamente, aquello era perfecto. Resignada, se giró hacia los guardias, plantándose justo delante de ellos y estos aprestaron las lanzas con más fuerza, un movimiento casi imperceptible que a Eladien no le pasó por alto.

Ambos eran altos y anchos de espalda e iban vestidos con los mismos petos que Eladien llevaba viendo todo el día, estos cruzados por dos rayas de oro y varias más plateadas, las cuales se unían en el pecho para representar el escudo de armas de Áldruvein. El más alto de los dos, que llevaba una barba de unos cuantos días, dio un paso al frente y desde su imponente altura le dedicó un leve asentimiento con la cabeza, esta rapada por completo, no así como su compañero, que tenía el pelo negro y largo, atado en una corta coleta.

- Buenas tardes, Eladien Fahrathiel. Su alteza la está esperando.

Y sin mediar palabra, tras picar varias veces en una de las hojas de la puerta con sus sobresalidos nudillos, abrió esta hacia dentro, dejando a Eladien frente a esta, contemplando la majestuosa y ornamentada habitación que había al otro lado.

Al principio, la diferencia de iluminación del pasillo a la sala obligó a Eladien a entornar ligeramente los ojos, esforzándose por discernir las sombras y siluetas que se recortaban en la recién visible habitación y poco a poco sus ojos se acostumbraron a la luz, permitiéndole ver como en cada esquina de la rectangular estancia se alzaba en espiral una columna de blanco mármol que llegaba hasta el techo, dónde su juntaba con varias vigas del mismo material que recorrían el aire hasta juntarse en el centro, lugar del que colgaba una gran lámpara de araña cuyas velas se hallaban encendidas, así como las que reposaban sobre una larga mesa de madera de gruesas patas.

Varias decenas más de velas estaban repartidas en candelabros engastados en la pared, que de piedra blanca reflejaba y aumentaba la intensidad de los haces de luz de las llamas del mismo modo que el suelo, cuyas baldosas tan reflectantes como las del pasillo reflejaban todo cuanto había sobre ellas, desde el gran reloj de pie cuyo péndulo pendía de lado a lado a las estatuas que, como en los pasillos, habían sido esculpidas en honor a trascendentes personajes.

- Señorita Fahrathiel-, Una voz masculina llegó a sus oídos, fluyendo desde el interior de la habitación, casi frágil y rasposa, y el corazón de Eladien dio un vuelco, pues en su escrutinio había pasado por alto las siluetas de cuatro personas que en el fondo del recinto aguardaban frente a lo que a Eladien le parecía un camastro-, Esperábamos su llegada. Pase.

Eladien, haciendo caso omiso del nudo que le apretaba la boca del estómago, avanzó con pasos vacilantes y entró en la, para su gusto, demasiado iluminada estancia, dónde comprobó de inmediato como el ambiente era tenso y aún más sofocante que en el exterior al no haber ninguna ventana por la que pudiera penetrar algo de aire, que, aunque era caliente, habría aireado un poco el aplastante calor.

En cuanto se hubo adentrado, las puertas se cerraron tras ella con un ruido sordo, dejándola en presencia del mismísimo rey Lithnear, que acompañado por una esbelta mujer de largo y fino cuello y dos hombres más, uno mayor y el otro mucho más joven, alternaba la mirada entre ella y la persona que se encontraba postrada en una cama.

- Me alegra mucho ver que ha accedido a venir, señora Eladien.

Eladien no sabía qué hacer ni cómo actuar y estaba segura de que aquella situación

(el estar frente al rey de Áldruvein), requería de algún tipo de modales específicos, así como saludos y reverencias, por lo que se inclinó suavemente hacia delante, tratando de hacer una buena reverencia, y siendo esta la primera que hacía en su vid… ni tan mal. Sin embargo, cuando se disponía a saludar formalmente, temiendo por su débil y trabajosa voz, Lithnear le quitó importancia al asunto con un seco ademán.

- No es que no le agradezca las formalidades, señora Eladien.

De nuevo, la voz del rey sonó débil y apagada y a Eladien le pareció oír un llanto proveniente de la mujer que se hallaba junto a este. ¿Quién sería aquella mujer? ¿La mujer del rey Lithnear y por lo tanto, reina de Áldruvein?

¿Y el joven que estaba tumbado en la cama…?

Eladien se incorporó lentamente mientras miraba con extrañeza al rey Lithnear, pero este tenía la vista fija en el joven postrado en la cama, al igual que los demás.

- Pero el asunto por el que la he mandado llamar es urgente-, El rey, de calvicie avanzada y raída barba blanca, levantó un momento la mirada y clavó sus ojos, claros y afligidos, en los de Eladien, ambos ofreciendo un curioso contraste-, Este chico…-, Señaló al joven de la cama, y su mano, apergaminada y surcada de venas, le tembló un poco-, es el Príncipe Nenfaún, mi hijo primogénito. El heredero del reino. Y su vida, depende de usted, Eladien Fahrathiel.

Las palabras del rey no podían haber sido más contundentes, y Eladien las comprendió en cuanto bajó la vista de Lithnear y se fijó en el joven cruzado en la cama, cuyo rostro parecía haber perdido todo color del que disponía y cuyos ojos, inyectados en sangre, presagiaban una muerte inminente.

Al menos ya sabía porqué la habían mandado llamar.