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Eladien [ESPAÑOL]
Capítulo VI: Rozando la realeza

Capítulo VI: Rozando la realeza

Capítulo VI: Rozando la realeza

La elevada iluminación de la sala hizo que Eladien tuviese que entrecerrar los ojos, pues mirara a dónde mirara, estos solo captaban la titilante llama de las decenas de velas repartidas por doquier, bien dispuestas para que la luz alcanzara todos los recovecos que aquella amplia estancia exenta de ventanas. Las llamas provocaban rutilantes sombras que danzaban por las paredes, adornadas con tapices en la mayoría de los cuales tan solo estaba cosido el emblema de Áldruvein, así como su escudo de armas, todos en fina tela que colgaba inerte a falta de viento, del mismo modo que el muchacho postrado en la cama, que inmóvil, abría la boca espasmódicamente, respirando con audible y aparente dificultad.

Aquel chico…sin duda estaba enfermo. Muy enfermo.

Aún sin sus poderes para sanar a los demás, Eladien hubiese podido notar como la vida se marchitaba en ese joven, como una última batalla se libraba en el interior de aquel cuerpo de color ceniciento, como la vida luchaba por no abandonar a aquel joven de tez cada vez más pálida y en otros momentos agradables facciones, muy semejantes a las del muchacho que de pie, agarraba con fuerza la mano de la mujer, a la reina de largo cuello y cabello rizado, de la cual provenía el llanto que Eladien había oído instantes atrás.

Del llanto que todavía se repetía con fuerza.

El silencio era aplastante y dejaba al descubierto las emociones de las seis personas que se encontraban allí, contando también a Eladien y al muchacho enfermo, quién aun teniendo la cara contraída por el dolor, seguía presentando un fuerte parecido con la esbelta mujer y con el muchacho que estaba junto a ella, además de con el rey.

Nenfaún… El príncipe heredero de Áldruvein. Aquello era por lo que la habían mandado acudir.

El porqué de la apremiante misiva del rey Lithnear estaba frente a ella, y Eladien, no sabía que decir. Tan solo podía pensar en cómo podía haberse expandido tan rápido el rumor de lo que ella hacía… Si había llegado hasta los oídos del rey… ¿cuantos más lo sabrían?

Un sonido parecido al que hace el aire al pasar entre dos muros extremadamente juntos salió de la boca de Nenfaún, y los ojos de este se abrieron desmesuradamente, implorantes, sacando a Eladien de sus reflexiones y devolviéndola a la realidad, dónde los miembros de la realeza la observaban expectantes, alternando la mirada entre sus ojos negros y los verde - azulados del príncipe moribundo, cada vez más rojos, contrastando con el morado maliciento que empezaba a invadir su hasta hacía un momento, pálido rostro.

La madre del príncipe, claramente afligida, se acercó más a su otro hijo, quién si Eladien no recordaba mal, se llamaba Yúrial, el segundo hijo del Rey Lithnear y heredero al trono en caso del fallecimiento de Nenfaún.

Lo cual, a simple vista, parecía inminente.

- Señorita Eladien…se lo ruego. Ayúdenos.

El rey Lithnear se había acercado a Eladien sin que ella lo advirtiera al estar sumida en sus pensamientos, y su rostro, lejos de mostrar la suficiencia a la que solían recurrir los reyes, estaba arrugado debido a la preocupación que le fruncía el ceño y apretaba sus labios, dejándolos en una fina línea. El pelo que le quedaba le caía de cualquier manera y en su barba blanca se apreciaban gotas de sudor, perlado al igual que el resto de su cara.

Lithnear miró de soslayo a la madre de sus hijos y por lo tanto su mujer y reina, y esta le devolvió la mirada desde unos ojos tan verdes como los del chico de tez morena que en esos momentos la abrazaba con fuerza.

- Su majestad… Yo…

No sabía que decir, no sabía por dónde empezar… Aquello era… era lo único que no se había esperado, aun cuando tenía más sentido que los disparates en los que había pensado ella. El rey Lithnear quería que ella sanara a su hijo, el príncipe Nenfaún… El nudo que antes oprimía su estómago se había reducido bastante al saber que no la llamaban para nada malo, pero… ¿podría sanar al príncipe Nenfaún estando tan nerviosa como estaba?

La madre del príncipe se acercó a Eladien con pasos vacilantes tras separarse suavemente de su hijo. Este se quedó de pie junto al hombre mayor de barba irrisoriamente larga, el cual, desde una altura aún más imponente todavía que la del general Karlien, la miraba con los ojos entornados, estos azules y tan fríos como dos carámbanos que nunca han visto la luz del sol, resaltando con su cabello y barba, blancos como la más prístina nieve.

Sus miradas se cruzaron tan solo un momento, pero este bastó para que una sensación parecida a la angustia trepara por el cuerpo de Eladien y llegara a su corazón, oprimiéndolo, pues aquellos ojos la observaban de forma escrutadora, fríos y ajenos a cualquier emoción que no destilase de aquella sonrisa que curvaba sus labios.

Una sonrisa que en aquel rostro sin rastro de emociones quedaba realzada como si estuviera marcada a fuego.

¿Por qué sonreía? ¿Acaso había algo de gracioso en la situación? Apartó la mirada de ese hombre todo lo rápido que pudo y la posó sobre la reina, que exenta de joyas y cualquier indicio de su posición, se había plantado enfrente suyo. No obstante, aunque Eladien hacía caso omiso del hombre mayor al estar de espaldas a él, podía notar como su mirada se clavaba en ella, provocándole un leve cosquilleo en la nuca.

- Eladien…por favor.

La voz de la reina era fina y meliflua, casi como un canto, pero en esos momentos estaba cargada con toda la angustia que la carcomía, empapando todas sus palabras con esta. Era una mujer de tez pálida, grandes ojos verdes y labios casi tan rellenos como los de Eladien y su nariz, un poco chata, descendía hasta estos en una delicada y exagerada curva. Llevaba el pelo recogido en un alto moño que coronaba su cabeza, haciéndola parecer más alta de lo que era en realidad. Iba ataviada con un elegante vestido negro muy corto en escote que tan solo dejaba ver el inicio de sus senos, dónde colgaba una fina cadena de oro.

- Necesitamos su ayuda. Hemos oído lo que puede hacer… Es lo mismo que lo que hacía su abuela Eithenalle-, Aquellas palabras cogieron a Eladien por sorpresa aun sabiendo que la fama de su abuela había traspasado las fronteras entre pueblos, y se preguntó si su sorpresa no se debería en realidad a lo irreal que tenía aquella situación-, Su abuela podía hacer grandes cosas, Eladien. Y sanar a los enfermos era una de ellas. Y usted es igual que ella. Puede ayudarnos. Puede salvar a nuestro hijo, al príncipe Nenfaún. No se lo pedimos como reyes o príncipes, Eladien, sino como padres y hermanos.

El silencio volvió a caer como un pesado telón en cuanto la reina hubo dicho la última palabra y Eladien no pudo hacer más que asentir, consciente del peso de la situación, el cual quedaba bien patente con cada bocanada de aire que tomaba Nenfaún, pues de este salía ahora un sonido nada agradable.

El rey Lithnear se acercó a su mujer y la agarró de la mano, a lo que esta respondió con un fuerte apretón que emblanqueció sus nudillos, pequeños como sus manos de delicados dedos. El príncipe Yúrial permaneció en dónde estaba, cerca de la cama en la cual su moribundo hermano continuaba tumbado. Eladien observó al rey Lithnear, cuya corona había sido substituida por húmedos ojos, a la reina, cuyos labios estaban tan apretados que apenas se veían, a Yúrial, que miraba a su hermano con aprensión…y en todos ellos vio tristeza, desesperación y dolor. Un dolor tan grande como el que sintió ella con la muerte de sus padres y abuela.

Un dolor y una desesperación por los que Eladien no quería que nadie pasara. No si ella podía evitarlo usando sus nuevos dones.

No obstante, en uno de esos rostros no halló tristeza, dolor, ni desesperación. Tan solo unos ojos de mirada helada y un amago de sonrisa que le revolvían las entrañas. Tan solo una fría máscara que le embotó la mente por momentos. Aquella sonrisa… no le gustaba nada. Aquel hombre… Su falta de expresiones…hacían que desentonara en aquella trágica escena familiar.

¿Quién sería?

- Está bien-, Tenía que ayudarles…tenía que salvar a aquel joven postrado en la cama. Debía hacerlo…su don la ayudaría en ello. Aquello era por lo que lo tenía, para ayudar a los demás, para impedir que la gente enfermara. Para impedir que la muerte llamara antes de lo previsto-, No se preocupe. Tan solo estaba un poco abrumada. Haré lo que pueda.

¿Podría? Esperaba que sí. No podría soportar ver la cara de esas personas sino lo lograba.

- Muchas gracias, Eladien Fahrathiel. Su generosidad y benevolencia serán sumamente recompensadas. Le estamos muy agradecidos-. La reina se alejó un par de pasos, apremiándola, pero sin decirlo.

- Gracias, Eladien. Por favor… Proceda.

Lithnear se apartó un poco y dejó visible la cama sobre la que se encontraba Nenfaún, su hijo primogénito. Su rostro seguía morado y sus ojos abiertos de hito en hito, mirando fijamente algo que los demás no lograban ver.

Eladien se preguntó que sería lo que atacaba al príncipe, que tipo de enfermedad sería la que trataba de arrebatar la vida de aquel joven cuerpo.

Con pasos vacilantes, pero bien segura de lo que tenía que hacer, se acercó a la cama en la que descansaba el príncipe Nenfaún, al tiempo que trataba de calmarse por dentro, de quitarse toda la tensión que llevaba agarrotando sus músculos desde el instante en que Karlien le hubo leído la misiva cuyo remitente, en esos momentos, la miraba con la esperanza ardiendo en su mirada, haciendo juego con la de los demás.

Todas las personas que se encontraban en la habitación centraron su mirada en ella, desde Lithnear a aquel hombre de mirada escudriñadora y mil simulacros de sonrisa, aunque este último no la miraba precisamente con esperanza, sino con expectación, una mirada tan fija y calculadora que enfrió a Eladien un momento, ciñéndole de nuevo la boca del estómago. Pero Eladien, haciendo gala de la poca tranquilidad que le quedaba, hizo caso omiso de aquella sensación, dispuesta a concentrarse en lo que debía llevar a cabo: salvarle la vida al hijo y hermano de aquellas personas.

- Haré lo que pueda.

Eladien, aunque hasta el momento había logrado sanar a todo aquel que se lo había pedido, no podía evitar dudar ante la (poco)omitida presión a la que estaba sometida, pues, aunque los padres de Nenfaún le dijeran que hiciera lo que estuviera en su mano, ella sabía perfectamente que estaban esperando un milagro.

El milagro del Toque de Eithenalle.

El rey Lithnear asintió con la cabeza al igual que los demás, incluido el hombre de aspecto extraño, quien se inclinó un poco hacia adelante, con la expectación bailando en su mirada. Una mirada semejante a una ventisca en una gran extensión de nieve sin lugar en el que poder refugiarse.

Mientras Eladien se agazapaba junto al príncipe Nenfaún, observó por el rabillo del ojo al príncipe Yúrial abrazándose a su madre, respondiéndole esta con otro pequeño abrazo que terminó en un sofocado llanto.

Debía de salvarle la vida a aquel joven. Aquella familia no podía pasar por lo que ella había pasado tras la muerte de sus padres… No podía dejar que les embargara el vacío que ella misma había sentido entonces. El que, le pesase más o menos, todavía sentía.

Era su deber ayudarles en ello… Así qué, un poco abrumada por lo fortuito de la situación, despejó su mente todo lo que pudo, apartando cualquier pensamiento o emoción que no tuvieran nada que ver con lo que debía hacer. Pero no le fue fácil debido a todas las miradas que estaban clavadas en ella. Por no hablar de la esperanza… la emoción que rezumaba el aire, empalagando todo lo que Eladien intentaba disipar.

Debía concentrarse…alejar todo cuanto no tuviera que ver con ella y Nenfaún…

Controlando el temblor que movía sus manos, agarró las de Nenfaún, estas frías e inertes, casi tan blancas como las paredes que la rodeaban y en cuanto lo hubo hecho, comprobó con angustia como la enfermedad que atacaba al príncipe era tan fuerte. Un escalofrío recorrió sus brazos hasta llegar a lo más profundo de su ser, tambaleando su concentración como una marea agitada por un recio oleaje. Esa sensación duró solo un instante, pero le sirvió para saber que aquello no sería fácil, que aquello contra lo que luchaba Nenfaún no era una enfermedad como las que había sanado hasta entonces.

Que aquello, era totalmente diferente.

Eladien se relajó todo lo que pudo, destensó sus músculos y despejó su mente hasta reducir sus pensamientos a algo completamente ajeno, dejando solo espacio para el tacto de las manos del príncipe, tan heladas como si hubiera estado a la intemperie en una noche de cruel frío invernal.

Empezó como siempre, primero notando como el tacto de las otras manos se fundía con las suyas, pero en aquella ocasión, también notó como el frío que invadía el otro cuerpo trataba de abrirse paso hacia el suyo propio, como al cogerlas, algo helado luchaba por salir del cuerpo de Nenfaún ¿sería ella capaz de controlar aquella enfermedad tan fuerte?

En el caso contrario… ¿podría soportar la cara de los presentes en la sala? No se veía capaz de observarse a sí misma en el rostro de los demás… De ver la misma expresión que tuvo ella con la muerte de sus padres… Así qué, lentamente, sintiendo las manos del príncipe como si se tratara de las suyas, avanzó por ellas hasta llegar a los hombros, tensos como gruesos cables de hierro y casi tan sudorosos como ella misma, tan cargados que a Eladien, mentalmente, le costó trabajo avanzar por ellos para llegar hasta su pecho, todavía más contraído que el resto de su cuerpo, dónde de forma opresiva, el corazón de Nenfaún se debatía por seguir latiendo.

Con los ojos cerrados como hacía siempre que procedía a sanar a alguien, Eladien tan solo pudo ver oscuridad, una oscuridad absolutamente inquebrantable; no la típica que uno ve cuando cierra fuertemente los párpados, sino una negrura que tan solo se extendía en el interior de Nenfaún. La oscuridad en la cual Eladien podía ver qué era lo que fallaba, qué era lo que acechaba a los últimos vestigios de vida de los enfermos. Y en medio de aquella negrura, titilando mortecinamente cuales velas en un lugar poco provisto oxígeno, brillaban varios puntos de luz amarillenta qué, tras cada pálpito, iluminaban menos que la vez anterior, mostrándole a Eladien como la vida de aquel joven estaba llegando a su fin.

Contó los puntos de luz rápidamente, consciente de que el tiempo era su mayor enemigo en aquella ocasión, y entre tantos titileos, llegó a contar siete, repartidos por todo el cuerpo del príncipe Nenfaún, todos casi tan brillantes como pequeñas luciérnagas en medio de un esplendoroso amanecer. Buscó el punto de luz que más débil parecía, aquel que menos brillaba y lo localizó en un momento: un punto de luz que era apenas perceptible, casi negro debido a su poca energía.

Eladien respiró profundamente y de nuevo se relajó hasta dónde pudo, dejando todos sus músculos inertes a excepción de los brazos, ya que los tenía que alzar para coger las manos del príncipe, por dónde sin prisas, pues no quería repetir la experiencia sufrida con Nednea, empezó a canalizar un fino hilo de energía vital que pasó al cuerpo de Nenfaún con un leve estremecimiento de este, por con contar el de Eladien, cuyo interior se retorció como si la estuvieran devorando desde sus propias entrañas.

Dirigió ( a fuerza de voluntada, imaginaba ella, pues seguía sin saber sin saber muy bien cómo lo hacía) el pequeño flujo de energía a través de las manos del príncipe y lo fue pasando por sus antebrazos y codos hasta llegar de nuevo al pecho, lugar en el que residían la mayoría de aquellos puntos brillantes que Eladien debía sanar si quería salvarle la vida a Nenfaún, y desde allí, con los párpados fuertemente apretados, buscó de nuevo el punto brillante que había avistado antes, el que se disponía a sanar primero. Sin embargo, no lo encontró en el mismo lugar, sino visiblemente desplazado, casi camuflado con otros tres puntos brillantes que se realzaban en la oscuridad con un poco más de intensidad que su congénere, el cual absorbió de buen grado el flujo de energía que Eladien le cedió, recargándose rápidamente hasta superar con creces el esplendor de los otros, tan palpitantes como un corazón luchando contra sus últimos estertores.

Eladien notaba como parte de sus energías eran drenadas al ser cedidas, sentía cómo, poco a poco, muy lentamente, pero de forma inevitable si quería cometer su cometido, sus fuerzas iban mermando, pero también sabía que aquella era la única manera de salvar a Nenfaún, así como a cualquier otra persona que había tratado hasta enconces.

Suavemente y esperando que no hubiera resistencia, retiró el fino flujo y lo hizo pasar por otro de los puntos brillantes que iluminaban el oscuro espacio que tan solo ella podía ver, recargándolo al igual que con el anterior, y así sucesivamente, entrando y saliendo por cada uno, repitiendo el mismo proceso una y otra vez, una para cada uno de los puntos de vitales.

En todas las ocasiones Eladien puso mucho cuidado a la hora de retirar la cadena de energía de cada uno de los puntos, temerosa de que estos, en el último momento, ansiaran más de lo que ella les podía ofrecer, pero en ninguno de los casos hubo resistencia; con el hilo de energía, Eladien atravesaba cada uno de los puntos de luz y salía de estos con suma facilidad, casi como si estuviera cosiendo.

La única diferencia era que en ese caso no disponía de dedal alguno y un paso en falso, podría arrebatarle todo el hilo del que disponía para hilarse a ella misma.

El silencio reinaba la habitación de sobremanera, plasmando a las claras las emociones de todos lo que allí se encontraban y este solo era violado por el sofocado llanto de la reina, la mujer que con las manos crispadas, se agarraba con fuerza a su hijo, quién con los ojos humedecidos miraba atónito a Eladien, al igual que el misterioso hombre que permanecía de pie en el mismo lugar que cuando Eladien había entrado en la iluminada estancia, y Eladien, de rodillas, con los ojos cerrados y en absoluto silencio, podía notar como todas las miradas estaban fijas en ella, apremiándole en lo que estaba llevando a cabo.

Inmersa en su concentración escuchaba los sollozos de la reina, la respiración de Yúrial, incluso podía oír la del otro hombre, apenas audible pero presente.

Le dolían las rodillas debido a la dureza del suelo sobre el que estaba postrada y un frío extraño empezó a extenderse por sus manos a través de las del príncipe, provocándole cortos temblores que le sacudieron levemente los hombros, estos ya doloridos a causa de la postura en la que se encontraba, de rodillas y con los brazos extendidos. Eladien no entendía que era aquel frío que trataba de pasar por su cuerpo, pero no le gustaba.

Debía acabar rápido con aquello. Eso si lo comprendía.

Desde dónde estaba, acuclillada al lado de la cama y con los párpados fuertemente cerrados, observando aquello que los demás no podían ver, examinó los únicos dos puntos brillantes que le quedaban por sanar. Una vez se hubo encargado de los restantes, y cuando estuvo segura de que ya era suficiente, recordando lo que le había sucedido al terminar otras sanaciones, cortó la cadena de energía en vez de retirarla, dejando que los últimos residuos de esta penetraran en aquellos, ahora, luminosos puntos.

Permaneció de rodillas y con los ojos cerrados durante unos instantes, permitiendo que su cuerpo se acostumbrara a la situación en la que quedaba después de cada sanación, aunque por suerte, la debilidad que sentía cuando curaba a alguien, ya no era tan exagerada como la primera vez que lo había hecho. Ahora se limitaba a un simple e insistente pálpito en las sienes, algo que Eladien podía soportar perfectamente, pero podía notar como su cuerpo le pedía alimentos a gritos, seguramente para compensar la pérdida de energías.

Abrió los ojos lentamente y le sorprendió ver que aún seguía sujetando con fuerza las manos de Nenfaún, estas mucho más calientes que antes, casi tanto o más que las suyas.

Eladien se incorporó sin mirar alrededor, con la vista fija en el príncipe y justo en el momento en que iba a soltar las manos de Nenfaún, este agarró las suyas con inusitada fuerza, tirando de ella bruscamente al tiempo que abría los ojos de hito en hito, ya no inyectados en sangre, como cuando Eladien lo había visto por primera vez, sino verde – azulados, iguales a los de su hermano Yúrial.

Y entonces, al tiempo que Eladien trataba de zafarse de las crispadas manos de Nenfaún, la sala en la que se encontraba se llenó de gritos de júbilo. Gritos que clamaban la esperanza que la familia entera había creído perdida. De sollozos en los que no quedaba lugar para la tristeza que antes habitaba ese lugar. De alegría. Una alegría tan palpable que incluso envolvió a Eladien, cuando, sin que se lo esperara, unos fornidos brazos la abrazaron y la levantaron del suelo.

Sus pies colgaron durante lo que a ella le pareció una eternidad. Una eternidad en la que tuvo la cara del príncipe Yúrial a tan solo un suspiro de la suya, con sus ojos verde – azulados mirando el negro azabache de los de Eladien.

Eladien, ruborizada a más no poder, se zafó del abrazo como pudo, ante lo que Yúrial la posó suavemente en el suelo sin dejar de mirarla, aparentemente divertido ante su reacción. Eladien levantó la mirada y la clavó, furibunda, a causa del fortuito rubor que sentía, en el príncipe de Áldruvein, quien se había dado la vuelta y ya estaba acuclillado junto a la cama en la que descansaba su hermano, acompañado de sus padres.

El hombre mayor se apartó de la pared y, poco a poco, también avanzó el trecho que lo separaba de Nenfaún.

Cuando pasó al lado de Eladien, fue como si el tiempo se ralentizara durante los instantes en los que aquel hombre sin expresión en la cara la miró con los ojos entornados y los labios curvados hacia arriba, mostrando una maquiavélica sonrisa que Eladien se preguntó si siempre luciría.

El anciano pasó de largo y se acercó a la cama, dónde suave y meliflua para la apariencia que ofrecía, su voz se alzó sobre el descontrolado llanto de la reina.

- Nenfaún…me alegra mucho ver que estáis bien…

El hombre tuvo que inclinarse bastante para poder acercarse al príncipe y cuando lo hizo, su larga barba blanca pendió casi encima de la cara de este, así como de la reina, pues la madre de los príncipes se había tumbado en la cama, abrazando con fuerza a su hijo, quién ya ofrecía mucho mejor aspecto: su rostro, antes blanco como el mármol, se mostraba ahora casi tan moreno como el de Yúrial y sus labios, así como ojos, habían tomado también el color que les correspondía.

- Me alegro también por vos, mi alteza-. Dijo antes de hacer una exagerada y seguramente muy estudiada reverencia con la que su cuerpo se dobló grácilmente, llevándose una mano al estómago y estirando la otra hacia delante, en dirección al rey y a la reina, quienes lo miraron un momento para acto seguido volcar de nuevo su atención en el hijo que horas atrás, creían muerto.

Y tras esas palabras, el hombre misterioso se alejó de la cama con grandes zancadas, pasó junto a Eladien y, tras abrir de par en par las puertas de la habitación, se marchó de esta, creando una débil pero bienvenida corriente de aire que refrescó levemente el caldeado ambiente de la habitación.

- Padre…Madre…-, El príncipe Nenfaún se incorporó un poco en la cama y su madre puso una mano en su espalda mientras con la mirada más tierna que Eladien había visto en su vida, lo observaba atentamente, posiblemente en busca de cualquier rastro de fatiga que pudiera indicar una recaída. Algo que Eladien no creía que pudiera ocurrir, pues el rostro del príncipe se presentaba ahora con tanto color como el de su hermano Yúrial-, Hermano…-. Su voz era grave, y esta resonó alto en la humilde escena, rellenando todos los recovecos que la ingente cantidad de velas no ocupaba ya.

El llanto de la reina se elevó de nuevo y su cuerpo fue sacudido por los sollozos qué, sin éxito, intentaba reprimir. Lithnear había rodeado la cama y se encontraba de cuclillas, abrazado a su mujer e hijos, pues Yúrial, examinando el rostro de su hermano con la misma o más atención que su madre, se hallaba ahora sentado a los pies de la cama.

- ¿Quién es…?

El príncipe Nenfaún, al parecer ya recobrado de la impresión, acababa de fijarse en Eladien por primera vez desde que había agarrado sus manos con fuerza, y sus ojos se abrieron casi tanto como cuando se había despertado. La miró extrañado y entornó ligeramente los ojos, seguramente buscando un lugar en su memoria en dónde ubicarla.

El rey y la reina se miraron durante un momento y sus miradas, más la de Yúrial, se clavaron en ella, ante lo que Eladien quedó muda al no saber qué decir. ¿Cómo podía explicarles, en el caso de que se lo preguntaran, el cómo había sanado a su hijo? El Toque de Eithenalle…para eso habían solicitado su presencia…y eso era lo que ella les había dado.

Entonces, ¿por qué no podía evitar sentirse tan…diferente?

Aquellas miradas…Sí, había alegría en ellas, había ternura…pero Eladien podía oler perfectamente cómo la curiosidad corroía a esas personas.

Miró al príncipe Nenfaún, pero este ya no la miraba a ella, sino a su madre, la reina que en aquellos momentos no lucía en nada como imaginaba Eladien cuando era una niña.

- Esta mujer, querido hijo, es quién te ha salvado la vida. Te estamos todos muy agradecidos-. La reina acercó su rostro al de Nenfaún y le habló en un tono suave: el mismo que usa una madre cuando enferma su hijo.

El príncipe la miró anonadado y frunció el ceño de forma casi imperceptible, hasta que esbozó una sonrisa que iluminó su cara de una manera que ni siquiera Eladien podía hacer con sus dones. No pudo evitar sonreír también, contenta de ver que había logrado sanar al príncipe. Que había evitado que la muerte se lo llevara.

- No tenéis porqué agradecérmelo, mi majestad-, Las palabras le salieron solas, antes de que Eladien las hubiera pensado y estas rebotaron en las frías paredes, llegando a los oídos de todas las personas que se encontraban en la habitación-, Lo que he hecho hoy aquí, es algo que cualquier persona hubiesee hecho de haber podido hacerlo.

El rey y la reina se miraron unos segundos y, tras mirar a su hijo tumbado en la cama y sonreír, se volvieron de nuevo hacia Eladien, al tiempo que esbozaban la sonrisa más sincera que Eladien había visto en su vida.

- Lo que está claro, señorita Eladien-, La reina habló en voz baja, pero sus palabras estaban cargadas de una convicción que quedaba patente en el brillo que inundaba sus ojos-, es que tiene un corazón del que pocas personas disponen. Le estamos sumamente agradecidos. No solo ha salvado al príncipe heredero de Áldruvein. Ha salvado a nuestro hijo. Nos ha salvado a todos nosotros, Eladien. Y eso, creo que nunca podremos agradecérselo.

- Gracias, Eladien…-, El rey, sin corona en esos momentos, se acercó a Eladien y extendió sus brazos al llegar junto a ella, ofreciéndole un abrazo del que Eladien dudaba pudiera escapar, por lo que lo aceptó de buen grado, dejando que los brazos de Lithnear rodearan su espalda durante el instante que este duró. Se apartó un paso de Eladien y la miró de nuevo, clavando sus ojos infinitamente azules en los de ella-, Y ahora…su recompensa.

Las baldosas pasaban rápidamente bajo sus largos pies y su pelo y barba ondeaban ligeramente hacia atrás, surcando en el aire con cada zancada que daba.

Los ventanales pasaban veloces por su lado y por estos pudo observar como el sol estaba en camino de ocultarse, retirándose para darle paso a la luna, que escondida pero ya un poco visible en el cielo, se mostraba blanca y casi llena. El lago Móredy se recortaba a los lejos, envuelto por el bosque Lijhen, y los últimos rayos del sol se reflejaban en la superficie del agua, arrancándole destellos, algo que Reignaim, enfrascado en sus pensamientos, no advirtió. Al igual que tampoco se dio cuenta de que algunos criados, todos ataviados con las mismas ropas, pasaron por su lado sin apenas mirarlo a los ojos, temerosos de alguna de las represalias que acompañaban a su fama entre la servidumbre.

Aquella mujer… Eladien. Parecía que, al fin, sí era una Moih’voir… Como lo había sido su abuela, aquella curandera malhablada.

La curva que alzaba la comisura de sus labios se ensanchó hasta formar una sonrisa que no se reflejó en sus ojos. Una sonrisa que tan solo la euforia que sentía en aquellos momentos podía provocar. Aquella mujer… había sanado a Nenfaún en tan solo un momento, únicamente con coger sus manos. Esa mujer, Eladien, practicaba la sanación de la misma forma que su abuela Eithenalle. Reignaim no pudo evitar prorrumpir en carcajadas que rebotaron por todo lo largo del pasillo por el que estaba avanzando, de baldosas brillantes y atestado de tapices que mostraban hermosos paisajes a los que Reignaim no les dirigió ni una sola mirada.

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Tan solo podía pensar en lo acaecido con el príncipe Nenfaún.

Un criado cargado con un montón de sábanas limpias pasó por su lado e hizo una rápida reverencia con la que casi se le cayó la carga que portaba, pero se marchó antes de que Reignaim se girara hacia él. Un perro con el rabo entre las patas… Sí. Eso es lo que eran todos aquellos inútiles… Para él, eran menos que un perro. Algo sucio, lastimero y rastrero. Ni siquiera se merecían el título de peón… Peón.

Se preguntó que estaría pasando por la cabeza de Lithnear en aquellos momentos… Seguramente estaría deshaciéndose en alabanzas, agradeciéndole a Eladien lo que había hecho por su hijo. Eladien.

Reignaim se asomó a una de las ventanas y se apoyó en el alféizar de esta, admirando el radiante día que llegaba a su fin.

Eladien… Fahrathiel.

Definitivamente, tras tantos años de calma en los que se había dedicado a elaborar sus planes, la cosa empezaba a ponerse interesante. Y quizá, con suerte, todavía podía vengarse por lo que aquella vieja le había hecho muchos, muchos años atrás.

El sonido que provocaba la bolsa a cada paso que daba Eladien hizo que esbozara una sonrisa, pues aún sin contar cuantas monedas de oro había en su interior, el tintineo de estas al entrechocar le indicaba que no eran pocas. El rey se había despedido de ella en cuanto Eladien hubo aceptado la recompensa que él le ofrecía, seguramente ansioso por pasar unos momentos a solas con su familia, quienes se habían despedido de ella muy amablemente, con abrazos y palabras de agradecimiento tan variadas que algunas de ellas, Eladien desconocía hasta aquel día.

Estaba feliz, y aquella sensación se debía a lo que acababa de hacer, a haberle salvado la vida a alguien una vez más.

Pero lo que la había hecho sonreír de verdad habían sido las sonrisas de los presentes en la estancia, pues la felicidad la había alcanzado también a ella. Aunque, sin embargo, una radiante sonrisa iluminase su rostro, una pregunta llevaba rato rondando por su mente, poniéndola nerviosa.

¿Qué había sido aquella extraña sensación que había tenido al coger las manos del príncipe Nenfaún? Aquel frío… Aa Eladien le había dado la sensación de que había intentado pasar a su cuerpo a través del de Nenfaún… ¿Había sido la enfermedad combatiendo sus esfuerzos por eliminarla? ¿Qué hubiese pasado si…?

Eladien estaba tan absorta pensando en las implicaciones que podría tener sanar una enfermedad contagiosa, como la que había solado Nash’sera años atrás, que casi tropezó con Silune en una esquina. La jefa de las sirvientas del castillo de Áldruvein apareció de improvisto por una de las intersecciones que se abrían cerca de la habitación en la cual Eladien había sanado a Nenfaún.

La anciana se inclinó en una pronunciada reverencia y se incorporó con la espalda bien recta, esbozando una estudiada sonrisa.

- Señorita Fahrathiel… Parece que me toca ser de nuevo su séquito…-, La anciana esbozó otra de sus sonrisas e interrumpió a Eladien justo cuando esta abría la boca para saludar, quitándole importancia con un gesto de la mano. Todo ello sin dejar de sonreír-, Puede estar segura de que correrá la voz sobre lo ocurrido hoy aquí. Las demás doncellas y yo le estamos muy agradecidas por lo que ha hecho. Pero estoy segura de que querrá llegar a su casa antes de que anochezca, ¿me equivoco?

Y como antes, se giró antes de que Eladien lograra articular palara alguna, marchando a paso ligero por el mismo pasillo por el que había llegado, instando a Eladien a que la siguiera con rápidos gestos.

Aquella mujer… no era muy habladora, pero por alguna razón, a Eladien le parecía una buena persona. Aunque muy reservada.

Giraron varias veces en las muchas intersecciones que dividían las estancias del castillo y bajaron varios tramos de escaleras, pasando por tantos pasillos que Eladien estaba segura de perderse si la dejaban sola, hasta que al girar en una de las esquinas se encontró con el rostro de Afaslanna, cuyo pétreo cuerpo se veía frío a simple vista y con las extendidas manos de Salena, quién representada en piedra ofrecía el aura benevolente que mencionaban los libros de historia que hablaban sobre ella.

Volvieron a girar en más intersecciones que se bifurcaban en varios pasillos, y justo en el instante en que Eladien empezaba a preguntarse cuanto faltaría para llegar al exterior del castillo, la puerta por la que precedió a Silune se abrió a la entrada por la que se había internado al castillo unas horas atrás, dónde Eladien pudo ver como el tiempo había pasado sin tregua mientras ella sanaba a Nenfaún.

El cielo, de un color rojizo cuando había llegado al castillo, estaba ahora mucho más oscuro, iluminado tan solo por los últimos rayos del sol que creaban alargadas sombras que recorrían el suelo, oscureciendo el interior de los establos hasta dejarlos en un borrón negro en el que Eladien no pudo ni distinguir el hocico de los caballos que atados allí, relinchaban a cortos intervalos de tiempo.

El carruaje en el que la habían llevado al castillo volvía a estar unido a dos corceles de brillantes crines, estos sujetos con sendas riendas que Fer y Kirl, los gemelos, sujetaban desde sus caballos, haciéndolos parecer más altos de lo que eran en realidad.

Eladien miró alrededor en busca de algún soldado más además de aquellos muchachos, pero aparte de los que estaban vigilando los alrededores del castillo desde sus elevados puestos, no vio a nadie más, salvo dos guardias que sin ningún tipo de insignia en su peto aparte del escudo de armas de Áldruvein, aguardaban junto a dos tornos que sujetaban prietamente las cadenas que mantenían en alto el puente levadizo.

Silune paró en seco en cuanto hubo recorrido el trecho que la separaba del carruaje. Se giró para mirar a Eladien, quien tan solo podía pensar en las ganas que tenía de regresar a su casa. Le apetecía cenar con Érien y charlar con ella un rato. Dejar de pensar en lo que, desde hacía unos días, le apretaba la boca del estómago, en lo que, sin saber por qué, le creaba un malestar parecido al de un mal presentimiento.

- Hasta aquí llega mi cometido. Espero que disfrute la vuelta a casa, señorita Eladien. Y de nuevo, muchísimas gracias por lo que ha hecho hoy aquí. Buenas noches.

- Buenas noches, señora Silune. Gracias a usted por haberme guiado por todos esos pasillos…

La jefa de doncellas esbozó un amago de sonrisa y tras hacer una reverencia tan pronunciada como todas las anteriores, sino más, volvió por dónde había venido, dejando a Eladien a solas con los dos aprendices de soldado, ambos tan ruborizados como dos rojas manzanas bien maduras.

- Bu-buenas noches, señorita Eladien.

Eladien no tenía muy claro cuál de los dos había hablado, pues el parecido entre los gemelos era abrumador, pero le parecía que se trataba de Kirl, el que manejaba las riendas del alazán negro. Fer, en cambio, montado en uno de menor tamaño y completamente blanco, permaneció en silencio a lomos del corcel, mirándola con el rubor tiznando visiblemente sus mejillas, aparentemente avergonzado por algo.

- El general Karlien nos ha encomendado la misión de llevarla sana y salva hasta su casa. Seremos su escolta personal hasta Nash’sera.

- ¿Y el general Karlien? Creía que sería él quién me llevaría de vuelta.

El general Karlien no había mencionado nada al respecto, pero Eladien había creído que como él había sido quien la había escoltado hasta el castillo, haría lo mismo a la vuelta.

Los dos jóvenes soldados rebulleron inquietos en sus asientos ante algo que Eladien no entendió, y sus mejillas se encendieron al unísono, semejando ahora dos tomates. ¿Había dicho ella algo que les había podido molestar? Fer (creía que era él), asió las riendas de su caballo y tiró un poco de estas, ante lo que su corcel movió las patas un momento, casi como si fuera a encabritarse, pero en vez de eso se calmó cuando el muchacho, en quedos susurros, habló en uno de los oídos del corcel.

- El general Karlien confía plenamente en nosotros y nos ve capaces de cumplir con esta misión. Le juro por mi alma, que la llevaremos sana y salva hasta su casa. No la defraudaremos, señorita Eladien.

Eladien quedó tan estupefacta ante tal convencimiento en el discurso que asintió lentamente con la cabeza sin dejar de mirarlo, haciendo qué, por alguna razón, este se ruborizara tanto o más que su hermano gemelo, quién ya se había apeado del alazán y estaba abriendo la portezuela que daba acceso a la cómoda cabina en la que Eladien había viajado la vez anterior.

Kirl, recto como un palo y tan rojo como una puesta de sol, le extendió un brazo para ayudarla a subir a la cabina de acolchados sofás, y una vez arriba, sentada de nuevo, algo que agradeció con mucho gusto debido al agotamiento, Kirl cerró la puerta con un seco portazo cuyo sonido no tardó en desaparecer en el silencio que envolvía el lugar, rasgado tan solo por el relinchar de los caballos amarrados en el establo, estos ahogados ahora por el súbito ruido que provocaron las cadenas al ser destensadas, con lo que el puente, antes alzado, bajó poco a poco hasta formar una pasarela por la que el carro, con un leve traqueteo al que Eladien pensó que nunca se acostumbraría, avanzó a paso lento, alejándose por fin del castillo.

Esperaba no tardar mucho en llegar a Nash’sera…

Retiró a un lado las verdes cortinas y se asomó por la pequeña ventana, por dónde pudo ver como el puente volvía a ser elevado en cuanto la última rueda del carro rodó en la dura tierra del claro que rodeaba el fuerte. Miró hacia arriba y comprobó con pesar que el sol, lejos ya de iluminar, había dado paso a la luna, la cual lo iluminaba todo con su blanquecino resplandor, y de improviso, en el instante en que iba a cerrar las cortinas para acomodarse mejor en el sofá, una de las puertas se abrió de par en par, y un hombre, tras subirse, procedió a sentarse en los asientos que quedaban frente a Eladien, dejándola anonadada y devolviéndole la mirada a unos ojos verde – azulados que brillaban con la mortecina luz que entraba en la cabina.

Unos ojos que Eladien recordaba muy bien haber visto tan solo un rato atrás. Una mirada tan profunda, que Eladien estaba convencida de tardar en olvidar.

Eladien se quedó atónita por la fortuita presencia del príncipe Yúrial, cuyas a simple vista serias pero bonitas facciones se separaron en una sonrisa con la que mostró su impecablemente blanca dentadura, azorando aún más a Eladien.

Aquel muchacho…

Eladien recordó de inmediato el momento en que este la había abrazado y levantado del suelo con la única ayuda de sus propios brazos, y estuvo segura de qué, de haberse visto en un espejo, se habría encontrado tan o más roja que Fer y Kirl, pues notaba como sus mejillas se habían calentado en un momento, indicándole el rubor que las recorría, azorándola ese conocimiento aún más. Por no contar con los latidos de su corazón, que desbocado, latía sin freno en su pecho por alguna razón que Eladien desconocía.

Ese hombre… ¿acaso creía que por su condición real podía irrumpir de aquella manera, o abrazarla del modo en que había hecho antes?

El príncipe se dedicó a mirarla en silencio, sonriendo, y pasados unos segundos, se acomodó todavía más aún en el mullido sofá y se pasó las manos por detrás de la cabeza, apoyándola en uno de los laterales de la cabina, sin dejar de mirar a Eladien un solo instante.

Iba vestido con la misma ropa que cuando Eladien lo había visto en el interior de la fortaleza, y su pelo, peinado hacia arriba y aparentemente fijado por algún tipo de gel, brillaba con la tenue luz.

Eladien permaneció dónde y cómo estaba, con la espalda bien apoyada en el respaldo y las manos asidas a su falda, preguntándose qué demonios hacía allí el príncipe Yúrial. Se miraron en silencio un buen rato, con el único sonido de las ruedas al pisar alguna que otra piedra, los dos meciéndose bruscamente cada vez que esto ocurría. Eladien no sabía qué decir… solo podía pensar en qué podía ser lo que provocaba que su corazón palpitara tan rápido… Aquel joven…

Su rostro, estaba segura, era el más bello que había visto en su vida. El contraste entre sus ojos verde – azulados y el moreno de su tez, su nariz, casi aguileña pero aun así elegante, sus labios, un poco rellenos, pero a juego con su ancha mandíbula…

Su pelo, negro como la madre noche, al igual que el suyo.

El calor que sentía en sus mejillas aumentó cuando cayó en la cuenta de lo que estaba pensando verso al hombre que se hallaba sentado frente a ella, el hombre que, en silencio, también se dedicaba a mirarla sin mediar palabra, casi sin pestañear, con su cabello meciéndose levemente a cada tambaleo del carruaje.

- Buenas noches, Eladien.

El príncipe rompió el silencio con una voz grave pero fina a la vez, ya sin rastro de la debilidad que había mostrado antes, cuando su hermano Nenfaún estaba al borde de la muerte.

Eladien notaba la boca seca y cuando logró tragar saliva para hablar, esta le supo tan amarga como cuando Karlien se había presentado en su jardín para leerle la misiva del rey Lithnear.

- Bue…buenas noches, príncipe Yúrial.

Aquellas fueron las únicas palabras que Eladien pudo pronunciar, ya que, en su interior, estaba tan nerviosa como una adolescente en las fiestas del pueblo. Claro estaba, que Eladien, debido a su papel en la educación y manutención de Érien, nunca había pasado por esa situación. Jamás había hablado con un hombre de su edad más de cinco minutos seguidos, y mucho menos la habían abordado repentinamente.

Se preguntó, al tiempo que intentaba no sonrojarse más de lo que ya lo estaba, porque Yúrial la miraba divertido.

- No hace falta que me llames príncipe Yúrial, Eladien. Si te soy sincero, estoy harto de oír ese título allá donde vaya… Llámame Yúrial-, Vaya. Eladien lo miró en silencio y, al cabo de unos instantes pensando en las palabras de Yúrial, asintió. ¿Había subido al carruaje tan solo para decirle eso?-, Muchas gracias por lo que has hecho por mi hermano. Si no fuera por ti, estoy seguro de que ahora mismo él estaría muerto.

- Ya lo he dicho antes, no tenéis porqué agradecérmelo. Estoy segura de que cualquier persona en mi lugar habría hecho lo mismo, ya os lo dije, prínci…-, Eladien carraspeó y se llevó la mano a la boca. Así que el príncipe de Áldruvein quería que le tuteara…-, Yúrial.

La sonrisa que se abría de oreja a oreja en la cara de Yúrial se ensanchó aún más cuando Eladien pronunció su nombre. El príncipe se incorporó en el asiento y apoyó la espalda en el respaldo, con lo que el medallón con el escudo de armas de Áldruvein que le colgaba del cuello pendió unos instantes, arrancándole destellos a la luz de la luna.

- Yo no lo creo así. Hoy en día, la barrera que separa a la realeza de los demás, es cada vez más grande. Y cada día crece más, alejándonos a unos de otros. Hoy por hoy, son pocas las personas que se preocupan por sus prójimos, y ya muy pocas las que lo hacen por los que no son de los suyos. Estamos en una época de altos intereses personales. La gente se mata por el oro, por la plata y el hierro. Sobre todo, por este último. He visto a gente que despojada de lo suyo, ha tratado de matar a mi padre. Y también he visto morir a estos últimos.

Eladien no entendía a dónde quería llegar el príncipe Yúrial. ¿Por qué le estaba contando todo aquello? ¿Y qué tenía que ver?

No obstante, Eladien creía comprender que era lo que Yúrial trataba de decirle. Lo había visto con sus propios ojos en su camino hacia la cámara en la que la esperaba el rey.

Salena Sen había muerto en medio de una cruel guerra cargada de intereses, cuando, ayudando a los demás como siempre había hecho, los dirigentes de los reinos en conflicto habían acordado asesinarla, siendo su verdugo aún un enigma. Birej había sido reconocido por haber llevado a las Aguas Bravas a una victoria; una victoria que había dado final a otra guerra. Hacía mucho tiempo, todo había sido paz y armonía.

- Las personas ya no miran por los que están a su alrededor, Eladien. Pero tú sí. Tú lo has hecho-, Eladien se quedó muda. Tan muda que ya no sabía ni que pensar. ¿Por qué le estaba soltando todo aquello? Allí en Nash’sera, se ayudaban unos a otros desde siempre-, Has demostrado ser una buena persona. Tan solo quería decírtelo.

- Gracias…

Eladien tuvo que reprimir lo que en realidad quería decir, pues siendo el príncipe lo que su nombre indicaba, ella no creía que el comprendiese realmente lo que preocupaba a la gente como ella. Él no debía trabajar para mantener una familia, ni tenía que pagar los impuestos a los que estaban sometidos en Nash’sera…

El príncipe Yúrial se dedicó a examinar el medallón que portaba y se lo pasó varias veces por los dedos, haciéndolo girar.

- Sé lo que estás pensando, Eladien… Quién soy yo para hablar de estas cosas, ¿cierto? El príncipe Yúrial que vive en el castillo de Áldruvein, envuelto en riquezas.

Eladien miró a Yúrial con los ojos exageradamente abiertos, todavía sin comprender del todo a dónde quería llegar, y el príncipe, hasta ese momento enfrascado en contemplar su medallón, levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella.

¿Por qué razón le estaba contando todo eso precisamente a ella?

- No vengo en calidad de príncipe, Eladien. Tan sólo… Tan sólo quería decirte que me ha gustado mucho lo que has hecho por nosotros-, Yúrial esbozó otra de sus sonrisas y, ante la estupefacción de Eladien, se pasó por la cabeza el colgante que llevaba, por lo que el emblema de Áldruvein pendió entre ambos con cada zarandeo del carruaje-, Toma. Quiero que te quedes esto. Puede que te ayude si algún día te ves apurada económicamente. Es mi manera de ayudarte desde la posición en la que estoy.

- No puedo aceptarlo…-, Era verdad; no se sentía capaz de aceptar ni una recompensa más por lo que había hecho. Sabía perfectamente que no les escaseaba el dinero… pero no era su intención aprovecharse de la situación de aquella familia, que, aunque fuera la real, era eso; una familia muy unida que no había dudado en derramar lágrimas al ver enfermo a uno de sus miembros-, Lo siento.

El corazón seguía latiéndole deprisa y el calor que notaba en las mejillas no parecía querer marcharse fácilmente, pero se mostró todo lo tranquila que pudo. Lo que hubiese dado el pego de no ser porque sus manos, crispadas a causa de los nervios, retorcían poco a poco la tela de su falda. ¿Por qué se estaba poniendo tan nerviosa? Tan solo era un hombre…

Un hombre cuyos preciosos ojos la miraban con la extrañeza bien patente, casi como si estuviese decepcionado. Aunque al mismo tiempo, parecía divertido.

- Acéptalo como un regalo. No como una recompensa. Míralo como una ofrenda. Por favor-. Yúrial la miró casi suplicante, con la determinación bien clara en todo su rostro, en el cual apenas quedaba rastro de la sonrisa que esbozaba hacía nada.

Bien pensado…tampoco perdía nada por aceptarlo. Si eso era lo que él quería…

Eladien se inclinó hacia delante y extendió un brazo para coger el colgante, pero Yúrial, en vez de dárselo, lo asió por la cadena y tras abrirla por su cierre y acercarse a Eladien hasta que quedaron sus rostros a pocos centímetros de distancia, se la pasó por el cuello, con lo que el calor que notaba Eladien aumentó en solo un momento, al igual que los latidos de su corazón.

Las manos del príncipe rodearon su cuello y lo rozaron cuando cerró el broche del colgante, que con un seco clic quedó fuertemente afianzado.

Pero el príncipe, en vez de separarse de ella cuando el medallón ya estuvo sujeto, se quedó dónde estaba, mirándola fijamente, con el resplandor de la luna iluminando tan solo algunos retazos de sus facciones y brillando en sus ojos, tan preciosos que Eladien quedó embobada durante unos instantes. Hasta que tan bruscamente como si el carro hubiera pasado sobre una gran piedra, la cabina se zarandeó, Yúrial perdió el equilibrio y cayó encima de Eladien, quien, sorprendida, se apartó de dónde estaba, haciendo que el príncipe se abalanzara sobre los asientos.

Ambos se miraron sin cruzar palabra, y esa vez fue Yúrial el que enrojeció, posiblemente ante la misma idea que se estaba formando en la mente de Eladien. Habían estado tan cerca… Aún notaba como el calor envolvía todo su cuerpo, cuyo punto álgido eran sus mejillas. El príncipe, azorado, se pasó una mano por el pelo, ahogando un suspiro que aun así llegó a los oídos de Eladien, y acto seguido, completamente rojo como había estado ella momentos atrás, abrió la puerta del palanquín.

- Me alegro mucho de haber podido hablar contigo, Eladien. Espero que podamos hacerlo de nuevo en alguna otra ocasión. Buenas noches-. Y sin más, saltó del carruaje, aterrizando suavemente sobre unos sotos que bordeaban el camino por el que deambulaban.

Eladien, sorprendida por aquella repentina despedida, se asomó por la puerta abierta y observó como el príncipe Yúrial miraba una vez más hacia atrás, alejándose y saludándola con una mano y una sonrisa pintada en la cara. Cerró la puerta y, diciéndose a sí misma que debía calmarse y que aquel hombre estaba loco de remate, se arrellanó todo lo que pudo en los asientos, con lo que el medallón se movió frente a su busto.

Cogió el colgante y se lo pasó varias veces por los dedos, mirándolo desde todos los ángulos mientras le buscaba sentido a la visita del príncipe Yúrial, pues este la había dejado atónita a más no poder. Tan atónita qué, cuando el carro se zarandeó de nuevo, le sorprendió escuchar el tintineo que emitían las monedas al chocar entre sí.

Definitivamente, aquel había sido un día de lo más completo…Cuanto le apetecía llegar a casa.

Echó un último vistazo al exterior y cerró las cortinas, sumiendo la cabina en una casi completa oscuridad. Notaba como los párpados le pesaban, como poco a poco iban cerrándosele y el mecer del carruaje parecía querer invitarla a dormir… Se sentía…exhausta. Pero no podía sucumbir al sueño…

No debía…

Eladien miró alrededor y por enésima vez desde que aquella fantasmagórica puerta se había abierto ante ella, tan solo encontró negrura allá dónde mirara. Una oscuridad tan infinita que daba la impresión de querer tragarla a ella también. Miró hacia abajo y encontró lo mismo: nada. Bajo sus pies no había nada, tan solo oscuridad. Cautelosa, avanzó un paso y, del mismo modo que en sus anteriores sueños (o pesadillas, dependía de cómo se mirara), sus pies encontraron soporte en el que mantener el equilibrio, lo que no la sorprendió en absoluto. Ya no. No después de todos los sueños que había tenido ya…

Porque aquello, estaba segura, era un sueño.

Oteó a lo lejos alzando la cabeza todo lo que pudo, buscando alguna señal de la antorcha que siempre titilaba en aquel espeluznante mar negro, y a lo lejos, más o menos a su derecha, vislumbró un débil destello cuya iluminación cambiaba constantemente. Dio otro paso en lo que ella consideró un paso de completa fe y de nuevo, sus pies encontraron donde afianzarse. Eladien avanzó a oscuras, con el frufrú de su falda violando el imperioso silencio que envolvía aquel extraño lugar, y de improviso, bailando al compás de un viento que el cuerpo de Eladien no notaba, la tea que siempre estaba en sus sueños se le apareció delante, bien sujeta a un trozo de pared en dónde una puerta sin asidor lanzaba destellos desde unos trazados que en un refulgente mineral azul, dibujaban un reloj de arena.

Aquella puerta… Estaba siempre presente en su sueño, pero nunca había llegado a ver qué era lo que se encontraba tras su única hoja.

Esperó en silencio a que sucediera lo de siempre, y no tardó en ocurrir. Rasgando el mutismo que reinaba aquel misterioso espacio negro, la puerta chirrió desde sus bisagras de aspecto oxidado. Empezó a abrirse muy lentamente, milímetro a milímetro, y Eladien se inclinó un poco hacia delante, deseosa de ver qué había al otro lado…

Se escucharon golpes. Alguien estaba aporreando la puerta.

- Señorita Eladien, hemos llegado a Nash’sera.

Eladien despertó sobresaltada y comprendió que los golpes que había oído procedían de la puerta de la cabina. Adormecida, se restregó ambos dedos índices por los ojos. Aquel sueño…siempre era el mismo. La oscuridad que todo lo envolvía, la llama que brillaba mortecinamente, aquella… puerta.

Apartó las cortinas y sonrió, esperando no tener la cara de dormida que creía que presentaba en esos momentos y haciendo que Fer y Kirl enrojecieran en solo un instante.

Fer (o Kirl, ahora no lo tenía muy claro) abrió la puerta del carruaje y le alargó un brazo no muy musculoso con el que la ayudó a apearse de la cabina, y al hacerlo, sus pies se posaron sobre la empedrada calzada de la calle mayor de Nash’sera, la cual, ya bajo el influjo de la luna, se encontraba vacía a excepción de algún que otro gato que no se había escondido aún. Se alisó la falda con las manos y de nuevo, le sorprendió el tintineo de las monedas que llevaba en la bolsa.

- El general Karlien nos ha pedido que la dejemos aquí, en la entrada principal. Cree que antes no le ha hecho mucha gracia que lleváramos en carro por todo el pueblo…-. Eladien tardó solo un momento en recuperarse de la sorpresa, pues aquello era cierto, aunque no sabía cómo se había dado cuenta de ello el general.

A pesar de la oscuridad que aprisionaba Nash’sera en ese momento, se vislumbraban luces en algunas ventanas de las casas, dónde seguramente, las familias que habitaban en ellas estarían cenando tranquilamente, cosa que ella se moría de ganas por hacer…

Seguro que Érien estaba esperándola ya con la cena preparada.

- Muchas gracias por traerme, a salvo-, Sonrió para indicarles que era una broma, pero los dos chicos se azoraron tanto como ella en el interior de la cabina-, El viaje de vuelta ha sido mucho menos movido que el de ida… Gracias.

Los aprendices de soldado enrojecieron una vez más, pero tras llevarse una mano a la frente en forma de saludo, subieron de nuevo a los alazanes en los que habían venido, los dos con la espalda tan recta como si tuvieran una tabla pegada a ella. Desde el lomo de los corceles, se giraron hacia ella y la saludaron de nuevo, esta vez con una radiante sonrisa en la cara.

- Buenas noches, señorita Eladien. Nos alegramos de que el viaje de vuelta haya sido de su gusto.

- Buenas noches, señorita Eladien.

Y tras despedirse, asieron sendas riendas de sus caballos y el carruaje se puso en marcha con su habitual traqueteo, agradeciendo Eladien el no ir en su interior y quedándose sola, al fin, en lo que ella consideraba su hogar.

Presurosa, caminó a grandes zancadas por la asfaltada calle y en un periquete pasó junto a la estatua que en piedra representaba una mujer con los brazos alzados, de cuyas manos salían chorros de agua que caían como cascadas sobre la superficie del agua que habitaba a los pies de la esbelta mujer. Cogió el camino de tierra que se bifurcaba casi a los pies de la fuente y que llevaba hasta su casa, levantándose como siempre el repulgo de la falda para no manchársela con la arena que se desperdigaba con cada paso que daba.

Recorrió el camino con la única iluminación que la de la luna, que, con su toque tétrico, creaba sombras por doquier, aunque aquello ocurría solo cuando esta se dejaba ver, ya que las nubes que había avistado a la mañana, empezaban ya a pasar sobre Nash’sera, sumiéndolo en una creciente oscuridad. Esperaba que no lloviera…o que al menos, se esperara hasta que llegara a su casa. Aquello ya sería lo que le faltaba para completar un día perfecto…

No aún había terminado de pensar aquello, el suelo empezó a oscurecer bajo un torrente de agua que la empapó de arriba abajo, calándola hasta los huesos y haciéndola tiritar al tiempo que, con las manos a la cabeza, corría hacia su casa todo lo rápido que podía.

Un rayo surcó el cielo no muy lejos del pueblo y su trueno no tardó en resonar, este tan fuerte que Eladien notó un pitido en los oídos y al poco, otro rayo lo siguió, precedido este por su respectivo trueno. El fulgor de los rayos lo iluminaba todo esporádicamente, creando efímeras sombras que bailaban ansiosas por el suelo y en las paredes de la casa de Nednea, que al haber girado Eladien a la derecha, se alzaba a pocos pasos de ella, con su tejado siendo azotado por la cruel tormenta que en un abrir y cerrar de ojos, se había desatado sobre Nash’sera.

El viento soplaba con intensidad, meciendo los setos que bordeaban y marcaban la linde entre su casa y la de sus ancianos vecinos, golpeando con fuerza las paredes de las construcciones y creando densas cortinas de agua que avanzaban velozmente por el aire.

Y entonces, gracias al resplandor de un repentino rayo que danzó por el encapotado cielo, Eladien discernió a un grupo de tres personas que avanzaba en silencio por el jardín de Nednea y Rutgen, todos ellos con paraguas que seguramente de poco le servirían frente a tal tromba de agua. Echó a correr por el sendero, preguntándose qué hacían todos allí y al llegar a la puerta que daba acceso al jardín se puso una mano en la frente, a forma de visera, pero la lluvia caía tan reciamente que apenas pudo distinguir lo que había enfrente suyo.

Eladien se apartó los mechones que le bajaban por la cara y, con la mano helada debido al frío que se había apoderado del lugar, abrió la pequeña puerta, cuyos goznes parecieron quejarse con un agudo chirrido.

Las flores que decoraban el jardín se hallaban aplastadas bajo el continuo caer de la lluvia y el viento, cuando soplaba a ras de tierra, las zarandeaba con agresividad, dando la impresión de que las iba a arrancar de raíz, al igual que los setos, que al estar tan juntos que hacían de muro vegetal, también danzaban con el ir y venir del furibundo vendaval que, al pasar entre hojas y ramas, silbaba discontinuamente. Entornó los ojos para protegerlos de la lluvia y, al forzar la vista, distinguió la ovalada silueta de la señora Suyi, que protegida bajo el paraguas esperaba frente a la puerta, agarraba el brazo de Gerth, su marido, quién moviendo la boca, pero sin que su voz llegara a oídos de Eladien, le hablaba a otro hombre, este de aspecto mayor y con un poblado bigote blanco que bajaba por la comisura de sus labios.

Era Doren, el alcalde de Nash’sera.

- ¿Suyi?-, Eladien tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el fragor de la tormenta, pero las tres personas que aguardaban delante de la casa se giraron inmediatamente hacia ella, todos con caras circunspectas-, ¿Qué estáis haciendo aquí?

La señora Suyi miró de soslayo a su marido y este avanzó un paso hacia Eladien, poniendo su paraguas sobre ella, algo que Eladien agradeció. Gerth abrió la boca para hablar, pero Doren se le adelantó, hablando con su típico tono grave que lograba adormecer a cualquiera en las reuniones a las que tenían que asistir de tanto en tanto.

¿Por qué estaban tan serios?

- Buenas noches, Eladien. Todo el mundo sabe dónde has estado hoy…-, Eladien lo miró con una ceja enarcada, esperando a que este respondiera a su pregunta, pues, aunque él fuera el alcalde de Nash’sera, ver el preocupado rostro de sus vecinos no le gustaba en absoluto-, En cuanto a tu pregunta… estamos aquí por Rutgen.

Un trueno resonó a lo lejos con un estruendo digno de una gran explosión y las fuertes ráfagas de aire intentaron llevarse volando los paraguas, estirando de estos en todas direcciones.

- ¿Por el señor Rutgen? ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?

De nuevo, Suyi miró de reojo a su marido, como si buscara apoyo, y Doren fue el primero en hablar, acercándose a Eladien para que esta pudiera oírlo.

- Lleva varios días sin salir de casa. Nadie sabe nada de él desde… Desde el incidente del Festival de las Tormentas.

¿Que llevaban sin ver a Rutgen desde aquel día…? Ahora que lo pensaba…aquello era cierto.

Al menos en lo que respectaba a ella, pues no había vuelto a ver a Rutgen ni a Nednea desde el día en que les había hecho una visita, el día después del festival. Aunque…pensándolo más detenidamente lo había visto aquella misma mañana, desde el interior de la cabina del carruaje, cuando había salido hacia el castillo de Áldruvein. Lo había visto en la ventana del segundo piso de su casa, con la mirada perdida y los ojos sin brillo.

- Y Niwan dice que toda su correspondencia sigue dónde él la pone cada día. Ni siquiera ha salido para mirar en su buzón. Hemos venido para asegurarnos de que todo va bien.

Suyi se separó de su marido y se acercó a Eladien, estrechándola entre sus regordetes brazos para luego mirarla directamente a los ojos. Varias gotas de lluvia que se habían saltado la protección del paraguas recorrían su redonda cara y sus ojos, pequeños y negros, se estrecharon cuando habló en voz baja.

- Estamos preocupados, Eladien. Nadie lo ha vuelto a ver desde ese día. Espero que no le haya pasado nada malo a ninguno de los dos…

- Seguro que no es nada. No nos precipitemos, para eso estamos aquí-. El alcalde, tan simpático como siempre, cerró el paraguas que portaba y giró el pomo de la puerta, el cual giró sin ofrecer resistencia, y sin mirar a ninguna de las personas que lo acompañaban, abrió la puerta y entró en la casa, cuya única parte visible era el pasillo, oscuro como una insondable cueva.

Doren se giró en el umbral de la puerta y se dedicó a mirarlos mientras tamborileaba en el marco con los dedos, mostrando nerviosismo.

- No tienes porqué entrar, Eladien.

Eladien sacudió la cabeza en señal de negación, resignada ante la idea de marcharse. Tenía que ver con sus propios ojos que todo andaba bien…Todo tenía que ir bien. Cuando se asegurara de eso, iría a casa

- Quiero asegurarme de que todo está bien.

Avanzaron juntas hacia la puerta y al llegar a esta fue Gerth quien la acabó de abrir, cerrándola cuando todos estuvieron en el pasillo que conducía a las escaleras por las cuales se accedía al piso de arriba, dónde estaban las habitaciones.

- ¿Rutgen? ¿Nednea? ¿Hay alguien en casa? Soy Doren, he venido con la señora Suyi, su marido y con Eladien.

El eco de su voz se repartió y repitió largamente por toda la casa, pero aparte del estruendo de los truenos, no hubo respuesta.

Tuvieron que andar a tientas por el pasillo, guiándose con el fulgor de los rayos al penetrar por las ventanas, cuyas cortinas estaban echadas. Giraron a la derecha en una esquina del corredor y lo siguieron hasta llegar a las escaleras, estas atestadas de cuadros y retratos cuyos marcos brillaban con cada rayo. El silencio era tenso, cosa que sumada a la oscuridad por la que andaban, hacía que a Eladien se le pusiera la carne de gallina, sobre todo al oír el roce que producía Gerth al andar a causa de la cojera que padecía desde hacía poco más de un año.

Suyi iba delante de Eladien, precediendo a Gerth, y Doren, como siempre que surgía algo, iba en cabeza, con su calva brillando con cada resplandor. Las escaleras crujían bajo sus pies, gimiendo la madera con nada escalón que subían, aumentando la tensión que sentía Eladien.

El pasillo de arriba estaba un poco más iluminado que el piso inferior gracias a las ventanas qué, con las cortinas cerradas, se abrían al exterior, pero aun así estaba oscuro, por lo que tuvieron que caminar con cuidado para no chocar entre ellos.

- ¿ Rutgen…?

Doren fue el primero en asomarse por la puerta que había al final del pasillo, dónde estaba la habitación de los ancianos, y en cuanto lo hizo se llevó una mano a la boca al tiempo que abría los ojos como platos y reculaba un paso, haciendo que todos chocaran con el de delante. Eladien se apartó de la voluminosa Suyi y pasó junto a ella, preocupada por la reacción de Doren.

¿Qué había podido ver que le causara esa reacción?

El alcalde retrocedió otro paso y se apoyó en la pared, al lado de la ventana que la lluvia azotaba sin piedad, su cara contraída e iluminada a retazos que le oscurecían las facciones.

Los nervios le apretaron el estómago cuando preparándose para lo peor, se asomó por la puerta abierta que daba a la habitación, y entonces, solo entonces, a causa del fogonazo de un rayo, comprendió qué había alterado a Doren.

La habitación en la cual Eladien había visitado a Nednea lo que le parecía mucho tiempo atrás, ese día bien iluminada e impecable, estaba ahora en penumbra, con la cama deshecha y varios papeles desperdigados por el suelo. Se tapó la nariz para evitar oler el hedor que invadía el aire, un hedor penetrante que parecía provenir de la anciana que, tumbada en la cama, miraba hacia arriba sin ver, con los ojos tan vidriosos como dos canicas nuevas y cuya piel, antes apergaminada, pero de aspecto sano, se veía ahora ennegrecida, por no contar con su rostro y manos…

Su cara se hallaba desencajada, la boca abierta y los ojos desorbitados, estos inyectados en sangre, y los labios, morados, tan finos que apenas se entreveían.

Eladien se llevó una mano a la boca para ahogar el grito que trepó por su garganta, tan seca y rasposa que le dolió al tragar saliva. Temerosa, se acercó más a la cama y la rodeó por el lado derecho, esquivando las cosas que había tiradas en el suelo, pero sin dejar de mirar el cuerpo que yacía sobre las sábanas, cuyas manos, que en aquellos momentos le recordaron a las de un esqueleto, salvo por que estaban ennegrecidas, alzadas y rígidas como un trozo de madera.

La miró con detenimiento, tratando de encontrar una explicación para aquello, pero esos ojos tan solo podían pertenecer a Nednea Aithune, su amiga y vecina que durante años había cuidado de Érien y ella.

¿Qué demonios…? Los nervios y el olor parecido al de la leche en mal estado le pinzaron la boca del estómago y se lo revolvieron, provocándole una arcada que no pudo reprimir, por lo que el delicioso estofado que Érien había preparado para ella al mediodía acabó en el suelo, junto a la cama.

No podía creer…no podía… No lo entendía. ¿Qué había ocurrido…? Nednea… Las lágrimas brotaron de inmediato por los ojos de Eladien, bajando por sus mejillas y cayendo al suelo, algo que Eladien no se molestó en evitar. Nednea, había muerto.

- Ha muerto…

Eladien dio un respingo al oír una voz rasposa proveniente de una esquina de la habitación, y al girarse con el corazón en un puño, sus ojos se cruzaron con los de Rutgen, que, sentado en una mecedora, tenía entre las manos lo que a Eladien le pareció un retrato. Un trueno resonó casi encima del pueblo, tardando su eco en extinguirse. Su expresión…mejor dicho, su falta de expresión, asustó a Eladien. En su cara… no se reflejaba nada. Nada de nada. El anciano se dedicó a mirar al vacío mientras se mecía adelante y a atrás, susurrando palabras que, en un principio, Eladien pensó no tenían sentido.

- Ella…mi flor…Me ha dejado. Mi amor me ha abandonado.

Y tras pronunciar esas palabras, el anciano se dedicó a mirar el retrato que sostenía entre sus arrugadas manos.