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Eladien [ESPAÑOL]
Capítulo I: Susurros de la naturaleza

Capítulo I: Susurros de la naturaleza

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Primera Parte

Un toque de bondad

“Nunca supimos cómo lo hacía,

pero el olor a hierbas medicinales que desprendía

su en exceso perfumado cesto,

le daban un toque encantador.

Ya sabéis, el Toque de Eithenalle.“

- Nednea, en la víspera de un

Festival de las Tormentas de Nash’sera,

celebrado unos años antes de esta historia.

Capítulo I: Susurros de la naturaleza

17 de mayo

El día había amanecido oscuro y unas cuantas nubes negras se estaban posando sobre Nash’sera, ocultándolo de los rayos del sol. Una brisa fría empezó a soplar entre las arboledas que rodeaban el pueblo, encima de las colinas, y una densa niebla ascendía en jirones desde la húmeda tierra, azotada la noche anterior por una tormenta que había obligado a los pueblerinos a cerrar los postigos de las ventanas de madera y a asegurar bien las puertas de sus casas, pero a pesar de que los primeros rayos de sol luchaban por traspasar la línea de nubes, el calor que reinaba ya en el ambiente era pesado y sofocante, de ese que humedece el cuerpo y hace que se adhiera la ropa, tal como le ocurría a Eladien Fahrathiel, quién ya fuera de la cama y de pie en el jardín de su casa, miraba hacia el cielo con el entrecejo fruncido.

Era su cumpleaños; ese día cumplía veinticuatro años y si el día seguía así, su plan de ir a comer al bosque con su hermana pequeña, Érien, se iría al traste, ya que no le apetecía comer bajo una lluvia posiblemente tan intensa como la de la noche anterior. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al recordar el cruel aguacero que había arrancado de cuajo el único árbol que tenían en el jardín, un Hénir, un árbol de más de trescientos años que había permanecido en el mismo lugar hasta tan solo una noche atrás; ahora estaba tirado encima del granero que tenían en la parte posterior del jardín, con varias ramas chamuscadas por algún rayo, según pensaba Eladien.

Eladien era una mujer a la que se podía considerar más alta que baja, un poco entrada en carnes, pero con una silueta que recortaba unas curvas que hacían que todos los hombres cayeran rendidos al verla. Sus grandes ojos eran de un color tan oscuro que casi parecían negros y que resaltaban con su pálido rostro, un poco redondeado y con una pequeña y delicada nariz que descendía en una esbelta curva hacía unos labios rellenos que despertaban la pasión de cualquier varón, todo ello contrastado con su negro y brillante cabello, que caía en escaladas ondas sobre sus hombros y descendía un buen trecho por su espalda, dónde terminaba con unos pequeños tirabuzones.

Llevaba puesto un sencillo vestido blanco de lana que utilizaba todas las mañanas al despertarse, cuando salía al jardín para contemplar el amanecer (siempre le había gustado presenciar el momento en que el sol se asomaba por las montañas del oeste, semejando un rojizo disco e iluminándolo todo mientras emprendía su ascenso) antes de almorzar un poco y dedicarse a las tareas de moler el trigo para hacer la harina que luego vendían en la tienda que sus padres les habían dejado al perecer.

Eladien, tras mirar alrededor y sopesar los daños que había ocasionado la tormenta, se dirigió hacia el granero para ver si podían arreglar algún desperfecto sin tener que pagar algún tipo de asistencia, pero cuando llegó hasta las grandes puertas de madera comprobó que los daños habían sido bastante graves: el árbol había abierto un agujero en el tejado y además de destrozar una de las puertas, la cual colgaba en diagonal sobre uno de sus goznes, también había arrastrado consigo una de las vigas que soportaban el techo, lo que había provocado otro agujero, este mucho más grande que el otro y por el cual, aparentemente, el agua había entrado durante toda la noche, ya que en el interior, el suelo, además de estar lleno de trozos de madera y con media viga aplastada bajo el tronco de un árbol de dos metros de diámetro, estaba plagado de grandes charcos que se habían formado con algo más que agua: sobre la superficie del esta se podían ver pequeños grupos de grumos blancos que semejaban coágulos.

Al abrir el árbol un agujero en el techo, el agua se había llevado con ella toda la harina que llevaban guardando desde hacía una semana, y ahora estaba completamente mojada o sumada al barro del suelo, pasada por agua; no se había librado ni la más mínima mota.

- Maldita sea…-. Su voz era suave y un poco grave, cargada siempre de un tono enérgico.

Suerte que el día anterior habían hecho la colecta de trigo e iban a molerlo ese día; su lista de tareas acababa de engrosar de una manera sorprendente desde que se había levantado, y mientras se dirigía hacia el interior de la casa, ansiosa por servirse un buen vaso de leche para desayunar, pensó en despertar a Érien, para almorzar juntas.

Abrió la puerta que conducía al interior de la casa y se encontró en la cocina; era sencilla, con repisas de mármol blanco y estanterías de madera colgadas en las paredes, empapeladas en banco y con pequeños dibujos de frutas. Aún había restos de la cena del día anterior encima de la mesa, así que los apartó y los puso en un cubil lleno de agua para lavarlos más tarde. Estaba empezando a calentar la leche encima de una parrilla puesta sobre un pequeño fuego que había en el centro de una mesa cuadrada de piedra, con unos pequeños muros en los lados que impedían cualquier pequeño incendio, cuando el sonido de unos pasos a su derecha, dónde la cocina se abría al pasillo, hicieron que Eladien se volviera.

Érien estaba bajando las escaleras de madera que daban a las habitaciones y que desembocaban en el pasillo de la casa, cubierto con una moqueta de color verde oliváceo y sobre la cual había un pequeño aparador con un espejo muy grande pegado a la pared, con una mesita justo enfrente y una pequeña estantería, esta de una madera más oscura y con todas las filas llenas de libros.

Eladien observó a Érien mientras esta bajaba con cara soñolienta las pocas escaleras que le quedaban. Érien, que por más que creciera siempre tenía la misma cara de niña pequeña, con unos hoyuelos que se marcaban cuando se reía (cosa bastante habitual en ella) y el pelo aún más negro que el de Eladien y corto, que apenas le llegaba hasta los hombros. Érien, con sus brillantes ojos color miel que la miraban siempre con expectación.

Érien, la única persona de su familia que aún permanecía con vida además de ella misma.

Su hermana pequeña le sonrió al verla y los hoyuelos se le marcaron, contrastando con la expresión de sueño que se mostraba reacia a abandonar su cara.

- Buenos días, hermanita. ¿Has dormido bien? A mí me costó un poco dormirme a causa de la tormenta…-, En verdad no había dormido casi nada, le gustaban los rayos y los truenos tanto o menos que a los animales que vivían en los sotos que rodeaban Nash’sera-, Por cierto, la tormenta nos ha dejado sin harina.

Érien la miró un poco confundida (Eladien no sabía seguro si era por lo que le acaba de decir o porque aún no estaba despierta del todo) y reprimió un bostezo que terminó por tapar tras la manga de su pijama, azul y de rayas amarillas que bajaban verticalmente desde las verdes solapas que tenía en el cuello.

- ¿Cómo? El agua no ha podido entrar al granero, lo impermeabilizamos el año pasado con resina-. Érien tenía tan solo trece años, pero era mucho más lista y aplicada que muchas de las demás chicas que tenían su misma edad.

- La tormenta arrancó el viejo Hénir que teníamos en el jardín y este ha caído encima del granero. Hay un agujero muy grande en el techo… No creo que lo podamos arreglar por nosotras mismas. Maldita sea, era la cosecha de una semana entera…

Estaba frustrada. Deberían pagar por los desperfectos del granero ( y no sería barato, de eso ya se encargaban los obreros) y habían perdido toda la cosecha de una semana. Suerte que siempre tenía unos ahorros guardados para urgencias como esa, pero igualmente le frustraba.

- Bueno-, Añadió al fin, al ver que su hermana estaba demasiado dormida como para prestar atención a algo que no fuese sus ganas de meterse en la cama de nuevo-, vamos a almorzar, estaba calentando la leche… ¡mierda! -. Al girarse vio como esta empezaba a borbotear en la cazuela y a salpicar leche por todos lados.

Cogió un trapo y rápidamente apartó la cazuela del fuego, dejándola sobre el mármol para acto seguido apagar el fuego echándole tierra encima. Miró alrededor y apuntó una tarea más en su lista: también debería repasar la cocina; entre la cena de la noche anterior y lo que acababa de pasar, estaba hecha un asco. Érien, con pasos vacilantes (aún medio dormida) se sentó en una de las sillas de madera que rodeaban una mesa de madera también, con un mantel de tela que tenía un estampado de flores en rojo y violeta y que estaba en el centro de la cocina. Eladien cogió dos vasos de un armario que había empotrado en la pared y los empezó a llenar con el contenido de la cazuela junto con el vapor que salía de esta. Llevó los dos vasos a la mesa y cogió también un tarro que contenía azúcar y un par de cucharillas que puso sobre el mantel con cuidado al tiempo que se sentaba.

- Muchas felicidades, Eladien.

Eladien se sobresaltó un poco mientras tomaba un sorbo de leche, pues se había olvidado por momentos de que era su cumpleaños, seguramente debido al trabajo que le iba a ocasionar el granero y al mal tiempo que aún hacía, aguando sus planes de ir a comer fuera con su hermana. Ya tenía veinticuatro años, la edad propicia para casarse según las mujeres del pueblo, claro que algunas de ellas ya se habían casado más de cuatro veces a lo largo de su vida por el hecho de ir tan rápido. Y las que habían logrado seguir casadas mantenían un estilo de vida que a Eladien no le gustaba nada, para ella, desde luego; no le gustaba criticar lo que hacían los demás. No, eso no estaba hecho para ella, la sola idea de casarse le revolvía el estómago. Sí que le había gustado que algún chico que otro tratara de conquistarla coqueteando con ella en alguna que otra fiesta del pueblo, pero de ahí a casarse había un buen trecho que ella no quería recorrer. Al menos aún.

- Gracias, Érien. Veinticuatro años ya…me parece que fue ayer cuando yo tenía tu edad y…-, El pensamiento hizo que el corazón le latiera un poco más deprisa, pero el tema ya no le afectaba tanto como antes. Con los años había aprendido que lo único que podía hacer era superarlo, y lo había hecho, gracias a la fuerte unión que tenía con su hermana-, papá y mamá aún estaban aquí con nosotros.

El silencio se prolongó durante unos segundos, lo justo para que las dos recordaran la figura de sus padres, hasta que Érien habló con una sonrisa que esta vez sí se reflejó en toda su cara. Ya parecía estar más despierta.

- Hoy es el Festival de las Tormentas. Habrá música y fiesta, podríamos ir un rato. Cuando acabemos las tareas, claro-. El Festival de las Tormentas, como si no hubieran tenido bastante con la tormenta de la noche anterior, pensó Eladien.

Al mirarla a los ojos, Eladien sintió una oleada de afecto hacia esa niña pequeña de rostro infantil que le sonreía desde detrás de su vaso. Tan pequeña y tan aplicada con sus obligaciones. Eladien sabía que la muerte de sus padres había tenido algo que ver en esa repentina madurez.

- Cuando acabemos lo que tenemos que hacer iremos al Festival de las Tormentas, pero espero que el día cambie antes de que caiga la tarde. Me hacía gracia que fuéramos a comer juntas al bosque. Hace mucho que no lo hacemos.

- Tienes razón…mientras no llueva, podríamos ir. Aunque esté nublado es verano, no hará nada de frío, y lo peor de la tormenta ya ha pasado-. Tan pequeña y tan lista.

- Está bien. Iré a ver que puedo arreglar del patio y me pondré a hacer la comida. Podrías ayudarme cogiendo verduras del huerto. Hacen falta tomates, zanahorias, lechugas…-, Al final optó por escribir una pequeña lista en un papel y entregárselo a Érien, quién lo dobló un poco y lo guardó en uno de los bolsillos de su pijama. Apuró el último trago de leche que quedaba en el vaso y se levantó a dejarlo en el pequeño cubil lleno de agua-, Bueno, yo voy ya al jardín. No remolonees mucho, Érien. Que se nos va a echar el tiempo encima y es lo que nos falta. Tenemos que reemplazar la harina perdida lo más rápido posible…

Érien se limitó a asentir mientras sorbía un poco del vaso y Eladien, tras ir a su habitación a cambiarse la ropa que llevaba por otra más cómoda para realizar las tareas, salió al jardín cuando el sol apenas se había alzado un poco en el nublado cielo de tonos negros y grises que anunciaba un día largo y pasado por agua.

La brisa que había soplado a primera hora de la mañana ya había cesado y un aire caliente ocupaba su lugar junto a una atmosfera húmeda que hacía que el calor se pegase a su cuerpo. Pequeñas gotas de sudor empezaron a perlar su frente en cuanto comenzó a recoger todo lo que había tirado por el jardín: varias ramas que el viento había arrancado de los árboles y que ahora estaban partidas o dobladas, algunas sobre las losas de piedra que llevaban hacia la puerta y otras sobre la hierbas, en las cuales unas flores amarillas y naranjas bailaban al son del cálido ( mejor hubiera sido decir tórrido) aire, algunos trozos de la madera que se había desprendido al caer el árbol y la casita de su perra Depbú, que estaba volcada, con algunas tablas sobresalidas.

Depbú era un nombre que había salido en una conversación con su hermana, dos años atrás, en la que al equivocarse, Érien pronunció el nombre de Depbú, cosa que les hizo gracia y como estaban buscando un nombre que ponerle a la perra, le pusieron ese.

Buscó por el patio con la mirada y encontró a Depbú al lado de granero, excavando un hoyo, para variar. Era una perra de mediana estatura y de pelaje oscuro con clareados en un marrón que con los destellos del sol se volvía rojizo, patas anchas con cortinas de pelo en la parte posterior y con una cola con tanto pelo que parecía un plumero y un poco enroscada hacia arriba. Tenía el hocico bastante alargado y también era ancho, con unos ojos bonachones que brillaron al verla, e inmediatamente, su cola inició el zarandeo habitual. Se acercó a ella y la acarició un poco, con lo que la perra le lamió la mano y se puso boca arriba para que le acariciase la barriga, como siempre hacía, y mientras acariciaba a Depbú, le pareció oír un susurro.

Se levantó rápidamente y miró alrededor, escudriñando los setos que separaban su jardín del de la casa de al lado, dónde vivía una pareja de ancianos. Entornó un poco los ojos, pues el sol se libró por un momento de las nubes, pero de nuevo no alcanzó a ver a nadie susurrando. Pero ella lo oía. Susurros que surcaban por el aire, siseos que llegaban hasta sus oídos pero que no le traían ninguna palabra lo suficientemente clara como para entenderla. Dio otra vuelta sobre sí misma, oteando todo cuanto podía y, debía reconocerlo, un poco asustada.

El viento se intensificó un poco y meció aún más las flores y la hierba que había en el jardín, así como los setos que cercaban la casa, los cuales se tambalearon un poco. Aparentemente, por más girara sobre sí misma seguía sin ver a nadie, pero estaba convencida de estar oyendo lo que oía: los susurros fluían por todos lados, uniéndose al sonido que producían las hojas y los pequeños abetos al moverse. Pero no había nadie. Se preguntó si no serían imaginaciones suyas y a los pocos instantes, los susurros cesaron tan abruptamente como habían comenzado, dejándola solo con el sonido del follaje, el cual parecía haber tomado vida con el viento. Depbú la instó con una de sus patas delanteras, llena de pelo, a que la siguiera acariciando y tras dedicarle unas suaves caricias en el lomo y echar una ojeada al medio derruido granero, se levantó y se dirigió hacia él, dejando a su perra tumbada en el suelo, mirándola con unos ojos brillantes.

Se paró a unos cuantos pasos de la hierba y alzó la cabeza para examinar los daños con más atención: las gruesas ramas del Hénir también habían penetrado en las paredes del granero, ocasionando agujeros que aunque eran visiblemente más pequeños que el del tejado, le iban a costar unas cuantas monedas de oro; las que no iban a ganar con la harina que yacía desperdigada por todo el suelo del granero. Reprimió la rabia que empezó a trepar por su cuerpo y entró en el granero, dispuesta a salvar hasta la última mota de harina que estuviese seca, pero al encender una de las pequeñas lámparas ( una vela puesta en medio de un cuadrado llevo de espejos) e iluminarse la antes sombría habitación, comprobó que no había nada que se pudiera salvar.

La tormenta se lo había llevado todo, hasta los instrumentos que tenían para moler el trigo estaban empapados y algunos rotos por la mitad o astillados en el mejor de los casos. Lo único que se había librado era el trigo, que permanecía en un casi ordenado montón, en la pared posterior. Debían de molerlo cuanto antes si querían recuperar el dinero que habían perdido. Dispuesta a acabar cuanto antes para poder ir a comer fuera con Érien y luego asistir al festival de las tormentas ( ese día ya era demasiado malo como pasárselo todo trabajando) cogió una escoba, un recogedor y empezó a apilar la harina que el agua había dañado en un rincón, el cual en menos de diez minutos ya se había alzado bastante.

Estuvo encerrada en el granero durante varias horas, ordenándolo, moliendo el trigo y tratando de drenar los charcos de agua a base de escobazos, pero eso último no fue tan bien como esperaba y cuando al fin salió, el sol ya casi estaba en su cénit, brillando con más fuerza que antes pero aún atrapado por las negras nubes que se resistían a abandonar el cielo.

Varias gotas de sudor resbalaban por su cara y la ropa que se había puesto se le había adherido al cuerpo, así que entró en casa y, tras bañarse con un poco de agua que Érien había puesto en un cubo esa misma mañana, volvió a cambiarse de ropa, un vestido de seda de dos piezas, de blusa verde y pantalones anchos y de un marrón muy suave. Se plantó delante del espejo y empezó a recogerse el pelo con una cinta roja que conservaba desde los ocho años. Era un regalo de su abuela, Eithenalle, quién había fallecido diez años atrás, a la edad de noventa y cinco años, cuando Eladien tan solo tenía catorce.

Había sido un golpe muy duro para ella, pues mantenía una relación abuela – nieta muy estrecha con ella, pero sus padres y el nacimiento de su hermana Érien habían sido de mucha ayuda. Hasta que cinco años atrás ellos murieron también, dejándolas solas y a Eladien al cargo de Érien, quien en ese momento tan solo tenía ocho años. Había sido muy duro para las dos, pero se apoyaron mutuamente, tanto para dirigir el negocio familiar como sentimentalmente: desde el día en que fallecieron sus padres estuvieron tres años durmiendo juntas en la misma cama, reacias a separase la una de la otra.

Sus padres, Treman ( un hombre alto de anchos hombros que siempre tenía una sonrisa para sus dos hijas) y Liley ( una mujer de cara redondeada, tez pálida y con una oscura melena de león que siempre tenía los oídos dispuestos para sus preocupaciones) murieron a causa de una enfermedad que llegó a Nash’sera años atrás y que solo afectó a adultos de una determinada edad, por lo que el número de adultos del pueblo había disminuido un poco, si bien no mucho; la enfermedad se fue tan rápido como había llegado, dejando unos cuantos muertos en el poblado. Cada vez que recordaba el rostro de sus enfermos padres en la cama… Con un gran esfuerzo dejó esos pensamientos a un lado y acabó de atarse la cinta al pelo, atándolo en una coleta que solo dejaba libres dos mechones que caían sobre su rostro, uno a cada a lado, ambos ondulados y con sendos tirabuzones en las puntas.

Cuando bajó a la cocina, por las escaleras que daban al pasillo, se encontró con Érien, ya sin el pijama y vestida con unos pantalones azules un poco anchos y una camisa de seda con mangas a tres cuartos que le colgaba un poco por los hombros. También se había recogido el pelo, en una gran cola alta cuyos mechones caían en abanico sobre su espalda. Ahora ya no parecía en nada dormida, sino todo lo contrario; una sonrisa se asomaba en su rostro de rasgos infantiles y sus ojos color miel la miraron entornados a causa de su sonrisa cuando la vio aparecer en el umbral de la cocina. Estaba pelando las patatas y las demás verduras que le había pedido que recogiera del huerto y las estaba apilando todas encima de una gran bandeja de metal con agua. Sin duda Eladien se había entretenido tanto con el granero que Érien había optado por empezar ella con la comida. Había madurado tanto en tan poco tiempo…

Para su edad, debía de reconocer Eladien, era mucho más madura de lo que había sido ella con trece años.

- El granero está casi listo-, Aquello no era del todo verdad, pero lo peor ya estaba hecho: la harina que se había aguado ya estaba apilada en un rincón, dispuesta para sacarla en sacos más tarde, los charcos ya no abundaban tanto como antes y excepto la gran viga y el Hénir, el suelo ya estaba despejado-, He molido un poco de trigo para compensar los daños, pero más tarde deberíamos seguir moliendo entre las dos. Cuando volvamos de comer, por supuesto-. Esbozó una sonrisa y su hermana Érien se la devolvió con otra aún más radiante que la suya. También estaba ilusionada con la idea de ir a comer fuera.

Eladien puso las verduras que ya estaban cortadas y peladas en una cazuela con agua hirviendo que ya llevaba un buen rato encima del fuego mientras Érien seguía cortando las que restaban. Había decidido que se llevarían un poco de caldo en una pequeña olla de metal y una tortilla, así que cuando ya estuvieron listas las verduras, cogió dos huevos que Érien había cogido de su pequeño gallinero y los batió en una fuente de color blanco. Hacer la comida no les llevó mucho rato y una vez hubieron terminado, con lo que se llevaban de caldo en el interior de una pequeña olla de barro con una gruesa tapa, que impediría que se le fuese el calor y con la tortilla en una bandeja de hierro cubierta con una tapadera del mismo material, los platos, cubiertos, vasos y una gran botella de cristal que contenía agua con un poco de jugo de limón, todo ello transportado en grandes sacos por las dos, el sol, librado por fin de los oscuros nubarrones, apenas había pasado de su cénit.

Mientras avanzaban sin prisa por el jardín, en dirección a la puerta de madera que había en medio de los setos, los rayos del sol les calentaban los brazos y la cara, así como la parte de los tobillos que dejaban a la vista los pantalones que vestían. Si antes Eladien creía que hacía calor, ahora estaba segura, pero al menos no había tanta humedad en el ambiente como horas atrás, cuando se había decidido a limpiar el granero.

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Atravesaron la puerta que conducía al exterior de la casa y salieron al pueblo, a un camino de piedra, pobremente asfaltado con baldosas grises, un poco resquebrajadas por el paso de algunos carros tirados por caballos y que se bifurcaba unos cuantos pasos al frente. En los bordes del camino había una línea de árboles que recorría el sinuoso sendero de piedras, algunos altos y frondosos y otros más bajos, rodeados por un pequeño círculo de flores púrpuras que se mecían tranquilamente con el viento. En esa parte de Nash’sera no habían muchas casas, solo un par: la de los ancianos que estaba justo pegada a la suya y otra justo al lado de dónde el empedrado camino de dividía en dos, a la derecha. En ella vivía un hombre cuya mujer había muerto hacía un par de años, al caerse de su caballo y desde ese día aquel hombre no salía mucho de su casa, al menos que Eladien hubiese visto. Tomaron el camino de la izquierda, el cual desembocaba un poco más adelante en la calle mayor del pueblo, la cual estaba abarrotada de gente que iba a hacer las compras para hacer la comida o que volvía al trabajo tras haber comido, todo ello en un continuo ajetreo de personas que iban de un lado a otro.

Eladien se fijó mejor y vio que la mayoría de ellas llevaba cosas en las manos, guirnaldas de brillantes colores, mesas de madera que debían de transportar entre dos o más hombres, sillas, manteles, comida…y cayó en la cuenta de que estaban realizando los preparativos del festival de las tormentas, para el cual no faltaba mucho. Sería al anochecer cuando todos saldrían de sus casas y se reunirían para celebrar las lluvias que permitirían una buena cosecha para ese año en la plaza mayor del pueblo, a la cual se iba por una escalera que había justo a la derecha de una gran fuente de piedra con la estatua de una mujer en el centro, sobre un pedestal de mármol banco, con los brazos alzados y de cuyas manos salía un chorro de agua que caía con un sonido cristalino.

Grandes casas se alzaban en ese barrio de Nash’sera, situado en el centro del pueblo. La mayoría de las construcciones tenían más de dos pisos de altura y todas estaban hechas de piedra, con grandes balcones que terminaban con una barandilla blanca que brillaba con la luz del sol. En casi todas las cornisas podían verse flores de diferentes colores e incluso una de las casas tenía una de sus paredes cubierta con una verde y frondosa enredadera que trepaba hasta el tejado, dónde sobresalían una flores naranjas de grandes pétalos: esa era la posada de Nash’sera y encima de la puerta se podía ver un letrero que rezaba “ El rincón del ciervo”. El techo de las casas era de caballete y tejas rojas y resplandecientes, las cuales estaban puestas paralelamente unas a otras y combadas hacia abajo, para que así el agua de la lluvia corriera por el centro de estas, evitando las acumulaciones de agua cuando había tormenta.

Pasaron por delante de la floristería de la señora Mesala, quien las saludó con la mano mientras arreglaba las flores y árboles en miniatura que tenía en la parte de afuera del local. Era una señora de avanzada edad, con varias canas en su antaño moreno cabello y un poco entrada en carnes, con una barriga prominente que hacia juego con su respingona y ancha nariz y su abultada boca. Iba ataviada como siempre que la había visto Eladien: con un delantal de tela en color verde oscuro y con un estampado de flores bordadas, con guantes, verdes también y una larga falda color caqui de corte vertical en la parte derecha, por el que se podían ver sus enaguas de color negro. Siempre llevaba alguna prenda negra desde que su marido falleció por la misma enfermedad que se llevó a los padres de Eladien.

Érien y ella le devolvieron el saludo con una sonrisa y en el camino se cruzaron a mucha gente conocida, todos atareados con los preparativos del festival; saludaron al señor Genim, el regente de la posada, quien les sonrió desde debajo de su espejo bigote marrón y salpicado de canas, a Niwan, el cartero, un chico más o menos de la misma edad que Eladien, bastante alto y de anchos hombros, con grandes ojos verdes y mandíbula un poco ancha que en esos momentos iba corriendo de un lado para otro con una bolsa roja colgada en su hombro derecho; a Suyi, la panadera, que la saludó desde el interior de su tienda, la mujer que tenía la cara más redonda que Eladien había visto en su vida y de ojos diminutos y negros.

También saludó a algunos amigos de sus padres que se habían volcado mucho por ellas desde su muerte. El señor Reckin y la señora Leshan, una pareja de ancianos de rostro amable que ya debían rondar los noventa años, sino es que no los tenían ya. A la hija de Doren, el alcalde de Nash’sera, una chica un poco mayor que Érien, un palmo más alto que ella, de pelo rubio y ojos un poco rasgados, de un color azul muy intenso. Tras saludarlas y comentarles alguna de las actividades que habría al caer la noche, se alejó presurosa, para entrar en un edificio que estaba en la esquina de la calle mayor con una que la atravesaba perpendicularmente, justo enfrente de la panadería. Era la casa del alcalde, el padre de Hinna, la chica con la que acababan de cruzarse y que estaba entrando en esos momentos por una de las dos grandes puertas que accedían a su interior. Era una construcción simple, hecha en una sola planta, pintada de color blanco y con dos pares de ventanas repartidas en la fachada.

Se entretuvieron tanto rato saludando a conocidos, que cuando llegaron al final de la calle y salieron de Nash’sera por el hueco que dejaba el muro que rodeaba el pueblo, él sol ya había emprendido la otra mitad de su viaje diario, anunciando el atardecer con un tono rojo que se mezclaba con destellos anaranjados. Al fin estaban llegando y cuando ya subían la cuesta de una de las colinas, en la cima de la cual se encontraba la arboleda a la que iban a comer, miró de reojo a Érien. Tenía el rostro perlado por el sudor y cuando ya quedaba poco para alcanzar la cresta, las dos estaban jadeando debido en parte a la empinada subida y al aplastante y bochornoso calor. Se encaminaron a un grupo de seis árboles altos y de frondosas copas y se instalaron debajo, estirando el mantel sobre la hierba y poniendo todo lo que acarreaban encima de este. Eladien puso la olla de barro justo en el centro del mantel y Érien, con mucho cuidado, dejó también la bandeja en la que llevaba la tortilla de patatas que habían hecho entre las dos.

Se sentó cada una en una parte del mantel, quedando así la una frente de la otra y mientras Eladien ponía un plato delante de su hermana y otro dónde ella se sentaba, Érien destapó la olla de barro y olisqueó su interior durante unos instantes, esbozando una sonrisa y aspirando, al parecer complacida por el olor. La receta para hacer ese caldo había pasado de generación en generación en su familia y aunque no le salía tan bueno como a su madre, y mucho menos como a su abuela, el sabor de aquel caldo le parecía delicioso debido a la exquisita mezcla de verduras que habían hervido durante un buen rato al fuego, junto con unas pizcas de sal, aceite y una pata de cerdo que había comprado el día anterior en la carnicería. Con cuidado, cogió el sopero y empezó a repartir el contenido del recipiente en los dos platos, poniendo mucha pasta en el de Érien, como a ella le gustaba.

Volvió a poner la tapa en su lugar y observó durante un momento como Érien atacaba su plato de sopa; tan hambrienta como siempre. Por más que comiera no engordaba y Eladien se preguntaba dónde se guardaba todo lo que tragaba, porque irremediablemente debía de ir a parar algún lado.

- Eladien, ¿ has visto como te miraba el cartero?-, Eladien se atragantó un momento con la sopa y miró ceñuda a su hermana, quien ocultaba una sonrisa detrás de una servilleta blanca de tela-, Oh, venga. Hasta una chica de mi edad reconoce a un chico cuando la mira.

Sí, tenía razón. En eso ella era toda una experta: varios chicos de su edad le traían flores y regalos a casi todas horas del día, pero según ella no hacía nada para que ellos fueran hacia ella, aunque ella tampoco hacía nada para ahuyentarlos. Esbozó una sonrisa que camufló fingiendo examinar la sopa. Si que había visto como la miraba Niwan, el cartero, pero decididamente no estaba dispuesta a casarse con ningún hombre, y el noviazgo era el avance hacia el matrimonio.

- Ya sabes que no tengo tiempo para esas cosas, Érien…el negocio del trigo requiere muchas horas de dedicación…pero bueno, al menos sí que tenemos tiempo para comer juntas-, Érien la miró sonriente, como siempre hacía y tras acabar con su plato de sopa con una velocidad sorprendente para una chica nada entrada en carnes, se sirvió otro, echándose toda la pasta que podía-, Estas verduras han salido buenísimas, ¿ no crees? Este periodo de lluvias intermitentes ha ido muy bien para el huerto…

Estuvieron ahí sentadas un buen rato, charlando sobre cosas triviales que no tenían nada que ver con sus obligaciones, escapando un rato de la sofocante vida que tenían. Empezaron hablando del festival de las tormentas que iba a celebrarse esa noche, comentando que vestido se iban a poner y preguntándose cómo iba a pasarlo Depbú, a quien le daba miedo el sonido de los fuegos artificiales, hablaron de cosas de la infancia, de los pocos recuerdos que Érien conservaba de sus padres, cuando estos las llevaban a dar una vuelta por los pequeños sotos de las afueras de Nash’sera. El granero y los destrozos ocasionados por la tormenta pasada también fueron tema de conversación, pero ese lo desecharon en seguida, pues ya habían decidido encargarse de ello más tarde. Charlaron sobre el tiempo, sobre sus vidas, sobre todo lo que hablan dos hermanas que solo se tienen la una a la otra, y cuando por fin lo empaquetaron todo en los sacos, volvieron tranquilamente al pueblo, en el cual ya no reinaba tanto ajetreo como cuando habían pasado por allí lo que a Eladien le parecía un buen rato atrás.

El sol ya se encontraba justo encima de las montañas , en el este, y no tardaría en oscurecer, por lo que se afanaron en llegar a su casa lo más rápido posible, pasando entre las tiendas y casas que había en la calle mayor, sin fijarse en nada que no fuera lo que tenían delante, y cuando ya estaban entrando en el jardín de su casa y Érien cerraba la pequeña puerta de madera, unas gotas empezaron a mojarles el pelo, primero poco a poco, por lo que Eladien no les hizo caso mientras pasaba por encima de las losas de piedra, hasta que se desató de golpe tal tromba de agua que Depbú fue la primera en entrar una vez Eladien no bien hubo abierto la puerta que daba a la cocina, seguida de ella y con Érien al final. Depbú se sacudió el agua sacudiéndose a ella misma, y finísimas gotas salieron desperdigadas en todas direcciones, mojando aún más las ya mojadas ropas de Érien y Eladien. Estaban empapadas, con el pelo separado en goteantes mechones y tenían la ropa totalmente pegada al cuerpo, además de las botas llenas de agua; solo habían permanecido bajo la lluvia unos instantes, pero ésta se había encargado de que quedaran bien mojadas.

- Maldita sea…me parece que el festival de las tormentas hará honor a su nombre más que en ningún otro año…-. Érien, sentada en una silla, se estaba desatando los cordones de sus pequeñas botas al tiempo que se soltaba el pelo, dejándolo caer a ambos lados de su cara.

- Al menos ya nos hemos bañado. Era una broma-. Añadió al ver la mirada de Eladien, aunque esta acabó sumándose a las risas de su hermana pequeña. Eso era algo que siempre conseguía en ella: hacerla reír.

Eladien miró por la ventana y observó como el tono del día había cambiado drásticamente al llegar las nubes de tormenta, volviéndose negro salvo en aquellas partes del cielo en la que fulguraba un rayo, cuya respuesta en forma e trueno le llegaba en apenas tres segundos, anunciando que la tormenta estaba cerca. Consciente de que la poca claridad que conservaba el día no tardaría en esfumarse, se acercó a un estante de la cocina y sacó un par de velas de cera blanca que tras ponerlas de pie en dos lámparas de espejos, les prendió la mecha, reflejándose así la luz de la llama en los espejos que la rodeaban y aumentando su potencial lumínico. Posó las dos lámparas en la mesa y se dejó caer pesadamente en una de las sillas, cansada y con muchas ganas de pegarse un buen baño. También desató los cordones de sus botas altas y al sacar el pie comprobó que había entrado menos agua de la que había imaginado, pero igualmente, tras ir al cuarto de baño, en el piso de arriba, cogió dos toallas y le ofreció una a Érien, quien estaba en su habitación, cambiándose de ropa, cosa que también decidió hacer ella cuando llegó a su habitación, que estaba pegada a la de Érien. Se dirigió a un gran armario de madera de dos puertas, con un espejo en cada una de ellas, ambas con un trazado sinuoso en las hojas y al abrirlo contempló la ropa que había colgada por segunda vez en ese día, pero tras echar un rápido vistazo, calentó algo de agua y, consciente de que hasta que no cesara la tormenta no se iniciaría el festival de las tormentas, se tomó un buen baño con sales aromatizantes que había comprado una semana atrás, una mezcla entre cerezas y fresas que la dejó totalmente relajada, estirada en la gran bañera de peltre blanco que descansaba sobre cuatro gruesos soportes que semejaban patas de águila.

Notaba todo su cuerpo débil y le costaba trabajo pensar debido al agotamiento causado por el ritmo que había llevado esa mañana y mientras se enjabonaba cayó en la cuenta de que el granero estaría llenándose de agua de nuevo, echando al traste todo el trabajo que le había llevado volver a moler algo de trigo. Desde luego, esa no era la idea de un cumpleaños perfecto, pero al menos había podido ir a comer con Érien; aquello la reconfortó de sobremanera.

Se zambulló totalmente en el agua y el recuerdo de los susurros que había oído cuando acariciaba a Depbú vino a su mente, pero tras examinarlo con atención, optó por pensar que había sido el viento al pasar entre los setos; siempre había una explicación racional para todo. Sin embargo, no pudo evitar que un escalofrío le recorriera el cuerpo. Permaneció bajo el agua todo lo que sus pulmones le permitieron, algo que hacía desde pequeña y en el instante en que sacaba la cabeza del agua, rompiendo la superficie de abstractas nubes de espuma y aspirando una gran bocanada de aire, Érien abrió la puerta del lavabo con un camisón doblado bajo el brazo y en ropa interior.

- No podía esperar, quiero quitarme el frío que me ha dejado la lluvia-, Esbozó otra de sus sonrisas y tras dejar la ropa interior en un pequeño taburete, se metió en la bañera con Eladien, en el sitio que esta le dejó al sentarse en uno de los extremos. Un poco de agua se desbordó por los costados, sumándose a los pequeños charcos que Eladien había provocado al meterse en la bañera-, Me moría de ganas por un baño…

- Suerte que estábamos en el jardín de casa…sino me pregunto en qué estado habríamos llegado…

- Seguramente tan arrugadas como una sirena.

Volvió a reír y, estirándose todo lo que le permitía la bañera estando dos personas en su interior, metió la cabeza debajo del agua un momento para luego sacarla con todo el pelo cayéndole sobre la cara, en apelmazados mechones que apenas dejaban ver sus ojos.

- Las sirenas no están arrugadas…¿ no recuerdas los cuentos que escribía mamá para nosotras?-, Érien asintió enérgicamente, pero sus ojos se desviaron un poco de los de ella, sin duda tratando de recordar las noches en que su difunta madre se sentaba en la cama con ella y le leía los cuentos que ella misma escribía desde el nacimiento de Eladien-, Eran preciosas y se tapaban con extravagantes conchas.

¿ Te acuerdas de aquella sirena a la que se le pasó mirar si había algún ermitaño en el interior de la concha y se la puso? Estuviste riendo durante días…Mamá tuvo que esforzarse mucho en hacer otro cuento que te gustara más que ese.

“ La sirena saltó y gritó hasta que un hombre bien apuesto se acercó y le ofreció su ayuda, pero la sirena, con medio cuerpo desnudo, le dio una bofetada tras tirarle la concha a la cabeza, con el ermitaño dentro…”

Ambas rieron con fuerza y acabaron por explicarse los cuentos de Liley, o al menos lo que recordaban de ellos, ya que Érien era pequeña en esa época y no se acordaba de todos. Pero Eladien se acordaba de todos ellos. No porque tuviera muy buena memoria, sino porque una vez había abierto el baúl en el que su madre los guardaba todos, escritos en hojas de papel tiznadas de marrón y con una letra muy característica, de finos trazos, la cual había heredado Eladien y, desde ese día, cada noche leía un par de ellos, tumbada boca arriba en la cama, con un retrato de sus padres en la mesita de noche y la vela que descansaba en esta, encendida, proyectando sombras titilantes en los preciados manuscritos que su madre había escrito con cariño para ellas.

- Me alegro mucho de que estemos juntas, hermana.

Aquellas palabras atravesaron a Eladien como una rápida y afilada daga; no por su significado, sino por su profundidad. Érien la estaba mirando con los ojos humedecidos ( no sabía si se debía al agua o al recuerdo de sus progenitores) y ya no había ningún asomo de sonrisa en su cara. Era en esos momentos cuando Eladien comprendía ( más de lo que lo comprendía sin pensar detenidamente en ello) la responsabilidad que tenía: cuidar de su hermana pequeña para que creciera saludable, educada y con los buenos principios que sus padres le habían inculcado a ella.

- Yo también me alegro, Érien. Nos tenemos la una a la otra y yo nunca voy a abandonarte. Nunca, permaneceré siempre a tu lado. No vas a estar sola. Así que no llores. Sí, estás llorando, he visto como te enjuagabas las lágrimas…-, Se estiró hacia adelante y la abrazó mientras le acariciaba el pelo, que aunque estaba mojado conservaba su sedoso tacto-, No te preocupes, todo irá bien mientras estemos juntas. Te quiero, hermana-. Érien estrechó los brazos contra ella, pero los sollozos no tardaron en apagarse, aunque no por ello se deshizo del abrazo. Hizo un esfuerzo por cambiar de tema sin parecer desconsiderada mientras le acariciaba el pelo a Érien, separándolo en grandes y pequeños mechones que al dejarlos ir volvían de inmediato a su posición-, Al final no creo que se llegue a celebrar el festival de las tormentas. Se oye la lluvia desde aquí.

Era verdad; incluso desde el cuarto de baño de su casa se podía oír el sonido del agua al caer al suelo o en su tejado y sin poder evitarlo, se compadeció de los hombres y mujeres que habían dedicado tanto tiempo en prepararlo todo para que la fiesta estuviera a punto. Aunque aún no había anochecido del todo ( por más que el oscuro cielo cargado de negras nubes dijese lo contrario) y había alguna probabilidad de que la lluvia parara.

- Espero que se pueda celebrar hoy…tengo muchas ganas de ver el espectáculo de los bailarines que han venido del reino de Hidern-, Una sonrisa de asomó en su rostro, como siempre-, Dicen que son muy guapos…

- ¿ Bailarines del reino de Hidern?-, No había escuchado nada al respecto, aunque tampoco se había desvivido mucho en preguntar, porque normalmente, era siempre el mismo festival: las mujeres se reunían en un pequeño círculo, entonando una vieja y melodiosa canción ( que sonaba más a una plegaria) para agradecer al cielo las lluvias venidas y clamar por otras venideras mientras, en la otra parte de la plaza, los hombres, en círculo también, bebían cerveza y vino al tiempo que también cantaban algo, canciones que hablaban de los deseos que tenía cada uno de ellos para ese año, todo ellos trabados por el efecto que tenía el alcohol en sus lenguas.

- Si, se dice que son muy buenos y que saben bailar mejor que cualquier mujer u hombre de Nash’sera…A los bailarines del año pasado no les ha hecho mucha gracia eso último.

Cuando al fin salieron de la bañera, las dos estaban tan arrugadas que parecía que hubieran estado bañándose durante horas. Se secaron, las dos delante del despejo, el cuál Érien desempañó con la punta de su toalla, dejando un reguero de minúsculas gotas en la superficie, y sentadas en dos pequeñas sillas de color caoba que crujieron un poco al sentarse en ellas, se secaron el pelo y se peinaron entre las dos, como siempre habían hecho cuando tomaban un baño juntas.

Una vez bañadas y con ropas limpias ( había pensado en ponerse su camisón y meterse en la cama) se dirigieron de nuevo a la cocina, dónde una pila de platos, ollas y demás aguardaba a ser lavada. Le dedicó un rápido vistazo y decidió que lo haría al día siguiente, ya que no le apetecía nada ponerse a limpiar a esas horas, así que sacó un poco de queso, unas cuantas rebanadas de pan, tomates, un cuchillo y una jarra llena de agua y lo puso todo encima de la mesa, dónde Érien esperaba ya sentada en una silla, mirando con avidez el queso de oveja que ellas mismas fabricaban; en cuanto el queso tocó el mantel con estampado de flores, acabó en manos de Érien, quien cortó un buen trozo con el cuchillo, agarró una rebanada de pan y empezó a comer. Eladien, en cambio se sirvió un vaso de agua y lo apuró de un trago, notando una sensación de frescor muy reconfortante cuando el líquido fluyó hacia su estómago. En realidad no tenía mucha hambre, pero untó con tomate una rebanada de pan para picar un poco, aunque al final lo acompañó con un poco de queso, el tamaño del cual ya había disminuido considerablemente. Érien, en silencio, iba cogiendo un poco de todo, alternándolo con un sorbo de agua cada vez que se atragantaba al comer tan rápido, hasta que, con miraba vacilante, cruzó los brazos sobre la mesa, ruborizándose por alguna razón que Eladien desconocía.

- Hoy había quedado con el hijo de la señora Mesala, para vernos en el Festival de las Tormentas…

Eladien la miró entre extrañada y sonriente, lo que hizo que el rubor que había en las mejillas de Érien se acentuara más.

- Con el hijo de la señora Mesala…-, Tuvo que reprimir un ataque de risa al recordar que Jerdse, aquel bribonzuelo ( no había otro calificativo que se ajustara más a su personalidad), llevaba detrás de su hermana desde tenía memoria-, ¿ te refieres al mismo que intentó trepar por el árbol del jardín para entrar a tu habitación y que luego estuvo en cama dos semanas por caerse?

- Sí, efectivamente. El mismo-, Ambas rieron, secándose las lágrimas con el dorso de la mano-, Lo cierto es que el muy testarudo lo intentó un par de veces más…pero logré disuadirle desde la ventana…

- Qué romántico…¿ y por eso has accedido a bailar con él en el festival?

Érien, con medio rostro detrás de la rebanada de pan a la que le estaba dando un mordisco, entornó los ojos y se encogió un poco, como si quisiera esconder su rubor tras el pan. Había dado en el clavo; su hermana tenía debilidad por los chicos testarudos aunque nunca hubiera salido con ninguno.

- No vamos a bailar-. Añadió en un hilillo de voz, sin duda arrepintiéndose de haber sacado el tema a colación al ver el semblante de Eladien, quien estaba a punto de ceder ante las risas.

- Oh, vamos, Érien…todo el mundo baila en el Festival de las Tormentas, es la tradición. Sin duda Jerdse espera algún tipo de baile bajo la luz de la luna…

- ¡ Ya, para!

Érien, roja como los tomates que había encima de la mesa ( los que no habían sucumbido a su ataque de gula) volvió a la carga con la comida, muerta de vergüenza y con la cabeza gacha para no mirar a Eladien.

- Venga, no es para tanto…-, Esbozó una sonrisa y entonces se acordó de la leña que había olvidado apilada en una esquina del jardín, la cual estaría mojándose en esos momentos-, Ahora vengo, Érien. La leña aún está apilada fuera…espero que no esté muy mojada o no podremos bañarnos con agua caliente por unos días…

Érien se ofreció a ayudarla inmediatamente al pensar en lo que eran los baños de agua fría; rápidos y en nada relajantes, pero Eladien reclinó su ayuda.

- Con que se moje de nuevo una de nosotras está bien…Ahora vengo.

Abrió la puerta deseando no mojarse mucho y dejó a Érien en la cocina, recogiendo lo que había en la mesa.

Llovía copiosamente y el ruido que provocaba el agua en su continua y libre caída envolvía el ambiente, ahogando cualquier otro posible sonido. Desde el umbral de la puerta miró al cielo con una mano encima de los ojos para evitar que las gotas le cayeran directamente dentro y comprobó que, aunque diluviaba, el espesor de las nubes disminuía poco a poco, mostrando el brillo del sol al ponerse en el este y a la luna, visible ya en el ahora despoblado firmamento. Cerró la puerta con cuidado y avanzó rápidamente por las piedras que surcaban el césped, pero en vez de seguirlo y dirigirse a la pequeña puerta que llevaba al exterior de la propiedad, giró a la izquierda, siguiendo la línea de abetos que lanzaban gotas de agua al ser zarandeados por fuertes golpes de viento, el cual había volcado otra vez la casita de Depbú. Giró sobre si misma buscando a su perra, pero no la encontró por ningún lado, por lo que supuso que estaría en el granero, escondida bajo algún trozo de madera; como a la mayoría de los perros que Eladien había visto, no le gustaba el agua y mucho menos los truenos. Siguió un pequeño camino que había en el césped ( uno que se había formado al arrastrar los sacos llenos de leña para llevarlos hasta un pequeño hueco que había al lado de la chimenea) y llegó a la parte trasera de la casa, dónde habían apilado un montón de leña dos días atrás, olvidándose completamente de que estaba allí cuando las tormentas habían empezado. Mientras se acercaba a la gran pila de pequeños troncos, mojados y goteantes, algunos, los más antiguos ( que estaban debajo de los demás) recubiertos de moho por los extremos, el sonido que provocaba el aire al chocar contra la casa, el seto, la pequeña valla e incluso con ella misma, aumentó de sobremanera, pero no así su intensidad, transmitiendo susurros en su idas y vueltas, rodeándola de fuertes corrientes invisibles que tiraron de ella hacia atrás, lanzándola al suelo.

Eladien, asustada y de rodillas, con la lluvia cayendo encima de su cuerpo, frío y tembloroso y con la cara tan a ras del césped que podía oler la mezcla de tierra mojada y hierba, se cubrió la cabeza con ambas manos, entrelazándolas en la nuca en un acto instintivo, como si esperara recibir un golpe. Sin embargo, a pesar de los continuos susurros que llegaban hasta sus oídos, todos ellos sin sentido para ella, no ocurrió nada. Era el viento. El viento provocaba los susurros al pasar entre los setos y un fuerte vendaval la había lanzado al suelo. Era normal, no era nada raro. No podía serlo. Permaneció unos segundos más en el suelo, tratando de convencerse de que había una explicación racional para el “empujón” que había recibido, y cuando se sintió más segura de sí misma se incorporó lentamente, llevándose las manos a las rodillas y sin poder evitar algún que otro jadeo provocado por la impresión.

Volvió a girar sobre su eje, contemplando con sumo detenimiento todo cuanto la rodeaba, pero de nuevo no vio nada raro. Los abetos seguían bailando al compás del viento, la hierba seguía mojada, la lluvia seguía cayendo sin tregua. Todo era normal, no había nada raro. Hasta que miró la pila de leña que tenía pensada recoger y cayó de bruces al suelo debido a la impresión, no sin antes dar un pequeño salto y llevarse una mano a la boca, ahogando el grito que trepó por su ahora seca garganta.

La parte de la leña que quedaba visible en su campo de visión, antes una maraña de pequeñas ramas, troncos estriados y restos de hojas marchitas, parecía haberse retorcido en el centro mismo de la pila, juntando ramitas y hojas marrones que formaban lo que a una estupefacta Eladien, le parecía el rostro de anciana, cuyos ojos de grandes párpados tallados en la dura corteza parecían mirar directamente en los suyos, ahondando en sus pensamientos, mirando a través de ella, o tal vez en su interior.

Su boca, cortada en la corteza también, mostraba unos labios rellenos (o esa era la impresión que a Eladien le daba, pues estaba admirando un montón de leña que se disponía a quemar) que al moverse dejaron ver un profundo y negro hueco.

Eladien no podía moverse de dónde estaba, tirada encima de un charco formado en la hierba, mirando como aquella cara salida de la nada movía aquella boca sin emitir sonido alguno. Los susurros habían cesado y a pesar del sonido del agua al precipitarse violentamente por todos lados, el silencio se prolongó varios minutos en los que Eladien fue incapaz de siquiera pestañear, con los ojos prendidos en aquella cara, sin ser capaz de desviar la mirada.

Hasta que al fin, reuniendo todas las fuerzas de que disponía y forzando a sus cuerdas vocales, que se resistían a ayudarla, alzó la voz en medio aquella tormentosa noche.

- ¿Quién…?-, La voz le sonaba trabajosa y débil, y acabó por convertirse en un pequeño hilillo que quedó ahogado en el estruendo de la noche-, ¿Qué eres?

No hubo respuesta y si la hubo, no llegó a los oídos de Eladien; solo captaban el maldito y repetitivo sonido de la lluvia, además de algún que otro trueno, mucho más débil que los anteriores. Aquello era lo único que le faltaba para completar un día que se suponía iba a ser perfecto, hablarle a una cara tallada en la madera que movía sus curtidos labios en infructuosos intentos de producir un sonido audible.

Se preguntó si los susurros que había escuchado dos veces en lo que llevaba de día no serían obra de aquel rostro que seguía mirándola con expectación. Sin duda, aquello debía tener alguna explicación racional. Seguro que la tenía, posiblemente el viento…

- Eladien…

Aquello fue lo más extraño que Eladien había experimentado en su vida y algo que recordaría para explicárselo a sus nietos en el futuro; si es que los tenía o en el caso contrario, alguien la creía.

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