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Eladien [ESPAÑOL]
Capítulo VII: Vientos de sumo arraigo.

Capítulo VII: Vientos de sumo arraigo.

Capítulo VII: Vientos de sumo arraigo.

- ¿Qué…qué ha ocurrido aquí?

La voz de Suyi llegó desde el pasillo, débil y entrecortada, intercalada por largos suspiros que ahogaban el llanto que la oronda mujer trataba de frenar. Gerth le tapó los ojos con una mano y la abrazó, susurrándole al oído palabras tranquilizadoras que parecieron no tener efecto sobre la mujer, y mucho menos sobre Eladien, que a tan solo dos pasos del cadáver de Nednea, no le podía quitar los ojos encima.

Nednea…

¿Qué le había ocurrido? Su cuerpo… parecía como si se hubiese secado. Era casi como si en su interior, tan solo hubiese huesos y rígidos músculos. Su piel… Su cara… Sus ojos. Aquello era totalmente espeluznante. Eladien se llevó rápidamente la mano a la boca a causa de una arcada que la removió por dentro, pero con mucho esfuerzo logró controlarse para no acabar de echar lo que había ingerido a lo largo del día.

Nednea.

Con esfuerzo, apartó la vista de Nednea y se fijó en Rutgen, quien, en la mecedora, continuaba meciéndose adelante y atrás, con los ojos clavados en el retrato que tenía entre las manos.

- Mi flor…mi bella flor…

El anciano no paraba de repetir lo mismo una y otra vez, sumido en sus pensamientos. Ni siquiera miró a los recién llegados: únicamente tenía ojos para el retrato que agarraba con fuerza. Tenía las ojeras más marcadas que Eladien había visto en su vida y daba la impresión de no haberse aseado en días, pues el olor penetrante que había olido al entrar a la habitación parecía provenir también del anciano. Pero lo que más conmovió a Eladien fueron sus ojos… Una mirada exenta de sentimientos. Una mirada vacía digna de alguien que ha perdido todo lo que tiene. El cual, era el caso de Rutgen; sus hijos habían muerto con la extraña enfermedad que había asolado Nash’sera muchos años atrás, y Nednea era el único ser vivo que le quedaba. El recuerdo de los dos ancianos sonriéndose el uno al otro en aquella habitación acudió a la mente de Eladien, agujereándola por dentro y oprimiéndole el pecho.

Ella había salvado a Nednea… Pero la muerte parecía no haberse dado por vencida. Sin embargo… ¿de qué había muerto? Su cuerpo… Eladien jamás había visto nada así. No había visto nada tan…desagradable y terrorífico a la vez. Era como si a Nednea le hubiera sido succionada toda la sangre y grasa que tenía en el cuerpo, dejándola tan delgada y reseca como un trozo de madera, además de ennegrecida.

Una pequeña luz iluminó tenuemente la habitación, creando más sombras que recorrieron y revolotearon por las paredes, y al girarse en busca del foco de luz, se encontró con Doren, que había encendido una pequeña lámpara rodeada de espejos. El semblante de Doren, pensó Eladien, debía ser el mismo que el que ofrecía ella en esos momentos: tenía los ojos abiertos de hito en hito al igual que la boca, desencajada en un rictus de terror que aumentaba cada vez que sus ojos, diminutos, pasaban sobre la cama en la cual descansaba la fallecida anciana.

- Mi flor…mi preciosa flor…

Un rayo se descargó no muy lejos e iluminó toda la estancia, oscureciéndola a partes iguales y alargando las sombras que se recortaban en paredes y suelo.

- Rutgen…-, Doren hizo un visible esfuerzo por quitar la vista de Nednea y se acercó a Rutgen con pasos vacilantes, desplazándose con él el resplandor de la lámpara. Se paró al lado del anciano y se acuclilló a su lado, sosteniendo la lámpara en alto e iluminándole así el rostro, ante lo que el hombre mayor no se inmutó. Ni siquiera pareció darse cuenta de que ya no estaba solo-, Rutgen… ¿qué…-, El alcalde carraspeó de forma seca y se llevó una mano a la boca, visiblemente preocupado por la salud mental de Rutgen-,¿Qué ha pasado? ¿Desde cuándo…?

El silencio se prolongó largamente, roto tan solo por el golpeteo de la lluvia contra las ventanas y paredes de la casa, además de por el rugido de los truenos. Doren se movió y se puso frente al octogenario hombre, pero de nuevo no hubo señal de que advirtiera su presencia ni la de ninguno de los presentes. ¿Cuántos días llevaría en este estado…? Más intrigante aún, ¿cuántos días hacía de la muerte de Nednea?

- Mírame. Soy yo, Doren. Mírame-, El alcalde agarró la mecedora y la fijó con su brazo, interrumpiendo el balanceo-, Soy yo, mírame.

Pero la respuesta de Rutgen fue la misma que en el anterior intento: ninguna.

Se limitó a mover la cabeza adelante y a atrás, ajeno a que la mecedora había dejado de moverse. Al final, Doren, al parecer resignado, se apartó del anciano y pasó junto a Eladien, quien no podía quitar la vista del recién viudo hombre mayor qué, en cuanto Doren hubo soltado la mecedora, reanudó su balanceo como si nada lo hubiera interrumpido.

- Suyi-, Cuando el alcalde le habló, Suyi se estremeció desde los brazos de su marido, convulsionada por los sollozos que emitía, ya sin intentar frenarlos-, ¿Podrías traer una manta?-, La señora Suyi se separó de su marido y tras enjuagarse las lágrimas de los ojos asintió con la cabeza, con la vista gacha, seguramente reacia a volver a ver la escena que sus ojos ya habían captado-, Si no encuentras una manta trae lo que sea, algo que sirva para tapar…-, Hizo una pausa para aclararse la voz, aunque Eladien estuvo segura de que la utilizó para elegir bien las palabras-, Ya me entiendes. Y trae otra para Rutgen. No tiene… buena pinta-. Suyi volvió a asentir con la cabeza y sin mediar palabra, se alejó por el pasillo con su marido, quién la acompañaba como si fuera su propia sombra.

Eladien se quedó dónde estaba, con la mirada en el suelo para evitar así mirar lo que ya había visto. No podía dar crédito a lo sucedido…Cuando ella había visitado a Nednea al día siguiente del festival, esta estaba perfectamente, tan saludable como lo podía estar a su edad…y ahí estaba ahora, estirada en la cama y con la mirada perdida.

- Escucha Eladien…no creo que sea conveniente para ti que estés por aquí…no es algo bonito como para verlo. Creo que deberías ir con Érien. Suyi ha mencionado antes que está esperándote en casa.

Eladien se sorprendió ante lo dicho por Doren, pues el alcalde no era muy reconocido por su lucidez y mucho menos por su compasión, aunque ello, evidentemente, no lo convertía en un ser insensible. Simplemente, era tan duro como una roca. O al menos, eso parecía. Sopesó la idea de irse, pero la rechazó casi al instante. Quería saber qué era lo que le había pasado a Nednea…

Aunque, visto lo visto, Rutgen no parecía muy deseoso de hablar, sino todo lo contrario.

- Mi amor…Nednea… ¿Por qué me has abandonado? Prometimos estar juntos, hasta que la muerte nos separase y… Oh, Nednea. Mi flor, mi bella flor…

Esas eran las únicas palabras que Rutgen se limitaba a pronunciar, una y otra vez y siempre en el mismo tono apagado, con la misma melancolía en cada una de las palabras.

- Me quedaré un poco más. Creo que ahora mismo, lo más conveniente sería sacarlo de aquí. No sabemos cuántos días lleva… lleva así.

Se llevó una mano a la boca en cuanto hubo terminado la frase, respirando por la boca para no seguir oliendo aquello. Por el olor, debía hacer días sino una semana qué Nednea había fallecido, aunque a causa del calor que reinaba Nash’sera las últimas semanas, también podía ser que se hubiera acelerado la descomposición, creando aquel insoportable y penetrante hedor cuando a lo mejor, solo hacía un día de su fallecimiento.

- Está bien. Lo llevaremos a otra habitación. Sí, será lo mejor… Vamos. No quiero pasar aquí ni un segundo más.

Doren dejó la lámpara en el suelo, se acercaron a Rutgen y, cogiéndolo uno por cada brazo y pasando una mano bajo sus mojadas axilas, lo levantaron de la mecedora con suavidad, temiendo Eladien que el anciano, en su estado actual, ofreciera algún tipo de resistencia, pero eso no ocurrió. Rutgen se dejaba llevar como una veleta, tan frágil que a Eladien le daba miedo hacerle daño al moverlo. Aún no habían llegado a la puerta con Rutgen colgando entre los dos cuando Suyi apareció en el umbral con dos bultos en los brazos y su marido detrás, su cara tan contraída como la de su mujer, cuya papada se hallaba estirada hacia el mentón.

- Es todo lo que he encontrado. Creo que son limpias… ¿Quién…quién la cubrirá?

Todos se quedaron mudos, mirándose unos a otros sin mediar palabra. Aquella idea, cubrir el cuerpo de Nednea con una manta para ocultarlo a la vista era…era el paso final. Era el adiós definitivo. Era la despedida.

- Mi dulce flor, mi flor, mi Nednea, mi…Dios mío… Flor…mi…

- Está bien. No pasa nada. Yo lo haré, al fin y al cabo, soy el alcalde de Nash’sera…Gerth, ¿podrías llevarlo tú? No puedo hacerlo todo a la vez…

- Sí…claro. Sí, no te preocupes-. Doren levantó el brazo con el que sujetaba a Rutgen y Gerth pasó el suyo por debajo, substituyéndolo.

Suyi, haciendo un gran y visible esfuerzo por no mirar a Nednea, le entregó una manta a Doren que, al ser desplegada, dejó ver dos bordados que con finos trazos en amarillo chillón, formaban dos letras, una a cada lado: R y N. Rutgen y Nednea. Eladien no quería ser testigo de aquel acto, pero sus ojos, traicionándola, no pudieron apartarse de Nednea cuando, con un movimiento fluido que estiró la manta en el aire, su oscurecido cuerpo quedó oculto bajo la tela.

- Mi amor…mi flor…Ay, Nednea…

- Adiós, Nednea. Tu viaje empieza ahora, espero que encuentres la paz-. Las palabras de Doren resonaron varias veces en la cabeza de Eladien, aturdiéndola.

“Adiós, Nednea”

El llanto de Suyi se hizo más intenso y tras pasarle la otra manta por encima a Rutgen, tapándolo un poco, salió de la habitación precedida por Eladien y Gerth, llevando a Rutgen entre los dos y seguidos de cerca por Doren, quien pareció alegrarse de abandonar la sala. Recorrieron un corto trecho del pasillo y se metieron en la primera habitación que encontraron, la cual era de pequeñas dimensiones.

Suyi fue la primera en entrar y con la lámpara en alto, iluminó la oscura estancia, en la cual había tan solo una ventana y una cama cubierta con un edredón color marrón, además de una mesita que, en una esquina, hacía de soporte para un candelabro de cobre con tres velas apagadas. Con delicadeza, tumbaron a Rutgen en la cama y lo cubrieron con la manta, dejando a la vista tan solo su cabeza.

- ¿Eres tú, cariño? Aún no tengo sueño, no quiero dormir. Solo un poquito más, por favor.

Se miraron entre ellos, todos con la estupefacción bien clara en la cara y Eladien notó como su corazón era oprimido por la tristeza, como sus sentimientos se desbocaban en una frenética carrera al escuchar las palabras de Rutgen, que, en sus delirios, creía que ella era Nednea. La miró fijamente, con una repentina sonrisa que iluminó su rostro, desgarrando a Eladien por dentro y rompiendo su calma en mil pedazos que, desde la muerte de sus padres, se había afanado en recoger.

- No, Rutgen. Soy Eladien. Tu vecina, soy…

- Cariño… Sabía que eras tú… Nole aún no ha vuelto a casa… Creo que se marchó con Julhia… Este hijo nuestro… es todo un bribón.

Y dejándolos a todos atónitos, Rutgen prorrumpió en quedas risitas que le sacudieron los hombros, hasta que, de un momento a otro, cerró los ojos y cayó dormido.

Volvieron a mirarse, perplejos. Pobre Rutgen… lo acaba de perder todo. Todo lo que le quedaba.

- Habrá que decírselo a los demás antes de que vean el funeral…Yo me quedaré aquí con él. Le conozco y no creo que haga nada raro…pero ahora mismo no parece encontrarse en sus cabales. Si queréis iros, adelante. A primera hora de la mañana se avisará a todo el mundo-. Doren cogió la lámpara, la puso sobre la mesita de madera y acto seguido, les invitó a abandonar la casa, algo que Eladien aceptó de muy buen grado.

Necesitaba descansar…Sentía como su cuerpo se resentía ahora por el trote que había llevado durante todo el día, notaba como los músculos le pedían reposo, por no hablar del hambre que tenía desde que había sanado al príncipe Nenfaún. Qué ganas tenía de ver a Érien…

28 de Mayo

El día amaneció tan soleado como el anterior, sin ningún vestigio de las nubes que la noche pasada habían desatado su furia sobre Nash’sera. A pesar de que era primera hora de la mañana, el calor se había apoderado ya del lugar, tostando todo lo que había a su paso. Eladien, estirada en la cama, miró hacia la ventana, reacia a levantarse. Le había costado mucho conciliar el sueño a la noche debido a lo sucedido con Rutgen y Nednea, y justo cuando había logrado dormirse, Érien la había despertado al meterse en su cama, cosa que hacía cada vez que algo malo ocurría.

Y la noche anterior, no había sido en nada buena.

Se giró en la cama y se abrazó a Érien, que dormida, no se percató. Miró sus mejillas, siempre sonrojadas, su carita de niña pequeña…Estaba tan guapa cuando dormía…Se preguntó si ella habría dormido mejor. Al llegar a casa, mojada y tan cansada como si hubiera estado trabajando todo el día, Érien se había lanzado en sus brazos, preocupada por su tardanza, y Eladien, aunque había tratado de ser cuidadosa al darle la mala noticia, había terminado consolando a Érien cuando esta cayó en manos del llanto.

El canto de un pájaro llegó desde el exterior y al poco, un pajarillo de color negro se posó en el alfeizar, canturreando alegremente al tiempo que movía su cabeza a uno y a otro lado. Eladien se incorporó en la cama con suavidad para no despertar a Érien, que emitiendo graves ronquidos, no pareció no darse cuenta. Miró al pájaro y por un momento, solo por un instante, le pareció que este le devolvía la mirada desde sus diminutos ojos. Aquello ya era el colmo…

Ahora creía que aquel pájaro estaba mirándola…Necesitaba descansar durante unos buenos días.

Aquí estamos,

a dónde quiera que vayamos

volando vamos,

buscando los manjares

de lo que nos alimentamos.

Allí estáis,

a dónde quiera que vayáis

andando vais,

sin encontrar lo que de verdad

sin duda ansiáis.

Allá están,

a dónde quiera que vayan

nadando van,

no hallan más caminos

que los que Madre les da.

Eladien estaba fascinada.

Aquellas canciones lograban calmarla de una manera que hacía dos semanas, no habría podido ni imaginar. Era algo tan bello… Tan…natural.

La melodiosa voz, como siempre, sonó en su cabeza, sin pasar por sus oídos, haciéndole saber que aquella canción, era solo para ella. Que ella era la única persona que en aquellos momentos, estaba escuchándola. Se relajó tanto que incluso por una fracción de segundo, se olvidó de Nednea…

Pero el recuerdo regresó tan rápido y pesado como una gran roca cayendo al vacío. Un vacío en el que su pena arraigaba por momentos… aunándose con los demás sentimientos que desde el día en que había visto a su abuela Eithenalle en una pila de troncos, Eladien había recolectado y cultivado con mucho cuidado, procurando no regarlos demasiado para no nutrir en exceso el árbol de la nostalgia y la melancolía, que, ya crecido, rellenaba todos los huecos que en su interior, Eladien no había logrado completar.

Y entonces, al igual que aquella vez, cuando las flores habían cantado al unísono con agudos tonos, la pequeña ave alzó el vuelo y otra voz se incorporó a la melodía, rompiendo sus escasos compases, acallando la voz y substituyéndola por una grave y seca que resonó en la mente de Eladien.

Nosotros no estamos,

no reímos

ni lloramos,

no sentimos

ni tocamos.

Nosotros ya no somos y

ni un poco lo sentimos,

hace un tiempo

sin embargo

te aseguro si lo hicimos.

¿Es el aire?

¿Es el agua?

¿Qué se siente cuando cantas?

¿Qué se dice cuando a uno ya no le salen las palabras?

En mi tumba ni una lágrima

mojaba mis mejillas,

cuando estando inerte aquí debajo

tú llorabas de rodillas.

La voz se calló del mismo modo en que había empezado a hablar: de improvisto, dejando a Eladien helada y haciendo que el silencio pareciera ruidoso en contraste.

Reprimió a duras penas un escalofrío y se fregó las manos contra los brazos, pensativa. Esa voz… ¿sería la de un alma en pena…? Estaba segura de que era así. Canciones cantadas por muertos. Perfecto. Aquello no podía ser más espeluznante de lo que ya lo era.

Nednea… ¿estaría su alma…vagando por la tierra, anclada a ella y sin poder cruzar al otro lado? ¿Tendría algún asunto pendiente? La imagen de la anciana tirada en la cama se formó en su mente en cuando hubo pensado en ella. Lo sucedido en aquella habitación…había sido terrorífico. El estado del cuerpo de Nednea, el pestilente hedor, Rutgen…

Se dijo a sí misma que luego pasaría por su casa. Quería saber cómo estaba. Pero la idea de encontrárselo como a la noche… No podía verlo en aquel estado, se le removía todo. No soportaba la idea de saber que aquel anciano, había perdido todo lo que tenía. Con la muerte de sus padres, Eladien se había quedado con Érien, y aquello le había supuesto un buen motivo para seguir adelante, para continuar luchando. Pero Rutgen…

Él no tenía más familia.

Se levantó de la cama sin hacer ruido y se plantó frente al espejo, mirándose en él. El pelo le caía por los hombros y espalda y algunos mechones le descendían por el rostro, aumentando el aspecto de cansada que ya tenía. Se recogió el pelo con la cinta roja que siempre usaba y la fijó a la altura de la nuca, juntando todas sus puntas por detrás de su espalda y, mientras lo hacía, sus ojos se fijaron en un medallón qué, en oro, colgaba entre sus senos. Yúrial…casi se había olvidado de aquel suceso debido a lo acontecido con Nednea.

Súbitamente, sus mejillas enrojecieron al pensar en aquello y al verse en el espejo, se sonrojó todavía más, aumentando también su pulso.

¿Qué…que le ocurría? En el carruaje le había pasado igual… Ese hombre… No, no debía pensar en aquello… En sus ojos…en su profunda mirada. En sus labios, tan cercanos a los suyos durante unos eternos instantes… El calor aumentó en sus mejillas al caer en la cuenta de lo que acababa de pensar... Debía olvidar aquello. El príncipe Yúrial...

Todas las muchachas del pueblo cotilleaban entre ellas sobre la belleza del príncipe Yúrial y Eladien había oído como algunas fantaseaban incluso con tener algo más que un romance con él… Pero ella nunca había dado oídos para aquellas sandeces… Y ahí estaba ahora, recordando con remordimiento como sus labios habían estado cerca de rozarse. Sacudió la cabeza, como si con aquello pudiera apartar esos pensamientos y acto seguido, se pasó el colgante por la cabeza y lo dejó en el tocador, junto a los peines de Érien, quien se los había dejado ahí a la noche, cuando Eladien le había cepillado el pelo en silencio, relajándola del mismo modo que cuando era pequeña.

Salió de la habitación sin hacer ruido, recorrió el corto trecho de pasillo y bajó a la cocina, dónde calentó algo leche y cortó unas rebanadas de pan que luego puso a tostar sobre el pequeño fuego. Abrió el armario, cogió dos cucharillas y vasos que luego llenó de leche y lo puso todo sobre la mesa, junto al azucarero y el plato en el que dejó las tostadas una vez estuvieron hechas, y en el instante en que salió de la cocina para despertar a Érien, esta apareció bajando las escaleras, con el pelo cayéndole por la cara y los ojos medio cerrados, aún dormida. Eladien esbozó una sonrisa que deseó no fuera demasiado exagerada y Érien se la devolvió, la suya débil, sin reflejarse en sus ojos, algo que pocas veces ocurría. Iba vestida con un vestido de seda clavado al que Eladien llevaba, de finas tiras y abierto por la espalda, un regalo de Nednea.

Érien se sentó en la misma silla de siempre, en su parte de la mesa, y Eladien enfrente suyo, las dos sin hablar para nada. Su hermana pequeña se dedicó a untar de mantequilla las tostadas que cogía para acto seguido cubrirlas de la mermelada de fresa que Eladien cogió de uno de los estantes.

- Érien…-, No sabía cómo decir aquello, pero sabía que debía hacerlo, aunque seguramente, Érien ya debía ser consciente-, Doren dijo que… Iremos a despedir a Nednea después de almorzar, cuando los preparativos del funeral estén listos.

Érien levantó la cabeza del pote de mermelada y la miró con los ojos humedecidos por las lágrimas que bajaban por sus mejillas, haciendo que los sentimientos de Eladien se desbordaran. Una lágrima bajó también por el rostro de Eladien, descendiendo hasta su barbilla. Érien…

No soportaba verla así. Triste, como ella se sentía.

Acabaron de desayunar juntas y cada una subió a su habitación para cambiarse de ropa.

Eladien abrió el armario y, reacia ante lo que tenía que hacer, movió todos los vestidos a un lado hasta encontrar el que buscaba, uno completamente negro y sin ningún tipo de adorno, de cuello alto y larga falda; el vestido de luto que había usado para el funeral de sus padres y el único de que disponía. Suponía que todavía le entraría…no había crecido mucho desde entonces.

Se sentó en la cama y examinó el vestido con detenimiento, pasando los dedos por el simple bordado que recorría las costuras, todas negras, pensando en el fatídico día en el que se lo puso por última vez; el día en que se había despedido de sus padres. Lo mismo que se disponía a hacer ahora. Ella y todo Nash’sera asistirían al funeral en poco rato, le ofrecerían sus respetos y luego se despedirían de Nednea. Le dirían adiós. Para siempre. Ya nunca la volvería a ver pasear por el pueblo, no volverían a conversar.

Aquella anciana, ya no volvería a sentarse a su lado en el festival de las tormentas.

Se quitó el camisón blanco y lo cambió por el vestido de luto, negro hasta el último hilo. Cogió el peine y, con cuidado, se lo pasó varias veces por el pelo, quitándose la cinta para dejárselo suelto, cayéndole ahora a ambos costados de la cara. No le apetecía tener el rostro completamente al descubierto… Se había acostumbrado tanto a llorar a solas, que sus lágrimas eran solo para ella. Tenía que ser fuerte por Érien… Sólo así habían logrado salir juntas de todo aquello.

Dejó la cinta regalada por Eithenalle encima de la mesita de noche, al lado del retrato de sus padres, pero tras pensarlo mejor, se la guardó en un pequeño bolsillo del vestido; siempre que llevaba aquella cinta se acordaba de su abuela y la sentía cerca de ella.

Aquel iba a ser un día muy largo…

Desde las copas de los árboles plantados en las colinas situadas casi alrededor de Nash’sera, iluminado por los primeros rayos de sol, un gran pájaro negro salió volando hacia el cielo, con las plumas de su roja cresta aplastándose contra su cuerpo y las de atrás, anaranjadas y mucho más largas, estiradas cuando en picado, descendió a gran velocidad. Planeó en espirales con las que sobrevoló el poblado, y batiendo enérgicamente las alas, tan grandes como larga era el ave, se dirigió volando hacia el castillo de Áldruvein. El ave rodeó sus cuatro altas torres y grácilmente para ser un ave de tal envergadura, se posó en una de ellas.

Alzó la cabeza y su afilado pico quedó casi en vertical, mirando fijamente un punto invisible en medio de las cuatro torres, mucho más arriba de dónde éstas acababan. El sol se hallaba ya en su cénit cuando el pájaro emprendió el vuelo de nuevo, pasó sobre el lago Móredy y se internó en el bosque, parándose en la rama de un árbol de grueso tronco y sobresalidas raíces semejantes a manos.

El silencio se hacía eco del lugar y la niebla ascendía en finos girones, trepando por los árboles hasta alcanzar sus copas. No se oía nada. El pájaro permaneció quieto, con la vista clavada entre los árboles, como si esperara algo. Sucedió lentamente, primero con casi imperceptibles susurros que fueron subiendo de tono con el soplar del viento, que recio y rápido, alzó la niebla que corría a ras de tierra y la desperdigó por doquier, creando densas nubes blanquecinas que se adhirieron lentamente a la corteza de los árboles.

Los susurros se convirtieron en palabras sin sentido, las palabras sin sentido en frases incoherentes… hasta que todos aquellos sonidos convergieron al unísono, formando frases que el pájaro, atento, parecía escuchar detenidamente.

El ave asintió desde su gran cabeza y viento cesó de inmediato, llevándose con él los susurros que, durante unos instantes, se habían adueñado del bosque Lijhen, y el pájaro, cogiendo impulso y desplegando sus alas, alzó el vuelo, volviendo al lugar en que había comenzado su recorrido, desde dónde contempló Nash’sera con la fijeza digna de un halcón.

Eladien, en la entrada principal de la casa, miraba los cuadros de sus padres y abuela mientras esperaba a Érien, que parar variar, tardaba.

Examinó el rostro de sus padres, el de su abuela, incluso uno en el que salían ella y Érien, buscando algo que la ayudara a mitigar el dolor y el vacío que sentía en aquellos momentos, pero no halló consuelo en ninguno de aquellos ojos de delicadas pinceladas. Abrió un poco la puerta y se asomó al jardín para contemplar la casa de Nednea, que como ya era de día, había perdido el toque fantasmal que lucía la noche anterior, cuando la tormenta se había desahogado contra ella.

Toque…El toque de Eithenalle.

Ella le había dado el Toque de Eithenalle a Nednea, y aparentemente la había salvado, pero… No podía evitar sentirse culpable. Culpable no. Defraudada. Decepcionada con sus dones y consigo misma. SI tan solo la hubiera visitado unos días antes… Tal vez, solo tal vez, la habría podido salvar de nuevo. Habría podido evitar lo ocurrido. Pero no había sucedido así, y si algo había aprendido Eladien de todas las cosas que le habían ido sucediendo a lo largo de los años, era que no se puede deshacer lo que ya está hecho, por lo que el sentirse culpable, no le servía de nada.

Érien salió de casa tan silenciosamente que sorprendió a Eladien cuando, enfrascada en sus pensamientos, su hermana pequeña la abrazó con fuerza, ocultando su rostro de niña entre sus ropas. Eladien le devolvió el abrazo y le pasó una mano por la cabeza, calmándola y, ya de paso, calmándose a ella misma.

- Tranquila, Érien. Estamos juntas, recuérdalo. Seguro que Nednea, allá donde esté ahora, estará bien. Y tú me tienes a mí, hermanita. Te quiero mucho.

- Lo sé… Es solo…-, Érien paró un momento y tragó saliva, intentando ocultar las lágrimas que resbalaban por su rostro-, Es como si todas las personas a las que apreciamos… Tuvieran que irse.

Aquellas palabras, tan simples pero dichas con tanta sinceridad, se clavaron en Eladien como mil afiladas y heladas agujas, dejándola anonadada. Estrechó a Érien contra sí y, con disimulo, se enjuagó la lágrima qué, violando el control que tenía sobre ella misma, se deslizaba hacia su mentón.

- Eso no es verdad, Érien. Te prometo que nosotras estaremos siempre juntas. Tenemos que irnos ya, cariño. O llegaremos tarde.

Érien se separó de ella y, ya sin ocultarse, se secó las lágrimas. Iba ataviada con un vestido negro de alto cuello que le llegaba hasta los zapatos, negros también e iguales que los de Eladien y su pelo, normalmente recogido en una cola alta, le caía ahora por los costados de la cara, del mismo modo que a Eladien.

Se preguntó si no lo llevaría así por el mismo motivo que ella.

Salieron juntas al arenoso camino, pero en vez de ir hacia la derecha, por dónde se iba al cementerio de Nash’sera, giraron a la izquierda, parándose delante de la casa de los ancianos. Alzó la cabeza y contempló las ventanas, todas con las cortinas echadas a excepción de una ubicada en el segundo piso, desde la cual, en aquellos momentos, Honth le devolvía la mirada. Eladien levantó una mano a forma de saludo y el curandero hizo lo mismo, con la mirada fija en ellas. Exactamente en ella.

Honth… Lo había estado evitando durante días… Disimulando lo mejor que pudo, cogió a Érien de la mano y empezaron a caminar de nuevo, esa vez hacia la derecha, camino al cementerio. No le apetecía hablar con Honth, no en aquellos momentos. Y seguramente, Honth tenía muchas preguntas para formularle…

- Eladien… Llevas evitando a Honth desde la noche del Festival de las Tormentas, ¿pasa algo?

Eladien se pensó la respuesta antes de hablar, pues en cierto modo, ni ella misma conocía el motivo exacto.

- No es nada. No le estoy evitando, Érien…simplemente no me apetece pasar por el interrogatorio al que me someterá en cuando pueda… Hoy ya tengo suficiente con esto.

- Si eso es lo que ocurre… Igualmente, nadie ha visto a Honth últimamente… Dicen que estaba enfermo.

Siguieron el camino hasta el final y cuando casi habían llegado a las colinas, giraron a la derecha, cogiendo otro sendero, este repleto de gente vestida de negro, cada una de las personas con la tristeza desdibujándole el rostro. Los árboles se alzaban majestuosos a ambos lados del camino y sus ramas, repletas de hojas, proyectaban sombras por todo el sendero, incluidas las caras de los transeúntes.

- ¿Enfermo? No he escuchado nada sobre eso…-, Eladien alzó la cabeza y se puso de puntillas, oteando sobre las cabezas de la gente para ver si lograba vislumbrar la silueta de Suyi, pero no vio a la panadera por ningún lado. Sus ojos solo captaban la tristeza que se reflejaba en las caras de los demás. Un sentimiento que se contagiaba en rápidas oleadas sin excepción alguna-, Aunque también es cierto que no se ha dejado ver mucho estos días…

No tuvieron que andar mucho rato más para llegar a su destino.

El cementerio se levantaba a las afueras de Nash’sera, en el trozo que las colinas dejaban libre, justo detrás del pueblo. Era una gran extensión de césped bien cuidado en la que, en ordenadas hileras, se izaban las tumbas de todos los fallecidos en el pueblo. Dónde descansaban ahora sus padres. Y dónde descansaría Nednea. Conforme la gente iba llegando al lugar se congregaban en torno a un foso junto al cual, contrastando con el color que todo el mundo vestía, descansaba un ataúd color marrón cuya madera brillaba con la luz del sol y cuya tapa, cerrada a cal y canto, ocultaba el cuerpo de Nednea de las miradas ajenas.

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Pero ella ya lo había visto, por desgracia. Y no lograba quitarse ese recuerdo de la cabeza.

Avanzó con Érien, pasando entre la silenciosa muchedumbre, entre la cual no se oía ni un solo susurro; tan solo el sonido de los llantos llegaba hasta sus oídos. Localizó a Doren, completamente solo y en la primera fila contando desde el foso labrado en la tierra y se encaminó hacia él con Érien cogida de su mano, tan sudorosa como la suya propia. Doren medio esbozó una sonrisa al verla y levantó su mano a modo de saludo.

Eladien miró alrededor, buscando a Hinna y a la mujer del alcalde, pero no las encontró por ningún lado. Se paró junto a él y esbozó una sonrisa que causó tirantez en sus labios.

- Buenos días, Eladien. Espero que hayas podido dormir, porque yo no he podido pegar ojo en toda la noche.

- Yo he estado igual… No podía quitarme de la cabeza…-, Terminó la frase cuando cayó en la cuenta de que Érien escuchaba atenta. No quería que supiera todos los detalles del estado de Nednea… Ya le bastaba con saber lo ocurrido-, ¿Cómo ésta Rutgen? No lo veo por ningún lado.

El alcalde intercambió unas palabras con una pareja que se acercó a él y, tras dar su más sentido pésame, se giró hacia Eladien, ya sin el menor atisbo de sonrisa.

- No ha querido venir… Bueno, para serte sincero, creo que no sabe que el funeral es ahora. Se lo he dicho una y otra vez, pero… Cree que soy Nole, su hijo-. Pobre Rutgen…La muerte de su esposa le había afectado mucho. Tanto que ya no distinguía la realidad de los recuerdos.

Eladien lo miró en silencio, y sin poder evitarlo, sus ojos se clavaron en el ataúd de Nednea. Le gente iba llegando en pequeños grupos y se agrupaba dónde podía, todos alrededor del círculo que se había formado, en el centro del cual descendía el agujero en que sería depositado el ataúd.

- ¿Y tu mujer? Tampoco veo a Hinna por ningún lado.

El cambio de tema dejó perplejo a Doren, pero tras dar el pésame a una anciana que se acercó a él, avanzó un par de pasos y se dirigió a ella con prisas, repentinamente nervioso ante algo que Eladien no entendió.

- Hinna no puede venir porque se encuentra mal. Dice que no ha podido dormir en toda la noche y al levantarse tenía fiebre. Lune se ha quedado en casa con ella, cuidándola. Tengo que ausentarme un momento. Hasta luego. Eladien, Érien…

Doren inclinó la cabeza en dirección a las dos a forma de despedida y se perdió entre el gentío, que cada vez era mayor. Aquel hombre… La había dejado con la boca abierta justo en el instante en que iba a hablar… Definitivamente, carecía de lo que ella consideraba, eran buenos modales.

Estuvieron esperando de pie un buen rato, mientras los últimos vecinos de Nash’sera se afanaban en llegar al cementerio, todos de pie, aguardando a que empezara el entierro. Érien apretaba su mano con fuerza y Eladien pudo ver por el rabillo del ojo como su hermana miraba alrededor, nerviosa. Un murmullo se alzó entre la muchedumbre cuando, sin pasar desapercibido, un hombre mayor ataviado con una larga sotana blanca que hacía juego con su pelo, blanco también y escaso, apareció entre el gentío. Iba bien afeitado y en su sotana no se apreciaba ni una sola arruga, ofreciendo aspecto de recién planchada. Se paró junto al féretro y su mirada, desde unos ojos azules y grandes, en esos momentos ligeramente brillantes, pasó varias veces sobre los pueblerinos, todos vestidos con colores negros excepto él.

Aquel hombre era Lugfert, y desde hacía muchos años, antes de que Eladien naciera, llevaba a cabo todos los entierros y bodas de Nash’sera, por lo que había asistido todos los funerales del pueblo. Incluido el de sus padres y abuela. Ese anciano había despedido a toda la familia de Rutgen; a sus padres, hermanos e hijos, y ahora, a su recién difunta mujer.

El hombre mayor se aclaró la garganta antes de hablar y al hacerlo, cesaron todos los cuchicheos.

- Vecinos y vecinas de Nash’sera. Nos hemos reunido aquí para despedir a alguien muy especial. Una persona a la que todos conocíamos y adorábamos. Estamos hoy aquí para decirle adiós a Nednea Aithune.

Su voz se hizo oír sobre cualquier otro sonido que transportara el viento, grave y fuerte, llegando a todas las personas que expectantes, aguardaban de pie. El viento le llevó a Eladien el llanto de varias personas que ante las palabras de Lugfert, sucumbieron ante la tristeza, y lo mismo sucedió con Érien. Las lágrimas invadían su rostro, y sus ojos, completamente anegados, estaban enrojecidos, pero no se molestó en ocultarlo. Lloraba a rienda suelta, como casi todos los demás y Eladien tuvo que hacer un esfuerzo que consideró sobrehumano para no llorar ella también.

- Todos conocíamos a Nednea, cada uno de nosotros recordará para siempre su afable y pronta sonrisa, su sinceridad y amabilidad. Nednea Aithune fue una gran persona, madre y esposa ideal, amiga y vecina. Yo conocía a Nednea. Le gustaba conversar en el jardín de su casa, tomando té con sus seres queridos. Era amante de los animales y una bellísima persona. Pero, ante todo, la consideré mi amiga, y aunque ya no esté aquí, lo sigo haciendo. Hay veces en que la vida sigue un curso que no esperamos, y algunas personas, se ven afectadas por este. Sin embargo, mis queridos amigos, debo deciros que Nednea no nos ha abandonado. No mientras la sigamos teniendo en nuestros corazones. No mientras recordemos su sonrisa y sus benévolos actos. Mientras sigamos pensando en ella, con que solo uno lo haga, Nednea seguirá entre nosotros, velando por los que ha dejado atrás en este mundo.

El llanto pugnaba por trepar por la garganta de Eladien y amenazaba con no cesar si le daba vía libre, pero se resistió cuanto pudo, luchando por no ceder ante los sentimientos. Agarró con más fuerza la mano de Érien y ella le devolvió el apretón con ambas manos, algo que Eladien agradeció.

Estaba conmovida. Todos en el pueblo conocían a Nednea, y el hecho de verlos llorando por ella hizo que una brecha creada años atrás se abriera en su interior, tambaleándola en sus cimientos.

Súbitamente, una escena muy parecida a aquella floreció en su mente: ella y Érien abrazadas en ese mismo lugar, vestidas con negras ropas y rodeadas de personas que las miraban con compasión. El funeral de sus padres. Recordaba el cielo… aquel día llovía. Se acordaba perfectamente de cómo la lluvia azotaba los ataúdes en cuyo interior descansaban sus padres, recordaba incluso del discurso que Lugfert había recitado en esa ocasión, pero lo que más nítido se recreaba en sus recuerdos era la mirada del anciano, que al hablar, las miraba directamente a ellas, confundiéndose sus lágrimas con la lluvia.

- No debemos olvidarla, ni mucho menos. Aunque la despidamos en este momento, todos sabemos que no es un adiós definitivo. La naturaleza así lo ha querido siempre, y lo seguirá haciendo. Nacemos, y morimos. Ese es nuestro viaje de final inquebrantable. Pero no sufráis. La muerte no es el final, sino el comienzo de una vida mejor. De una vida sin dolor.

Eladien vio como sus vecinos se abrazaban unos a otros, consolándose entre ellos, dándose apoyo del mismo modo en que hacían ella y Érien. Miró a su hermana y le sorprendió ver que ya no estaba llorando; en sus mejillas tan solo quedaba el brillante surco que habían dejado las lágrimas al caer. Puso una mano en su cabeza y la acercó contra ella, quedando Érien a la altura de su pecho al abrazarla. El viento sopló de este a oeste e hizo ondear las vestimentas de todos los que se encontraban en ese lugar, pero nadie pareció percatarse.

Al igual que tampoco se percataron de que un gran pájaro negro, cuya cresta roja se mecía orgullosa en el aire, planeó velozmente sobre ellos, dirigiéndose a las colinas que medio rodeaban el poblado. Pero Eladien si lo vio cuando mirando suelo, una alargada sombra pasó rauda por sus pies. Contempló al ave hasta que desapareció entre el alto follaje, extrañada ante la envergadura del animal.

- Adiós, Nednea.

Aquellas palabras las pronunciaron todos a la vez, uniendo sus voces en una triste despedida y entonces, cuando se acalló el último vestigio de sus voces, Doren apareció por detrás de Lugfert con una gran pala, con el semblante enrojecido, dando la impresión de que había llorado por horas. Tres fornidos hombres se separaron de la multitud y, a la vez, levantaron ligeramente el féretro para desplazarlo hasta el foso en el cual, poco a poco y con cuidado, lo depositaron, haciéndolo desaparecer del ángulo de visión de Eladien.

Una lágrima bajó por su mejilla sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo y Érien, al verlo, se estrechó aún más contra ella, transmitiéndole su calor y afecto, tranquilizándola todo lo que podía en aquella trágica escena cuyo telón de fondo se veía mancillado por unas nubes negras que por enésima vez en ese mes, se dirigían directamente hacia Nash’sera, anunciando otra tormenta.

Con movimientos que delataban su estado de ánimo, Doren, el alcalde de Nash’sera, cogió con la pala un buen puñado de tierra que había junto al foso y la fue tirando en el agujero, enterrando la tumba de Nednea. Los tres hombres que habían ayudado a transportar el féretro sacaron también tres palas de Eladien no sabía dónde y, con miradas tristes y perdidas, fueron poniendo el montón de arena en el foso, alejando a Nednea de ellos con cada montoncito de tierra que caía sobre la tapa del ataúd. Desvió la mirada para no seguir contemplando aquella escena, pero la que sus ojos captaron, no era mucho más agradable: allá dónde mirara, tan solo encontraba rostros corrompidos por la pena, lágrimas que expresaban la pérdida hoy encontrada, abrazos que mostraban la parte triste del consuelo, miradas que reflejaban lo que ella misma sentía en esos momentos.

- Y recordad-, Lugfert habló de nuevo en cuanto la última mota de tierra estuvo en su lugar-, mientras uno de nosotros se acuerde de ella, siempre estará entre nosotros.

El cementerio se vació casi tan rápido como antes se había llenado, cuando los pueblerinos, en pequeños y grandes grupos, cogieron el camino de vuelta a Nash’sera, todos sumidos en un melodramático silencio que expresaba sus emociones del mismo modo que si las hubieran gritado.

“Nednea… Adiós. Fue un placer tenerte en mi vida”

Eladien se despidió de ella y, cogiendo a Érien de la mano, dio media vuelta y se unió al torrente de gente que volvía a casa, a sus quehaceres. El sol se encontraba ya a medio camino, justo en su punto álgido y su abrasador calor se cernía sobre el camino que, flanqueado por altos árboles, los llevaría de nuevo a casa, dónde en silencio, cada uno recordaría a Nednea, tal y como Lugfert les había dicho que debían hacer.

Eladien se apartó el pelo de la cara, pues debido al sudor que le perlaba la frente, se le habían apelmazado algunos mechones.

- Tranquilo, cariño, no pasa nada-, Eladien se giró al oír aquella voz, y al hacerlo se encontró con la señora Mesala y su hijo Jerdse, quien estaba llorando. Su madre, vestida de negro como todos los demás, lo llevaba cogido de la mano, como hacía Eladien con Érien, y en voz baja, susurró unas palabras en el oído de su hijo-, No temas, cariño. Yo estaré contigo. Y no tienes que sentirte mal por llorar.

Eladien miró fijamente a la madre de Jerdse, esperando a que esta la mirara también para saludarla, pero eso no ocurrió, ya que la señora Mesala parecía tener ojos únicamente para su hijo. Miro a Érien de reojo para ver si estaba mirando a Jerdse, pero su hermana tenía la vista clavada en el suelo, como si examinara minuciosamente las pequeñas y aleatorias piedras que poblaban el sendero.

No podía dejar de pensar en Nednea… Pero no en el entierro al que acababa de asistir… sino en el estado de su… Cuerpo.

¿De qué había muerto la anciana…? Era algo tan espeluznante… Su boca, desencajada, sus labios, morados, sus ojos abiertos de hito en hito, rojos por la sangre y…

La pestilencia que surgía de ella.

E inevitablemente, pensó en Rutgen, en el modo en que llevaba la muerte de su esposa. Rutgen se encontraba indudablemente trastornado, tanto que ni siquiera reconocía sus rostros. Eladien metió en el bolsillo la mano que tenía libre y tocó la cinta que su abuela Eithenalle le había regalado de pequeña, lo que la tranquilizó un poco. Solo un poco. Habían sucedido tantas cosas…

Primero, su abuela Eithenalle hablándole desde una maraña de estriados troncos, diciéndole que tenía dones. Segundo… Aquella puerta fantasmagórica y majestuosa por la cual habían salido aquellos tentáculos de colores que luego habían penetrado en su cuerpo afirmándole que eran sus dones… y después, cuando ya pensaba que todo había sido un mero sueño, había descubierto que tenía el don de sanar a la gente. Lo cual había usado para ayudar a los demás, siendo Nednea la primera.

Nednea, la anciana a la que acababan de dar entierro.

Llegaron a las bajas colinas y las rodearon por el costado que quedaba cerca de Nash’sera, dónde cogieron el camino que se internaba en el pueblo, por el cual, jadeando y directamente hacia ellos, corría Gerth, con la cara totalmente cubierta por el sudor y la camisa mojada por cuello y axilas. Eladien, sorprendida de verlo ahí y no en el cementerio, buscó a Suyi con la vista, pero no vio por ningún lado la redondeada silueta de la mujer.

Al verlos, Gerth paró en seco y se dobló por la cintura, ciñéndose la barriga con las manos, como si sufriera flato, y su boca, pequeña y de finos labios, se abrió varias veces sin emitir sonido alguno. Parecía tenso, y eso no le gustó nada a Eladien. No después de volver del entierro de una amiga suya.

Los vecinos y vecinas de Nash’sera se congregaron a su alrededor, todos aparentemente tan o más preocupados que Gerth, y este, emitiendo débiles suspiros con los que su barriga subía y bajaba, miró a Eladien entre todos los que allí había, clavando sus ojos en ella.

Unos ojos cuya mirada rayaba la desesperación.

Gerth abrió de nuevo la boca, pero de esta no salieron más que extraños sonidos en nada parecidos a palabras. ¿Qué le ocurría? ¿Qué era lo que lo había puesto tan nervioso? Érien se apretó más contra su cuerpo y Eladien, de nuevo, puso una mano sobre la cabeza de su hermana pequeña. Lo hizo tanto como para tranquilizarla a ella como a sí misma. El marido de Suyi la miraba con una fijeza que le puso los pelos de punta, y los demás vecinos, aún en silencio, se dedicaron a pasar la mirada de ella a Gerth, quien poco a poco parecía que iba recuperando la compostura.

- Su…Su…-, Cuando al fin habló, las palabras le salieron entrecortadas, y la voz, lejos de sonar como siempre, le salió aguda, casi como un llanto-, Su… Suyi está… Está muy enferma, Eladien. La he…dejado en casa, pero…-, Gerth se pasó una mano por la cara para quitarse el sudor que la cubría, pero sus ojos no perdieron el aire de desesperación que mostraban ni un solo momento. ¿Que Suyi estaba enferma? ¿Otra vez? Los murmullos se alzaron entre la gente de inmediato-, Por favor… Tienes que venir, Eladien.

- Está bien, ahora mismo.

- Por favor, vamos. Ven-. Gerth la agarró del brazo con la mirada más implorante que Eladien había visto en su vida y con un tono en la voz casi suplicante, le insistió hasta que se puso en marcha, con Érien pegada a su falda.

El rumor de que Suyi estaba enferma se propagó entre la multitud en un momento; en lo que Eladien tardó en dar tres pasos, todos cuchicheaban ya sobre la panadera, preguntándose en voz alta que le sucedería esa vez. Escuchó varias veces la palabra empacho, pero Eladien lo dudaba; Gerth estaba demasiado preocupado como para que esa fuera la razón. Se le veía realmente asustado.

Pasaron frente a su casa y la de Rutgen y… Rutgen. Se le hacía raro saber que Nednea ya no estaba allí… Iba pensando en eso cuando, en la bifurcación que se abría a la calle mayor de Nash’sera, Érien le estiró de la falda.

- Te esperaré en casa, Eladien. Necesito descansar un poco-. Y en cuanto Eladien asintió con la cabeza, su hermana pequeña se dio la vuelta y desapareció entre el gentío qué, al llegar al pueblo, se iba diseminando rápidamente.

Miró hacia atrás antes de virar hacia la calle mayor y observó cómo Érien, con la cabeza gacha, abría la puerta del jardín de casa. Érien… Por más que intentara ser adulta para hacerle las cosas más fáciles, seguía siendo una niña sensible y delicada, y en aquellos momentos, Eladien sabía que necesitaba toda la atención que ella le pudiera ofrecer, la cual, estando Eladien como estaba, casi igual que ella, no era poca. Eladien tenía que ir a grandes zancadas para poder seguir el ritmo de Gerth, que, aunque era cojo, caminaba a paso muy ligero, arrastrando un poco el pie derecho y con la espalda ligeramente encorvada.

Las personas que avanzaban a sus costados los miraban de soslayo, seguramente preguntándose qué era lo que ocurría, pero ninguno se aventuró a preguntarlo. Y Eladien tampoco. Gerth parecía demasiado nervioso y estaba segura de que aunque se lo preguntara en ese momento, el marido de Suyi seguiría andando con prisas.

Llegaron a la esquina en la cual estaba la panadería que regía Suyi y giraron hacia la izquierda, por dónde seguía la pavimentada calle. Las casas de esa zona eran iguales a las de la calle mayor, todas con los tejados en forma de caballete, paredes blancas en las cuales se abrían grandes ventanales y tejas de colores tenues sobre las que de tanto en tanto, se posaban en largas filas algunos pajarillos.

En la mayoría de los alféizares se podían ver flores de distintos colores que se mecían levemente con el paso del aire, que de intensidad un poco más elevada que antes, removió el repulgo de del vestido de Eladien. Giraron a la derecha y, siguiendo a Gerth, que se paró frente a una sencilla casa de dos plantas, se detuvo a su lado.

Lo miró a la cara, esperando a que este dijera algo, pero el hombre, tras mirarla, abrió la puerta de madera que accedía al interior de la casa, la aguantó hasta que Eladien estuvo dentro y luego la soltó, retumbando en el pequeño recibidor el sonido que hizo al cerrarse.

Gerth subió un pequeño escalón que había frente a la puerta y recorrió a grandes pasos el pasillo plagado de ventanas que se desplegaba frente a Eladien, este con muchas puertas que en esos momentos se hallaban cerradas. La claridad que entraba por la ventana proyectaba haces de luz por los que bailaban motas de polvo que en suspensión, parecían ingrávidas. El suelo del pasillo era de madera, y a cada paso que daban, el silencio era rasgado por el crujir de esta, además de por el ruido que producía Gerth al arrastrar el pie derecho. Siguieron el corredor hasta el final, dónde Gerth se paró frente a una puerta abierta; la habitación de Suyi y Gerth, en la cual Eladien había sanado a la panadera el día anterior.

Avanzó rápidamente hacia dónde Gerth aguardaba de pie, pensando en qué podía ser lo que afligía a Suyi, y entonces, para sorpresa y horror de Eladien, el rostro del hombre se desfiguró, creando en su cara la misma expresión que Doren la noche anterior, cuando este había vislumbrado el cadáver de Nednea estirado sobre la cama.

El marido de Suyi retrocedió un paso, llevándose la mano a la boca, con los ojos tan abiertos como si hubiera visto un fantasma y su espalda chocó contra la pared, dónde se quedó quieto, con la vista en la habitación que se extendía frente a él.

Eladien, asustada (cada vez estaba más acostumbrada a esa sensación), recorrió corriendo el trecho que le quedaba, con el corazón en un puño y los nervios a flor de piel, y al llegar al umbral de la puerta y ver aquello que estaba atemorizando tanto a Gerth, su propio rostro imitó su expresión cincelada en la cara del hombre: se tapó la boca con una mano al tiempo que emitía un ahogado grito y sus ojos se abrían desmesuradamente, estos intentando comprender lo que estaban viendo, tratando de dar crédito a lo que su retina, tardaría tiempo en dejarle olvidar.

A lo que su corazón, por más años que pasaran, recordaría con pesar.

La habitación, de grandes dimensiones y paredes empapeladas en un color amarillo de tono suave, estas repletas de cuadros y retratos, estaba bien iluminada gracias a un balcón atestado de plantas y con las puertas abiertas que permitía ver el exterior, dónde se alzaban las casas de la calle de enfrente, todas con colores sobrios. En una de las esquinas de la estancia había un armario de madera empotrado en la pared, con una de sus puertas abierta, devolviéndole a Eladien la mirada desde el espejo que había en la parte interior de esta.

Dos mesitas de noche, de madera también y cubiertas con sendos tapetes de encaje blancos, las dos soportando el peso de varios libros, estaban situadas a ambos lados de la cama de matrimonio más grande que Eladien había visto en su vida, sobre la cual habrían cabido perfectamente cuatro personas sin necesidad alguna de pegarse unos a otros.

Sin embargo, en esos momentos, tan solo había una persona tumbada sobre las sábanas.

Suyi se hallaba tumbada en la cama, boca arriba y con la mirada clavada en el techo, mirando algo que los ojos de Eladien no captaron; aunque estaba convencida de que por el brillo que desprendían los de la panadera, tampoco ella lo veía. Sus ojos estaban exentos de vida, brillando empañados por el manto de la muerte.

Eladien tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para no caer al suelo cuando le fallaron las fuerzas y su estómago se vio revuelto por el pútrido olor que parecía provenir del ennegrecido cuerpo de Suyi, quien, sin duda, no lo respiraba. Sus brazos estaban medio doblados hacia arriba, ahora delgados, y sus manos, de casi esqueléticos dedos negros, estaban a poca distancia de su cara, como si en sus últimos estertores hubiese tratado de cubrirla. No había rastro de su antes abultada panza, ni de su papada; estaba tan delgada que a Eladien le dio la impresión de que en su interior era solo huesos.

Un charco de un líquido blanquecino se extendía bajo la cama y sobresalía por los costados, formado por gotitas que, a cortos intervalos, caían desde el húmedo y lechoso lecho.

Eladien reprimió a duras penas una arcada que se afanó en trepar por su garganta.

¿Qué…? No podía creer lo que estaba observando…aquello no podía estar pasando. No podía ser verdad. No… no… Las lágrimas brotaron de sus ojos como una cascada sacudida por una fuerte tromba de agua, anegando sus mejillas, y el llanto la sacudió violentamente.

Suyi… ¿Qué le había pasado…? Su cuerpo… aquel olor inmundo… aquellos ojos enrojecidos, la piel ennegrecida... Su cuerpo, delgado y esquelético… Le recordaba al de Nednea.

Aquello era lo mismo, no había ninguna duda al respecto. Nednea y Suyi habían muerto por la misma… ¿enfermedad? ¿Era aquello una nueva enfermedad? Si lo era… Su mente evocó un recuerdo antiguo, uno de los más dolorosos que Eladien guardaba con recelo. La enfermedad que había asolado Nash’sera años atrás, la misma que había matado a sus padres y a muchas más personas… Los efectos se parecían mucho a aquello. Entonces… ¿sería aquello lo mismo? Si ese era el caso, Eladien sabía que debía salir corriendo para avisar a todo el mundo, para alertarles de la posibilidad, pero su cuerpo se negaba a obedecerle.

Tan solo pudo permanecer dónde estaba, apoyada en el marco de la puerta y siendo sacudida por los sollozos que se habían adueñado de su cuerpo.

- Suyi…

Eladien giró el cabeza tan rápido al oír la voz de Gerth, que le crujió el cuello.

El marido de la panadera estaba en el mismo lugar que antes, con la espalda apoyada contra la pared y los ojos desorbitados y llenos de lágrimas que se deslizaban rápidamente por su rostro. Se le veía destrozado. Y Eladien no se sentía mucho mejor, pero, aun así, hizo lo único que se le ocurrió; avanzó hacia él y lo abrazó, pasando sus brazos por la espalda del hombre, estrechándolo contra ella.

Gerth la cogió con fuerza, con tanta que a Eladien le dolieron las costillas, pero ella no dijo nada. No en el estado en el que se encontraba Gerth. Las lágrimas que caían por su cara mojaron el cuello de Eladien, uniéndose con las suyas propias, y el llanto de los dos, cuyo eco no cesaba, invadió la casa. No podía parar de llorar.

Suyi.

¿Qué estaba ocurriendo?

Gerth perdió las fuerzas que le quedaban y Eladien tuvo que sostenerlo para que no cayera al suelo, apoyándolo contra la pared.

- Suyi… Suyi… ¿Por qué… porqué está sucediéndonos esto de nuevo?

- Gerth…

Eladien estaba consolando a Gerth cuando un portazo cortó súbitamente sus llantos. Se giraron a la vez y miraron al final del pasillo, dónde vieron a Doren, que con el rostro sudoroso y emitiendo sonoros jadeos se apoyaba en el umbral de la puerta. El dobladillo de los pantalones que llevaba se veía sucio, con restos de tierra que se le había adherido al enterrar a Nednea.

- Siento daros otra mala noticia. Pero el señor Reckin y la señora Leshan… están muertos.

Los brazos de Gerth, casi inertes por un momento, la abrazaron con más fuerza, transmitiéndole la sorpresa que ella también sentía. Y el desconcierto, claro estaba.

¿Que también estaban…muertos? ¿Qué demonios estaba pasando? Estaba sucediendo todo tan rápido…Si aquello era una enfermedad…debían avisar a todos. Una pregunta hizo que se estremeciera en sus adentros: ¿y si aquella enfermedad…era contagiosa?

Gerth se separó de ella y se internó en la habitación, arrastrando el pie al andar. Fue hasta el armario abierto y de ahí sacó una gruesa manta con la que cubrió el cuerpo de su fallecida esposa.

- Te quiero, Suyi. Siempre lo haré…Te…-. Cayó sobre la cama sin importarle que sus rodillas tocaran aquel charco que se extendía en el suelo, y sentado, lloró con tanta ansia que su rostro enrojeció, creando arrugas alrededor de ojos, boca y nariz.

- Gerth… ¿qué ocurre?-, Doren avanzó hacia ellos con cara de circunstancia, y al llegar a dónde estaba Eladien, al lado de la puerta de la habitación, él también se llevó una mano a la boca, sin duda debido en parte a la sorpresa como a las penetrantes pestilencias que salían del pútrido cadáver de Suyi-, ¿Qué co…? ¿Qué está ocurriendo aquí…? Dios mío…Gerth…lo siento. Suyi…Oh, Dios mío, ¿qué está pasando?

A Eladien le costaba trabajo pensar con claridad debido a lo sucedido…y aquel olor nauseabundo le embotaba la mente…

Tan solo podía pensar en qué podía ser lo que estaba sucediendo. Habían muerto cuatro personas en un plazo de… De menos de un día. ¿Sería aquella enfermedad (¿lo era?) la misma que los había azotado años atrás? Si era contagiosa… ¿Se habría contagiado Suyi la noche anterior, en casa de Nednea? Si era así… ¿qué les pasaría a ellos? ¿Enfermarían también…? Las tres personas que se encontraban allí, incluyéndola a ella, habían estado dos veces en contacto indirecto con un enfermo…

Debían salir de allí.

Doren se acercó a Gerth y lo levantó del suelo, susurrándole palabras de consuelo al oído a las que el marido de Suyi no pareció hacer caso. El recién viudo Gerth.

- Gerth, debemos salir de aquí. No sabemos si… es contagioso. Niwan me ha descrito los cadá… Me ha descrito el estado de Leshan y Reckin y… su estado es el mismo. No sabemos cuál es la causa, así que mientras la desconozcamos, lo mejor será no exponernos, vamos.

Eladien se sorprendió al oír de boca de Doren lo que ella misma estaba pensando y cuando Gerth y el alcalde pasaron por su lado, los siguió en silencio, deseosa de alejarse de aquel lugar cuanto antes.

Silune Léryani avanzaba presurosa por los corredores del Castillo de Áldruvein y las brillantes baldosas del suelo pasaban veloces bajo sus pies, convirtiendo su reflejo en algo borroso y fugaz. Se dirigía a los aposentos del príncipe Nenfaún y en las manos llevaba con mucho cuidado una bandeja metálica repleta de fruta, una jarra de leche, tostadas, zumo de naranja, mermelada y cubiertos, además de una deliciosa mantequilla que se hacía en el mismísimo castillo.

Todo un suculento almuerzo para el príncipe heredero de Áldruvein. El pensamiento de que, si no fuese por aquella mujer, Eladien, el príncipe estaría muerto… la heló por enésima vez.

Silune no habría podido soportar el ver tristes a los reyes de Áldruvein, no a las personas que de joven, cuando sus padres habían muerto, le habían dado trabajo y cobijo. De aquello hacía ya muchos años, y Silune había pasado de dormir en una simple habitación a descansar en una gran y lujosa alcoba. Durante todos los años que había pasado en el castillo ella misma había sido la instructora de las doncellas que habían ido llegando, y había pasado a ser jefa de todas ellas, ganándose así un buen renombre entre la corte.

Pasó ante varios tapices y estatuas erigidas en honor a antiguos personajes, pero no les prestó ni una sola mirada. Tenía demasiado trabajo para hacer ese día: debido a la milagrosa recuperación del príncipe Nenfaún, ese día habría una gran fiesta en la corte del castillo. Y ella, como siempre, era la encargada de que todo estuviera en orden. Repasó mentalmente la lista de tareas que tenía encomendadas y cayó en la cuenta de que si no se afanaba, no llegaría a tiempo.

Aumentó el ritmo de sus pasos, subió por unas escaleras situadas junto a una intersección y al llegar al piso de arriba, continuó ascendiendo por otras de caracol. Estaba en la torre Este y casi en la cima de esta, se encontraban los aposentos de Nenfaún. Le dolía la espalda y tenía agujetas en los gemelos, pero aun así no aflojó el paso. Se iba haciendo mayor, eso era algo que no podía remediar…pero no por ello debía quedarse en su habitación haciendo punto…

Eso no estaba hecho para ella. Le gustaba vivir la vida y trabajar, sentirse útil. Y trabajar para aquella familia era muy agradable.

Aún no había llegado a la cima cuando por una de las ventanas pasó volando un gran pájaro negro de cresta roja y largas plumas traseras. Silune se asomó por la diminuta obertura de medio punto y observó como la gran ave se posaba en la torre Oeste, con la cabeza alzada, mirando fijamente algo que debería quedar entre las cuatro torres. Silune estaba segura de no haber visto en su vida un pájaro de tal tamaño y se preguntó mientras seguía subiendo que tipo de especie sería.

Llegó arriba jadeando y con varias gotas de sudor perlándole la frente y las mejillas, pero sonrió orgullosa al ver que no se había caído nada de lo que llevaba en la bandeja. Le gustaba ver que, aunque era mayor, seguía manteniéndose bien.

Las escaleras terminaban en una gran puerta negra en el centro de la cual colgaba un gran picador de oro, este con forma de águila. Puso una mano bajo la bandeja, manteniéndola en equilibrio, y con la otra picó en la puerta, resonando el eco metálico en el cerrado recinto, perdiéndose por las escaleras de caracol. Esperó la respuesta, pero esta no llegó. Tan solo se oía el sonido de su propia respiración, agitada debido al cansancio. Aguardó unos segundos y picó de nuevo, golpeando la cara del águila con una arandela del mismo material, pero de nuevo, no hubo respuesta.

El príncipe Nenfaún no era muy conocido entre las sirvientas por sus ganas de madrugar, pero normalmente solía estar despierto a esas horas. Picó de nuevo. Otra vez. Y nada. Aquel muchacho… Silune esperaba que cuando le tocase asumir el mando de Áldruvein no siguiese esa rutina tan vaga… Al final, decidida a seguir con sus obligaciones, que no eran pocas ese día, agarró el tirador de la puerta y la abrió un poco.

Un fuerte y hediondo olor salió de la habitación en penumbras, invadiendo su sentido del olfato y haciendo que arrugara la nariz.

El agua caliente envolvía el cuerpo de Érien y la capa de espuma cubría toda la superficie del agua, creando pequeñas y grandes burbujas que Érien sopló, haciendo que reventaran. Se pasó el jabón por los brazos y piernas y metió la cabeza bajo el agua, aguantando la respiración todo lo que pudo. El vestido de luto que había llevado para el funeral de Nednea estaba puesto sobre un taburete azul, junto con su ropa interior y en el otro taburete la esperaban prendas limpias, estas de cualquier color excepto negro. Se había encargado de que fuera así al elegirla. Sacó la cabeza del agua y estuvo un buen rato en la bañera, pensando en todo lo acontecido. ¿Qué le había ocurrido a Nednea? Sin duda no se trataba de algo…normal.

Pero nadie le quería contar nada. Ni siquiera Eladien. Cuando ella le había preguntado, Eladien le había respondido con evasivas. ¿Por qué seguían tratándola como a una niña? Ya había crecido, y tenía derecho a saber las cosas, sobre todo si tenían relación con un conocido… Érien sabía perfectamente los motivos de aquello, pero no por ello le gustaba no estar informada. No era tan delicada como todos pensaban. Se consideraba mucho más adulta que las demás niñas de su edad, pero seguían viéndola como a una niña.

Salió de la bañera toda arrugada, cogió la toalla y se secó el pelo, poniendo la cabeza gacha para dejarlo caer hacia abajo. Se miró en el espejo y se vio a sí misma devolviéndose la mirada desde unos ojos enrojecidos por las veces que había llorado a lo largo del día. No lo había podido evitar…todo aquello la ponía triste. Nednea había cuidado de ellas cuando sus padres habían muerto… y ahora, ella se había marchado también. Suerte que tenía a Eladien… No sabía que podría hacer sin ella. Sin sus cuidados, sus abrazos y sonrisas. Sin ella…

Érien sabía que se marchitaría como una flor en una tierra sin abono, estaba convencida de que no crecería más.

¿Qué le pasaba esa vez a la señora Suyi? Gerth parecía sumamente preocupado cuando le había pedido a Eladien que fuera con él… Esperaba que no fuera nada malo…Nash’sera ya había tenido suficiente con la muerte de Nednea. Todos aquellos rostros pesarosos… Todas aquellas lágrimas derramadas por la anciana…habían hecho mella en lo más profundo de Érien, recordándole el dolor de perder a un ser querido.

Acabó de secarse sin prisas y se vistió con el sencillo vestido blanco que había dejado preparado en el taburete. Era de escote alto, como todos los que tenía y de mangas a tres cuartos, por lo que los brazos le quedaban al descubierto desde los codos. Bajó al piso inferior con la toalla aún en el pelo y al llegar a la cocina miró por la ventana; el sol hacía rato que había pasado del cénit…Estaba preocupada.

La última vez que Eladien había tardado tanto, al volver la había informado de que Nednea estaba muerta.

Levantó un poco la tapa de la olla y las aletas de su nariz se abrieron varias veces al oler el aroma del caldo que salía de esta. Ya hacía rato que había hecho la comida, pero aún permanecía caliente, aunque si Eladien tardaba mucho más… No bien había pensado aquello, que la puerta principal de casa se cerró de golpe, anunciándole que Eladien estaba de vuelta. Salió al pasillo y allí se encontró a Eladien, apoyada en la puerta, con el pelo mojado y vestida con un simple vestido blanco que no llevaba al salir de casa.

Se acercó a ella lentamente, pensando en qué podría haber pasado para que volviera casi desnuda y con esa cara, pero su hermana, antes de que Érien abriera la boca para preguntar, alargó un brazo para mantenerla a distancia.

- ¿Qué ocurre, hermana?

La respuesta de Eladien fueron más sollozos. Sollozos que rasgaron a Érien de una forma que pensaba jamás volvería a sentir. No había vuelto a ver a Eladien así desde la muerte de sus padres. Eladien siempre se había mostrado fuerte desde ese día. Nunca había mostrado debilidad. Había permanecido fuerte por ella. Eso era algo que Érien sabía con absoluta certeza. Y ella había intentado hacer lo mismo…El miedo atenazó su estómago en un momento.

Algo realmente malo debía haber sucedido para que Eladien tirara abajo todos sus muros…

El sol había acabado su diario recorrido por el cielo, ahora encapotado por las negras nubes que habían avistado a lo lejos en el funeral, y la luna era ahora quién presidía la escena, escudriñando la tierra desde su imponente altura, ajena a todo lo que acaecía bajo ella.

Eladien, cuyas ropas habían quemado junto con las del resto de presentes en ambas muertes, salió del baño y entró en su habitación con solo la toalla cubriendo su cuerpo. Dejó el vestido negro sobre la cama y lo cambió por uno verde oscuro de encaje cuyo escote dejaba a la vista el inicio de sus abultados senos. Se puso las enaguas, estas de un marrón un pelín claro (tuvo que rebuscar un buen rato hasta encontrar unas que no fueran negras) y cuando ya estuvo vestida, se plantó frente al espejo, contemplándose en él.

El cabello, mojado, le caía escaladamente por hombros y espalda y sus ojos, ya no tan rojos como un rato atrás, pasaron varias veces por el colgante que, depositado en su tocador, se reflejaba en la reflectante superficie. El colgante que el príncipe Yúrial le había regalado…

El príncipe Yúrial… Seguro que en esos momentos disfrutaba de lo lindo en el castillo de Áldruvein, sin ser consciente de los males que padecían los habitantes de Nash’sera en ese mismo instante. Seguramente, él no conocía a todas esas personas de las que decía que se preocupaba. Ni siquiera debía de conocer a todos los individuos por los que decía que sufría. No como ellos. En Nash’sera todos se conocían.

Sabían de cada matrimonio, de cada nacimiento, cada ruptura y fallecimiento. Se alegraban de cada buena noticia como buenos vecinos que eran y también sufrían por los demás…

Se calzó los zapatos que tenía para estar por casa y bajó al comedor, decidida a no volver a caer presa del llanto delante de Érien. Si ella no era fuerte por Érien… ¿quién lo sería? Tenía que ser su pilar, debía ser su soporte. Aunque ello significara ser de piedra por fuera.

Entró en el comedor prometiéndose a sí misma que de ahora en adelante, tendría un férreo control sobre sus emociones cuando estuviera con Érien, y al sentarse en el sofá, a su lado, la miró de reojo. Érien estaba leyendo “Coreón” y daba la impresión de estar muy concentrada en la lectura, pero Eladien estaba convencida de que lo hacía para alejarse de la realidad, así que decidió hacer lo mismo. Cogió de la mesa “Los diez corceles” y se arrellanó en el sofá, dispuesta a empaparse con la historia narrada en esas páginas, decidida a olvidarse de todo, aunque solo fuera por un rato.

Era algo que necesitaba sino quería acabar loca. Si no quería ser consumida por la aplastante y perturbadora realidad.

Sin embargo, las horas pasaron y Eladien, lejos de haber leído mucho, iba aún por la misma página. Las palabras y frases se juntaban en el papel formando manchones negros que Eladien no lograba descifrar.

Le estaba entrando sueño…

En cuanto abrió los ojos y miró alrededor, supo que aquel sueño era completamente distinto a los demás.

A simple vista todo le pareció igual: la negrura que invadía todo aquello que Eladien no alcanzaba a ver, el silencio que presionaba los ecos nunca extinguidos, y la débil corriente de aire que no tenía procedencia. Todo parecía indicar que no había nada distinto… salvo porque una anciana de cabellos blancos, antaño de otro color y penetrantes ojos azules, vestida con un largo camisón blanco semejante a un pijama, la miraba expectante, de pie frente a la puerta que Eladien siempre veía en sus sueños.

Eladien abrió la boca, atónita, pero no logró articular palabra debido a la impresión.

- Nednea….

Nednea la miró largamente, su camisón siendo mecido por el viento que el cuerpo de Eladien apenas notaba, y sus ojos, de un precioso color azul, se entornaron con ternura al tiempo que esbozaba una agradable sonrisa.

Agradable salvo por que Eladien había visto el cadáver de aquella mujer.

- ¿Cómo…?

- Eladien… No tengo mucho tiempo. Y tú tampoco.

- ¿Cómo que no…?

- Escúchame, Eladien. Tienes que irte lo más rápido que puedas.

¿Había entendido bien? ¿Que se fuera? ¿A dónde en cualquier caso? No entendía que quería decir todo aquello… ¿Por qué soñaba con Nednea? Era aquello… ¿un sueño? ¿O acaso estaba sucediendo en realidad?

- No te entiendo, Nednea. Oh… Lo siento tanto… Yo… Yo lo intenté…

- No hay tiempo para eso, Eladien. Tienes que marcharte. Ya. Si algún día vuelves a ver a Rutgen, dile que le quiero. Y que no se dé prisa en reunirse conmigo.

- Eladien… despierta. Vamos…

No quería despertar… No quería… No…

Sobresaltada, abrió los ojos, y al hacerlo se encontró con el rostro de Érien a tan solo unos centímetros del suyo, mirándola con la preocupación bien visible en su semblante.

- Te has quedado dormida de repente… Me has asustado.

Eladien se tapó la boca para ocultar un bostezo y como siempre que lo hacía, se le humedecieron los ojos. Había vuelto a dormirse… Miró a Érien y le sonrió para tranquilizarla, algo que pareció no lograr.

- No es nada. Simplemente he caído dormida… Últimamente no duermo bien. Tranquila.

Érien, tras examinar su cara minuciosamente en busca de algún síntoma de cansancio o debilidad, volvió a sentarse en el sofá, con el libro en su regazo y la vista fija en este, aunque Eladien podía ver como de tanto en tanto, la miraba de reojo.

Eladien buscó el libro que estaba leyendo y lo encontró en el suelo, bajo la mesa de superficie de cristal. Se agachó para cogerlo y al levantarse, observó cómo, en la pared del comedor, danzaba un resplandor anaranjado. Miró alrededor, buscando una posible fuente para aquello, pero no encontró nada en el comedor que lo pudiera producir, así que extrañada, se levantó del sofá para después asomarse por la ventana que daba al exterior, al jardín de casa.

Cuando miró hacia fuera su corazón latió a tanta velocidad que Eladien notó como la sangre bombeaba desenfrenada por sus venas, como su pulso aumentaba hasta semejar un redoble de tambores. Sus ojos no daban crédito a la situación aun cuando la escena no podía ser más clara.

Le gustara o no, había encontrado el origen del fulgor anaranjado.

Amparadas bajo la madre noche e iluminadas por la blanquecina luna, desplegadas en su jardín y por todo el perímetro de su casa, decenas de personas sostenían antorchas prendidas en sus manos, y todas ellas, desde la primera a la última, observaban la ventana por la que ella se hallaba asomada. Eladien reconoció el rostro de muchos de los que allí se hallaban. Eran sus vecinos de Nash’sera; o casi todos ellos, pues había un par de rostros que no pudo reconocer.

Aunque, en cualquier caso, las múltiples llamas le indicaban que no eran pocos.

Sus caras…

Un escalofrío recorrió su cuerpo al fijarse bien en la expresión de los lugareños: en la mayoría de ellos vio pura furia, una furia que no entendía, pero también distinguió temor, lo que la dejó más conmocionada aún. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué hacían todos allí? Se fijó mejor en las manos de sus vecinos, y con sumo terror, comprobó que portaban afilados cuchillos y destrales de sospechosas formas y tamaños.

¿Qué…?

Un murmullo salió de la multitud y, lentamente, demasiado para Eladien debido a la tensión acumulada en tan solo unos instantes, los que estaban en las filas de delante se fueron apartando para dejar que otra persona se adelantara al grupo.

Doren, el alcalde de Nash’sera, salió de entre la muchedumbre.

En sus manos, además de la tea que portaban todos, llevaba también un afilado y largo cuchillo que destelló con las titilantes ascuas. Su cara estaba… Su rostro. Tan solo se reflejaba rabia en él. Al igual que en sus ojos, que fulgurantes, miraban en dirección a Eladien.

- ¡Eladien! ¡¿Creías que te saldrías con la tuya sin que nos diéramos cuenta?!

Eladien se quedó paralizada, mirando aquello que sus ojos se negaban a entender.

¿Qué…? Érien se puso a su lado, miró por la ventana y en cuanto lo hubo hecho, su mano agarró la de Eladien, tan sudorosa como las suyas. A su hermana pequeña le temblaron las manos, y Eladien tuvo que controlarse mucho para que no le temblaran también.

- ¿Qué… qué está pasando Eladien? ¿Qué les pasa?

- No… No lo sé, Érien. No tengo ni idea.

Eladien estaba asustada, tanto que se medio abrazó a Érien pasándole un brazo por la espalda, sin dejar de mirar un solo instante por la ventana. ¿Qué si creía que… qué?

¿Qué demonios les pasaba?

Doren levantó el brazo y puso en alto el cuchillo, en dirección a la ventana. Los pueblerinos intercambiaron palabras entre ellos, pero Eladien no consiguió escuchar de que hablaban. Érien le agarró la mano más fuerte, transmitiéndole el miedo que ella también sentía.

- ¿De verdad pensabas que no nos daríamos cuenta?

Doren habló a gritos, tan alto que se le desgarró la voz, pero no por ello dejó de hablar. Y los demás tampoco. Todos miraban hacia la ventana, con las teas bien alzadas, creando sombras imprecisas sobre sus caras.

- Vas a pagar por lo que has hecho. Estate segura de eso.

¿Que ella iba a pagar… por qué? Ella no había hecho nada malo. Estaba convencida. Ella no… Se abrazó más a Érien, tanto que notó su respiración en la cara y los latidos de su corazón, tan alocado como el suyo.

- Te creíste muy lista, ¿verdad? Primero Nednea, luego Suyi… Reckin y Leshan… ¡y ahora mi hija! ¡¿Acaso pensaste por un solo momento, que nadie ataría los cabos?!

Eladien se quedó de piedra. ¿Hinna también había muerto…?

Tan solo era una niña.

¿Cómo era eso posible…? Aquello era el demasiado… Aquello era… ¿Acaso creían de verdad, que ella les había hecho algo? Entonces, súbitamente, cayó en la cuenta de una cosa: ella había sanado a todas las personas que ahora estaban muertas. Ella les había dado el Toque de Eithenalle. Les había ayudado, no… matado.

¿Qué les ocurría? ¿Cómo podían pensar eso de ella? La conocían desde niña, conocían a sus padres, a su abuela…

Aquello no podía estar sucediendo.

Era algo irreal.

- Eladien… Tengo miedo.

Érien habló en un quedo susurro que se clavó en Eladien como si de un puñal se tratara. Cogió sus dos hombros y la abrazó otra vez, con la vista fija en la ventana para no perderse detalle de lo que acaecía en el exterior.

- No pasará nada, Érien. Estoy contigo. No nos va a pasar nada. No te va a pasar nada. Te lo prometo.

Érien la miró con los ojos desorbitados, con el terror haciéndose eco en su mirada.

- ¡Bruja!

- ¡Es una bruja!

- ¡Nos ha maldecido!

Eladien miró por la ventana justo a tiempo para ver cómo, rebullendo como una colmena de abejas alentada por una reina en plena crisis nerviosa, todos gritaban y levantaban las armas que llevaban en las manos, desde aradores de tierra a rastrillos, cuchillos pequeños e incluso de carnicero, palos de madera y hierro, además de largos bastones, algunos rematados con clavos y demás cosas punzantes.

Aquello no le gustaba en absoluto. No entendía que les ocurría a sus ahora potencialmente maníacos vecinos: pero sabía perfectamente que su hermana y ella debían abandonar la casa como fuera.

De no ser así, estarían perdidas.

- Contaré hasta cinco antes de que entremos a buscarte. Y te aseguro que será mejor que salgas antes de que lo hagamos. Si nos haces entrar, te haremos sentir la pérdida… ¡en tus propias carnes!

- ¡Bruja!-, Los campesinos y ganaderos que durante tantos años Eladien había considerado compañeros suyos, gritaron a la vez, repitiendo todos la misma palabra, una y otra vez, más alto y desafinado a cada reiteración-, Bruja. ¡Bruja! ¡BRUJA!

Eladien emitió un grito ahogado cuando cayó en la cuenta de que Doren, con una maquiavélica sonrisa que desfiguraba su semblante, ya no la miraba a ella.

Sino a Érien.