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Eladien [ESPAÑOL]
Capítulo III: Seremos uno

Capítulo III: Seremos uno

CAPÍTULO III: SEREMOS UNO

Eladien miró alrededor, desesperada, moviendo la cabeza en todas las direcciones en que era capaz teniendo en cuenta que no podía mover su cuerpo de cuello para abajo. Mirara a dónde mirara solo veía oscuridad, una oscuridad tan codiciosa que parecía querer tragarla a ella también. Tenía miedo y la terrible sensación de claustrofobia no desaparecía, sino que se limitaba a aumentar a cada infructuoso intento que hacía por mover su inmovilizado cuerpo.

No se oía nada, ni el más mínimo ruido que indicara que allí había otra forma de vida además de ella misma, algo que le hiciera saber que no estaba sola. El corazón le latía muy deprisa, tanto que se preguntó cuánto duraría en ese estado de ansiedad y notaba como la sangre se aglomeraba en sus sienes, palpitando cual martillo que golpeaba su cabeza sin tregua.

Aquel lugar le resultaba familiar…pero en aquellos momentos, con su mente trabajando a toda prisa para buscar una salida, no fue capaz de saber por qué. Hasta que con un silbido que fue ganando intensidad poco a poco, una estela de luz violeta comenzó a dibujar un cuadrado en medio de aquel firmamento libre de estrellas. Al finalizar aquel punto de luz su recorrido, dejó a la vista una gran e imperiosa puerta de dos hojas que se abrió de par en par con un fuerte chirrido, mostrando a través de ella una sala de profusos grabados en azul intenso y oro, en el interior de la cual danzaba un brillante remolino de vivos colores, cada color determinado por un gran y fluido tentáculo que se agitaba al entrar en contacto con sus congéneres.

El remolino, tras sacudirse de cabo a rabo, aunque Eladien no sabía dónde empezaba o acababa, se separó en cuatro tentáculos de vivos colores que traspasaron el umbral de la puerta, flotando en la negrura para dirigirse hacia ella y rodearla, todos suspendidos horizontalmente mientras su brillo aumentaba de intensidad paulatinamente.

" Bienvenida de nuevo, Moih’voir. Recuerda bien esto… Desde ahora, seremos uno…"

Y tras esas palabras, todos se zambulleron en su interior, penetrando su piel sin dejar ninguna marca visible, aunque su interior, gritó de dolor a más no poder.

19 de mayo

- Eladien…despierta… Te he traído el desayuno.

Eladien despertó sobresaltada, con los músculos rígidos y sudando a mares. La mano de Érien estaba apoyada en su hombro derecho, sin duda apunto de mecerla para que se despertara, pero al ver que Eladien ya estaba despierta la retiró suave y lentamente, dedicándole una cálida sonrisa que se reflejó en toda su cara, marcando sus hoyuelos. A pesar de que los rayos del sol apenas entraban por la ventana, anunciando que aún estaba amaneciendo, Érien no parecía en nada dormida, por lo que supuso qué, o no había dormido, o que se había levantado pronto para prepararle todo lo que reposaba sobre una gran bandeja de madera que había apoyada en su mesita de noche. El aroma de tostadas recién hechas y zumo de naranja llegó inmediatamente a su nariz, abriéndole el apetito de tal forma que se hasta la misma Eladien se sorprendió.

La bandeja estaba atestada de comida: desde pequeños panecillos a suculentas manzanas rojas, recipientes con mermelada de fresa y melocotón, tostadas recién hechas, queso y una gran jarra de cristal llena de leche junto con dos vasos y un par de cuchillos planos que usaban para untar mantequilla.

- Buenos días, Érien…-, Eladien se incorporó en la cama bajo la atenta mirada de Érien, según pensó Eladien, buscando el menor atisbo de debilidad en ella. Pero se encontraba más o menos bien, dejando a un lado los cansados músculos y el palpitar que sentía en ambas sienes. Durante unos instantes se quedó quieta y callada, ensimismada en sus pensamientos, exactamente en lo sucedido la noche anterior, con lo que volvió su dolor de cabeza. Nednea… Eladen se preguntó como estaría-, Érien…yo…

El aturdimiento se apoderó de ella al pensar en el festival de las tormentas, al recordar a Nednea en el suelo, ahogándose, pero lo que más la desorientaba era lo que ella había hecho, el modo en que al sujetar las manos de la anciana había sido capaz de notar su cuerpo, su estado de ánimo, su dolor. Y su gloria, claro está, cuando aquel flujo de energía vital había pasado de Eladien a Nednea. Cómo su cuerpo había tratado de absorber toda la energía de la que era capaz, dejando a Eladien débil y temblorosa aún cuando había cortado la “conexión”.

- Érien, cariño. Lo siento mucho si te asusté… Yo… no…

Érien, sin mediar palabra, puso su dedo índice sobre sus propios labios y cogió una gran tostada que cubrió de mermelada de melocotón tras untarla de mantequilla. Eladien, un poco más despierta e incorporada del todo en la cama la cogió y la engulló rápidamente, tratando de rellenar el gran vacío que había en su estómago, el cual clamaba por comida a base de graves rugidos. Realmente, no había tenido tanta hambre en toda su vida. Se preguntó si Érien se sentiría así cada día, ya que sus ataques de gula no parecían tener tregua aún en un cuerpo tan pequeño.

- Tranquila, hermana-, Érien posó su mano sobre uno de los hombros de Eladien, trasmitiendo afecto y tranquilidad con el suave tacto de su piel-, No tienes que decirme nada. La señora Nednea está bien-, Eladien no podía hacer más que mirarla de hito en hito, pues la pequeña esperanza de que solo hubiese sido un sueño acababa de desvanecerse del mismo modo en que había estado a punto de hacerlo la vida en el cuerpo de Nednea. Todo había sido real. Tan real como… Eithenalle al aparecérsele en medio de una pila de troncos mojados por un aguacero-, Todos están asombrados y estoy segura de que ahora mismo en el pueblo no se habla de otra cosa… Pero lo importante es que ayudaste a Nednea. Está viva, Eladien. Eso es lo que cuenta. Yo no necesito saber más, hermana.

Y sin darle tiempo a apartar la gran tostada que se había llevado a la boca, Érien se echó encima suyo y la abrazó con fuerza, aplastando la sobrecargada tostada entre el pecho de las dos, pero aquello no pareció importarle a ninguna. Eladien tan solo quería sentir el reconocido abrazo de su hermana pequeña, tan seguro y cálido cómo siempre.

- Érien… No…no tengo ni la más remota de qué es lo que pasó… simplemente, lo hice. Pero sin saber cómo ni por qué…-, Se paró a media frase, planteándose la posibilidad de contarle lo sucedido con Eithenalle a Érien ( ya no estaba tan segura de que fuera un sueño), pero tras varios segundos de profunda reflexión, decidió dejarlo para otro momento. Cuando no le doliera tanto la cabeza-, Pero me alegro mucho de que Nednea esté bien. Ha sido tan buena con nosotras…

Érien se levantó grácilmente de la cama y abrió las cortinas de par en par, dejando entrar los contados rayos de sol que se abrían paso sobre las cumbres de las montañas, iluminando así la habitación. Eladien también se levantó de la cama y se plantó junto a Érien, ambas frente a la ventana, contemplando el precioso amanecer que se abría paso diariamente, relegando a la luna a un segundo plano. Desde dónde estaban se vislumbraban las montañas del este y el oeste, por dónde el sol salía en esos momentos, y una parte de las colinas que casi rodeaban Nash’sera, cubiertas de pequeñas arboledas y de abundantes matorrales de varios colores, además del gran lago Móredy, que se recortaba en la distancia, arrancándole destellos dorados al sol en la superficie de sus cristalinas aguas, cuyas orillas se hallaban rodeadas por un espeso círculo de árboles que se podría considerar un bosque poco abundante, sobre el cuál pasaba planeando una bandada de aves de vivos colores, todas desentonando con la fría, oscura y dura piedra de la que estaba construido Áldruvein, el Castillo del Reino del cual recibía el nombre, el Reino de Áldruvein.

Era una fortificación formada por cuatro grandes y robustas torres que se alzaban unos doscientos metros por encima del nivel de suelo, todas coronadas con amplias banderas rojas que al ondear mostraban el bordado de un águila cogiendo su presa en la superficie del lago Móredy. Cuatro pasarelas unían las torres, todas comunicadas entre sí y en los pies de la muralla se abría un foso de unos veinte metros de ancho que impedía el acceso al castillo a no ser que la pasarela que estaba sujeta con dos resistentes cadenas estuviese bajada. En su interior vivía el rey Lithnear, quién llevaba ya al cargo más de cincuenta años y toda la familia del rey residía allí, incomunicados de los plebeyos y del mundo exterior; únicamente salían del castillo los guardias que se encargaban de suministrar alimentos cuando escaseaban y cuando no, los que tenían la obligación de pedir los impuestos cuando los pueblerinos se retrasaban en pagarlos.

Y aquello, últimamente ocurría muy a menudo debido a subida de impuestos que se había establecido dos meses atrás, obligando a muchos granjeros y agricultores a vender parte de sus tierras para solventar sus deudas. Sin embargo, no siempre había sido así en Nash’sera. Cuando Eladien era una niña no existían los impuestos, cada uno cocinaba lo que tenía y vivían del intercambio equivalente entre ellos, pero aquello había durado hasta más o menos el nacimiento de Érien.

- Escucha, Eladien-, Eladien, embobada con la belleza del paisaje casi había olvidado que no estaba sola, por lo que Érien tuvo que agarrarla del brazo para sacarla del ensimismamiento-, Hoy quiero que te quedes en casa-, Eladien abrió la boca para contestar, pero Érien se le adelantó puesta en jarras, con ambas manos en la cintura, clavando la pose de su madre cuando se disponía a regañarlas-, No me importa lo que digas ahora o lo que vayas a decir. Ayer te desmayaste y tuvimos que traerte a casa entre Honth y yo… Dice que estás bien, que fue un simple desmayo, pero también dijo que será mejor que hagas algo de reposo, por si acaso.

- Érien, no…

- Hoy me encargaré yo de todo. Estate tranquila, Eladien-, Pasó ambos brazos por la espalda de Eladien y la abrazó de nuevo, estrechándola tanto que sintió una punzada en las costillas-, Dentro de un rato iré a pedir ayuda para arreglar el tejado del granero…pero antes he de moler un poco de trigo. Casi no nos queda.

Eladien estaba pasmada, escuchando como su hermana pequeña estaba decidida a hacerse cargo de todas las obligaciones por un día, y no pudo evitar emocionarse. Era tan lista y madura para lo pequeña que era. Así que decidió que era mejor ceder. Tampoco le vendría mal descansar un poco…

- Está bien, hermanita. Muchas gracias por preocuparte por mí… Te quiero mucho.

Érien le respondió aumentando la intensidad de su abrazo y escondiendo la cabeza en el pecho de Eladien, quedando su cabeza justo bajo la barbilla de su hermana mayor.

- Pero antes…-, Érien, sonriente, se encaminó rápidamente hacia la bandeja llena de comida y tras lanzarle una divertida mirada, engulló varias tostadas en un santiamén, turnando cada dos o tres bocados con un sorbo de leche-, Estoy hambrienta… Con lo de ayer apenas cené…

Eladien se sentó al lado de Érien, en los pies de la cama y ambas almorzaron juntas allí, en la habitación, tal y como hacían de pequeñas, cuando preparaban el desayuno a sus padres y se lo llevaban a su dormitorio.

- Por cierto… ¿qué tal anoche con Jerdse?

Al pronunciar aquel nombre el rubor tiñó de inmediato las mejillas de Érien, dejándolas tan coloradas como si se hubiese pasado un día entero al sol, aunque también podía deberse a que se había atragantado con una rebanada de pan, ya que inmediatamente empezó a toser, bebió un par de sorbos de leche y luego la miró ceñuda, colorada hasta las cejas.

- Bien… mal. Normal… Bueno, voy al granero a moler el trigo…-, Añadió como para cambiar de tema-, Luego saldré al huerto para coger unas cuantas verduras e iré al pueblo a comprar pan y carne. Descansa cuanto puedas, hermana-. Su hermana pequeña le plantó un beso en la mejilla y salió de la habitación con la melena meciéndose a su espalda, dejando a Eladien completamente a solas.

Se tumbó de nuevo en la cama, pero no para dormir, sino para descansar, boca arriba y con los ojos abiertos, mirando el exterior a través de la ventana, observando maravillada el precioso cielo azul que anunciaba un día soleado. Un pájaro de color blanco con pequeños clareados rojos en las plumas pasó volando por delante de la ventana y se posó en el marco de esta, canturreando alegremente mientras sus diminutos ojos negros miraban en su dirección. El canto del pájaro tuvo como respuesta el piar de muchos otros cercanos a la casa, algunos graves y otros agudos, pero todos compaginados en una melodía preciosa que hizo encoger el corazón de Eladien. Era una melodía melancólica, triste y a la vez alegre, pero, sobre todo, reconfortante, una canción tan perfecta y tan compaginada que daba la impresión de tener una letra que cantar, y de repente, una dulce y fina voz, habló en su cabeza, o, mejor dicho, cantó en su cabeza.

Sobre las aguas

bailan sin cesar,

danzan a un ritmo

que no pueden parar.

Bajo las aguas

nadan con pesar,

surcan a un compás

esperando a los demás.

Aquí en los cielos

volamos con libertad,

escuchamos el viento

duradero como la eternidad.

Allí en las aguas,

nadan sin libertad,

ignorando la llamada

de quien les permite allí morar.

El pájaro se marchó volando en cuanto hubo acabado la canción, aleteando hacia el horizonte, alejándose y alejándose hasta pasar por encima del lago Móredy, dónde se internó, camuflándose entre los pequeños grupos de árboles que lo rodeaban, dejando a Eladien con la boca abierta de sorpresa y conmoción.

O bien se estaba volviendo loca o…aquel pájaro había estado cantando en el alféizar de su ventana. Demasiados acontecimientos raros en tan corto intervalo de tiempo…

Estaba segura de que, si aquello seguía así, terminaría por volverse loca. Sin embargo, se volvió a tumbar en la cama, con la vista fija en el techo e ignorando todo cuando pasaba por la ventana, ya fueran pájaros, mariposas o lo que fuere que pasase. Que cantaran todos si les venía en gana…

Se sentía tan…rara. Desde que había…visto, a su abuela Eithenalle el día de su vigésimo cuarto aniversario que no paraban de sucederle cosas extrañas…

Eithenalle le había dicho que ella poseía… Dones.

Dones especiales que serían un reflejo de su propia esencia. Se preguntó si lo ocurrido la noche anterior no tendría nada que ver con aquello…pues indudablemente, había salvado a Nednea de una muerte que parecía irrevocable. Pero el precio que había estado a punto de pagar no le hacía gracia en absoluto. ¿Qué habría ocurrido si no hubiese cortado a tiempo el flujo que las unía? ¿Habría el cuerpo de Nednea, absorbido toda la energía vital de Eladien, dejándola débil y seca? Porque así era como se había sentido la noche anterior, cuando aquel punto de luz en el pecho de Nednea había tratado de tragar todo cuanto podía. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, pero no debido al frío aire que entraba por la obertura en la pared, sino por puro miedo a lo que había hecho. Por el terror que le ocasionaba saber que podía hacer algo que no entendía. Algo que no se sentía capaz de explicar por el simple hecho de que no había nada que explicar.

Era algo…personal.

Había sido capaz de notar el cuerpo de Nednea como si fuera el suyo propio… Había notado como palpitaba su corazón, como sus pulmones luchaban por coger aire, como los poros de su piel se abrían para traspirar en medio de un ataque de ansiedad…

Y entonces, recordó algo que Nednea había dicho antes de que Eladien perdiera el conocimiento.

Su abuela Eithenalle también hacía… ¿qué? ¿Curar a la gente? Su abuela había sido curandera, sí, pero… ¿Y si… Eithenalle usaba sus dones camuflándolos bajo sus habilidades de curandera y hierbas medicinales? ¿Estaría Nednea refiriéndose a eso? ¿A qué su abuela curaba a la gente de la misma manera que ella lo había hecho con la anciana, cogiéndole las manos y pasándole energía vital para solventar sus enfermedades? Tenía tantas preguntas…y nadie que las pudiera contestar. Se pasó horas en la cama, mirando el techo color crema, casi esperando ver como la lisa superficie se retorcía para formar de nuevo el rostro de su abuela, pero aquello no ocurrió.

Estuvo pensando un rato más en su abuela y en lo acontecido dos noches atrás, cuando había “despertado” en aquel lugar oscuro, dónde una puerta había aparecido de la nada y al abrirse les había dado rienda suelta a sus dones, a su poder para canalizarlos. Unos dones que se suponía eran un reflejo de su alma, de sus deseos más profundos. Sus deseos… Entonces… ¿cuáles eran sus dones? Porque sus deseos más fervientes, lo que siempre había anhelado a causa de la muerte de sus padres, era ayudar a la gente. Impedir que alguien muriera de nuevo.

Siempre había soñado con Érien enfermando, alejándose de ella al igual que sus padres y su abuela, y cada vez que se levantaba del sueño, tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío, además de temblores que la sacudían por igual. Y en cada una de esas ocasiones, lamentaba el no tener conocimientos para impedir que aquellos fatídicos sueños se convirtieran algún día en realidad.

¿Sería lo sucedido con Nednea, pues, obra de sus más íntimos deseos, instigados por sus miedos interiores?

¿Tenía Eladien entonces, el don de curar a la gente, al igual que su abuela? Eithenalle era la antigua curandera de Nash’sera y todos decían que manos eran…mágicas, ya que la enfermedad abandonaba a los afectados en solo unos instantes, tal como Eladien había hecho con Nednea.

Desvió la vista hacia la ventana y contempló distraída como un gran pájaro de negras alas y largo pico trataba de darle caza al precioso pajarillo que momentos antes estaba canturreando en la cornisa de su ventana, pero tras unos cuantos intentos fallidos, el pájaro cazador se alejó en el horizonte, volando en círculos, cómo si buscara alguna otra presa a la que poder darle caza. Permaneció observando el trozo de paisaje que atisbaba desde la cama, sintiendo envidia por la libertad de la que gozaban los animales, sin más preocupación que sobrevivir, aunque al recordar aquella gran ave buscando comida, cambió de parecer.

Salió de la cama con movimientos lentos y vacilantes, aún un poco abatida, pero en un momento recorrió el camino que la separaba de la ventana, desde dónde se veía como el sol había avanzado un buen trecho, ya a medio camino de su cénit, tan deslumbrante como si ya estuviera en él. Se asomó un poco más y miró a la izquierda, dónde se alzaba la pequeña casa en la que vivían Rutgen y Nednea; era una casa de un solo piso y con tejado de caballete formado por tejas rojas que brillaban tenuemente con el sol, flanqueada por un precioso jardín verde lleno de flores de varios tonos y colores. Buscó a Rutgen por el jardín, pero no vio señal alguna. Seguramente estarían en casa, con Nednea en la cama, reposando y Rutgen sentado a su lado, cogiéndole la mano para no dejarla sola, pues sin duda, un susto como el que se habían llevado la noche anterior no se olvidaba fácilmente.

Y eso, Eladien lo sabía muy bien. Pobre Rutgen…cada vez que recordaba cómo se contrajo su rostro al ver el estado de Nednea su corazón se encogía llenándola de pesar.

Lentamente, mientras pensaba todavía en lo acaecido, empezó a vestirse, dispuesta a ir a ver a Nednea. Ella era la única persona que a lo mejor (solo a lo mejor, no estaba segura ni ella) entendía algo de lo que le estaba sucediendo. Se puso una sencilla blusa blanca de seda gruesa y una falda verde oscuro con una raja en el costado que dejaba ver las negras enaguas que tapaban sus piernas, se recogió el pelo en la nuca, dejando que este cayera suelto por sus hombros y se calzó las zapatillas que usaba para ir de casa al jardín; no iría muy lejos, así que le parecía una pérdida de tiempo arreglarse mucho para tan corto viaje. Bajó las escaleras sin hacer ruido para no alertar a Érien, pues cuando se le metía algo en la cabeza costaba mucho trabajo que cediera, y Eladien estaba convencida de que, si la veía, trataría de impedir que saliera de casa fuera como fuese.

Pasó ante la cocina y giró la cabeza un momento para ver si Érien se encontraba allí, pero por suerte no lo estaba, así que supuso estaría fuera, en el granero o en el pueblo, comprando la comida, tal como había dicho, pero, de cualquier modo, avanzó rápidamente hacia la puerta que daba al exterior y salió al jardín, dejando atrás los retratos de sus familiares.

El día, tal y como ya había presagiado al ver el amanecer junto con Érien, se levantaba bonito y caluroso, sin rastro alguno de las negras nubes que la última semana habían anunciado rugientes tormentas. Eladien atravesó el jardín absorta en sus pensamientos, sin prestar atención a Depbú, la cual estaba mirándola desde su caseta (ahora de nuevo en pie) mientras movía la cola de un lado para otro. Tras abrir la pequeña puerta de madera que daba al camino que conducía hasta el pueblo, tan solo tuvo que andar un corto recorrido para llegar a la casa de Nednea, que limitaba el camino con una alta valla de madera cuya puerta estaba entreabierta en esos momentos, mostrando el cuidado jardín por el que un camino de piedras grises igual al que había en el jardín de Eladien llevaba directamente a una puerta, entreabierta también, que se recortaba en la pequeña vivienda de paredes blancas.

Sin pensárselo dos veces, entró en el jardín y se plantó ante la puerta de entrada de la casa, dónde se debatió entre picar a la puerta o marcharse por dónde había venido, pues acababa de ocurrírsele la idea de que quizás Rutgen o Nednea quisieran algún tipo de explicación racional por lo ocurrido. Algo que ella no les podía brindar, pues su concepto de racionalidad se había desvanecido en aquella pila de troncos que había hablado con ella en una noche tormentosa. Sin embargo, aún reflexionando sus opciones, alzó una mano y picó dos veces en la puerta.

En fin, para algo había salido de casa. Si había que arrepentirse, ya lo haría más tarde.

Pasaron unos cuantos segundos en los que no escuchó nada, pero al fin, cuando ya estaba planeándose la idea de dar media vuelta y volver a casa para ayudar a Érien (dijera lo que dijese no estaba dispuesta a pasarse todo el día haciendo el gandul), el sonido de unos pasos en el interior del domicilio terminó rápidamente con sus cavilaciones. La puerta se abrió rápidamente y de par en par, dejando ver tras ella un largo pasillo, cuyas paredes estaban llenas de retratos, que parecía bifurcarse en ambas direcciones. Eladien se alegró de sobremanera al ver que había alguien en casa, no obstante, la persona que había acudido para abrir la puerta no era en absoluto quién ella esperaba.

Honth tenía aspecto cansado y sus ojeras se marcaban profundamente, creando dos aparentes cuencas que casi se unían a su aguileña nariz y el pelo le caía sobre la frente de cualquier manera, en gruesos mechones negros que se alzaban en su coronilla, pero lo que más sorprendió a Eladien fue el hecho de que llevaba puesta la misma ropa que la noche anterior, con la diferencia de que ahora mostraba muchas arrugas y que las lazadas del cuello de su camisa blanca estaban del todo abiertas, dejando ver su pecho. Se quedó mirándola desde el umbral, con una mano apoyada en el marco de la puerta y la otra en su cabeza, como si esta le doliera. Sin duda, el aspecto que ofrecía era el de alguien que no había dormido nada en toda la noche.

- Eladien…Buenos días. ¿Cómo te encuentras?-. La voz le sonaba seca y áspera, tal como ocurría cuando uno no dormía o se acababa de levantar, el que suponía era su caso.

Eladien, aún sobrecogida por la sorpresa (aunque no entendía por qué, pues era harto normal que el curandero vigilase el estado Nednea después de lo ocurrido), sintió ganas de correr de vuelta a su casa, de repente asustada por la idea de tener que dar explicaciones sobre lo que había hecho con Nednea. Había ido para ver cómo estaba Nednea y para ver si ella sabía algo de…sus dones, pero la posibilidad de un interrogatorio le revolvía el estómago más que otra cosa en el mundo. En aquellos momentos, aún no se sentía con fuerzas para explicar nada en absoluto. Y se preguntó si algún día lo estaría.

- Buenos días, Honth. Yo me encuentro bien, pero tú pareces muy cansado. ¿Cómo se encuentra la señora Nednea?

En cuanto hubo acabado la frase se arrepintió de haber pronunciado aquel nombre, pues los ojos de Honth se entornaron lo suficiente como para que Eladien lo viera, examinándola con detenimiento, del mismo modo en que un ave de caza vigila a su presa. O tal vez al revés, no lo tenía muy claro. Su mirada simplemente era eso, escrutadora. No tenía nada que ver con…

- Sí, imagino que debo de tener un aspecto lamentable ahora mismo. Pero debía quedarme con la señora Nednea para vigilar su estado de salud-, Se pasó por el pelo la mano que tenía apoyada en la cabeza, echándolo hacia atrás y revelando así su incipiente calvicie-, No podemos fiarnos por el momento, podría empeorar en un instante…Después de todo, ha sido muy rápido…Eladien.

Sí. Definitivamente, su mirada le recordaba a la de un ave de caza.

Pensó rápidamente una respuesta contundente, algo que lograra esquivar el tema de una manera que no fuera drástica, pero no se le ocurría nada. Aún en el caso, ¿qué podía decirle? ¿Qué simplemente, le había cedido un poco de su energía vital? Eso también en el caso de que fuera su energía vital la que las había unido…Eladien estaba segura de una cosa: en aquellos momentos, pagaría lo que hiciera falta para obtener aunque solo fuera una pizca de información perteneciente a sus dones.

Por un poco de ayuda. Por algo.

- Bueno, he venido a ver cómo está Nednea. Estoy segura de que Rutgen debe de estar muy preocupado.

Eladien avanzó un paso, plantando un pie en el umbral de la puerta para que Honth se apartara y así poder pasar, pero el curandero no se movió del sitio, sino que se limitó a mirarla detenidamente.

- Eladien… No quiero ser inoportuno pues… estoy seguro, convencido, de que no es el mejor momento para preguntarte esto, pero…¿podrías explicarme que pasó-, Puso especial énfasis en la última palabra-, ayer? Examiné a Nednea antes de que la tocaras y sin lugar a dudas estaba a punto de morirse-, Eladien se sentía mareada y el tremendo dolor de cabeza amenazaba con machacarla si no dejaba de pensar en aquel tema. Pero ahí estaba, metiéndose en la boca del lobo, dónde todas sus explicaciones serían pocas-, Sus pulmones estaban cerrados, Eladien. No podía coger aire y estaba ahogándose, por no mencionar su corazón. Apenas latía, pero… Después de que tú la tocaras… Mira, Eladien-, Para su sorpresa, Honth la agarró de ambos brazos y con el entrecejo fruncido, miró directamente a sus ojos con determinación-, no sé qué es lo que hiciste, no entiendo cómo es que el cuerpo de Nednea se repuso tan rápido cuando te sentaste junto a ella… Sólo sé que hiciste algo para ayudarla. Y que ahora está viva.

Eladien, estupefacta, no pudo más que permanecer dónde estaba, de pie ante el umbral de la puerta y con un Honth de mirada suplicante cuya expresión rayaba el agotamiento.

- Nednea está viva gracias a ti, solo quería que supieras eso. Pero…me gustaría que, cuando pudieras me… explicaras cómo lo hiciste. No me importaría saber que… método-, Se lo pensó un poco al pronunciar la última palabra, como si estuviera eligiendo con cuidado que palabras usar y cuáles no. ¿Método? ¿Que qué método había usado para salvar a Nednea? No estaba muy segura de que Honth la creyese, aunque ella se lo explicara todo con pelos y señales-, usaste con Nednea. Tengo entendido que tu abuela era una muy hábil curandera-, Su abuela…todo llevaba de vuelta a lo mismo, a Eithenalle. Si tan solo pudiera hablar con ella una vez más…-, Toda persona a la que pregunté cuando llegué aquí para ejercer mi oficio decía lo mismo, que sus manos eran… mágicas. Que con tan solo tocar a sus pacientes y usar alguna que otra hierba, estos se recuperaban en un instante, dejando atrás todo abatimiento o enfermedad.

- Sí, supongo que habré heredado algo de ella… Pasamos muchas tardes juntas y asistí a muchas de sus curaciones. Supongo que aprendí mucho en esas ocasiones-, Eladien sabía muy bien que aquello sonaba un poco estúpido teniendo en cuenta que se lo estaba explicando a una persona que presenció en primera fila lo sucedido en el festival de las tormentas, pero era lo único que se le ocurría en esos momentos. Y más o menos, aquello era verdad. Eladien había asistido a muchas curaciones de Eithenalle cuando era una niña, aunque de ahí, no había aprendido nada en absoluto, ya que en lo único en lo que se podía fijar era en cómo su abuela cogía las manos de los enfermos entre las suyas. Tal y como ella había hecho la noche anterior…-, ahora, si me disculpas…quiero ver cómo está Nednea.

Honth no le había quitado ojo de encima en todo el rato, pero al fin, se apartó de la puerta, invitándola a entrar en la casa, todo ello sin quitarle ojo de encima, y cuando ella estuvo dentro por fin, fue él quien se plantó en el umbral de la puerta, con una chaqueta negra doblada en su brazo.

Se pasó otra vez la mano por el pelo a la par que bostezaba, tapándose la boca con una mano.

- Yo me voy ya. Nednea parece muy estable, así que voy a dormir un rato-, Bostezó de nuevo y sus ojos brillaron a causa de las lágrimas que brotaron en ellos debido al sueño-, Volveré a la tarde, después de comer. Estoy seguro de que se alegraran de verte, Eladien. Hasta luego-, Eladien se despidió de él con un ademán de la mano y le vio alejarse por el jardín, llegar a la calle y girar a la izquierda, andando con su típico aire desgarbado.

Eladien estuvo unos segundos más en el pasillo de la casa, contemplando el jardín de Nednea, hasta que, con un suspiro, cerró la puerta, decidida a no arrepentirse.

Siguió el pasillo hasta el final, dónde giró a la derecha y subió por unas pequeñas escaleras de madera que se abrían a un amplio corredor atestado de cuadros y retratos con varias puertas en ambas paredes y en el final del cual, se veía el exterior gracias a una amplia ventana cuyas cortinas ondeaban ligeramente con el viento. Avanzó despacio hacia la última habitación del pasillo, dónde lo que quedaba de una vela se consumía lentamente en una pequeña lámpara colgada al lado de la puerta, su tenue luz engullida por el resplandor que penetraba desde la abierta ventana, y al entrar en la estancia, de paredes empapeladas en verde claro y con un amplio ventanal que mostraba el continuo ascenso del sol, así como un retazo del lago Móredy, encontró a Nednea postrada en la cama, tumbada boca arriba con Rutgen a su lado, sentado en una silla de respaldo alto y con sus manos entrelazadas con las de su mujer.

La habitación tan solo tenía tres muebles; dos mesitas de noche encima de las cuales titilaba la llama de una vela, una a cada lado de la cama y un gran armario pegado a la pared, todos de madera bien pulida y elaborados contornos, igual que la cama de alta cabecera, en madera también y con taraceados en oro y plata que formaban el dibujo de una gran flor de pétalos abiertos. Al lado de Nednea, en la parte de la cama que ella no ocupaba, había dos cojines blancos, un poco sobrepuestos entre ellos, pero en ambos podía leerse claramente una letra cosida de manera elaborada en la tela: la “R “en uno y la “N” en el otro. Rutgen y Nednea. Y sobre el cabezal de la cama, enmarcado en un marco de oro con profusas incisiones en los cantos, colgaba el retrato de una apuesta mujer de largo cabello oscuro y delicadas piernas vestida de blanco, que, con un ramo de flores en una mano, abrazaba con la otra a un fornido y joven hombre de aspecto risueño que llevaba puesto un traje negro de talle muy exquisito, al igual que el vestido de novia de Nednea, pues estaba claro que se trataba de ellos dos.

Se preguntó cuánto tiempo haría que se conocían, pero sabía que aquella no era una pregunta muy oportuna teniendo en cuenta las circunstancias.

Entró sin hacer ruido para no alarmarles, pero ambos se volvieron enseguida, alertados por el ruido de la madera al crujir bajo los pies de Eladien. En cuanto la vio, Rutgen se levantó de la silla con todo el peso de la edad sobre los hombros, con profundas ojeras y la tez pálida, pero aún sonrió, al igual que Nednea, que pálida también, ataviada con un simple camisón de lino y con el pelo más raído de lo habitual, hizo ademán de bajar de la cama hasta Honth se lo impidió, poniendo su mano en las rodillas de la anciana al tiempo que negaba suavemente con la cabeza.

- Buenos días, Eladien-. Rutgen le indicó con un gesto que tomara asiento en la silla en la que él había estado sentado, pero Eladien declinó el ofrecimiento, quedándose de pie ante la cama de Nednea, quien la miraba sin dejar de sonreír, borrado todo rastro de lo que le había sucedido hacía apenas medio día.

- Buenos días a los dos-, Eladien se arrodilló al lado de la cama, justo donde descansaba Nednea y no pudo evitar que un par de lágrimas se deslizaran por su rostro-, ¿Cómo te encuentras, Nednea? Ayer…

Eladien notaba como le fallaban las fuerzas al mirar a Nednea, al recordar lo que ella había hecho. Se sentía tan…rara. Entendía muy bien la parte de que ella había salvado a Nednea pero aun así, no podía evitar sentirse mareada por lo ocurrido, ni confusa ni extraña. Tan extraña que no se entendía ni ella misma. Si Nednea pudiese decirle algo sobre su abuela…sobre lo que ella hacía como curandera…Nednea la sacó de sus cavilaciones tocando su mejilla derecha con dos dedos, pasando el dorso de estos suave y tiernamente, sonriendo con la boca y con los ojos, con la felicidad girando en su rostro sin parar.

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- Eladien, gracias-, Rutgen se acercó a Eladien y tras levantarla de suelo con aparente esfuerzo, la abrazó con toda la fuerza de la que disponía, y resultó que, aun tratándose de una persona muy mayor, no era poca-, Sé que, si no fuera por ti, ahora mismo mi Nednea estaría…Oh, gracias Eladien, gracias. Has salvado a mi mujer. Sin ella yo no…Oh, Eladien… Gracias.

Eladien estaba aturdida, conmocionada por lo que acaba de oír, por cómo Rutgen se afanaba en encontrar las palabras para agradecerle lo que había hecho por su esposa, pero le devolvió el abrazo de todas formas, notando cómo las lágrimas de ambos caían en sus ropas. Rutgen, de repente, colorado como un adolescente, miró de reojo a su mujer y se apartó torpe pero rápidamente de Eladien, murmurando disculpas que Eladien aceptó de buen grado, pues aquel abrazo la reconfortó bastante, quitándole un pequeño peso de encima. Al menos no la veían como algo raro.

- Eladien-, Nednea la miraba con la cabeza apoyada en una mullida almohada que también llevaba cosidas sus iniciales y al hablar, se incorporó un poco, apoyando la espalda en el cabezal de madera-, Muchas gracias. Nunca podré agradecerte suficiente lo que hiciste por mí. Me salvaste la vida, Eladien.

- No tienes que agradecérmelo, Nednea- Yo… no sé cómo hice lo que hice. Simplemente, pasó. Llevo toda la noche pensando en ello, pero no encuentro una respuesta qué…

- Tranquila, mi niña. No tienes que explicarme nada. Estoy aquí. Y todo gracias a ti. A lo que hiciste. A lo que tu abuela también hubiese hecho.

Aquellas palabras quedaron suspendidas en el aire por lo que a Eladien le pareció una eternidad, haciendo mella en los pensamientos de Eladien. De nuevo, ahí estaba, Eithenalle. Su abuela, quién muchos años atrás había sido la curandera de Nash’sera, ofreciendo sus “mágicas” manos a los enfermos. La misma mujer que le dijo que obtendría unos dones que serían el reflejo de sus deseos. Los mismos deseos que la habían llevado a salvar a Nednea. Aquello había sido, en definitiva, mágico.

- Nednea…-, Empezó a hablar bien consciente de lo que quería, pero aún así, su voz tembló al volver de nuevo al mismo tema-, tú conocías muy bien a mi abuela, eras su amiga y pasaste mucho tiempo con ella…estoy segura de que tú…sabes algo de lo que pasó ayer. No debe de ser la primera vez que lo ves, ¿no es cierto?

El silencio se prolongó durante un buen rato en el que Eladien se veía incapaz de apartar su mirada de la de Nednea, que la miraba con curiosidad y afecto a la vez, hasta que se giró y se dirigió a Rutgen, con la voz sosegada y llena de determinación.

- Rutgen, cariño… ¿podrías bajar a hacernos un poco de té? Puede que esto nos lleve rato… Cuando empiezo a narrar algo, no soy fácil de parar, querida-, Esbozó una sonrisa que pareció cuartear su piel y observó cómo Rutgen salía de la habitación, no sin antes plantarle un beso en la mejilla que hizo ruborizar a Eladien; parecía que, después de tantos años juntos (no sabía exactamente cuántos, pero sabía que eran muchos), el amor que sentían el uno por el otro no había menguado un solo ápice. Una vez solas, con la única compañía de unos cuantos pájaros posados en la barandilla del ventanal, Nednea indicó a Eladien que se sentara al otro lado de la cama, de dónde apartó los dos cojines, dejándolos en la silla de Rutgen-, Eladien, ya estás hecha toda una mujer… Has crecido tanto… y Érien también. Estoy muy orgullosa de vosotras, de cómo habéis llevado la situación. Y estoy segura de que Liley, Treman y Eithenalle, están muy orgullosos de vosotras, estén donde estén.

- Muchas gracias, Nednea. Pero sabes perfectamente que no lo habríamos logrado sin vuestra ayuda y la de todo Nash’sera… Muchas gracias-, Hablar sobre sus difuntos padres nunca le había hecho mucha gracia, ya que no podía evitar que la tristeza surcara vela arriba, pero en aquellos momentos, con Nednea estirada en una cama tras haber estado a punto de morir…-, No quiero parecer impaciente, Nednea, ni descarada, teniendo en cuenta que debes de estar aún asustada por lo que te ha pasado, pero… necesito saber algo. Algo que me ayude a comprender cómo… Como hice eso.

Nednea se limitó a mirarla durante unos instantes, seguramente valorando el peso de sus palabras, pero finalmente sonrió de nuevo y recostó la cabeza en la almohada, puesta verticalmente en la cabecera de la cama.

- Cómo te dije en el festival cuando me preguntaste por ella, toda tu abuela era especial, desde su carácter, que, aunque algunas veces era quisquillosa solía tener una pronta sonrisa para cualquiera, a sus aficiones. Era una gran amante de la naturaleza, cultivaba plantas, hierbas medicinales y le encantaban los animales, sobre todo los pájaros, a los que se pasaba tardes y cuando no días enteros, mirando y dibujando, y siempre que le preguntaba a que se debía su devoción a la naturaleza me respondía lo mismo: Querida Nednea…la naturaleza es quién nos permite estar aquí, nosotros formamos parte de ella. El día en que partamos nos uniremos a ella, ayudando a crecer a las plantas y a los demás seres vivos.

Eladien no pudo evitar sonreír pues había escuchado aquella frase de boca de su abuela en muchas ocasiones, sobre todo en las que pasaba las tardes con Eithenalle, las dos mirando cómo los pajarillos trataban de emprender el vuelo desde sus nidos. Eithenalle siempre decía que debían ser buenos con la naturaleza, que ella era quien proporcionaba las fuerzas para que todo girara como era debido. La naturaleza. La misma que según su abuela se había manifestado ante ella en forma de susurros provenientes de las almas ligadas a la tierra.

- Tu abuela era muy conocida por lo que hacía, Eladien. Ella…curaba a la gente de la misma forma en que hiciste tú conmigo. Los tocaba y al instante ya estaban bien, sin restos de enfermedad o abatimiento. Claro que ella usaba hierbas medicinales para ello…utilizaba las hierbas que ella misma cultivaba en el jardín de vuestra casa, o eso era lo que decía, porque, siendo sinceras, algunas veces, cuando el tiempo apremiaba, no se veían hierbas por ningún lado. Simplemente, se la veía a ella, cogiendo las manos de sus pacientes.

El rostro de Nednea expresaba felicidad al recordar aquellos tiempos, cuando ambas eran jóvenes y fuertes y Eladien permaneció el silencio, temerosa de romper aquella aura de nostalgia que envolvía a la anciana.

- Muchas veces…me pregunté si el uso de las hierbas no sería algún tipo de excusa para hacer lo que hacía…pero siempre que le preguntaba me decía que no necesitaba tener siempre sus hierbas a mano porqué…estaba en contacto con la naturaleza. Decía que la naturaleza le proporcionaba lo que quisiera siempre y cuando fuese realmente necesario.

Eithenalle…tan misteriosa como siempre.

Así que la naturaleza siempre le ofrecía lo que ella necesitaba…aquello era más o menos lo que Eithenalle le había dicho desde el pilón de leña. Que sus dones derivarían de la naturaleza… y de su propia esencia. Entonces, ¿había usado ella a la naturaleza para curar a Nednea? Y si era así, ¿cómo? Seguía teniendo muchas preguntas, pero a parte de sus propias sospechas acerca de su abuela, Nednea no parecía saber nada más concreto que lo que ella ya sabía. Al fin y al cabo, tampoco había estado muy segura de que Nednea pudiera ayudarla con sus dones.

Pero había mantenido la esperanza…y esta se acababa de ir.

- Sin embargo, tu abuela, a pesar de la buena vida que llevaba gracias a su profesión de curandera, daba la impresión de que pagaba un precio muy alto por lo que hacía, pues tras cada sesión con un paciente se quedaba débil y a veces hasta inmóvil en el suelo, como te ocurrió ayer a ti al ayudarme. Parece que todo tiene un precio, Eladien. Y el curar a alguien sin usar ningún tipo de hierba medicinal tiene uno muy elevado.

Eladien se quedó muda, pues al final daba la impresión de que sí que sabía algo más de lo que aparentaba, pero se preguntó si no sería porque había visto muchas curaciones de su abuela en los años en que fueron vecinas. Aunque en verdad, la razón era lo que menos importaba a Eladien en esos momentos; había alguien que entendía algo de lo que le estaba sucediendo. Una persona que conocía a su abuela y que, más o menos, conocía su secreto.

- Creo recordar que tu abuela empezó a ejercer de curandera más o menos a tu edad, de la noche a la mañana. Ella bromeaba siempre diciéndome que había aprendido a curar en sueños. Y ambas reíamos, pero nunca llegó a decirme como lo hacía… Ese secreto, parece ser que se lo llevó a la tumba. O eso creía… Hasta que ayer la vi tu mirada, llena de determinación, resolución y empatía. Eras la viva imagen de Eithenalle, Eladien.

El eco de la última frase pendió en la sala desafiando al silencio que se produjo, únicamente roto por el entrechocar de platos en el piso de abajo, dónde Rutgen preparaba té para los tres.

- Todo esto es muy raro, Nednea. Hasta hace dos días mi vida era tan normal como la de cualquier persona, pero… hace dos noches, cuando se canceló el festival… Mi abuela se apareció ante mí-, No estaba convencida de que decir aquello fuera muy prudente, pero ya que había empezado, le parecía una tontería el echarse atrás.

Nednea la contempló un buen rato sin abrir la boca más que para aspirar aire sonoramente, pero su dulce mirada no cambió en absoluto.

- Mi abuela, Eithenalle, vino para avisarme de que yo… iba a tener el… don-, Cuando había empezado a relatarlo estaba decidida a explicárselo todo, pero al final, pensando que con lo que iba a contarle ya la podrían tachar de loca, prefirió resumirlo para dejarlo en lo que Nednea más o menos ya conocía-, de curar a la gente. Pensé que era un sueño y no le di mucha importancia, pero ahora… Ayer me di cuenta de que no era un sueño… Y aún estoy abrumada, Nednea. No sabes cómo me alegra saber que conocías a mi abuela mejor que las otras mujeres de Nash’sera.

- Oh, vamos, Eladien-, Nednea echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en carcajadas que no tardaron en convertirse en una tos seca que la obligó a enderezarse todo lo que podía estando sentada-, Puede decirse que tu abuela y yo éramos casi hermanas; el único vínculo que nos faltaba era la sangre. Pero puedo asegurarte que yo la quería como a una prójima. Más aún, yo creía en todo lo que ella hacía, con hierbas o sin ellas.

- Nednea… Estoy segura de que os llevabais muy bien…

- Claro que nos llevábamos bien, aunque también teníamos nuestros conflictos… Ya sabes, enamorarnos del mismo hombre y cosas así… Éramos tan testarudas… Recuerdo una vez en que el abuelo de Jerdse, tan bribón cómo su hijo o nieto, me pidió que le acompañara al Festival de las Tormentas tras habérselo pedido también a tu abuela… Eithenalle estuvo persiguiéndole durante horas enarbolando un puñado de ortigas… Pobrecillo, al final ella fue quien tuvo que sanarle las picaduras y ronchas que le deformaron la cara…

Nednea parecía divertida al explicarle a alguien sus anécdotas de juventud, y Eladien no podía reprochárselo; sin duda cuando uno se iba haciendo más y más mayor acababa por añorar cosas que nunca pensó llegar a añorar. Esa vez fue Eladien quién se echó a reír, acordándose de la fama de mujeriegos que llevaban con aparente honra los miembros masculinos de la familia de Jerdse.

- Si te sirve de consuelo, yo también echo de menos a tu abuela, Eladien.

Eladien se arrimó más a Nednea en la cama y la abrazó, vigilando de no hacer mucha fuerza.

- Lo siento mucho, Eladien. Pero si has acudido a mí para que te ayude a averiguar lo que hiciste ayer… Yo no puedo ayudarte en eso, porque no sé nada más de lo que sabes tú. Solo puedo darte un consejo: utilízalo como Eithenalle, no huyas de esto, haz que toda tu familia se sienta orgullosa de ti. Piensa en ello como en una bendición. Estoy convencida de que puedes ayudar a mucha gente del mismo modo en que me ayudaste ayer a mí.

Nednea le devolvió el abrazo con una fuerza impresionante tratándose de una anciana que había estado al borde de la muerte tan solo una noche atrás, puso una mano sobre la cabeza de Eladien y la arrimó contra su pecho mientras le pasaba una mano por el pelo, oscuro cómo la noche. Utilizar su don para ayudar a los demás… Eso era algo que ya tenía claro hacer, pero… No, mejor dejarlo para otro momento, ya llevaba toda la mañana cavilando sobre lo mismo una y otra vez.

Rutgen entró en la habitación con una bandeja que sostenía una jarra de cristal dentro de la cual podía verse un líquido oscuro que contenía grandes cubitos de hielo, junto con tres vasos, de cristal también, todos con sendos cubitos. Dejó la bandeja en una de las mesitas de noche y, tras darle un corto beso a su esposa, llenó los tres vasos con el líquido de la jarra. Eladien cogió el vaso que Rutgen le ofrecía y nada más tenerlo entre las manos notó cómo el té estaba helado, enfriándole las manos, cosa que agradeció teniendo en cuenta el bochornoso calor que irradiaba el sol esa mañana.

Saboreó el té antes de beber un trago, cosa que siempre hacía desde pequeña, y este le supo delicioso, dulce y fuerte a la vez, pero, sobre todo, refrescante. Observó entre divertida y azorada desde su vaso cómo Rutgen y Nednea se comían con la mirada, él de pie y ella estirada en la cama; ambos ancianos, pero con la llama del amor más prendida que nunca. Eladien se preguntaba si ella llegaría algún día a sentir algo parecido, pero aquello le parecía muy lejano.

No obstante, no era algo tan lejano como ella esperaba.

El sonido que hacían sus botas al caminar sobre las brillantes baldosas reverberaba en el pasillo y su eco tardaba unos segundos en desaparecer, mezclándose con el sonido del siguiente paso y así sucesivamente. Las paredes, de compacta piedra y frío tacto aún con aquel sol abrasador, estaban cubiertas de mosaicos y tapices cuyas imágenes o símbolos variaban desde antiguas guerras a grandes y vastos prados, intercalados con varias teas que descansaban en soportes metálicos, todas apagadas.

El pasillo por el que avanzaba era largo y de muchas direcciones, bifurcándose cada dos por tres a la derecha, izquierda o ambas a la vez, pero él sabía perfectamente cómo llegar a dónde tenía que ir, pues vivía en aquel castillo desde hacía décadas. Pasó veloz ante una de las muchas ventanas que se recortaban a lo largo del corredor, pero no prestó atención a lo que estas mostraban.

No necesitaba mirar hacia afuera para saber que el día era radiante, pues el calor lo había arrancado del sueño a primera hora de la mañana; había despertado con todo el cuerpo lleno de sudor, como si hubiese estado corriendo toda la noche.

Los haces de luz que penetraban diagonalmente por la ventana proyectaron pequeñas sombras en los contornos de su cara, resaltando su afilado mentón, su pronunciada y jorobada nariz, y su barba, blanca a causa de las canas, que casi llegaba hasta su pecho, escuálido como el resto de su cuerpo, aunque lo que tenía de escuálido lo tenía también en altura, lo cual le obligaba a caminar un poco encorvado en algunos pasillos del castillo. Tenía el pelo largo, con una mezcla de gris y blanco y los ojos grandes, de un azul tan intenso que transmitían la misma sensación que dos carámbanos helados, y sus manos y pies iban a juego con su estatura, no así como sus labios, finos y siempre curvados hacia arriba, mostrando un permanente amago de sonrisa que desconcertaba a muchos.

Se quitó la fina capa negra que llevaba sobre los hombros y la llevó en la mano, quedándose únicamente con la larga túnica marrón oscuro que llevaba debajo, en el pecho de la cual estaba cosido el escudo de armas de Áldruvein: un escudo atravesado por dos lanzas de largo mango. Varias personas pasaron por su lado, todos con andares rápidos, la mayoría sujetando una bandeja o un puñado de sábanas, pero todos con el simple escudo armas cosido en los blancos uniformes de criados.

La mayoría de los criados con los que se cruzaba se deshacían en reverencias fugaces que terminaban con miradas de angustia, debatiéndose entre quedarse o salir corriendo, pero alguno que otro no le dedicó más de una mirada de reojo, temeroso de provocar su ya entre ellos, conocida ira.

Él era Reignaim Antaimur, hijo de Tiorth, un antiguo mago que había sido el consejero del rey hasta el día de su muerte, veinte años atrás. Ahora el puesto de consejero lo llevaba él, Reignaim; se había convertido en el consejero tras la muerte de su padre y realmente aquel cargo le gustaba. No le agradaba precisamente estar en presencia del rey… Pero aquello le iba muy bien, pues siempre conseguía sus propios beneficios.

Su padre había empezado a darle clases sobre magia desde que era joven, y aunque sus lecciones llegaron a hacerse duras y pesadas, la verdad era que había aprendido muchísimo. Tiorth era un gran mago, uno de los mejores que habían existido en el Reino de Áldruvein, y Reignaim estaba convencido de que, a esas alturas, con casi cuarenta y tres años de enseñanzas a sus espaldas, ya superaba con creces las habilidades mágicas de su padre, así como su poder mágico. Y él había luchado mucho para que eso fuera así… había leído durante días y noches, enfrascado en libros de enseñanzas mágicas, había practicado con sus poderes y experimentado con otros nuevos, siempre tratando de superarse a sí mismo. Había acudido a rituales místicos que aumentaban sus poderes e incluso había creado los suyos propios…y desde que había empezado a hacer todo eso, apenas pasada la adolescencia, sabía que no sería en vano.

Él siempre había sabido que sus poderes iban a ser mayores que los de su progenitor y mentor, que algún día, superaría con creces las hazañas de su padre, dejándolas como un simple borrón en la historia que no merecería ni una mirada de reojo. Y allí estaba… En el castillo de Áldruvein, dirigiéndose presuroso a una reunión muy importante con el rey Lithnear Kerhlemain, quien había solicitado su presencia esa misma mañana para debatir una cuestión crucial.

Eso era algo que siempre hacía Lithnear: llamarle cuando había que tomar una decisión de relevancia, y realmente, aquello no desagradaba a Reignaim, en absoluto. No la decisión que iba a tomarse en aquella reunión. Aquella no. Esa vez…eso era lo que él había estado esperando durante años. Lo que iba a decidirse tras las puertas que ya se vislumbraban al final del pasillo, era aquello por lo que Reignaim seguía atrapado en aquel maldito castillo. Pero pronto cambiaría. Pronto, tan pronto y tan tarde a la vez, que cuando todo acabara, nadie recordaría lo que él había hecho allí. Nadie se acordaría de él, de quién era antes ni de qué había hecho. Pero para ello había que tomarlo todo con mucha calma. No podía permitirse el lujo de echarlo todo a perder por unas repentinas ansias. No había razón alguna para alterarse; todo marchaba como la seda, tal y como él había planeado largo tiempo atrás.

Se plantó ante la gran puerta de dos hojas, cada una flanqueada por un guardia de brillante armadura. Miró a los guardias a la cara con su más gélida mirada y estos, tras palidecer, se apartaron un poco y abrieron cada uno una hoja de la puerta. Realmente eran estúpidos ¿Realmente creían que con aquellos músculos iban a poder defender algo? Algún día (y rezaba para que estuviera cerca) les daría una buena lección para que dejaran de jugar a los soldaditos. Le ponían enfermo con aquellas brillantes armaduras, siempre con las armas bien prestas y esbozando miradas de suficiencia… pero él tenía un poder que superaba todo eso…y algún día, se lo demostraría a todos, obligándolos a arrodillarse ante él. Y cuando decía a todos, lo decía literalmente.

El rey Lithnear también le prestaría lealtad, hincaría las rodillas en el suelo como todos los demás, sino es que lo hacía su criado... Pero todo a su tiempo, primero, lo más importante de todo, era borrar sus huellas. Cuando todo acabara, no debía quedar rastro alguno de sus maquinaciones.

Entró sonriendo en la iluminada estancia de altos ventanales, pensando aún en la idea de convertir a Lithnear en un vulgar criado, pero todo rastro de sonrisa se borró cuando los rostros de las dos únicas personas que estaban allí se giraron hacia él. Solo permaneció aquel atisbo de sonrisa que ofrecían sus siempre curvados labios.

Uno de ellos era el rey, un hombre que rayaba la vejez mostrando con orgullo su larga barba blanca. Era de calvicie avanzada, con el poco pelo del que disponía lleno de canas y tan fino como el hilo más delicado que Reignaim había visto en su vida, y en lo alto de su cabeza descansaba una corona plateada ornamentada con todas las joyas que el hombre más codicioso pudiese soñar. Sus ojos eran saltones y las arrugas le surcaban la cara a sus anchas, formando pliegues por los que gotitas de sudor bajaban en esos momentos, y su nariz, bastante ancha para considerarse bonita, estaba un poco curvada hacia abajo, semejando el pico de un loro. Salvo que los loros no hablaban tanto como este. Y cuando hablaban, no lo hacían con pensamientos propios.

El otro hombre… Le fastidiaba no saber de quién se trataba, pero realmente no tenía ni la más remota idea de quién era. Era bastante alto, pues le sacaba una cabeza al rey, al tiempo que Reignaim le sacaba una cabeza a él, y de fornidos brazos que se flexionaron cuando los apoyó sobre una mesa redonda situada en el centro de la estancia, dónde se sostenía una jarra llena de agua junto con tres vasos de cristal. Una cicatriz cruzaba su cara desde la parte superior izquierda a la inferior derecha, dándole un aspecto demasiado agresivo como para estar dónde estaba, en la Antecámara Real y a solas con el rey de todo Áldruvein.

Reignaim avanzó despacio hacia el centro de la sala, parándose sobre un friso pintado en el suelo que representaba a una gran ave cazando un pez en la superficie del lago Móredy. Una estampa muy irónica, teniendo en cuenta que, en aquellos momentos, él se sentía como aquella ave, deseoso de atrapar a su presa.

Miró al rey los ojos y tras hacer una perfecta reverencia en la que casi roza el suelo con su afilada nariz, tomó asiento en una de las sillas que rodeaban la mesa, bien erguido y sin apartar la mirada del desconocido que con la duda patente en sus ojos tampoco le quitaba la vista de encima. El rey, Lithnear, también tomó asiento tras un seco cabeceo, indicando al otro individuo que se sentara también. Reignaim, con una calma ensayada durante décadas, cogió la jarra y sirvió su trasparente líquido en los tres vasos, pasando de un vaso a otro la pequeña cascada que salía de esta sin que una sola gota cayera sobre la pulida mesa.

Lithnear cogió su vaso de inmediato, provocando un suave tintineo al entrechocar entre sí los anillos de variados colores que llevaba en los dedos. Bebió un sorbo de agua y observó a sus dos acompañantes desde detrás de su vaso, aguardando en silencio a que alguno de los dos tomara la iniciativa y empezara a hablar.

Esa era otra cosa que el rey tenía tendencia a hacer. Poner a prueba la paciencia de los demás, y aquello era algo que Reignaim aborrecía hasta el punto de hacer hervir su sangre, sobre todo en las ocasiones en que Lithnear trataba con parsimonia asuntos que para Reignaim eran de suma importancia. Sin embargo, sabiendo que no le quedaba otra alternativa y que pronto (oh, deseaba que lo fuera) todo aquello cambiaría, aspiró profundamente con disimulo, decidido a tener tanta o más paciencia que el mismísimo rey Lithnear Kherlemain.

Apoyó los codos sobre la mesa y enlazó las manos bajo su barbilla, dejando que el pelo le cayera libremente por los costados de su cara.

- Mi majestad, ¿cuál es el asunto tan urgente por el que me ha mandado acudir ante su presencia?-. Las palabras salieron de su boca dulcemente, tan suaves como le gustaban al rey Lithnear, pues le gustara o no, él era un rey y Reignaim debía de tratarlo como tal.

Al menos de momento.

Pero aquel no era su verdadero timbre de voz; era mucho más agudo y en él no había rastro alguno de la prepotencia que solía invadir su interior. Su verdadera voz era grave y potente, imperiosa. Y algún día, cuando aquel maldito rey hincara las rodillas ante él, jurándole lealtad, Reignaim le hablaría con su verdadera voz, le mandaría que limpiara su alcoba, que hiciera todas las tareas que se le ocurriesen…y tal vez, solo tal vez, le concedería un poco elevado cargo en el reino, algo insignificante. Para agradecer su estupidez, claro estaba. Y claro estaba también que él ya conocía el motivo por el que estaba allí, pero las apariencias era algo que pensaba guardar hasta el final.

Después de todo, se suponía que él no tenía nada que ver con todo aquello…

- Reignaim… Como siempre, directo al grano… Eso me gusta-, Lithnear se irguió en la silla de respaldo alto, seguramente arrepintiéndose de no tener allí su preciado trono-, Te he mandado llamar para tratar un asunto muy importante. Uno que nos atañe a todos por igual, ya seamos de la realeza, la corte o la plebe. Claro está, que lo que se decidirá hoy aquí, lo desconoce cualquier persona que no seamos nosotros tres.

Lithnear aguardó en silencio, esperando que el peso de aquellas palabras cayera sobre Reignaim y el otro hombre.

Pobre Lithnear. Reignaim tan solo podía reír para sus adentros, pensando en cómo el rey ignoraba que en aquella jugada su papel de rey había sido relegado. Él simplemente era… un alfil, uno que Reignaim había movido muy estratégicamente. O, mejor dicho, un peón… Y él, Reignaim, el rey y soberano de aquel maquiavélico plan, lo movería por el tablero a su antojo. Los peones eran importantes, sí, pero a veces uno debía exponerlos para que su jugada maestra surtiera efecto. Y aquella jugada, necesitaría unos cuantos sacrificios…

Se preguntó en qué parte del tablero colocaría al otro hombre, pues aún desconocía su identidad, así como sus habilidades, pero en esos momentos, no parecía llegar a más que a otro triste peón esperando a ser movido.

Sólo él sabía cuánto ansiaba que el día de terminar con aquello llegara… Pero por el momento debía de seguir por el mismo camino que llevaba recorriendo desde hacía años. Solo así lograría sus objetivos sin que su nombre resaltara en los libros de historia como el gran y maléfico mago que…

- Pero, antes de nada, debo de empezar con las presentaciones… Reignaim, este hombre es Lénral Junsaer. Él es quién ha hecho las investigaciones sobre la mina que descansa bajo Nash’sera.

Reignaim, aturdido ante tal revelación, no pudo más que mirar perplejo al musculoso hombre que se hallaba sentado con ellos.

Este también le miró, y tras unos instantes, alargó el brazo hacia él para estrecharle la mano, cosa que Reignaim hizo con la resignación bien patente en su mirada. Nunca le había gustado estrechar la mano de otras personas… y menos la de hombres de aspecto tan sucio como aquel. Cuando todo acabara… Retiró rápidamente la mano y se la limpió en la capa, sin importarle que aquel plebeyo (por sus simples ropas era evidente) lo viera. Que se enojara si quería, aquello solo aceleraría su final. Si bien, la última frase de Lithnear había hecho mella en él. ¿Que había contratado a aquel hombre, sin consultarlo primero con él? Maldito peón…

Los peones no pensaban por sí mismos, pero aquel, con la edad, empezaba a tomar algunas decisiones por su mano… Debería de tener mucho cuidado de ahora en adelante. No quería que alguna sorpresa en forma de saco de músculos sino algo peor, desbaratara todo por lo que había luchado desde las sombras. Pensó en la opción de borrarlo del mapa, pero aquello no haría más que levantar el sutil aroma de la sospecha que podía llevar sus confabulaciones por un mal derrotero. Había que ser cuidadoso, así que se limitó a esperar en silencio a que Lithnear acabara con su tedioso discurso.

- Lénral fue a Nash’sera ayer, a la noche, cuando todos sus habitantes estaban celebrando el Festival de las Tormentas, y poder hacer un examen sin que nadie le viera. No nos interesa que los pueblerinos tengan conocimiento de la mina hasta que nos hayamos puesto en movimiento, Reignaim.

Increíble y satisfactorio a la vez. El rey recitaba los argumentos de Reignaim como si fueran los suyos propios. Aquello estaba funcionando realmente bien. Solo tenía que aguantar un poco más. No quería actuar hasta que tuviera todo atado a la perfección; cualquier brecha en los acontecimientos y todo se iría al traste.

- Esto-, El rey puso especial énfasis en la palabra-, es lo que estábamos esperando. Si la mina es tan…fructífera cómo esperamos que sea, dejaremos de tener deudas con los otros reinos, ya no volveremos a ser esclavos de nadie. Áldruvein será libre de las ataduras económicas. ¿Entendéis lo que eso quiere decir? Nunca más deberemos pedir nada a los demás reinos…no estaremos en deuda con nadie, todo eso teniendo en cuenta que lo que creemos que hay en esa mina, este ahí. Hierro, oro y Orgauh.

Reignaim tuvo que contenerse para no gritar de júbilo al ver como todo se desarrollaba según lo previsto. Sí, habría hierro para fabricar sus propias armas y la construcción. Oro para vender o fundir y satisfacer los lujos de cada habitante del pueblo multiplicado por dos. Orgauh, un mineral aún más valioso que la plata o el oro, de un color azul intenso que refulgía en la oscuridad. Pero había algo más que los demás desconocían. Algo que no habían visto ni en sus más disparatados sueños.

- Solo…tenemos que encontrar el modo de…entrar en la mina sin que sus soportes se vengan abajo junto con Nash’sera. Realmente es una situación muy delicada…por eso envié a Lénral. Ahora ya podemos hacernos una idea de cómo está la situación. Has llegado justo cuando iba a explicarme el resultado de su análisis geológico.

El aludido, Lénral, se inclinó un poco en la mesa, acercando el rostro al de Lithnear y Reignaim, dándole una fingida confidencialidad al momento. ¿ Que aquel hombre había hecho un análisis geológico? Tenía tanta pinta de saber estudiar el terreno como una piedra sabía estudiar el aire. Igualmente había que ser cauto ya que las apariencias, podían engañar, y eso, Reignaim lo sabía muy bien.

- Majestad, Reignaim-, Lénral esperó a que Lithnear asintiera para empezar a hablar-, Tal como vos habéis explicado, ayer, aprovechando el Festival de las Tormentas, entré sin ser visto en Nash’sera e hice un estudio del terreno bajo el cual suponemos está la mina. Examiné casi cada rincón del pueblo y de sus alrededores, sin ser visto claro, y la situación parece ser tal y como pensábamos desde el principio. He escuchado el eco que produce la mina y los resultados no son muy buenos, parece que su estructura es muy delicada. Se ha ido volviendo frágil con el paso del tiempo.

¿Escuchar el eco de la mina sin entrar en ella? Una vez, en un libro, Reignaim había leído que algunas personas tenían el don de analizar el eco, de todos los sonidos en realidad. Era casi cómo un radar ultrasónico, similar al de los murciélagos que él guardaba en su habitación secreta, dónde investigaba en esos momentos su particular sistema de visión. Pero nunca se había encontrado con una persona que poseyera ese don. Quizá, al fin y al cabo, no fuera un simple peón, a lo mejor lo pondría como alfil. No, mejor un caballo. Podría serle útil.

- Entonces, ¿resistirá la mina si abrimos un acceso para entrar?

Lithnear, como era de esperar, estaba preocupado por ese punto.

- Eso es algo que me preocupa, su majestad. Si fallaran los soportes de la mina, el pueblo entero podría venirse abajo. La mina quedaría sepultada por el peso de Nash’sera. En mi opinión, es algo muy arriesgado.

Lithnear permaneció en silencio, con la vista perdida en algún punto entre el techo y uno de los grandes ventanales, seguramente valorando la situación, hasta que se levantó lentamente y, quitándole importancia al asunto con un gesto de la mano, se encaminó hacia las puertas con su roja capa ondeando tras él.

- Si es arriesgado, no lo haré. No puede hacerse, no podemos poner en peligro a los habitantes de Nash’sera hasta que no estemos seguros de que podemos labrar una vía segura, para todos. No causaremos daño a nadie, no quiero pagar nuestras deudas derramando la sangre de gente inocente.

Reignaim se preguntó durante cuánto tiempo aguantaría Lithnear en aquella posición sabiendo qué, con lo que se escondía bajo Nash’sera, podría saldar todas las deudas que Áldruvein había acumulado con los años. Solo le hacía falta un empujoncito para eso... Lénral también se levantó y se dirigió hacia la puerta, dejando a Reignaim solo en la Antecámara Real, con la única compañía de una araña que trepaba por la pata de la mesa en aquellos momentos.

La observó fascinado, contempló cómo sus ocho ágiles patas recorrían un buen trecho en un santiamén y luego lanzaba un fino filamento de seda por el cual se dispuso a trepar. En un rápido movimiento con la mano, Reignaim la atrapó y estrujó, notando como sus ocho articuladas patas crujían entre sus dedos. Aquello era una minucia, comparado con lo que le gustaría hacerles a todos aquellos ignorantes que moraban en Áldruvein. Pero parecía que aún quedaba mucho para que aquello ocurriera.

Fastidiado, se apoyó sobre la mesa y su brazo tocó una pequeña caja de madera bien pulida en cuya tapa estaba labrado el escudo de armas de Áldruvein. La abrió tras echar un vistazo a la puerta, esperando que nadie entrara y lo sorprendiera, y cuando vio su interior, quedó perplejo. Eran las notas informativas que el rey recibía todos los días por la mañana, las que sus espías enviaban desde todas partes del reino. Ojeó rápidamente las que estaban más arriba, pero todas hablaban de lo mismo: de una pequeña facción del Reino de Hidern que se estaba revelando contra su rey.

Conmovedor.

Encontró una que hablaba sobre el Festival de las Tormentas y que estaba firmada por el rey de Hidern, Herguin Kiyara. A Reignaim le parecía increíble; uno de sus pequeños ejércitos estaba aglutinándose para plantarle cara y él se interesaba por un estúpido festival de plebeyos. Continuó mirando las pequeñas y casi siempre escuetas notas hasta que encontró una que llamó su atención más que cualquier otra. Estaba escrita en un pergamino de aspecto antiguo y un poco arrugado, escrito en tinta negra y con una caligrafía de muchas curvas, muy característica de alguien que se pasa el día escribiendo.

Su majestad, mis más sinceras disculpas por si esta nota le roba su valioso tiempo, pero creo que es algo que merece la pena que usted conozca. Ayer, durante la celebración del Festival de las Tormentas, en Nash’sera, Nednea Aithune estuvo cerca de morir, pero una chica del pueblo salvó su vida de una manera que ha dejado conmocionado a medio poblado. Todos dicen que simplemente cogió las manos de la anciana entre las suyas y que esta se recuperó al instante, y que la otra mujer, Eladien, acabó desmayándose. Nadie sabe que fue realmente lo que pasó, pero oí comentar a algunas personas mayores que se notaba que era nieta de Eithenalle Fahrathiel, la antigua curandera de Nash’sera, quien también curaba de forma milagrosa. También hay algunos que hablan de brujería, y uno afirma además que la chica se puso a realizar cánticos mientras levitaba, pero este último oía a alcohol.

Como siempre, mi majestad, sabe que estoy a su entera disposición.

Un servidor muy leal.

La misiva no tenía firma, pero Reignaim, enfrascado en lo que acababa de leer, no reparó en ello. Eithenalle Fahrathiel… Eithenalle había sido curandera en Nash’sera durante varias décadas, hasta que la muerte se había llevado sus buenas obras. Una pizca de esperanza brilló en su interior, formando una sonrisa en su rostro, una sonrisa que contrastaba con sus gélidos ojos. Releyó la carta varias veces, pero tras leerla unas cinco, llegó a la misma conclusión que al principio: aquella mujer, Eladien Fahrathiel, la nieta de Eithenalle Fahrathiel, había heredado los dones de su abuela. Después de tantos años… y volvía a haber una Moih’voir en Áldruvein. ¿Sería una coincidencia? Una Moih’voir…

Reignaim sonrió satisfecho mientras guardaba todos los papeles que había puesto sobre la mesa en la cajita de madera, dejándola tal y como la había encontrado, cerrada y con los papeles bien ordenados.

Otra Fahrathiel…

La puerta se abrió justo en el instante en que Reignaim cerraba la tapa de la caja, dándole el tiempo justo para apartar sus lánguidas manos de ella, y Yúrial Kerhlemain, el hijo más pequeño del rey Lithnear, irrumpió rápidamente en la instancia, pero tras un par de pasos, se paró frente a la mesa redonda. Observó atentamente a Reignaim, con el cejo fruncido como siempre que se encontraban; al hijo de Papá Rey no le caía bien, y Reignaim estaba convencido de que nunca confiaría en él, pero, sinceramente, no le importaba en absoluto.

Reignaim sólo necesitaba la confianza de su necio padre, y cuando aquello llegara a su fin, Yúrial le serviría a él junto con su amado padre.

- Buenos días, mi alteza-, Reignaim volvió a usar la misma voz que utilizaba ante la familia real, guardando las apariencias aun cuando odiaba a todos aquellos necios-, si está buscando a su padre, el rey Lithnear, acaba de marcharse.

Yúrial lo contempló sin mediar palabra un largo rato, plantado ante la mesita. Iba vestido con una fina camisa de seda en color verde y con unos pantalones blancos metidos en el interior de unas altas botas negras. Era moreno, de facciones duras y con una rala barba que era lo único que hacía saber que tenía veintiséis años, pues tenía la piel tan tersa como un niño. Sus ojos eran azules tirando a verde y tenía el pelo corto, siempre peinado hacia arriba; aquella era una moda que había nacido en las afueras del castillo, una moda que la plebe había creado. El príncipe Yúrial siempre había sido defensor de los derechos de los plebeyos, pero aquello ya rozaba el límite. Un príncipe luciendo el mismo peinado que la clase baja…

Cuando él, Reignaim, se alzase, haría de él un plebeyo más. Si a Yúrial Kerhlemain le gustaba la plebe, él, Reignaim Antaimur, le daría plebe hasta que le suplicara de rodillas que le dejara ser su sirviente.

Nada en él hacía referencia a su condición de príncipe salvo un brillante medallón de oro con el escudo de armas de Áldruvein que colgaba en su pecho. Yúrial se marchó sin mediar palabra, dándole la espalda cómo siempre. Algún día, aquel necio, pagaría su insolencia. De eso, estaba seguro.

Reignaim se levantó lentamente de la silla y contempló maravillado la vista que ofrecía la elevada posición en la que se encontraba. Después de todo, hacía un día radiante.

Eladien y Érien, tras un día de bochornoso calor, habían decidido disfrutar de una buena cena en el jardín, dónde habían colocado una mesa de madera cubierta con un mantel blanco y dos sillas de alto respaldo. Una fresca brisa danzaba desde el este, refrescando el ambiente que el día había caldeado sin compasión. Eladien, llena a más no poder, dejó los cubiertos sobre la mesa y se recostó en la silla, mirando el cielo sin nubes dónde brillaban miles de estrellas, todas titilando de forma descompaginada. Le gustaba mirar las estrellas, observar durante horas cómo en la lejanía, emitían pequeñas luces. Aquello hacía que se sintiera pequeña, le hacía saber que eran insignificantes comparados con la grandiosidad del universo.

Compungida, se preguntó sí, allí, en alguna parte del aparentemente infinito universo, existiría otra persona con las mismas preocupaciones que ella, con el mismo… ¿problema? ¿Era aquello, sus dones, un problema, aun cuando había salvado con ellos a la señora Nednea? ¿O, por el contrario, eran una bendición tal y como había dicho la anciana?

Entonces… ¿era aquel su destino, ser la curandera de Nash’sera al igual que su abuela Eithenalle, curando a los enfermos bajo la tapadera de plantas medicinales y a saber qué cosas más?

Observó a Érien, que absorbida en la tarea de alimentarse estaba arrasando con todo cuando había en la mesa, cosa muy habitual en ella. No pudo evitar sentir un poco de envidia por ella, lo que le provocó malestar, pero…en aquellos momentos, le gustaría ser Érien, aunque solo fuera por un instante, para poder olvidarse de lo que estaba devorándola por dentro, literalmente: notaba como algo se retorcía en su interior desde que había salido de casa de Nednea casi al mediodía. Era… cómo si todos sus músculos palpitaran al mismo tiempo, con fuertes punzadas en el proceso, por no hablar de su estómago, que hasta que no hubo terminado con el último trozo de pollo que tenía en el plato no había parado de rugir un solo momento.

Estaba segura de que jamás en su vida había estado tan hambrienta y pensó ( después de todo, le parecía lógico)que posiblemente se debiera a lo sucedido con Nednea en el Festival de las Tormentas. Ella le había pasado parte de sus fuerzas con aquel flujo que las conectaba, y ahora, su cuerpo, reclamaba la energía cedida. Tuvo que reprimir un escalofrío al recordar que el cuerpo de Nednea había estado cerca de absorber toda su energía vital sin que ella pudiera evitarlo; si había una próxima vez, debería de ser cuidadosa. Mucho más cuidadosa.

No le apetecía volver a sentir la sensación de flaqueza que casi la deja sin fuerzas, apenas capaz de mover un dedo sin retorcerse de dolor por ello.

- No puedo más…-, Érien se dejó caer en la silla y se tocó la abultada barriga mientras suspiraba profundamente. Se tapó la boca y eructó de forma estruendosa, por lo que sus mejillas enrojecieron de inmediato ante el ataque de risa de Eladien. Tan pequeña y delicada y aun así comía como si fuera la última vez que un plato de comida se postrase ante de ella-, Bueno… Eladien, ya he hablado con Kirem y me ha dicho que vendrá mañana por la mañana para arreglar los destrozos del granero. Dice que sólo nos costará un par de monedas de oro. Sigue pareciéndome caro, pero teniendo en cuenta que sus servicios suelen costar diez monedas de oro… Ah, mañana vendrá la señora Suyi a verte.

- ¿A verme? ¿Ha pasado algo? Hace casi un año que no se deja caer por aquí…

- Sí, está preocupada por ti. En realidad, todos lo están, Eladien-, Eladien se quedó en silencio, pensativa. Genial. Lo único que le faltaba era que todo Nash’sera estuviera preocupada por ella… Era consciente de que, a muchas de esas personas, ellas, Érien y Eladien, les importaban mucho, pero no le apetecía que todos le preguntaran por lo ocurrido…-, Me ha dicho que ya de paso, nos comprará harina, porque la que le vendimos la semana pasada ya está acabándosele.

Eladien dio un respingo al oír esas palabras. Se había olvidado completamente de moler trigo para esa semana. Había estado tan ensimismada con sus problemas… Se levantó rápidamente de la silla, dispuesta a moler trigo que poder vender, y cuando se disponía a marcharse, apresurada, Érien la agarró suavemente del brazo.

- Eladien… ¿recuerdas lo que te he dicho esta mañana? Yo me he encargado de todo. He molido suficiente trigo cómo para un mes sino más… Estate tranquila, hermana. Ya te he dicho que hoy no tendrías que preocuparte por nada. Debías de hacer reposo, órdenes de Honth. Quiere que descanses. Por cierto-, Añadió de repente, como si se le hubiera olvidado por completo-, He visto a Honth cuando iba a comprar. Dice que mañana se pasará a verte, tiene que revisar que estás completamente bien. No le gustó nada verte tirada en el suelo. Y a mí tampoco.

Genial. Mañana tendría que ver de nuevo a Honth y, no le cabía duda, enfrentarse a un meticuloso interrogatorio… Qué iba a decirle, ¿la verdad? Al final, resignada, harta de pensar en aquel tema a casi todas horas del día, lo dejó como lo que era. Un problema para el día siguiente.

- Está bien, muchas gracias, Érien. Gracias por cuidarme tanto. No sé qué haría sin ti

- Ni yo sin ti.

Fueron tan solo cuatro palabras, pero bastaron para que su profundidad abriera una remota brecha que nunca había sanado en su corazón. Una brecha por la cual el cariño y el dolor se mezclaban y bailaban al mismo compás, mostrando ambas caras a tiempos diferentes, haciendo que se sus emociones se mecieran cual péndulo; ahora profundo y profuso amor, ahora oscura tristeza cargada de nostalgia. Eladien, en un acto involuntario, pero no por ello no deseado, ni mucho menos, levantó a Érien de la silla y la estrechó contra sí, haciendo caso omiso de los gemidos de su hermana pequeña. Se sentía tan feliz de saber que la tenía a ella… Tan cuidadosa, tan meticulosa y trabajadora…tan pequeña y a la vez fuerte como un roble. Realmente, no sabía que haría sin ella, sin su dulce sonrisa recordándole lo que era el amor, sin su presencia en cada rincón de la casa indicándole que no todo se había perdido…

Sin ella.

En aquel momento, bajo el cielo cargado de estrellas, se juró a sí misma que jamás permitiría que Érien enfermase. Usaría sus dones para ello si hacía falta, recurriría a lo que fuera. Pero no dejaría que se marchara… Jamás.

Practicaría con sus dones, sería la mejor curandera que jamás existiera en Nash’sera.