El 25 de octubre llegó, el día de la elección, tras un debate realizado el 15. Sin embargo, como las discusiones sobre los temas principales seguían siendo las mismas, no había necesidad de profundizar más. Las personas mayores de 17 años se levantaron de sus camas y fueron a hacer fila para elegir, por primera vez, a su presidente. Hombres, mujeres y jóvenes se pararon frente a una urna y una boleta. En ese entonces, las boletas estaban en mesas separadas; solo había que escoger una y colocarla en el sobre. Si se ponían dos boletas, el voto se anulaba. Si no se ponía ninguna, el voto quedaba en blanco. Si había, aunque sea una sola tira de color distinta a la de la boleta, el voto se anulaba. De igual forma, si se introducía una boleta en malas condiciones, pero aún era legible, el voto era válido.
La ley era simple: cualquier candidato que obtuviera un margen del 45% de los votos y un margen de 10 puntos de diferencia sería declarado presidente. Si un candidato lograba el 45% y su opositor obtenía entre 40% y 44%, habría una segunda vuelta. Si el candidato tenía un 45% y su opositor un 35%, el candidato con el 45% sería presidente. Si un candidato superaba el margen del 45% aunque fuera por un solo punto, la ley anterior ya no aplicaba. Es decir, si un candidato obtenía el 45% y su opositor el 46%, el presidente sería quien tuviera más votos.
¿Cómo debía votarse? Primero, era necesario estar plenamente consciente de las acciones, ya que no se podía votar bajo el influjo de sustancias. Segundo, nadie podía, bajo ningún punto de vista, hablar sobre su voto dentro o fuera del establecimiento. No se podía entrar al cuarto oscuro con dos o más personas, salvo que tuvieran dificultades que impidieran ejercer su derecho al voto. En ese caso, solo se permitía la presencia de un familiar o un presidente de mesa, si el votante no tenía familiares o amigos disponibles. Un presidente de mesa podría ayudar, pero si se negaba a prestar sus servicios o elegía por el votante en lugar de respetar sus deseos, o si amenazaba al votante, sería expulsado de la mesa y condenado a un año y seis meses de prisión: un año en una cárcel y el resto en su domicilio, además de una multa que oscilaba entre 500 y 1000 lunarios, según la gravedad del delito.
El presidente de mesa era elegido al azar un año antes de las elecciones, y se le entregaba una carta documento a domicilio o se le contactaba por correo. Si la carta no llegaba en un plazo de treinta días, se emitía una nueva, con un máximo de cinco intentos. El correo tenía la obligación de dar prioridad a este tipo de correspondencia. Si se negaba o se hacía un mal uso de esta responsabilidad, se consideraba un atentado contra los valores democráticos, con una pena de cinco años de prisión. Si la carta llegaba al destinatario y este no podía asistir por razones de salud, no habría consecuencias, siempre y cuando se presentara la documentación correspondiente. Si se ignoraba esta solicitud, se consideraba un delito contra los valores democráticos, con una pena de dos años de prisión, uno en prisión y otro en su domicilio.
El presidente de mesa era el representante del estado y garantizaba que la elección se llevara a cabo de manera justa. Esto significaba que ningún miembro del orden público, civil o militar, podía impedir, amenazar o lastimar al presidente de mesa. Cualquier representante judicial, militar, estatal o civil que atentara contra el presidente de mesa enfrentaría penas de seis a diez años de prisión.
Se pueden rescatar algunas anécdotas de estas elecciones. Fausto fue acompañado por su esposa para votar e hizo fila como todos los demás. Dado que había veda electoral, no podía hablar sobre política, pero sí sobre temas cotidianos. Tampoco podía predecir quién ganaría, pero sí podría contar cómo es la vida de un presidente. Curiosamente, alguien le preguntó sobre su vida personal: si iba a ser padre. Fausto no pudo responder, no porque no supiera qué decir, sino porque Karen no le dio tiempo para pensar. Ella solo respondió: "Estamos trabajando en ello", lo que causó una risa incómoda al presidente.
En el otro extremo de la ciudad de San Isaak, votaba Harrington. Se le veía tranquilo, con su inconfundible galera y bastón de madera y esmeralda. Estaba acompañado de sus dos hijas y su nieta. A pesar de ser conocido por su carácter fuerte, le cedió el paso a un hombre de avanzada edad con dificultades de movilidad. También se pudo ver cómo Harrington interactuaba con su familia: cargó a su nieta en brazos, mientras ella tironeaba su elegante chaqué y se movía de un lado a otro como un péndulo mientras esperaban. Muchos no sabían que Harrington era viudo; su esposa, Vanesa Harrington, había muerto debido a una epidemia de fiebre amarilla.
Gerald Reccson votó en el colegio militar, donde también tuvo que hacer fila, ya que en el ejército todos son iguales cuando se trata de elegir a su representante. Se sabe que tenía una gran diferencia de edad con su esposa, pues él tenía 138 años (Lapsus Longus) y ella solo 21 (Lapsus Brevis), y estaba embarazada. Aunque se sabe poco sobre su vida personal, un testimonio reveló que, durante la construcción de los muros, Reccson vio a una mujer junto a otros sobrevivientes correr hacia su campamento. Estos pidieron ayuda, pero Reccson recibió órdenes de "prevenir" a futuros sobrevivientes. Aunque sospecha que falsificó los datos para permitirles ingresar a la ciudad, no hay pruebas concluyentes al respecto.
Finalmente, Ana Uribe votó acompañada de sus padres, el exsenador Rogelio Uribe y Maribel Uribe, una enfermera. Un momento tierno fue cuando Ana salió de la cabina de votación y abrazó a sus padres, orgullosa de haber votado por primera vez.
Aunque fue la primera vez que se votaba, no hubo demasiados problemas, solo algunos incidentes puntuales y aislados.
A las 22:00 horas, salieron los primeros resultados por radio, en orden de mayor a menor porcentaje: Karen Samanta Freeman, con un 82,1% de los votos; Aníbal Harrington, con un 14,3%; Gerald Reccson, con un 4,2%; y Ana Uribe, con un 1,2%. Hubo además un 0,2% de votos en blanco y anulados. La victoria aplastante fue para el partido URI.
De una población de 3.100.000 habitantes, solo votaron 2.150.000 ciudadanos.
Karen celebraba en el búnker del partido la victoria, rodeada de simpatizantes. Incluso el mismísimo Hidalgo estuvo presente, aunque le dio la mano al presidente más por cortesía que por afinidad. Pasó un tiempo conversando con ella y con Victorino antes de retirarse temprano; como él mismo dijo, no sentía que tuviera mucho que hacer ahí.
Mientras tanto, Aníbal Harrington daba un discurso en su propio búnker junto a sus partidarios. Aceptaban la derrota, lamentando no haber cumplido con las expectativas. "La democracia ha hablado", dijo, instando a sus seguidores a respetar ese valor, aunque admitió que no compartían las ideas del partido ganador. Concedió, además, sus felicitaciones a Karen.
Reccson, por su parte, se abstuvo de hacer declaraciones. Apenas murmuró: "La patria está perdida" cuando se conocieron los primeros resultados. Gerald, a quien consideraba con posibilidades de quedar en segundo lugar, fue brutalmente aplastado en la elección.
Ana, en cambio, agradeció a sus votantes por el apoyo. Felicitó a Karen y afirmó que, si ella presentaba propuestas para mejorar la sociedad, estaría dispuesta a apoyar. Sin embargo, advirtió que se opondría firmemente a cualquier iniciativa que considerara dañina para el pueblo.
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Fausto también habló sobre las elecciones, satisfecho con el resultado. Según él, "Las Siete Repúblicas están en buenas manos".
Fue el 7 de noviembre cuando Fausto dio su último discurso como presidente. En la plaza San Isaak, donde ocho años atrás habló a una decena de personas en su primer discurso, ahora había cerca de un millón. La multitud agitaba banderas y coreaba su nombre, agradeciendo su liderazgo.
Con una sonrisa y sintiendo el apoyo de dos figuras a su espalda —Victorino y Karen— Fausto avanzó al podio, levantando los brazos como si quisiera abrazar a su pueblo. Entonces comenzó:
—Hace ocho años me paré aquí para presentarles un sueño, un ideal: la nación que deseaba para ustedes. Soy consciente de que no pude lograrlo todo; aún hay muchas cosas pendientes. Pero me enorgullece saber que he hecho mucho por esta hermosa nación.
Sonrió y continuó:
—Solo puedo decirles gracias. Gracias por confiar en este joven inexperto, por escuchar a este arrogante, por apoyarme. No saben cuánto les agradezco. Antes… no había nadie. Muchas veces sentía que hablaba solo. Hoy me emociona que me hayan escuchado.
Fausto miró al cielo, evitando quebrarse.
—Muito obrigado… muy agradecido —su voz se entrecortó y sus ojos comenzaron a humedecerse—. Oh, Señor, no quería que esto sucediera. Mírenme, parezco un ridículo.
La multitud irrumpió en aplausos y gritos, mientras Fausto seguía:
—Juntos construimos un futuro del cual sentirnos orgullosos. Superamos la ansiedad de la incertidumbre exterior. Demostramos que Las Siete Repúblicas son una nación digna y fuerte. Ustedes, ciudadanos, son partícipes de esto.
Con un suspiro, finalizó su discurso:
—Me acompañaron durante estos ocho años. Hicimos historia, una historia de la que pueden sentirse orgullosos. Cuando envejezcan y estén con sus hijos y nietos, podrán decir con orgullo: “Yo estuve ahí, vi el renacer de la humanidad, de la democracia, y puse mi granito de arena para que fuera posible”. Mirarán a los ojos de su descendencia y dirán que están orgullosos de haber fundado esta gran nación. ¡Gloria a la muralla! ¡Gloria al pueblo! ¡Gloria a la democracia! ¡Gloria a Las Siete Repúblicas! ¡Con gracia y audacia!
Al terminar, la gente gritó al unísono:
—¡Viva el presidente Gabriel!
Aplaudieron y corearon su nombre, ondeando banderas y proclamando su hazaña a los cuatro puntos cardinales. Así nació un nuevo apodo para él: "El Primogénito".
Fausto descendió del podio y avanzó hacia la multitud. La seguridad se alarmó; Victorino, su esposa y los guardias trataron de seguirlo, pero él se lanzó entre el público, confiado en su gente. Miles de manos lo tocaban y abrazaban. Sus guardaespaldas formaron un círculo alrededor, aunque esto no impidió que el presidente correspondiera cada abrazo con la misma intensidad.
Según cuenta uno de los asistentes del gobierno, esa noche Karen lo reprendió duramente por haber arriesgado su seguridad, y, como broma, señaló que Fausto durmió en el sofá.
El tiempo pasó y Fausto pasó su último mes recorriendo las repúblicas, dando discursos de agradecimiento. Incluso en Bélua, donde habló en portugués, fue aclamado y recibido con amor y lágrimas de alegría. La emoción de saber que les había dado un futuro lo embargaba, al igual que a su gente.
Finalmente, llegó el día de su despedida. Fausto se levantó temprano, se vistió con su uniforme y salió de la Casa Roja. Las rutas se habían cerrado para su paso, y la multitud lo miraba con respeto y admiración mientras se dirigía al Congreso.
Al llegar, subió las escaleras hasta el salón ceremonial, donde se erigían las estatuas de los siete héroes de las repúblicas: Claudio Argentum, Felipe Artigas, Oscar Neptún, María Nova Terra, Elena Inca, Sager Cárdenas y Wanda Bélua. Estas estatuas, levantadas por él mismo, simbolizaban el traspaso de poder.
Frente a él, aguardaban Karen y su vicepresidenta, Amanda Ventura, junto con Victorino. Fausto tomó la banda presidencial y se la colocó a Karen, junto con el bastón de mando, seguido de un abrazo. Victorino repitió el proceso con su sucesora en el cargo de vicepresidente, pero, siendo poco afecto a los abrazos, solo le dio un apretón de manos.
Los miembros del congreso aplaudieron, y Karen alzó el bastón en señal de aceptación.
Fausto se acercó a Victorino y le dijo en voz baja:
—Menudo público, ¿no, Erick?
—Un público difícil, sí lo recuerdo—respondió Victorino con una sonrisa inusual.
Fausto asintió.
—Gracias, Erick, por todo.
—No hay nada que agradecer, hijo. Era mi trabajo y mi responsabilidad.
Fausto insistió:
—Aun así… gracias.
Victorino, con una leve sonrisa, le dijo:
—Estoy orgulloso de usted. A pesar de su juventud e inexperiencia, demostró ser un líder capaz y pragmático. Nunca me he alegrado tanto de haberme equivocado.
Acto seguido, encendió su pipa y salió entre los festejos.
—¿A dónde vas, Erick? —preguntó Fausto.
—Me voy a casa, Joaquín. Me merezco un descanso.
Fausto lo vio alejarse, su figura desvaneciéndose en medio de las celebraciones de senadores y diputados. Aquel hombre que estuvo con él siempre, y lo ayudó y guió en todo el camino. Con una última sonrisa y un “gracias” susurrado, lo despidió. Luego se acercó a presenciar el discurso de asunción de su esposa. Un discurso que, a diferencia del suyo, fue extenso… bastante extenso.
De verdad, muy extenso.
"Honorables miembros del Gran Congreso de las Repúblicas, distinguidos ciudadanos de las Siete Repúblicas, amigos, y a todos los que hoy nos acompañan:
Hoy es un día de profunda significación para mí, para mi familia, y para nuestra gran nación. Asumo la responsabilidad de liderar este país con el corazón lleno de humildad, compromiso y, sobre todo, con la firme determinación de seguir adelante, con el mismo espíritu de trabajo que me ha acompañado toda mi vida.
A mis conciudadanos, a ustedes que han confiado en mí, quiero expresar mi más sincero agradecimiento. Este es un honor que no tomo a la ligera, y es un deber que acepto con la certeza de que juntos, como pueblo, como hermanos y hermanas, continuaremos construyendo la gran nación que soñamos y merecemos.
Es imposible no reconocer la inmensa huella que dejó mi esposo, Joaquín Gabriel Fernández Fausto, quien con su gestión visionaria, el compromiso incansable y la dedicación absoluta al bienestar de nuestro pueblo, ha transformado este bello país. Su éxito no solo se refleja en las políticas que implementó, sino en el amor y la lealtad que sembró en cada rincón de estas repúblicas. Fausto ha dejado un legado que nos llena de orgullo y, a la vez, nos impulsa a seguir trabajando sin descanso para que esa llama de esperanza no se apague nunca.
Pero quiero ser clara: mi gestión no será una continuación ciega de su administración, sino un paso hacia adelante, una evolución que tomará lo mejor del pasado, las lecciones que hemos aprendido, y las esperanzas del futuro. Continuaremos construyendo sobre la sólida base que él dejó, pero también enfrentaremos nuevos desafíos, con la seguridad de que juntos, como nación, seremos capaces de afrontarlos.
Mi primer compromiso es con ustedes, la gente de las Siete Repúblicas, a quienes serviré con integridad, con transparencia y con la firme voluntad de hacer de este país un lugar donde cada voz sea escuchada, cada necesidad sea atendida, y cada sueño, por más grande o pequeño que sea, pueda convertirse en realidad.
No hay tarea más grande que garantizar el bienestar y la justicia para todos, sin distinción. Desde los más humildes hasta los más poderosos, todos merecen ser tratados con respeto, dignidad y justicia. Mi gobierno será de unidad, de diálogo y, por sobre todo, de acción. No permitiremos que las divisiones del pasado nos impidan avanzar. Somos una nación, y como tal, debemos estar más unidos que nunca.
Quiero agradecer profundamente a mi familia, que ha sido mi roca y mi apoyo incondicional. A mi esposo, Fausto, por su amor y por la confianza que siempre ha depositado en mí. Sabes que este camino lo recorreremos juntos, aún cuando nuestros destinos se tornen diferentes. Pero, sobre todo, quiero agradecer a todos ustedes, los ciudadanos de las Siete Repúblicas, por darme la oportunidad de servirles.
Hoy, al asumir la presidencia, lo hago con la convicción de que este es solo el comienzo de una nueva era, en la que la justicia, la paz y la prosperidad serán los pilares de nuestra convivencia. Sigamos adelante con valentía, con esperanza, con amor por nuestro país.
¡Que vivan las Siete Repúblicas! ¡Que vivan todos los que hacen de esta nación un lugar digno de esperanza! ¡Una nación de iguales, una nación de oportunidades!
Muchas gracias."
Y con estás palabras, empezaba una nueva etapa en las Siete Repúblicas.