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El joven loco

Retrocedamos unas horas antes de lo ocurrido. En el lugar donde se había producido el levantamiento, se encontraba el presidente de las siete repúblicas, solo y sin custodia, arriesgándose a ser asesinado, sentado tomando té con su líder Celeste Villordo.

—Debo confesar que no me gusta mucho la manzanilla, pero es mejor que tomar agua, ¿no es así?

—En lo absoluto, joven. Sin embargo, es lo mínimo que tenemos gracias al bloqueo.

—Lamento eso.

Celeste estaba frente a la persona más poderosa de las siete repúblicas. Si él llegase a morir, las demás naciones aplastarían su revolución en un abrir y cerrar de ojos. Pues si bien este tenía problemas políticos, no quitaba el hecho de que aún mantenía una popularidad inmensa entre la gente.

Lo cierto es que Fausto no temía por su vida. Podía presumir que había visto el infierno cuando era niño, por lo que no tuvo ningún problema en ir hasta una zona de guerra que podría terminar en tragedia en cualquier momento, con una maleta y un sombrero.

—Quiero evitar que haya un derramamiento de sangre.

—Pide demasiado, señor presidente.

—Claro que vengo a ofrecer una salida que pueda terminar con esto, pero necesito su colaboración. Planeo escuchar lo que tiene que decirme.

—Queremos lo que todo el mundo tiene y a nosotros se nos priva de ello: libertad y derechos.

—Puedo darles eso, sí, pero también quiero que no abandonen su trabajo.

—No puedo garantizar eso. Cuando ellos sean libres, querrán hacer labores diferentes. Nadie quiere trabajar en un lugar que trae malos recuerdos.

—Pero necesitarán sustento para mantener su libertad.

Fausto miró a un joven desaliñado sosteniendo un rifle.

—Muchacho, ven aquí.

El joven se acercó a él de forma cautelosa.

—No temas, no te haré daño. Dime tu nombre.

—Solaris Wilman.

—Muy bien, Solaris. ¿Cuántos años tienes?

—Catorce años, señor.

—¿Qué eras antes del levantamiento?

—Esclavo, señor. Mi profesión era trabajo doméstico.

—¿Qué harás cuando todo termine?

—Yo... no lo sé, señor. Sobrevivir.

Fausto miró a Celeste, para después despedirse del joven.

—Puedes marcharte, Solaris. Cuídate.

—Gracias, señor.

Tras el breve intercambio de palabras, el joven se alejó de los dos, dejando a Celeste y Fausto a solas.

—Sobrevivir. Si una bala no lo mata, el hambre lo hará—comentó Fausto.

Tras decir eso, le dio un sorbo al té. Celeste no dijo nada y se limitó a mirarlo.

—Puedo darles la libertad y mucho más. Puedo garantizar derechos y obligaciones como ciudadanos, si a cambio no cambian su labor. Los minerales seguirán siendo extraídos, pero no hasta que ustedes colapsen, sino por un límite de tiempo claro, negociable, al igual que se les pagará por ello.

—¿Qué garantías hay de ello, señor?

Fausto miró el gigantesco letrero que había detrás de ellos. El cartel tenía en letras grandes “Compañía Forreza”.

—Porque tengo planeado, como presidente, hacerme cargo de ustedes, no como esclavos, sino como empleados.

—Disculpe mi atrevimiento, pero usted está demente, ¿de verdad piensa que puede comprar…?

—Ya lo hice.

Celeste quedó sorprendida.

—Antes de venir aquí me reuní a tomar café con el señor Arturo Forreza.

—¿Cómo lo hizo?

Fausto sonrió.

Resultaba que era cierto. Fausto se había reunido con el magnate Forreza. En un principio, el magnate quería que el presidente solucionara su problema con el ejército y que el estado pagara por los destrozos de su empresa. Pero Fausto lo conocía bien, pues durante la semana que estuvo en silencio, se dedicó a investigar una forma de salir de esta situación sin derramamiento de sangre.

Arturo Forreza se había hecho cargo de la compañía de su padre, Oscar Forreza, quien murió de causas naturales y le heredó la empresa a su único hijo. El incompetente Arturo empezó a malgastar la fortuna de su padre en cuestión de dos años. Las pérdidas que causaban eran cada vez más altas, provocando que el mantenimiento de las necesidades básicas de los esclavos se deteriorara y causara mal vivencias entre ellos. La situación entre los esclavos era tan inestable que solo un pequeño problema o situación podría causar una revuelta. No fue de la noche a la mañana; fue un proceso de desgaste que duró increíblemente dos años.

Fausto hizo un trato con él, explicándole que sus bienes estaban en manos de los esclavos, y si él mandaba al ejército, lo poco que tenía se iría al drenaje. Los esclavos se atrincherarían en las fábricas, y los militares no dudarían en abrir fuego o incluso incendiar las fábricas con los esclavos dentro. Por supuesto, los esclavos, el bien más caro y valioso de la compañía, serían ejecutados si se alzaban en armas. El señor Arturo, con su patrimonio bajo pero envidiable para cualquier trabajador promedio, tendría que usar esa “poca” fortuna para restaurarla y de paso comprar más esclavos. Al haber una masacre de tal magnitud, el precio de los esclavos se elevaría, y tendría que pagar el doble de lo que había pagado. Si quisiera vender la empresa, nadie querría hacerse cargo de una empresa en ruinas cuyos costos de reparación y mantenimiento no compensarían las ganancias por lo menos en cinco años. Nadie querría hacerse cargo de un activo que no daría ganancias inmediatas.

Por lo tanto, sin mucho esfuerzo y con una compra de más de dos millones de lunarios, Fausto se hizo cargo de los derechos de la empresa.

—No puedo creerlo —se sorprendió Celeste.

—¿Cuento con su apoyo?

Celeste pensó un momento.

—Quisiera meditar esta oferta, si no es mucha molestia.

—Claro, pero solo un día.

—Mañana tendrá una respuesta clara.

Fausto se puso de pie y se fue al hotel donde vivían los esclavos, claramente perturbado. Curiosamente, ambos no pudieron dormir bien esa noche, cada uno con diferentes problemas. Por un lado, Celeste tenía una decisión muy importante, quizás la más crucial de su vida, ya que tenía el futuro de su gente en sus manos. Cualquiera que fuera su decisión, esta afectaría enormemente a ella y a los demás, ya sea de manera positiva o negativa. Por otro lado, Fausto no pudo dormir debido al caos en el hotel: cánticos, borrachos, música y gemidos.

—¿Me habré equivocado? —pensó para sí mismo.

Pues había olvidado el detalle de que los cabeluces son personas nocturnas, y que hubiera pocas personas en su reunión de mediodía se debía a que estaban descansando.

Al día siguiente, tanto Celeste como Fausto tenían ojeras por no haber dormido bien, cada uno por circunstancias distintas.

—Tenemos un acuerdo.

—Acepto los términos, pero con condiciones.

—Adelante.

—Quiero que se garantice la seguridad de todos los que se sublevaron contra sus dueños.

—Acepto.

—Quiero que se respete la decisión de quienes se nieguen a trabajar en la minería y se les ofrezca otro empleo.

—Se respetará su decisión, pero no se les garantizará un trabajo. Solo puedo ofrecerles opciones, pero no asegurar que sean aceptados.

—Una ley que...

—Ya está en marcha.

—Oh, bien.

Fausto se puso de pie y extendió la mano.

—Por favor, no —dijo de forma asqueada.

—Insisto, señorita Celeste.

Sin más alternativa, Celeste aceptó el apretón de manos.

—Ya está hecho.

—Supongo.

—Por cierto, ¿tienen una estación de radio?

Fausto no perdió tiempo y se dirigió a la única estación de radio que aún funcionaba. Curiosamente, allí estaba el locutor tomando té, y cuando vio al presidente, se alarmó y escupió su té.

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—¡¿Señor presidente?!

Fausto pasó saludando y entró a la cabina.

—Buenos días, señor. Necesito su ayuda para conectarme a una radio de la capital.

—Entendido, señor...

—¿Tiene café?

—En la repisa de arriba, señor.

Fausto abrió una de las muchas puertas que había allí y sacó un tarro de vidrio con café molido. Sin medirlo demasiado, procedió a comer el café crudo con cuatro cucharadas, luego tomó agua.

—¿Así lo hacen en la capital?

—Así lo hago yo.

La radio se conectó con una estación en la capital, y el resto es historia. El mensaje llegó al congreso a través de la estación de radio, pues era hora de votar.

—Buenos días, honorables representantes. Sé muy bien que no les caigo bien, del mismo modo que su existencia es una molestia justificada para mi gobierno. Y si les soy sincero, he pensado muchas veces en dinamitar el congreso yo solo.

Todos quedaron atónitos con estas últimas declaraciones; incluso Victorino se cubrió la cara de la vergüenza que sentía. Sin embargo, el mensaje continuó.

—Pero los entiendo, de eso se trata la democracia: de pensar distinto y tener más de una sola visión de cómo ayudar al país. Por más que las ideas sean diferentes, son válidas; toda idea sobre cómo ayudar a la nación es válida. Puedo entender que ustedes no quieran ayudarme en ciertas cuestiones, por diversas razones, pero no quiero ser el presidente que pase a la historia por mandar un ejército a reprimir una sublevación de esclavos, ni el genocida estatal que fue pionero en matanzas. Esta ley está destinada a impedir eso. Soy consciente de que los representantes de Artigas y Neptún están en contra de la ley para la liberación de los esclavos, pero puedo ofrecerles salidas que, juro por mi vida, serán beneficiosas para sus naciones. El estado de la república les dará un bono de cincuenta mil lunarios por la extracción de minerales, además de la reconstrucción total de Ochanca por parte del Estado Presidencial.

Los senadores y diputados se miraron mutuamente, murmurando entre ellos, y el primero en hablar fue Aníbal Harrington, del partido JM, que representaba a Artigas.

—El partido murallista de Artigas estará dispuesto a apoyarlo solo si el gobierno nacional está dispuesto a subsidiar la infraestructura dañada durante el levantamiento.

—Así se hará, honorable…

—Aníbal Harrington.

Tras decir eso, el señor Harrington se sentó en su banca y miró fijamente a Julio Cantero, presidente del partido JM. Sin embargo, este no se opuso y apoyó la postura de su colega, Aníbal.

Por su parte, Neptún, quien se vería terriblemente beneficiado por la propuesta del presidente y el apoyo del partido JM, no necesitó ser elocuente para expresar su acuerdo. Como es habitual en la historia de la burocracia, la UL no quería dejar pasar la oportunidad de prolongar su monólogo sobre las razones por las cuales debía decirse que sí. Este monólogo fue pronunciado por el senador Luciano Zárate.

—Por la presente resolución de las futuras causas y consecuencias de esta decisión, en consideración a la postura clara y fehaciente de nuestros semejantes, estamos completamente alineados con una decidida y cooperativa relación con nuestra nación hermana. Es decir, que nuestro apoyo es total y dispuesto.

Victorino se reía de la situación.

—Tanto parafraseo para decir que sí —susurró a sus allegados.

Por otro lado, Fausto estuvo a punto de quedarse dormido cuando escuchó que el señor Zárate hablaría. Sin embargo, no tardó en seguir comiendo su café a cucharadas cuando comenzó a hablar, y para sorpresa de todos, fue breve.

—Ejem, entonces quisiera presentar la votación de estas dos leyes, que están en las manos del jefe de la cámara, el señor Javier Pozo.

Javier se puso de pie y, con los papeles en mano, los alzó en el aire para que todos los miraran.

—A partir de este momento, se entregará una copia a cada representante de la cámara para que puedan leerla y pronunciarse si están de acuerdo o no con ella.

Luego miró hacia la radio.

—¿Sigue ahí, señor presidente?

—Sí, sigo aquí.

—Qué bien, porque su voz debe estar presente. Como usted promulga esta nueva reforma, habrá miembros que no estarán de acuerdo con ciertas partes de su ley, por lo que debe dar declaraciones. En caso contrario, llamaré a un descanso y lo debatiremos cuando usted esté presente.

Fausto se aflojó la corbata y le dio una última cucharada al café antes de dejarlo a un lado.

—Claro, estaré aquí.

Fausto se vio obligado a permanecer pegado a la radio, mientras el congreso empezaba a leer lo que el presidente proponía. Poco después, Celeste apareció nuevamente, acompañada por algunos de sus allegados, quienes parecían visiblemente perturbados.

—Señor, hay problemas.

Fausto se sorprendió al notar la preocupación en los hombres de Celeste.

—Disculpen, tengo que ausentarme por unos momentos.

—Puede tomarse el tiempo que necesite, señor presidente. Los procedimientos llevarán tiempo, pero será mejor que esté presente para dar declaraciones.

—Estaré presente.

Fausto se levantó de la silla y siguió a Celeste hacia afuera. Resulta que desde la barricada se podía ver al ejército a caballo de la república de Artigas, que estaban preparados para entrar. Rápidamente comprendió que tenían toda la intención de hacerlo.

—¡ALTO AHÍ! —gritó Fausto.

Comenzó a correr hacia la barricada y se subió a una tarima improvisada que se había construido. Mientras se dirigía hacia ellos, uno de los militares sacó su arma y lo apuntó, pero su superior se la arrebató.

—Es el presidente, idiota.

Fausto se subió a la tarima improvisada y encaró a su superior.

—Nombre y apellido, rango, número y razón de su llegada.

—Soy el comandante Vega Ocampo, del batallón 103 de la república de Artigas. Me envía el magistrado Claudio Dominico.

—Bien, señor Ocampo, puede retirarse usted y sus hombres.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo. Tengo órdenes.

Fausto se rió.

—No olvide que usted debe obedecer mis órdenes. Soy el supremo jefe de las fuerzas armadas, según lo dicta la constitución que ustedes juraron.

—Yo obedezco al magistrado, señor, no a usted.

—Entonces, debo tomar esto como un acto de rebeldía.

—Tómelo como quiera. No obedeceré a un niño que no sabe levantar un rifle, presidente.

—Suficiente. Usted y el magistrado están bajo arresto por sublevación.

Los soldados se rieron, excepto Ocampo.

—Usted no es, y nunca será, mi superior.

Los soldados alzaron sus armas.

—¿¡Comandante!? Esto es traición.

—Silencio, sargento. Tenemos órdenes que cumplir. Las leyes militares no están atadas a la constitución, y nuestro jefe es el magistrado.

Celeste se puso a la defensiva, pero Fausto se interpuso.

—No habrá derramamiento de sangre. Esto se acabó.

—El palabrerío no funciona. Si muere, será un mártir para los demás, y podremos deshacernos de esas sucias cucarachas.

El sargento tomó su rifle y golpeó en la cara al comandante Ocampo, haciéndolo caer inconsciente de su caballo.

—Estúpido —luego miró a los demás hombres—. Escuchen, ahora yo estoy a cargo. Arresten a este hombre por traición.

—Gracias, señor…

—Axel Quiroga.

—Tiene mi agradecimiento. Mientras hablamos, se está votando una ley para resolver esto sin derramamiento de sangre. Por favor, retírense.

—Aunque esté en contra de este loco, es cierto que tenemos órdenes del magistrado. No podemos desobedecer, pero puedo rodear el área y ganar tiempo.

—¿Ganar tiempo?

—Somos los primeros en llegar. Nuestra tarea era destruir la barricada para que los refuerzos crucen. El comandante... bueno.

—¿Cuántos son?

—Doce batallones: 1, 6, 15, 16, 41, 89, 123, 204, 25, 33, 10 y 103.

—Bien, estas son las nuevas órdenes: rodeen el área y protejan a esta gente.

—¿A estos... esclavos?

Celeste miró con rabia al oficial, pero Fausto se le acercó.

—No, son ciudadanos.

El sargento lo miró intrigado, pero asintió y aceptó sus palabras.

—Comprendo —luego miró a sus hombres—. Soldados, ya escucharon: protejan al presidente y a los ciudadanos.

—¡SEÑOR! ¡SÍ, SEÑOR!

Los soldados se marcharon al trote para preparar la zona. Celeste suspiró de alivio y miró a Fausto.

—Gracias.

—Aún no. Él tiene razón, todavía eres esclava, pero eso se va a acabar hoy.

Fausto volvió rápidamente a la estación de radio, pues ya había demorado demasiado.

—¿Señor presidente? ¿Está ahí?

—Volví. Tuve algunas circunstancias. Me gustaría que, por favor, avisaran al magistrado Dominico que retire sus tropas de la ciudad.

—¿¡HAY TROPAS MOVIÉNDOSE SIN LA APROBACIÓN DEL SENADO?!

—Esa voz... ¿Erick?

—Así es. Cuando usted vuelva, tendrá cosas que aclarar, pero por ahora, ese tirón de orejas se lo llevará el magistrado. Ha puesto en peligro la seguridad de su jefe de estado.

—Sí, sí. ¿Y la votación?

—El bloque se ha puesto de acuerdo en el referéndum, por lo que la votación se iniciará.

Fausto celebró en silencio.

—Bien, esperaré el resultado.

Cuando Fausto se dio la vuelta, la cabina estaba llena de cabeluces, y Celeste encabezaba la pequeña multitud.

—Hola, emm... ¿sucede algo?

—Empezó la votación, ¿no es así?

—Sí, ha comenzado.

—Esperemos que ocurra lo mejor.

—No, ocurrirá. De eso no hay duda.

Pasaron largas horas, pues en la banca de los diputados se daban discursos extensos, mostrando su postura, ya sea para abstenerse o para oponerse. Sin embargo, para alivio de muchos, los que estaban a favor votaron afirmativamente al instante. Por parte de los diputados, solo once votaron en contra; no hubo abstenciones. Luego pasó al lado de los senadores. Por costumbre, el bloque que impulsa la ley vota primero. Como Victorino había renunciado a su banca de presidente de la cámara, se vio limitado al momento de votar y solo pudo observar. Afortunadamente, todos votaron a favor, pero cuando llegó el turno de Hidalgo Rivas, este contestó:

—Me abstengo.

El URI estalló en su contra, y los abucheos fueron numerosos. Se notó que los once que logró influir Rivas se convirtieron en quince. Esto dibujó una sonrisa en el rostro de Aníbal, una sonrisa que dedicó a Victorino cuando llegó su turno.

—Voto a favor.

Victorino sabía que tenía que darle algo a cambio sí o sí, ya que se había notado discordia en el bloque oficialista. Ahora el URI no mostraba tanta unidad; nadie votó en contra, pero hubo quince abstenciones. El partido JM votó a favor, y solo seis de los senadores del partido UL votaron en contra.

—Por un margen de amplia mayoría, la ley promulgada por el señor presidente Joaquín Gabriel F. Fausto es ratificada y se convierte en la Ley 13.505 de la Constitución.

Fausto cerró los ojos y sonrió.

—Eso significa...

—Sí, señorita Celeste, son libres. Todos.

Esas simples palabras, que eran un tesoro para ellos, se habían convertido en realidad. La euforia fue tal que, al escucharla, se alzaron en alegría y festejos. Había cabeluces abrazándose y llorando. Incluso Celeste estaba en shock al saber que ya no estaba encadenada a nadie. Su sorpresa y alivio fueron tan grandes que perdió la fuerza en las piernas y se arrodilló ante Fausto. Inmediatamente, todos lo cargaron en brazos y lo sacaron de la estación de radio. Incluso el locutor, que no era un cabeluz sino un simple ciudadano negro, salió a festejar con ellos.

Llevaron al presidente en brazos hasta la plaza, donde la multitud gritaba al son de su nombre.

—¡FAUSTO! ¡FAUSTO! ¡FAUSTO!

Los gritos de alegría y euforia llegaron hasta los oídos del ejército, que rodeaba la ciudad en caso de que el batallón intentara entrar. El sargento Quiroga alzó su sable, y los demás lo siguieron, saludando a los nuevos ciudadanos.

Cuando Fausto pidió que lo bajaran y sus pies tocaron el suelo, buscó rápidamente una zona elevada para ser visto por todos, o casi todos. Se subió a un podio improvisado para que todos lo miraran y entonó el himno de las Siete Repúblicas.

—Escuchad el cambio, aspirad el futuro, sentid la esperanza, contemplad la gran república.

La gente comenzó a acompañar su canto, un canto que llegó a los militares. Estos se vieron obligados a estar firmes al escuchar el himno de su patria sonar, una melodía que podía escucharse a lo lejos. Este es el himno de las Siete Repúblicas.

Escuchad el cambio,

Aspirad al futuro,

Sentid la esperanza,

Contemplad la gran república.

Ha llegado el momento, es la hora de alzarse.

Los laureles de los ancestros claman por la patria.

Nuestro pabellón, teñido en sangre, resguarda nuestro legado.

Somos el porvenir, los heraldos del cambio.

Juramos defender, luchar y construir:

¡Victoria o muerte!

Escuchad el cambio,

Aspirad al futuro,

Sentid la esperanza,

Contemplad la gran república.

Desde los cuatro puntos cardinales, ¡Patria o muerte!

Somos la revolución, los idealistas, la esperanza viva.

Gloria a la muralla, al pueblo y a la vida,

Gloria a la bandera, a la democracia,

Gloria a las siete repúblicas, con gracia y audacia.

Ha llegado el momento, es la hora de las murallas,

Ha llegado el momento, es la hora de la república,

Ha llegado el momento, es la hora de la esperanza,

Ha llegado el momento, es la hora del pueblo,

Ha llegado el momento, es la hora de la democracia.

Escuchad el cambio,

Aspirad al futuro,

Sentid la esperanza,

Contemplad la gran república.

¡Patria o muerte!

Desde las cuevas hasta las montañas, somos la grandeza.

Un movimiento social que crece por y para todos.

Salve la gran democracia, salve nuestros ancestros.

¡Victoria o muerte!

Estad atentos, somos el cambio, es la hora.

Estad atentos, somos la democracia, es la hora.

Aunque el pasado duela, somos el futuro, es la hora.

¡Por y para nuestro pueblo!

Escuchad el cambio,

Aspirad al futuro,

Sentid la esperanza,

Contemplad la gran república.

Ha llegado el momento, es la hora de las murallas,

Ha llegado el momento, es la hora de la república,

Ha llegado el momento, es la hora de la esperanza,

Ha llegado el momento, es la hora del pueblo,

Ha llegado el momento, es la hora de la democracia.

¡Patria o muerte!

Escuchad el cambio,

Aspirad al futuro,

Sentid la esperanza,

Contemplad la gran república.

¡Patria o muerte!