Aunque Fausto ya no estaba tan involucrado en el gobierno, seguía siendo una figura clave en el ámbito político. Su impacto en la opinión pública permanecía intacto, lo que lo llevó a ser invitado nuevamente al programa de radio ¿Me escuchas, Lexter? En esta ocasión, el propósito era explorar su historia personal con mayor profundidad, ya que su anterior visita había dejado muchas preguntas sin responder.
La conversación comenzó con un tono distendido. Fausto relató pasajes de su infancia, momentos que habían moldeado su carácter impulsivo y su inquebrantable optimismo. "Esos años definieron mucho de lo que soy ahora", confesó. Pero también admitió que durante su etapa como jefe de Estado enfrentó dudas profundas.
—Muchas veces me preguntaba si lo que estaba haciendo era lo correcto —dijo con honestidad—. Tenía apenas veinte años cuando asumí ese rol. Ahora, hoy con casi treinta, al mirar atrás, veo que fue una etapa emocionante, pero llena de incertidumbres. Como muchos jóvenes, tenía esa tendencia a desafiar lo establecido, a reclamar el mundo como mío. Pero, con el tiempo, entendí algo crucial: el mundo, aunque imperfecto, siempre tiene espacio para mejorar. Y ese debía ser mi objetivo: cambiarlo para bien.
Fausto atribuyó gran parte de su fortaleza a las personas que lo rodearon durante esos años. "Tuve la suerte de contar con individuos extraordinarios, personas que me enseñaron a ver más allá del caos y la devastación que las generaciones anteriores habían dejado. Vivíamos en una tierra marcada por los errores del pasado, un lugar donde cualquier día podía ser el último. Aun así, creí firmemente que podía mostrar a las Siete Repúblicas una visión diferente, algo que pudieran llamar suyo, algo que los llenara de orgullo".
Al evocar los tiempos en que los muros aún no estaban terminados, Fausto pintó un retrato conmovedor del espíritu de aquellos que trabajaron en ellos.
—Aunque vivían dentro de las fronteras de una república, muchos no se sentían parte de ella —explicó—. El Estado estaba desconectado de las zonas rurales, lejos de las grandes ciudades. Pero, a pesar de esa desconexión, estas personas se levantaban cada día y acudían a trabajar en los muros. Nadie los obligaba. Podían haberse marchado, buscar un futuro mejor en otro lugar, pero no lo hicieron. La paga era suficiente para empezar de nuevo, y aun así, eligieron quedarse.
Fausto hizo una pausa, su mirada parecía perderse en algún recuerdo lejano antes de continuar con una sonrisa melancólica.
—Inconscientemente, formaban parte de una idea más grande. Terminar la muralla les daba un propósito, un sentido de pertenencia, aunque no lo notaran. Era mágico, de algún modo. No estaban construyendo solo un muro; estaban construyendo un sueño colectivo.
Cuando la muralla finalmente se completó, Fausto sintió que, por primera vez, las Siete Repúblicas podían reconocerse como una gran unidad, como parte de una historia compartida. Pero esos tiempos también estuvieron cargados de incertidumbre. Tras la disolución del Directorio, muchos de sus colegas políticos parecían paralizados por la indecisión.
—Tenían en sus manos la oportunidad de marcar una diferencia real —dijo Fausto, con un deje de amargura—. Pero nadie se atrevía a dar el primer paso.
Recordaba claramente la desilusión que sintió hacia el Directorio y la falta de acción de sus compañeros. Cuando el Gran Directorio se disolvió y se formó el Congreso para elegir un nuevo líder, sabía que el camino sería complicado. La lista de posibles candidatos era interminable, y muchos habían sido rechazados por diversas razones.
—Yo no era la excepción —admitió con franqueza—. Mi juventud, mi inexperiencia y el hecho de ser relativamente nuevo en el Congreso jugaban en mi contra. Pero al final, di el paso. Porque si algo aprendí en esos días es que el cambio nunca llega si uno no se atreve a intentarlo.
Aun así, cuando levantó la mano para postularse, algo inesperado ocurrió: fue aceptado por unanimidad. "No lo podía creer", confesó durante la entrevista. "Estaba confundido, contento y asustado al mismo tiempo. De pronto, tenía en mis manos un inmenso poder, un poder que podía dar tanto como quitar. La responsabilidad era abrumadora".
Lexter le lanzó la pregunta con curiosidad genuina:
—¿Por qué lo hiciste?
Fausto tomó un momento para reflexionar antes de responder. Finalmente, con una leve sonrisa, dijo:
—Las posibilidades no eran altas, lo sabía. Pero preferí intentarlo, levantar la mano y escuchar una respuesta, fuera negativa o positiva, antes que quedarme en silencio y pasar el resto de mi vida arrepintiéndome por no haber aprovechado mi oportunidad.
Sus palabras resonaron en el aire con la firmeza de quien ha aprendido a enfrentar el miedo al fracaso.
En el transcurso de la conversación, Fausto también habló sobre su relación con Victorino, su vicepresidente. "Nunca lo había visto en persona antes de ser elegido", admitió. "Solo lo conocía de un discurso al que asistí por insistencia de mi esposa. Él era intimidante y severo. Recuerdo que llevaba un bastón, aunque claramente no lo necesitaba. Para mí, parecía más un accesorio simbólico que una herramienta funcional. Era algo que, de alguna forma, me resultaba un poco ridículo. Pero, al mismo tiempo, le daba un aire de sabiduría que imponía respeto".
Relató cómo, después de ser elegido presidente, le informaron que Victorino sería su vicepresidente. Dijo que era un hombre muy firme y, a pesar de algunos roces, se sintió orgulloso de colaborar con él. Contó que muchas veces pasaban largas noches trabajando para poder proponer una ley que lograra contentar a todos en el congreso. Porque sí, es bonito querer aprobar leyes que ayuden a las personas, pero dichas leyes deben contentar y convencer a los senadores y diputados. En política, si quieres que la comida sea gratis, sería lo mejor, sí, pero ¿Cómo se financiaría algo así? ¿De dónde sale el dinero? ¿Cómo impactaría al resto de la economía? Son ideas nobles, pero llevarlas a la práctica sería difícil, y de hacerlo solo causaría problemas a futuro. Por lo que pudieron hacer matices de ello, como tomar alimentos en abundancia y bajar el precio de estos, eso es lo máximo que podía hacer.
Fausto relató con una mezcla de nostalgia y humor aquella experiencia en la que él y Victorino intentaban idear una forma de "distribuir el agua" para todas las repúblicas. Pasaron más de diez horas encerrados en una oficina, rodeados de montañas de papeles, documentos, borradores y propuestas que parecían plausibles, pero ninguna terminaba de encajar del todo.
—Fue agotador —dijo entre risas—. No había forma de que encontráramos una solución clara, y cuanto más lo intentábamos, más frustrados estábamos.
En un momento de agotamiento absoluto, decidieron tomar un descanso. Se dejaron caer al suelo, uno junto al otro, dejando que el silencio y el cansancio llenaran la habitación. Victorino, siempre con su porte imperturbable, sacó su pipa y comenzó a fumar con calma. Luego, casi por inercia o tal vez por costumbre, extendió la pipa hacia Fausto.
—Le aclaré que no fumaba —relató Fausto, con una sonrisa que delataba la incomodidad del recuerdo—. Pero Victorino, con esa manera tan suya, se burló de mí. "¿Sobreviviste a los infectados y le tienes miedo a esto?" me dijo, riendo.
El cansancio y la frustración del momento debieron de jugar en su contra, porque terminó aceptando la pipa. Dio una calada, pero apenas lo hizo, comenzó a toser incontrolablemente, mientras sus pulmones ardían y su garganta se cerraba.
Victorino rompió a reír, con esa risa grave y contagiosa que rara vez mostraba. Fausto no pudo evitar unirse a él, entre toses y lágrimas provocadas por el humo. Fue un momento absurdo y humano en medio de una jornada agotadora, uno de esos instantes que, con el tiempo, se transforman en un momento inolvidable.
Contó qué pasó con los cabeluces, el famoso levantamiento en Ochanca.
Después de que los cabeluces fueran declarados libres, comenzó un periodo de transición lleno de desafíos y complejidades sociales. La nueva ley otorgaba la libertad a todos los esclavos, garantizándoles los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. Sin embargo, la implementación de esta medida distaba de ser sencilla. No se trataba de una emancipación inmediata y uniforme; el Estado no irrumpía en las viviendas para "arrancarlos" de sus amos. Esto generó una diversidad de situaciones, ya que las relaciones entre esclavos y amos no eran homogéneas.
Fausto contó que, consciente de que la esclavitud era una aberración moral, reconocía también las complejidades inherentes a la naturaleza humana. Había casos de violencia y abuso hacia los esclavos, pero también existían amos que los trataban como parte de su familia. Esta diversidad de experiencias creaba un panorama difícil de abordar.
Uno de los mayores temores era que la liberación pudiera convertirse en una condena para muchos cabeluces. La libertad sin sustento podría llevarlos a la indigencia, lo que alimentaría la percepción de que "dejarlos a su suerte" era, en el fondo, una forma de negligencia disfrazada de justicia. Algunos esclavos, enfrentados a la incertidumbre, preferían permanecer bajo el yugo de sus amos si eso significaba tener un techo y comida asegurados.
Para mitigar estas consecuencias, el Estado asumió la responsabilidad de cuidar a los más vulnerables entre los libertos. Se establecieron programas de apoyo que incluían la provisión de vivienda temporal, educación básica, capacitación laboral y acceso a servicios médicos. La intención era otorgarles las herramientas necesarias para integrarse plenamente en la sociedad como ciudadanos autónomos. Sin embargo, estos esfuerzos no siempre fueron suficientes.
El impacto de esta transición resonó profundamente en todas las esferas de la sociedad. Algunos antiguos esclavos aprovecharon la libertad para forjar un futuro independiente y próspero, estableciendo pequeñas comunidades y negocios propios. Otros, atrapados en la pobreza y la falta de oportunidades, encontraron difícil escapar de las sombras de su pasado. La sociedad también experimentó tensiones internas: los antiguos amos debían adaptarse a una nueva realidad, mientras que las clases trabajadoras veían a los libertos como competencia directa en un mercado laboral ya saturado.
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Pese a las dificultades, la liberación de los esclavos marcó un hito en la historia del país, mostrando tanto los retos como las posibilidades de construir una sociedad más justa. Aunque el camino hacia la igualdad fue arduo y estuvo plagado de obstáculos, la decisión de liberar a los cabeluces dejó una lección invaluable: la libertad, para ser verdadera, debe ir acompañada de dignidad, oportunidades y una red de apoyo que permita a cada individuo florecer como miembro pleno de la sociedad.
Fausto relató que erradicar el malestar social y el racismo no fue un desafío tan complejo como se podría imaginar. La esclavitud no era una práctica común entre los ciudadanos de clase media, lo que ofrecía una oportunidad óptima para abolirla por completo. Aunque algunos sectores laborales se vieron perjudicados por esta medida, el Estado se encargó de indemnizar a aquellos afectados para mitigar las pérdidas.
Sin embargo, no todos aceptaron la nueva ley de buena gana. Para quienes se negaron a cumplirla, el gobierno adoptó una postura firme y severa. La esclavitud, o cualquier forma de privación de libertad contra un ciudadano, fue declarada un delito grave, castigado con penas de cárcel de hasta veinte años. En asuntos tan delicados como este, no había espacio para la tibieza o la indulgencia.
Cerca de cincuenta personas fueron encarceladas por negarse a otorgar la libertad a los cabeluces, un recordatorio contundente de que la justicia debía prevalecer sobre la resistencia al cambio. Fausto, convencido de la necesidad de estas acciones, afirmó que la firmeza del Estado había sido clave para consolidar una sociedad más justa y equitativa.
—Todo ciudadano es libre desde el momento en que nace.
Lexter, aprovechando la oportunidad, preguntó sobre una figura histórica que había despertado su curiosidad, sobre aquella líder.
—Ya que estamos en este tema, quisiera preguntar: ¿Qué pasó con la revolucionaria Celeste Villordo?
Fausto rió con cierta complicidad ante la pregunta.
—Sigo en contacto con ella. De hecho, la empresa Forreza, ahora renombrada como "Gabrielo", admito que tenía mi mente en otra cosa cuando le puse el nombre, es una de las compañías en las que ella es codueña. También, hace poco fue madre. Me comentó que le puso mi nombre...no voy a mentir, me dio pena.
Lexter no pudo evitar reírse por la situación, pero pronto llevó la conversación hacia un tema que le intrigaba profundamente: "su nombre".
—Cuando usted vino aquí y nos contó la impactante historia de su infancia, se me escapó una pregunta. Si no le molesta, claro.
—Para nada, adelante —respondió Fausto, con una sonrisa de curiosidad.
—Es sobre su nombre. ¿Por qué se llama Joaquín Gabriel Fernández Fausto y no Joaquín Fausto Gabriel Fernández o Gabriel Fernández Joaquín Fausto? ¿Por qué esa forma, tan peculiar de su nombre?
—¿Era eso? —Fausto volvió a reír con ganas—. Es un estilo. Desde que tengo memoria, siempre desordenaba mi nombre. Mis padres se cansaron de corregirme. Todavía recuerdo a mi profesor particular intentando enseñarme a escribir primero mi apellido y luego mi nombre. No hubo caso. Simplemente es una costumbre rara mía, y al parecer, no quise renunciar a ella.
Lexter sonrió y, con una mezcla de ingenio y aparente pereza, formuló su siguiente pregunta:
—En este "ámbito", suelo hacer preguntas personales a los entrevistados para mostrar a los oyentes que esas personas que ven como "extraños", ya sean empresarios, políticos o presidentes, son humanos como nosotros. Es una forma de generar cercanía y empatía.
—Entiendo. ¿Qué necesita saber? —respondió Fausto, con curiosidad.
—Su relación con su esposa, la actual presidenta de las Siete Repúblicas, si no le incomoda o molesta. ¿Cómo era su vida antes de casarse? ¿Qué lo atrajo de ella?
Fausto esbozó una sonrisa incómoda, consciente de que debía ser cuidadoso con sus palabras, especialmente porque sabía que Karen lo estaba escuchando.
—Mire, la verdad es que preferiría guardarme ciertos detalles sobre ella hasta que se sienta lista para compartir su historia. Lo que he contado en su programa fue con su autorización, ya que, para mí, ella fue un pilar fundamental durante esa pesadilla.
—Comprendo —dijo Lexter, con un tono respetuoso.
—Para mí ella...
Fausto hizo una pausa, sumido en recuerdos. Los momentos vividos con Karen, desde los más insignificantes hasta los más emotivos, pasaron fugazmente por su mente. Poco a poco, su nerviosismo y la incomodidad al elegir las palabras correctas comenzaron a disiparse.
—¿Para usted? —insistió Lexter, rompiendo el silencio.
Fausto sonrió y suspiró profundamente.
—Para mí, Karen es lo mejor que me pudo haber pasado. Sin ella, probablemente no habría llegado tan lejos. Fue un pilar esencial para mi crecimiento y maduración, al igual que lo fueron mis padres y hermanos. Es la persona de la que me enamoré profundamente; es bella e inteligente, más inteligente que yo o que usted. Me apoyó incondicionalmente cuando era presidente y logró que mi carga se sintiera más ligera. Porque, seamos honestos —dijo dirigiéndose a los oyentes—, liderar siete naciones es una tarea dura, tanto física como mentalmente. Es estresante y, muchas veces, suceden cosas que escapan de tu control.
Fausto hizo una breve pausa y, con un tono más reflexivo, añadió:
—Si quieres ser presidente, necesitas dos cosas: paciencia y astucia. Y yo puedo presumir que las tengo, en parte gracias a la vida particular que me tocó vivir. Pero, si no hubiera estado con una persona como Karen, estoy seguro de que habría caído en el error de sentirme inmortal.
Luego, Fausto miró a Lexter con una expresión seria pero cargada de emociones.
—No sé si esto responde a su pregunta. Pero para mí, ella lo es todo. Es mi mundo y el amor de mi vida. Ella pudo haber elegido a cualquier persona mucho mejor que yo, en intelecto y apariencia, pero me eligió a mí. Es posible que sea un tonto muchas veces, pero ella es la persona a quien quiero mostrar mis tonterías, mis errores y mis imperfecciones. Y puedo decirlo, después de estar casado con ella varios años, que la sigo amando con mayor intensidad que la primera vez que dije "sí, acepto".
Del otro lado de la radio, mientras muchas personas escuchaban la emotiva confesión, Karen, quien se encontraba en la casa de gobierno firmando papeles relacionados con futuros proyectos de ley, había comenzado a distraerse cuando escuchó la pregunta de Lexter sobre ella. Al principio, no le dio importancia y continuó con su labor, pero, a medida que Fausto volcaba todo su corazón en aquella estación de radio llamada "¿Me escuchas, Lexter?", fue dejando de trabajar poco a poco, prestando más atención de manera inconsciente a lo que él decía.
Una mezcla de emociones comenzó a invadirla mientras escuchaba cada palabra de su esposo. A su lado, su vicepresidenta, Amanda Ventura, quien la ayudaba en su labor, no pudo evitar hacer un comentario al ver la reacción de Karen.
—Ojalá mi esposo dijera eso de mí.
Karen no pudo evitar sonreír como una tonta por cada palabra que salía de la boca de Fausto, sintiendo cómo el amor que él le expresaba en público resonaba en lo más profundo de su corazón.
Cuando Fausto terminó de hablar, la entrevista continuó con normalidad. Las preguntas iban desde lo personal hasta lo político, formando un equilibrio que mantenía el interés de los oyentes. Al final, Lexter cerró con una última interrogante:
—¿Volvería a ser presidente?
Fausto esbozó una sonrisa tranquila antes de responder:
—Lo veo muy lejano. Solo lo haría si lo considerara absolutamente necesario. Por ahora, solo quiero tomarme las cosas con calma.
Lexter asintió con admiración.
—Es una respuesta noble.
Con ese comentario, el programa llegó a su fin.
—Bien, hemos llegado al final. Gracias por acompañarnos, señor Gabriel.
—No, gracias a usted por invitarme nuevamente.
—Un placer, como siempre. Yo soy Lexter Frederick, desde la estación 91. Gracias por elegirnos y los espero mañana a la misma hora.
Tras las palabras de despedida, Fausto se levantó de su asiento y estrechó la mano de Lexter antes de abandonar la sala. Afuera lo esperaba un tumulto de admiradores que querían un autógrafo o simplemente verlo de cerca. Al salir de la estación, miles de personas coreaban su nombre. Fausto, siempre cortés, se limitó a saludarlos con una sonrisa antes de subir a su carruaje y marcharse.
La noche avanzó y, tras varias horas de viaje, Fausto llegó a la casa de gobierno. La lluvia había comenzado a caer, y el aroma a tierra mojada impregnaba el aire fresco. La oscuridad de la noche estaba salpicada de luces tenues provenientes de los faroles de la calle, que daban al escenario un matiz melancólico y bello.
Con prisa, salió del carruaje y corrió hacia la entrada principal. Golpeó la gran puerta de madera, y fue recibido casi de inmediato por uno de los criados, quien le ofreció una cálida bienvenida.
—Bienvenido, señor.
Fausto asintió en agradecimiento y se dirigió directamente hacia el despacho de su esposa. Karen seguía trabajando, como lo hacía siempre, mirando por la inmensa ventana del despacho. La lluvia se deslizaba por los cristales, creando reflejos que llenaban el ambiente de una calma solemne. Esta vez, Ventura no estaba presente, el trabajo estaba hecho, tan eficiente como siempre.
Fausto se detuvo en el umbral del despacho, incapaz de dar un paso más. Sus ojos se posaron en Karen, que permanecía inmóvil frente a la gran ventana. La lluvia serpenteaba por los cristales, creando figuras efímeras que reflejaban la luz tenue de la lámpara de escritorio. Su figura, iluminada suavemente, irradiaba una mezcla de fuerza y fragilidad que lo dejó sin aliento.
Finalmente, rompió el silencio.
—Escuché la radio.
La voz de Karen lo atravesó como un rayo. Un escalofrío recorrió su espalda mientras buscaba desesperadamente las palabras.
—¿Y qué… qué te...te pareció? —tartamudeó él.
Karen no respondió de inmediato. Su silencio pesaba como una losa, pero cuando habló, lo hizo con una profundidad que rasgó el alma de Fausto.
—Cuando el señor Rivas nos salvó… —su voz era un susurro, como si cada palabra le costara una batalla interna—, supe en ese momento que no tenía a dónde ir. Nadie me esperaba, nadie me buscaba. Durante esos días en los que estuvimos atrapados, no podía evitar soñar con las atrocidades que había visto… y las que había hecho para sobrevivir.
Fausto dio un paso adelante, su expresión se tornó seria.
—Los rostros de las personas que amé, de quienes me importaron… —Karen continuó, con la mirada fija en la ventana—. Los veo en sueños. Me atormentan. Cuando tus padres me abrieron las puertas de su hogar, por primera vez en mucho tiempo no me sentí completamente sola. Fueron tan cálidos conmigo que no pude evitar sentirme a gusto… pero siempre me preguntaba: ¿De verdad merezco esto? ¿Merezco una familia después de todo lo que hice?
Fausto avanzó con cautela hasta estar lo suficientemente cerca para observar cómo sus manos temblaban. Karen luchaba con todas sus fuerzas por mantener la compostura, pero su voz empezó a quebrarse.
—Las vidas que quité… sus sonrisas, sus rostros… poco a poco los estoy olvidando. Solo los recuerdo como monstruos que querían devorarme. Ya casi no puedo recordar la voz de mi papá… ni las risas de mis amigos… antes de que los infectados me los arrebataran.
Fausto no pudo soportarlo más. La rodeó con sus brazos y la abrazó por la espalda, con fuerza, como si intentara sostenerla antes de que se rompiera en mil pedazos. Karen, incapaz de contenerse, se dejó caer en el llanto.
—Karen… —murmuró él, con una calidez que solo tenía para ella—. Tú mereces todo lo bueno de esta vida. Nada de lo que pasó fue tu culpa, ni la mía, ni la de nadie más. Fue culpa de los infectados, y gracias al esfuerzo de todos, jamás volverán. Nuestro hijo, que está creciendo en tu vientre, vivirá en un mundo donde no tendrá que temerles. Haremos de esta nación un lugar donde nuestros hijos, y los hijos de ellos, puedan correr libres y felices, sin temor.
Karen giró lentamente para mirarlo. Sus ojos estaban enrojecidos, pero en ellos había una chispa de esperanza que Fausto nunca olvidaría.
—Como te dije… si no hubieras estado en mi casa aquel día, si no te hubiera conocido… yo habría muerto hace mucho tiempo. Ya sea por los infectados, por alguna enfermedad o simplemente de hambre. Karen… tú me salvaste.
Fausto tomó su mano con delicadeza y la colocó sobre su pecho, justo sobre su corazón.
—Todo esto es tuyo, amor mío. Mi alma, mi ser y mi vida. Te amo con todo mi corazón, Karen Samanta Freeman, y no importa lo que pase… siempre será así.
Ella, conmovida hasta las lágrimas, lo besó profundamente, era tan doloroso y emotivo que parecían esos segundos horas. Cuando el beso terminó, Fausto la abrazó con tanta fuerza que parecía temer que el mundo pudiera separarlos.
—Yo también te amo, Joaquín Gabriel Fernández Fausto —susurró ella, burlándose un poco de él—, ahora y siempre.
Karen sonrió, con una dulzura que iluminó toda la habitación.
—Gracias por salvarme la vida.
Fausto, al borde de las lágrimas, acarició su rostro y respondió con una sonrisa que solo ella podía arrancarle.
—Siempre.