En un programa de radio de la capital, tras haberse cumplido un año de su mandato, lo llamaron para entrevistarlo y preguntarle cosas de su ámbito personal. Lexter Frederick, dueño de la radio, comenzó la entrevista: "¿Me escuchas, Lexter?", un nombre que surgió por el chiste de que la audiencia llamaba y Lexter tardaba en responder por un problema de línea, por lo que le hacían reiteradamente esa pregunta.
En ese mismo programa, el presidente se sentó a responder todo tipo de preguntas, políticas y económicas, sobre el futuro de su gobierno y, sobre todo, sobre su vida personal. El relato duró cuatro horas.
"¿Quién es este muchacho?" fue la pregunta que comenzó a surgir en el año 4771. Cómo y dónde empezó su historia: todo comenzó en esa radio.
Joaquín había nacido en la República de Argentum, más específicamente en la provincia de Buenos Aires del Este. Hijo de Juan Pablo Gabriel y Luna Mercedes Fernandez. Su padre era obrero en la gran muralla en sus primeros años, mientras que su madre era soldado de contención, debido a sus habilidades con las armas de fuego. Era el menor de tres hermanos: Lautaro Franco Gabriel y Ángela de Tucumán Fernandez.
De pequeño, jugaba con sus hermanos y los demás niños en las llamadas “zonas rurales”, hogar de los obreros de la construcción de los muros. Tuvo una infancia normal hasta el 4 de abril de 4760, cuando ocurrió la famosa “Gran Estampida”. Esta se produce cuando los infectados se juntan en manadas de quinientas a mil personas sin motivo aparente, atraídos por el ruido o por diversas razones desconocidas, causando grandes destrozos y muertes. Por primera vez en doscientos años, algo similar volvió a ocurrir.
La gran estampida arrasó una gran parte de Buenos Aires del Oeste, producto de una brecha que había en el Distrito Uruguay. No hubo sobrevivientes para avisar de esta amenaza. Para cuando llegó al estado del joven Joaquín, el terror había comenzado. Mientras la familia de Fausto se preparaba para huir de sus hogares en la estación de trenes, atestada de personas que luchaban por conseguir un espacio en un vagón, su padre había conseguido, mediante conexiones, un lugar para ellos. Sin embargo, ese día ocurrió un accidente: uno de los refugiados se había infectado y empezó a atacar a las personas. En medio del pánico, el joven Fausto, de nueve años, se soltó de la mano de su madre Luna, quien tenía problemas para cargar a su pequeña hermana de seis meses.
Cuando su madre soltó su mano, empezó a gritar desesperadamente su nombre. El pequeño Fausto gritaba por su madre, pero los gritos y los disparos de los militares no hacían más que entorpecer la búsqueda. Su hermano mayor, de quince años, tomó a su madre y hermana y las empujó al vagón. En medio del pánico y las lágrimas, su madre se vio obligada a abandonar a su hijo.
El pequeño quedó atrapado entre la multitud. Según él recuerda, empezó a subir por las escaleras de las garitas para poder encontrar a su familia, pero no los pudo ver. Solo vio cómo el último tren empezaba a ponerse en marcha. Observó una gran multitud presa de la desesperación lanzarse al tren para abordarlo; algunos lo conseguían, otros eran acribillados por los soldados del tren.
"¡PREVENIR ES SALVAR!"
Gritaban los oficiales a sus soldados, instigándolos a disparar a los civiles. Ese día murieron muchas personas. El joven Fausto cuenta que tuvo que esconderse en los armarios de las garitas hasta que todo pasara. Comenta que se quedó dormido en ese lugar hasta el día siguiente. Cuando despertó, no escuchó nada, solo vio la estación de trenes vacía y llena de cadáveres. No había ningún infectado alrededor, pero no estaba exento de peligros. Contó que en la garita había encontrado un machete y salió temblorosamente al exterior, recordando el olor a sangre y a putrefacción.
"Jamás olvidaré a esa mujer sin cabeza abrazando a un bebé muerto. Pudo haber sido mi madre. Me tenté a inspeccionar su cuerpo, pero recordé que ella no llevaba vestido."
Caminó por las vías del tren con la esperanza de encontrar a su familia, pero mientras se iba acercando, empezó a ver miles y miles de infectados caminando delante de él. Describió cómo se veían: piel gris oscura y verde, algunos ya no tenían cabello, otros parecían personas corrientes, pues se habían infectado recientemente. Tenían los ojos rojos y parecían llorar sangre. Los más antiguos tenían la piel agrietada, uñas que parecían garras, estaban muy delgados, desnutridos, pero tenían unos dientes grandes, tan grandes que no podían cerrar la boca.
Fausto no pudo dar un paso más y tuvo que regresar a la estación de trenes. Vio a un infectado arrastrándose, sin piernas, que notó su presencia y empezó a perseguirlo, arrastrándose con más fuerza mientras emitía un chillido que atraía a los demás. Fausto no lo pensó dos veces y empezó a correr por su vida. Su primer instinto fue volver a su casa.
En palabras suyas, no recuerda cómo llegó a su casa. Recuerda que parpadeó y pasó de estar en la salida de la estación a estar dentro de su casa. El machete que tenía en la mano estaba ensangrentado, y no solo el machete, también su brazo y manos. Cuando alzó la vista, vio a una desconocida en su casa, una niña, al parecer mayor que él, apuntándole con un arma. A diferencia de él, ella sí tenía el arma firme y el dedo en el gatillo.
—¿Quién eres? —preguntó ella mientras jalaba el martillo.
—Soy Joaquín Gabriel, esta es mi casa. ¿Quién eres?
La niña no respondió y le preguntó otra cosa.
—¿Te mordieron?
—No, no lo hicieron —respondió rápidamente.
La niña miró el reloj que tenía en su muñeca.
—Si no te pasa nada en los próximos minutos, estás muerto.
Joaquín no respondió y solo la miró fijamente.
Entre risas, contó que estuvieron veinte minutos mirándose fijamente hasta que pasara algo, pero como era de esperar, no pasó lo que tenía que pasar; no le "comió la cara", como diría él.
Contó que la niña lo tomó del brazo y lo llevó hasta el baño para que se cambiara.
—Apestas —dijo ella mientras le cerraba la puerta.
Fausto se miró en el espejo y vio toda su ropa arañada y manchada de sangre. Tenía sangre en la mejilla y el cuello, su brazo derecho estaba sucio y con arañazos. Mientras el agua caía sobre su cabello, recordó que el infectado que se arrastraba lo dejó atrás, pero un militar infectado se lanzó sobre él y le rasgó la ropa. Trató de morderlo en dos ocasiones. Recordó que con el machete en mano le hizo un corte desde la mejilla hasta el cuello. El machete quedó incrustado, pero ese primer golpe lo dejó tonto y lento, tanto que se tropezó solo. Cuando estaba en el suelo, Fausto tomó el machete y empezó a machetearlo una y otra vez. Pero, a pesar de recordar eso, aún no recordaba el trayecto de regreso a casa.
Cuando terminó de bañarse, salió vestido con una camisa de su padre, pues este la había dejado allí para que se secara. La niña se burló de su apariencia. Llevaba el arma en la funda de su cintura, el polerón de su hermano mayor y los aritos de oreja de su madre. Fausto la miraba de arriba abajo y luego se acostó en el sillón, quedándose dormido.
Cuando despertó, estaba cubierto por una manta. Había anochecido y la casa estaba a oscuras. Lo único que daba luz era la luna llena que entraba por la ventana, y no era mucha. Se levantó alterado, pero la niña lo tranquilizó y hasta lo abrazó, susurrándole:
—No pasa nada, estoy aquí.
Recuerda que ella no dejó de abrazarlo. Le acariciaba el cabello y le daba palmaditas en la espalda. Lentamente, volvió a dormir.
Cuando despertó de nuevo, se sentía débil, pues llevaba casi dos días sin comer. La niña le había dado raciones de comida, las cuales devoró casi sin masticar. Al final, la niña se presentó como Karen, Karen Samanta Freeman. Tenía catorce años. Había sido su cumpleaños hace poco, jamás conoció a su madre y su padre había sido devorado por sus amigos del trabajo. Estaba durmiendo en su casa cuando los infectados invadieron el pueblo. Los infectados fueron atraídos por las luces en su casa y destrozaron la entrada, por lo que se vio obligada a encontrar una casa con más defensas, y se topó con la de Fausto.
Pese a que el inicio fue un poco violento, comprensible por la situación, rápidamente formaron una amistad, pues ambos empezaron a colaborar para sobrevivir. Como Karen era la mayor, era ella quien salía a buscar comida o lo que fuera necesario para sobrevivir, como medicamentos o armas. Ella no era muy expresiva, a diferencia de Fausto, quien siempre mostraba positivismo y sacaba algo bueno de cualquier situación.
En los días que estuvieron juntos, Karen siempre hacía el trabajo pesado, pues no quería arriesgarlo a él. En un relato que ella contaría mucho después, confesó que tuvo que matar a sus amigos para sobrevivir. Estos estaban infectados y uno de ellos tenía la edad de Fausto. Para no entrar en una crisis de nervios, se entrenó mentalmente para mantenerse segura psicológicamente. En cierto tiempo, Karen confesaría que la presencia de Joaquín le ayudó mucho a seguir adelante. Ya no tenía nada, lo único que le quedaba era él. Para pasar el tiempo, ambos jugaban en la casa. Fausto siempre la arrastraba a jugar con él, imaginando que eran piratas o que ella era el militar Neptún, el libertador. Incluso le enseñó a leer y a escribir a Karen para pasar el tiempo. Al principio, era terriblemente mala, pero poco a poco consiguió leer bien e incluso tener una caligrafía mucho mejor que la de él.
Por unos días, esperaban que vinieran a rescatarlos, ya que por esa zona se estaba levantando el muro, y como estaba casi terminado, alguien mandaría al ejército a salvarlos. Fausto contaba que todas las noches soñaba que un militar abría la puerta y los venía a salvar a él y a Karen, pero cuando despertaba, empezaba a deprimirse.
Tras un mes y once días, la comida empezaba a escasear. Fausto cuenta cómo Karen le daba más raciones a él, ya que la comida no alcanzaba para los dos. Aunque aún tenían agua, la comida era lo que más faltaba. Hubo ocasiones en que Karen no comía nada y se iba a dormir con solo agua. Tras repetir este ciclo día tras día, Karen fue perdiendo sus fuerzas para salir e incluso se enfermó. Fausto no lo pensó más y salió por primera vez desde aquel día.
La entrada estaba bloqueada por un ropero. Con gran esfuerzo, se las ingenió para moverlo sin hacer ruido y salió. Vio que el exterior no había cambiado tanto y que ese día no había infectados. Decidió ir a la estación de trenes, pues recordaba haber visto una maleta con una cruz en una garita, similar a la que tenía su madre.
Pero cuando llegó, no encontró nada. La maleta solo contenía alcohol y vendas. Se sintió muy triste, casi lloró. Temía lo peor y no quería que Karen muriera. Cuando se disponía a marcharse, vio humo a lo lejos. Recordó que su padre le había enseñado a identificar una hoguera de un incendio. Poniendo en práctica ese conocimiento, notó que el humo provenía de un campamento, a las orillas del tren, en lo profundo del bosque. Decidido una vez más, se acercó.
Contó que los infectados no se guiaban por el sonido del bosque, ya que pareciera que, al haber siempre animales moviéndose, los infectados aprendieron a ignorar los sonidos tales como caminatas, ramas rotas e incluso el habla. Por lo tanto, el lugar ideal para acampar eran los bosques.
Tras unos minutos, encontró el campamento. Había tiendas, caballos y soldados armados. Fausto sintió miedo al principio, pues aún recordaba cómo esos mismos hombres habían abierto fuego contra los civiles. Sin embargo, comentó que era mucho mejor encontrar adultos que monstruos, e hizo un viaje rápido a casa. Llegó cuando el sol estaba ocultándose. Vio cómo Karen se estaba vistiendo para ir a buscarlo. Cuando ella notó su presencia, se lanzó a abrazarlo y empezó a llorar, maldiciéndolo con palabras suaves como “tonto, bruto, mocoso, etc.” Su partida la había sorprendido y le había agobiado pensar que algo le había pasado. Cuando supo que él estaba en sus brazos, se desmayó nuevamente.
Fausto se puso manos a la obra. A pesar de que ella era más grande que él por treinta centímetros, la cargó en su espalda y empezó a correr. Joaquín cuenta que tuvieron suerte de no encontrar a ningún infectado al salir de su casa. Cuando llegó al pueblo, había muy pocos y cuando llegó a la estación, había uno, y para colmo, era uno de los rápidos. Este rápidamente notó su presencia y empezó a perseguirlos. Joaquín estaba muy cansado, pero sabía que dentro del bosque estaba la salvación. Recordó que él era el más rápido de su clase y no perdería contra un infectado. Empezó a correr hasta adentrarse en el bosque. Cuando sentía que el infectado estaba acercándose, muchas veces pensó que no lo lograría, y en un acto de desesperación, empezó a gritar por ayuda.
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“¡POR FAVOR, AYÚDENOS!”
Tras gritar una sola vez, escuchó un disparo de rifle. Fausto no quiso averiguar si le habían disparado al infectado o a él, así que siguió corriendo, una y otra vez, hasta que chocó con un soldado joven. Fausto cayó sentado y su amiga se despertó al escuchar el tumulto.
—Por favor, ayúdenos —dijo antes de perder la conciencia.
Del bosque salió un cabo de 21 años llamado Rivas Hidalgo Feinman, quien estaba haciendo un reconocimiento en la zona cuando vio a unos niños huir de un infectado. Sin pensar demasiado, sacó su fusil y disparó un tiro limpio a la cabeza del infectado, que cayó en seco. El niño, asustado por la situación o por el disparo, siguió corriendo hasta llegar a él y chocar con él, aunque su pequeño cuerpo no logró moverlo de lugar. Solo se sentó y pidió ayuda antes de desmayarse. Sin más opción, Rivas cargó al niño inconsciente en sus espaldas mientras sostenía a la niña semiconsciente en sus brazos.
Así, el cabo que pasó de ser un soldado a convertirse en un ícono para el ejército, salió del monte cargando a dos niños y solicitó ayuda médica. Fausto y Karen estuvieron cuarenta y dos días sobreviviendo solos.
Cuando Fausto terminó de contar la historia, hubo silencio. Incluso el conductor del programa quedó impresionado. Solo se había hecho eco de la noticia en Argentum y Neptún, pero no en las demás repúblicas.
—Lo cierto es que no sé si fue Dios o el destino, pero fue un verdadero milagro que ese campamento estuviera allí ese día, que una niña me mantuviera con vida y que un soldado estuviera en el lugar exacto y momento cuando pedí ayuda.
Cuando despertó, estaba en una zona de aislamiento por prevención, ya que no sabían si él y Karen estaban infectados. Los alimentaron y, después de una semana, los sacaron de esa habitación. Como los soldados estaban esperando refuerzos para tomar la ciudad, tuvieron que quedarse con ellos. Específicamente, el soldado Rivas se hizo cargo de ellos.
Estuvieron en el campamento cinco días. Cuando llegaron los refuerzos, se prepararon para retomar la ciudad. Rivas aconsejó a los niños que se quedaran hasta que él regresara; de lo contrario, serían llevados a Nueva Corrientes.
Ese día, la ciudad fue recuperada con éxito, sin ninguna baja. El comandante del ejército, Dante La Valle, fue convertido en gobernador provisional hasta que la ciudad estuviera en orden. Había que reconstruir y limpiar la zona, además de reforzar los muros de contención para prevenir futuras hordas. Por su parte, Rivas fue ascendido a sargento por haber salvado a los niños. Dante, conocido por ser un showman, aprovechó esta situación para elevar la reputación del ejército, propagando la historia de los dos niños siendo salvados heroicamente por el soldado Rivas Hidalgo.
Los padres de Fausto se enteraron por la radio de que su hijo estaba vivo. Su hermano contó que su madre se desmayó cuando escuchó su nombre.
Los refugiados salieron a las calles a recibir a los valerosos hombres que reconquistaron Buenos Aires del Este. El sargento Rivas encabezaba la marcha con su caballo blanco, llevando a ambos niños sobre su corcel. El pequeño Fausto miraba a la multitud buscando a sus padres. Como era de esperar, no podía encontrarlos, había demasiadas personas, hasta que vio algo distintivo. Entre la multitud, vio a su hermano mayor parado sobre los hombros de su padre, alzando un cartel que decía algo que solo él conocía: “Enano Calabacín”. Fausto identificó rápidamente ese cartel, pues era el apodo con el que su hermano lo llamaba.
Fausto avisó a Rivas que ahí estaban sus padres, por lo que este se desvió un poco de la ruta y se acercó a las personas. En el tumulto de gente emergieron su madre y su padre. Fausto no lo pensó dos veces y se lanzó a sus brazos. Por su parte, Rivas bajó del caballo y se acercó a los padres del muchacho.
—Su hijo es muy valiente, siéntanse orgullosos de él. Su determinación le salvó la vida a esta joven.
La madre de Fausto abrazó al sargento mientras le agradecía una y otra vez. Su padre le dio un apretón de manos y le dio un sincero "gracias". Karen observaba con una sonrisa apagada; estaba feliz de que su amigo se hubiera reencontrado con su familia, pero ver esa escena tan conmovedora le hizo darse cuenta de que ella no tenía a nadie, nadie esperaba su regreso.
Sin embargo, Fausto se separó de su madre para tomar a Karen de los brazos y, de un tirón, la sacó del caballo, cayendo encima de Rivas y tumbándolo al suelo. La escena fue hilarante, incluso para Rivas. Fausto abrazó a Karen y, sin consultar siquiera a sus padres, le dio la bienvenida a su familia. Karen miró confundida a la sonrisa tonta de Fausto y luego miró a sus padres. Estos se encogieron de hombros y le dieron un abrazo también.
Tras finalizar el relato, Fausto confesó que sus padres lo regañaron por hacer eso, pero que, pese a los reclamos, Karen se quedó a vivir con ellos. El soldado Rivas, que los había salvado, mantuvo cierto contacto con ellos e incluso venía a sus cumpleaños, tanto el suyo como el de Karen. Su familia jamás regresó a Buenos Aires del Este; se quedaron en Nueva Corrientes, donde Fausto terminó la escuela. Cuando cumplió dieciséis años, se mudó solo, junto con Karen, a San Isaak. Su padre fue, junto con él, uno de los primeros en levantar el último ladrillo para tapar el muro.
A la edad de dieciocho años, Fausto se vinculó al partido URI, más específicamente al movimiento Florentia Emma, donde se nucleaba la juventud del partido. Ahí estuvo dos años hasta convertirse en diputado, cargo que solo duró tres meses. El resto es historia.
En cuanto a Karen, se convertiría en su esposa. En esa época, era muy barato el alquiler para las parejas casadas, por lo que, al inicio, fue una conveniencia enorme. Luego, pasaría a ser algo serio; de hecho, fue él quien la convirtió en su secretaria con el pretexto de estar cerca de ella.
En cuanto a Rivas, aún era militar y no solo eso, formaba parte del partido URI, para ser exactos de la facción conservadora. La relación entre ellos fue truncada por los dichos de él como presidente sobre el servicio militar y el cuerpo militar, algo que Fausto lamentaba mucho, pues consideraba que las ideologías no debían romper amistades o familias. La relación ya no era como antes, solo había cordialidad.
La historia de Fausto viajó por todas partes de las siete repúblicas e, incluso de forma involuntaria, Rivas Hidalgo Feinman, coronel de las fuerzas armadas, volvió a estar en boca de todos, como en aquel acto de valentía por parte de un soldado que apenas ascendía a cabo. Volvía a ser la noticia del momento. Todos querían conocer a aquel soldado que había salvado al presidente cuando era un niño.
Pese a todo, Rivas permitió que se le entrevistara y contó su historia. Lamentaba la muerte de su comandante Dante La Valle, pues al momento en que ocurrieron los acontecimientos, él ya tenía 285 años y terminaría muriendo en el año 4769 a la edad de 293 años, cinco días después de su cumpleaños.
En ese tiempo, como en la actualidad, la expectativa de vida del hombre se había alargado demasiado, pero esto variaba, ya que se dividía en dos órdenes: humanos Lapsus Longus (que vivían entre 265 y 300 años) y humanos Lapsus Brevis (65 a 100 años). En las siete repúblicas, el 70% de los ciudadanos eran Lapsus Longus, mientras que el 30% eran humanos Lapsus Brevis. La única manera de diferenciarlos era mediante sus cicatrices. Mientras los Brevis cicatrizaban en cuestión de días, los Longus se curaban en cuestión de horas. Un corte podía cerrarse en minutos sin dejar cicatriz.
Rivas mostraba un firme rechazo a eliminar el servicio militar obligatorio, abogando que la milicia era necesaria, pues nada garantizaba que los muros fueran infalibles. Fausto, sin darse cuenta, estaba teniendo un rival político.
Había surgido una nueva administración, una que gobernaba antes en todos los ámbitos mundiales. Nació, o mejor dicho, renació la profesión de policía: la policía republicana.
"El ejército no caminará en las calles imponiendo orden, eso es trabajo para la policía," comentó Fausto en su discurso de apertura de la primera comisaría.
Fausto abogaba mucho por una unión nacional, a pesar de que esto no era posible, ya que cada quien tenía sus propias necesidades e intereses. Por ello, siempre intentó fomentar un diálogo abierto entre las voces disidentes. Si bien había disidencias en el ámbito político, esto no impedía que los representantes manifestaran sus ideas en las calles, siendo un constante recordatorio de que no estaban a favor de sus políticas.
Fausto convocaba todo el tiempo ruedas de prensa para contestar todas las preguntas que le hicieran, siendo lo más transparente posible. Entre ellas, una frecuente era si él tenía pensado dejar a un lado a los militares.
"Las fuerzas armadas nunca serán desplazadas de su labor, son un eje fundamental para las siete repúblicas, pero muchos se olvidan que son el brazo del estado y no su cabeza," respondía Fausto.
Otra pregunta recurrente era sobre los alimentos: si alcanzaban para todos, ya que aún estaba el temor de lo ocurrido en 4766, "la hambruna del 66". Gabriel había impulsado el plan Granja Estatal. Antes de que se terminaran los muros, las repúblicas solo cultivaban alimento para los ciudadanos de su sector, ya que no había ningún método para almacenar alimentos si eran atacados por los infectados. Por lo tanto, Fausto promulgó la ley de granjas, cuyo objetivo era cultivar un excedente del 50% para tener un almacenamiento bastante grande. Los ciudadanos podían comer pan y leche en invierno. Promulgó también la construcción de supermercados y almacenes estatales para la distribución de alimentos. Esto puso los pelos de punta a los militares, ya que un ciudadano podía comer lo mismo que un general o un soldado.
“No se puede repartir de forma tan irresponsable los alimentos. Pienso que el presidente debe mirar muy bien sus objetivos primordiales a la hora de llevarlos a cabo,” dijo el coronel Rivas Hidalgo en un comunicado de prensa.
Fausto, quien hasta ese momento había tenido paciencia con Rivas debido a su historia en común, perdió la calma y le respondió mediante un comunicado oficial.
“Si al coronel le parece perfecto que un soldado pueda llenar su estómago con carne de primera, pues el granjero tiene todo el derecho de hacer lo mismo, al igual que el ciudadano que con sus impuestos paga el sueldo de la armada. ¿Es acaso un acto irresponsable que el ciudadano deje de comer pan duro con sopa y pueda comer como un rey o como un coronel? ¡SI EL PUEBLO QUIERE COMER CARNE, ENTONCES CARNE ES LO QUE VA A COMER!”
Rivas vio esto como un insulto a los militares, por lo que retiró su apoyo a Fausto como miembro del partido URI, lo cual retiró al menos once votos, no esenciales, de la cámara. A partir de ahí, en todas las medidas que el presidente tomara, estos se abstendrían de votar, sin romper el pacto de Victorino, quien había arreglado que no votarían en contra.
Esto hubiera sido significativo para Rivas en el aspecto militar, pero él no supo o no vio su oportunidad de sacar partido de ello, sino que se mantuvo dentro del partido URI causando discordia en vez de crear un partido propio. El error de tal acción le traería problemas futuros.
Sin embargo, las declaraciones de Fausto a la prensa no hicieron más que aumentar su popularidad entre los ciudadanos. Tanto fue el furor que ya no podía salir a las calles como antes. Cada vez que lo hacía, las personas pasaban de ser diez a más de cien. Sin embargo, cada vez que podía, caminaba solo y hablaba con las personas. Su oratoria y discursos eran escuchados tanto por jóvenes como por ancianos.
Como presidente, había impulsado el plan “Cervantes”, un plan que consistía en construir caminos para la unificación de todos los estados. Esto dio grandes oportunidades de trabajo, pues de un lado un obrero generaba ingresos al crear carreteras, y a su vez, los obreros que ganaban dinero lo gastaban en bienes y servicios, haciendo funcionar la economía. Muchos creían que los militares mostrarían desagrado, pero fue todo lo contrario. Les pasaba algo curioso: les pagaban por no hacer nada. Su labor, según ellos, era luchar contra los infectados. Pero al no haber más esa amenaza, solo se dedicaban a “proteger a los obreros de las construcciones”, pues eran los únicos en ese momento que contaban con un cuerpo médico bastante desarrollado.
Los ciudadanos en las calles empezaban a opinar. Entre ellos, se observó un cincuenta por ciento de margen positivo, un treinta por ciento de margen indeciso y un veinte por ciento de margen negativo. Para ganar más votantes, Victorino le recomendó seguir haciendo actos presenciales, pero esta vez en obras en construcción, para que la gente vea lo que hace. Aunque solo estuviera presente por un par de horas, esto serviría para demostrar gestión.
En cuanto a las gestiones, Fausto siguió los consejos de su vicepresidente, y empezó a más presencial, en cada obra y en cada orden, él estaba presente. Se lo podía ver ayudando a los obreros, con su típica ropa de camisa blanca, corbata roja, pantalones oscuros finos y zapatos elegantes, adornado con un casco amarillo. Muchos pensaban que esto sería una de esas propagandas políticas, que sí lo era, para demostrar que hacía algo, pero lo interesante era que cuando las cámaras se iban del lugar, y el presidente aparecía al día siguiente para reunirse con el capataz:
—¿Qué sigue ahora, jefe?
—Pero usted es el presidente, puede hacer lo que quiera.
—Usted es quien usa el casco blanco, por lo que veo, usted es mi presidente —decía entre risas Fausto.
Lo cierto es que Fausto se quedó dos semanas con ellos, pasando la noche en un hotel junto a los obreros. Se veía que era bueno para hacer la mezcla de cemento, pero bastante malo para calcular su cantidad. En una ocasión, hizo cemento de más, por lo que los obreros se quedaron horas extras para no desperdiciar el material que tan amablemente Fausto proporcionó. Lo gracioso también vino cuando su guardaespaldas lo vio colocando ladrillos en un muro a seis metros de altura en una noche calurosa de verano. Se podía escuchar cómo se reían del presidente, pues era tan torpe que una vez levantó una pared y esta terminó cayendo. Por esa razón, Fausto se quedó unos días más hasta que dicha pared volviera a su lugar.
Esto podría haber quedado entre los veinte obreros con los que él trabajó, pero muchas personas de Artigas vieron y juraban haber visto al presidente desalineado, pues no tenían ropa de más para él cuando empezó a trabajar con ellos. Gaspar Quinto cuenta en su libro “El tero y el hornero” que Fausto sabía el nombre de todos, y hasta los había invitado a una fiesta de fin de año. Esto levantó revuelo, pues se decía que el presidente había gastado dinero de los impuestos para una fiesta en la casa de gobierno. Sin embargo, Fausto había pagado todo de su bolsillo, dinero que él ganaba como presidente: cinco mil lunarios por mes. Para que se hagan una idea, un trabajador promedio cobraba al mes dos mil quinientos lunarios; una casa costaba mil lunarios; el pan más caro, el ternón, un pan dulce con miel o cualquier tipo de aderezo, costaba doscientos lunarios; la carne costaba cincuenta lunarios, antes ciento cincuenta; los medios de transporte públicos, dos con cincuenta lunarios. Aunque se pensó que era un gasto del presidente con las arcas del gobierno, la causa quedó en la nada al mostrar los recibos de todo lo que comieron ese día.
Claro que había otros partidos, como el Partido Rojo con una ideología comunista, el Frente Oportunidad, el Cambio Republicano, el Partido Ciudadano o Voz del Pueblo, pero no eran relevantes, ya que nunca habían llegado al Senado. De hecho, los únicos que tenían representantes en el Senado eran el Partido Rojo con cinco integrantes y Voz del Pueblo con nueve integrantes. Esta facción sería más fácil de convencer, ya que Fausto compartía un pensamiento similar con estos partidos sobre el derecho al voto de representantes. Por lo tanto, trabajaron más estrechamente, aunque, como en todo partido, había roces. Fausto no estaba interesado en promulgar que las ganancias fueran repartidas en partes iguales, pues debido a la inestabilidad económica de ese momento, esto podría ser una medida contraproducente. Por ello, siempre se mantenía al margen de sus demandas.
Se podría decir que había un Senado y diputados de distintas clases, ideologías y políticas. Pero, ¿qué pensamiento tenía Joaquín Gabriel Fernández Fausto? Para responder a esta pregunta, haremos un breve repaso de la historia del partido Unión Radical Intransigente.