El sol apenas asomaba entre las montañas cuando Suri abrió los ojos. La pequeña de ocho años se acurrucó en la manta que Mama Ayla le había tejido. Desde su muerte, Suri había dormido abrazada a la prenda, buscando consuelo en el suave tejido que aún olía a ella. Pero esa mañana, el vacío en su pecho se sentía más grande que nunca.
Se levantó en silencio, consciente de que las demás estaban ocupadas con sus propias preocupaciones. Las últimas semanas habían sido difíciles para todas, pero para Suri, la pérdida de Mama Ayla había sido un golpe especialmente doloroso. Mama Ayla había sido más que una líder para la aldea; había sido su madre, la única figura que conocía como tal desde que la encontró abandonada siendo apenas un bebé.
La pequeña salió de la cabaña. El aire fresco le golpeó las mejillas, secando las lágrimas que aún se resistían a abandonar sus ojos. Caminó hasta el borde de la aldea, hacia un pequeño claro donde solía recoger flores con Mama Ayla. Cada planta, cada roca, le traía recuerdos dolorosos, como un eco de la voz de la anciana resonando en su mente.
—“Estas flores, Suri, son como tú,”—recordaba que le decía Mama Ayla mientras recogían las coloridas flores silvestres—, “delicadas pero llenas de vida, capaces de sobrevivir incluso en el terreno más árido.”
Aquellas palabras le traían consuelo y tristeza a partes iguales. Suri se agachó, recogiendo una de las flores que tanto le gustaban a Mama Ayla, una pequeña flor blanca con el centro dorado. La sostuvo entre sus dedos, contemplándola en silencio. ¿Cómo podía algo tan pequeño y frágil sobrevivir en un lugar tan duro como aquel? ¿Y cómo podía ella seguir adelante sin la única persona que la había amado incondicionalmente?
—“Extrañas mucho a Mama Ayla, ¿verdad?”— dijo Mika acercándose con pasos suaves. Su voz, usualmente fuerte, era ahora apenas un susurro.
Suri asintió sin decir palabra, mirando al suelo. Mika, era una de las que más entendía el dolor de la pérdida, sus compañeras de caza y aunque no fuera muy emotiva, siempre había tenido un espacio en su corazón para Suri.
—“¿Sabes? Cuando era pequeña y no hacía caso, Mama Ayla me ponía a recoger las piedras más grandes del campo” — dijo Mika, sonriendo con nostalgia—. “Decía que así aprendería lo que era cargar con mis errores. Al final, siempre terminaba riéndome con ella. Era increíble cómo lograba enseñarnos lecciones sin hacernos sentir mal.”
Suri dejó escapar una pequeña sonrisa. Recordar las historias de cómo Mama Ayla había disciplinado a las demás jóvenes le traía un pequeño consuelo. Era como si, de alguna forma, aún estuviera allí, viva en los recuerdos de quienes la habían conocido.
—“Ella te quería mucho, Suri,”—continuó Mika—. “No importa lo triste que estés ahora, siempre la llevarás en tu corazón.”
Suri bajó la cabeza, incapaz de contener las lágrimas que ahora caían más libremente. —“Pero... ya no está aquí,”— dijo entre sollozos —. “¿Cómo puedo ser feliz sin ella?”
Mika se agachó frente a ella, poniendo una mano en su hombro. —“Es normal sentirte así. Pero con el tiempo, empezarás a recordarla de otra manera. No solo por lo que te enseñó, sino por todo lo que te dejó: su amor, su sabiduría... Todo eso sigue contigo.”
—“¿Cómo?”—preguntó Suri, secándose las lágrimas.
—“Mira a tu alrededor. Cada rincón de esta aldea lleva su marca. Las historias que te contaba, las canciones que te enseñó... Ella sigue en todas partes. Está en ti, en nosotras, en cada sonrisa que alguna vez te sacó. Un día entenderás que no se ha ido del todo.”
Suri escuchaba en silencio, sintiendo el peso de las palabras de Mika. Al poco rato, se retiró a un rincón cercano donde solía ir con Mama Ayla a recoger flores. Cada planta le recordaba a los paseos juntas, a las historias que Mama Ayla le contaba sobre las antiguas historias de la aldea y cómo con cada desafío debía aprender a sobrevivir y a amar la tierra.
Pasaron los días, y aunque el dolor en su corazón no desaparecía, Suri comenzó a buscar en la rutina un refugio. Las ancianas, conscientes de su tristeza, le dedicaban tiempo para contarle historias sobre Mama Ayla, de cómo cuidó de todas ellas cuando eran jóvenes, de cómo nunca permitió que ninguna se sintiera sola o desamparada.
This novel is published on a different platform. Support the original author by finding the official source.
Una tarde, mientras ayudaba a Arlea a recoger leña, la mujer robusta y de mirada firme se detuvo un momento y miró a Suri.
—“Cuando yo era niña, solía tener mucho miedo a la oscuridad,”—le dijo mientras cargaba un manojo de ramas sobre su hombro—. “Mama Ayla me enseñó que la oscuridad no era mala, que solo era el otro lado de la luz. Me decía que, así como el día da paso a la noche, las cosas malas pueden dar paso a cosas buenas. Eso me ayudó mucho.”
Suri la miró en silencio. La idea de que su dolor pudiera transformarse en algo bueno le resultaba difícil de entender, pero las palabras de Arlea se quedaron con ella.
Aquella noche, mientras las mujeres compartían historias alrededor del fuego, Suri escuchó con atención. Una de las ancianas, Jerut, comenzó a contar una historia sobre cómo Mama Ayla había aprendido a curar heridas con hierbas que ella misma cultivaba.
—“Cuando era joven, una vez salvó a una mujer de morir desangrada,”—dijo Jerut, su voz temblorosa pero llena de orgullo—. “Nunca perdió la calma, y gracias a su valentía, esa mujer vivió para contar la historia.”
Suri sintió una mezcla de admiración y tristeza. Quería ser tan fuerte como Mama Ayla, tan valiente y capaz de cuidar de los demás. Pero se sentía tan pequeña, tan impotente. ¿Cómo podía seguir adelante cuando todo a su alrededor le recordaba lo que había perdido?
Una mañana, Suri decidió ir sola al lago donde solía ir con Mama Ayla. El lugar era tranquilo, rodeado de árboles altos que reflejaban sus sombras en el agua cristalina. Se sentó en la orilla, abrazando sus rodillas, y dejó que las lágrimas cayeran libremente. Allí, en la soledad, se permitió sentir todo el dolor que había intentado reprimir.
—“¿Por qué te fuiste, Mama Ayla?”—susurró, mirando al cielo. La imagen de la anciana, con su sonrisa sabia y sus manos cálidas, apareció en su mente. Recordó cómo, cada vez que se sentía triste, Mama Ayla la sostenía en sus brazos y le cantaba una antigua canción de cuna. Cerró los ojos, tarareando la melodía en un intento de sentirla cerca una vez más.
El tiempo pareció detenerse. Suri se quedó allí, perdida en sus pensamientos, hasta que un suave viento acarició su rostro, como si una mano invisible le secara las lágrimas. Miró a su alrededor, sintiendo una extraña calma. Como si, de alguna forma, Mama Ayla estuviera allí, en el viento, en el agua, en el susurro de las hojas.
Los días siguientes fueron un poco más fáciles. Suri comenzó a notar pequeños destellos de luz en su vida cotidiana. Un día, mientras ayudaba a Hada a alimentar a las cabras, la joven pastora la animó a montar uno de los animales más pequeños.
—“Mama Ayla me contaba que cuando eras bebé te gustaba subirte a todo,”—le dijo Hada con una sonrisa—. “Incluso a las cabras.”
Suri dejó escapar una risa tímida. Era la primera vez que se reía desde la muerte de Mama Ayla. La risa resonó en el aire, ligera y clara, como una campana que se hubiera mantenido en silencio durante mucho tiempo.
Hada la miró con cariño y, con un guiño, le ofreció su mano para ayudarla a subir a la cabra. Suri aceptó, y aunque al principio estaba asustada, pronto se encontró riendo y disfrutando del juego, como si por un momento, el peso en su corazón se hubiera aligerado.
Esa tarde, mientras las mujeres reparaban sus ropas en la cabaña principal, Suri se sentó en silencio observando. Era una tarde tranquila, con risas y bromas mientras las chicas hacían comentarios sobre sus prendas gastadas. Hada, con su habitual picardía, comenzó a bromear sobre el tamaño de la ropa de Arlea, causando carcajadas entre todas.
—“¡Si sigues así, pronto necesitarás toda la piel de un animal entera como vestido!”—exclamó Hada, haciendo que todas estallaran en risas.
Incluso Suri no pudo evitar sonreír. El ambiente ligero y la camaradería entre las mujeres era contagioso. Aunque su dolor seguía allí, sintió que, poco a poco, la vida en la aldea estaba recuperando su ritmo.
Una tarde, mientras recogía leña, Becca se acercó a Suri y le entregó un pequeño colgante de madera. Era un simple círculo con unos símbolos tallados en él.
—“Mama Ayla me pidió que te lo diera cuando sintiera que estabas lista,”—dijo Becca, con una sonrisa cálida—. “Es un símbolo de protección y sabiduría. Ella quería que lo tuvieras, para recordarte que siempre estarás protegida, no importa dónde estés.”
Suri sostuvo el colgante con manos temblorosas. Sintió una oleada de emociones, tristeza y gratitud, esperanza y amor. Se lo colgó al cuello, sintiendo el peso del amor de Mama Ayla, un amor que no desaparecía con la muerte.
—“Gracias, Becca,”—susurró, abrazándola con fuerza. Becca la estrechó entre sus brazos, compartiendo ese momento de conexión.
Con el paso de las semanas, Suri comenzó a encontrar alegría en cosas pequeñas: en las flores que crecían a la sombra de los árboles, en las canciones que las mujeres cantaban mientras trabajaban, en las risas compartidas al final del día.
Ya no se sentía tan sola. Mama Ayla seguía presente en cada rincón de la aldea, en cada historia contada, en cada gesto de bondad. Suri comprendió que, aunque ya no estaba físicamente, su espíritu seguía vivo en cada una de ellas.
Una noche, mientras miraba las estrellas desde el techo de una cabaña, Suri sonrió. Se dio cuenta de que el dolor seguía allí, pero también la esperanza. Mama Ayla había sido una luz en su vida, y ahora le tocaba a ella llevar esa luz dentro de sí misma.
—“Te extraño, Mama Ayla,”— susurró al cielo estrellado—, “pero sé que estarás conmigo, siempre.”
El viento sopló suavemente, y Suri cerró los ojos, sintiendo el calor de aquella manta que la envolvía. Una nueva fuerza brotaba en su interior, una fuerza que la impulsaba a seguir adelante, a honrar la memoria de Mama Ayla con su propia vida, con sus propias acciones.
Porque, como Mama Ayla siempre decía, la oscuridad no es más que el otro lado de la luz.