Cetrin se vio envuelto por la niebla. Había perdido el rumbo, y las casas eran figuras oscuras, casi invisibles, en un mar blanquecino. El ciego estaba a su lado, firmemente sujeto por la mano del chico, sin parecer percatarse del problema en el que se acababan de meter. La bruma los rodeaba, como un depredador acechando a su presa. Cetrin, asustado, se giró hacia el viejo invidente, tomándolo de ambas manos.
—Lo siento mucho señor—dijo—. La niebla nos ha alcanzado, y ni siquiera mi visión nos puede guiar ahora.
El anciano suspiró.
—No es tu culpa, pequeño lazarillo—Cetrin no pudo evitar una mueca de sorpresa ante la respuesta—. La bruma es imprevisible, y nadie puede prevenir sus traicioneros bailes espectrales. Debes buscar algún lugar para resguardarnos.
El chico suspiró también. El ciego había sido una persona culta hace tiempo, mas ahora sus azulados ojos invidentes lo privaban del que llamaba “placer del conocimiento”. Cetrin no sabía leer ni escribir, aunque sí que podía gozar de un buen vocabulario, y el viejo nunca pudo enseñarle, no solo por no poder ver, sino también porque casi siempre se encontraba de mal humor. Pero aquel día, con la niebla rodeándolos, su carácter pareció relajarse.
Se movió entre la bruma, procurando no tropezar con algún objeto escondido. Llegaron hasta una vieja granja de la ciudad, donde uno de los portones se mantenía abierto.
—Señor, creo que nos vemos obligados a descansar en un antiguo pesebre. La noche está cerca.
—Tu preocupación es innecesaria, pues no veo inconveniente en pasar un rato entre heno y animales. La bruma es más peligrosa, chico.
Mientras entraban, a Cetrin le pareció ver bajo la aún presente niebla, que el ciego sonreía. En los cuatro años que llevaba cuidando al anciano, hoy lo había visto bondadoso por primera vez. En cualquier otra ocasión, el temperamento del viejo habría significado un dolor físico para el chico. Era cierto que gracias a él Cetrin tenía un lugar donde descansar todas las noches, y comida en el plato, pero a cambio se le pedía la perfección. Acomodó un par de fardos de heno en una esquina del interior del edificio, sobre las que ayudó a sentar al viejo, antes de cerrar la puerta del lugar.
—Señor, ¿de dónde vienen las brumas?—preguntó, mientras se acomodaba él también sobre la paja.
—Las brumas son el peligro, chico. Nadie sabe de dónde vienen, nadie sabe cómo controlarlas, ni siquiera se puede anticipar su llegada. Simplemente aparecen sobre el vasto océano, mientras se desplazan hacia las ciudades, engullendo todo a su paso, como un animal hambriento. Mas esto no es lo que preocupa a la gente. Lo que deberías saber sobre las brumas, es el porqué de su peligro, y son las maldiciones. Muchas personas que se han mantenido en la niebla, ignorando toda superstición, han caído bajo los efectos de terribles encantamientos. Enfermedades, muertes de seres queridos. La desolación de sus cultivos, o la desaparición de su ganado. Algunos incluso han desaparecido en la niebla, consumidos por sus devastadores efectos. Ahora ya nadie confía en la niebla, pues es terrible, y quien sufre sus efectos quedará condenado por el resto de su existencia.
Cetrin se quedó inmóvil. En el exterior, había comenzado a agitarse un fuerte viento que movía descontroladamente la puerta de entrada, y el chico pareció escuchar un golpe de nudillo.
—Creo que hay alguien en la puerta.
—Eso es poco probable. Nadie se arriesgaría a caminar en la niebla, aún menos con el viento que hay.
En la puerta se volvieron a escuchar golpes, y entonces hasta el ciego se percató.
—¡Por todos los dioses!—dijo, cambiando súbitamente de temperamento—. Hay alguien ahí fuera. ¡Lazarillo, corre a abrir a ese pobre desgraciado!
Cetrin no se lo pensó antes de levantarse hacia la entrada. Con algunas dificultades, abrió la puerta, y la bruma se desplazó por el suelo, reptando con sigilo. Delante del chico, una figura vestida de riguroso negro se mantenía inmóvil. No se atrevió a moverse, aterrado por la súbita aparición. El viento lo obligaba a agarrarse con firmeza a la madera del portón.
—Coge al viejo—dijo la figura—. Vamos a su casa.
—Pero no sé cómo llegar, la niebla me lo impide—dijo Cetrin, asustado.
—Vamos—insistió el desconocido.
Le hizo caso solo por miedo. Corrió de nuevo hacia el ciego, que tenía una expresión de preocupación en el rostro. Sosteniéndolo por el brazo, caminó con cuidado hacia el exterior.
—Por qué—musitaba el anciano, que ahora temblaba al verse llevado al exterior—. No podemos volver al exterior.
—Vamos—dijo la figura, con voz grave, acercándose al viejo.
Cetrin caminó despacio, siguiendo al desconocido, que parecía saber con seguridad cómo llegar a la casa. Pasaron junto a casas de madera, rodeadas por la niebla, que parecían querer huir de esta. No se atrevió a desafiar al desconocido. Su simple presencia lo acobardaba.
Subieron por una pequeña colina, sobre los empedrados caminos, las casas distanciándose cada vez más entre ellas. En la zona más alta de la colina, junto a muchos otros edificios similares, estaba la casa de ciego. No era especialmente grande, mas tampoco era un hogar pequeño, como otros situados más cerca de la costa. Estaba fabricado en piedra el piso inferior, y el superior había sido construido con madera oscura, que le daba un aspecto algo lúgubre a la casa. El desconocido se situó junto a la puerta, esperando con paciencia, hasta que Cetrin llegó también acompañando al anciano, y tras rebuscar en su bolsillo, sacó un aro, del cual seleccionó una llave que introdujo en la cerradura de acero. Nada más abrir la puerta, el ciego lo apuró para que entraran en el edificio. El desconocido los siguió, la capucha ondeando con ligereza.
Dentro de la casa, se notaba todavía una tenue calidez, resultado del fuego encendido hacía un par de horas. En la entrada, reposaban sobre una mesa algunos útiles de Cetrin, olvidados allí cuando salieron. Al fondo de la habitación principal, más allá del recibidor, se podía divisar la cocina, donde como siempre todavía quedaban en ollas la comida sobrante del mediodía, que solían utilizar para alimentarse llegada la noche. A su derecha, justo donde el encapuchado se había posicionado, impasible, estaban las escaleras que llevaban al piso superior, el cual contenía las habitaciones y otros cuartos de estar. El anciano pidió a Cetrin que lo llevara hasta una de las sillas, orden que el chico acató al momento. En cuanto estuvo sentado, se giró hacia el desconocido, que se mantenía todavía en su posición, observándolos.
—¿Qué quieres de nosotros?—preguntó Cetrin, harto ya de esperar.
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—De vosotros nada necesito, pues solo os busco a vos. Tu anciano es solo un bache más en mi periplo.
El desconocido caminó hasta la mesa, sentándose con delicadeza en una de las sillas frente al ciego, que escuchaba, confuso.
—Entonces, ¿qué es lo que necesitas de mí?—dijo el chico— Yo tan solo soy un joven lazarillo.
—Si no necesitara nada de vos, entonces no habrías visto mi figura presentarse en aquella vieja granja.
Cetrin se sentó en una de las sillas que presidían la mesa.
—No te entiendo.
—No esperaba que lo hicierais, pues que viváis en esta pequeña ciudad os priva de muchas cosas. Os priva de saber, por ejemplo, que en realidad sois más. Aquí eres un lazarillo como otro cualquiera, ayudante de un culto anciano que por desgracia no puede volver a ver los libros, y que ha olvidado, o no quiere hablarte, de eventos u otro tipo de información, cuyo conocimiento por tu parte te podría ser de gran utilidad.
El ciego gruñó tras escuchar aquellas palabras, y Cetrin pensó en qué podría haberle ocultado su tutor.
—Tonterías—murmuró el viejo, alzando la cabeza.
—No son ninguna clase de tonterías—dijo el desconocido—. Por si lo desconocía, su lazarillo no debería estar aquí más tiempo. Su lugar sería en una ciudad más grande, o algún lugar más cerca de La Capital. La ciudad de Piedracruzada está cerca de aquí, y podría realizar la labor para la que, por razones desconocidas incluso para mí, está destinado el chiquillo.
Cetrin refunfuñó al escuchar la palabra “chiquillo” salir de la boca de aquel hombre. A sus once años, se consideraba un joven en parte maduro, pues había tenido que aprender a realizar múltiples tareas en el hogar siendo aún más pequeño, a una edad en la que algunos aprendían a leer o escribir, mientras él aprendía a saber cocinar multitud de platos, a como hacer camas luego de levantarse, a cultivar y cuidar gran variedad de plantas, o cómo conseguir las mejores ofertas en el pequeño mercado de la ciudad.
—No lo entregaré por mandamiento de un desconocido—dijo el viejo, algo enfadado ya—. Es la única persona que tengo para que me ayude. Sin él, me moriría de hambre.
—Es una orden de Dorn.
El ciego palideció. Cetrin desconocía de quién hablaba.
—No es posible…—dijo el anciano—. ¿Por qué él?
—Las razones son un secreto que no puede saber.
—Exijo saber por qué se lo llevan.
—Señor, le repito que le va a ser imposible conocer las razones.
El ciego se levantó de su silla, sin saber muy bien a quién se dirigía, consumido por la ira.
—Roel…—dijo Cetrin, asustado—. Por favor…
—¡No me llames por mi nombre!—farfulló el anciano, que buscó al chico. Cetrin no se movió. Sabía que si lo hacía y lo encontraba, sería peor.
La mano de Roel tocó el hombro del chico, y analizó con el tacto su cara. Entonces, levantó el brazo, y lo bajó con velocidad, soltando un fuerte golpe en la mejilla de Cetrin, quien no se movió, dolorido. El anciano levantaba ya la mano de nuevo, y mientras aquel brazo bajaba rápidamente, se vio detenido por otra fuerza superior. El chico abrió los ojos, que había cerrado, esperando el golpe, y vio que el desconocido era el que había parado la mano de Roel. El viejo se quedó quieto, sin saber qué hacer.
—Si vuelve a intentar tal cosa, lo siguiente que sentirá será la hoguera en la que lo quemaremos.
Roel no se inmutó, hasta que, con lentitud, bajó aquel brazo torturador, dándose cuenta de que se estaba viendo superado, y que lo mejor era no hacer nada más, simplemente esperar. El desconocido giró la cabeza hacia el chico.
—Por favor—dijo Cetrin—. Déjeme un poco de tiempo. No puedo abandonarlo, pues no podría sobrevivir él solo. Tengo que buscar a alguien que lo cuide.
—Tiene unos días para hacerlo. Si no encuentra amparo antes, deberá abandonarlo.
Cetrin asintió. Podría encontrar a alguien que lo ayudara en menos de aquel tiempo, o eso creía. Nunca antes había pensado en buscar a alguien más, pues era su labor acompañarlo. Desde hacía cuatro años, cuando sus padres lo entregaron al ciego antes de marcharse, había procurado ayudarlo en la medida de lo posible, pues sin él no tendría un techo bajo el que dormir, ni el dinero suficiente como para poder alimentarse.
El desconocido caminó hacia la puerta con tranquilidad, y antes de marcharse por ella, se giró hacia el chico.
—Nos vemos dentro de poco, joven.
La puerta se abrió, dejando entrar el frío, y también algunos restos de niebla. En cuanto el encapuchado se hubo ido, Roel gruñó por lo bajo. A pesar de estar ya cerrada la entrada, todavía se notaba la corriente de aire que había traído del exterior, por lo que Cetrin, intentando ignorar las quejas del ciego, caminó hacia la chimenea. Habían apagado el fuego antes de marchar, pero todavía salía un ligero calor de las cenizas que quedaban entre las piedras. Cogió un par de troncos, antes dispuestos dentro de una caja de madera, y los instaló en la chimenea, y en un hueco entre los troncos superiores y el suelo de la chimenea, colocó unos palos más pequeños, fáciles de hacer arder. Sobre la chimenea, agarró un viejo pedernal y una roca que había a su lado. Se volvió a agachar, y rascó con velocidad los dos objetos, hasta que la chispa fue suficiente para prender los pequeños palos, que pronto transmitieron su llama hacia toda la madera. El fuego se avivaba con rapidez, ascendiendo, llenando de calor toda la sala. Cetrin se levantó, mientras veía las llamas moverse, como personas atrapadas que intentan huir en vano. Alguna flama conseguía escapar de allí, mas desaparecía al verse alejada del resto, pues no tenía la compañía del resto de llamas, y ella sola no podía hacer nada por sobrevivir, y terminaba muriendo.
—No conseguirás encontrar a nadie que me ayude—dijo Roel.
—Puede que no, pero no me rendiré de intentarlo. No te he cuidado durante cuatro años para ahora dejarte morir aquí sin más.
—Pero sabes que nadie va a querer compadecerse de un viejo ciego.
—Esta ciudad no es tan pequeña como para que nadie acepte.
Roel se sentó en una silla, suspirando.
—Yo no diría lo mismo.
Cetrin caminó hasta las escaleras, y se sentó en el quinto escalón, su lugar favorito para acomodarse.
—No pierdo nada por intentarlo.
—Pierdes el tiempo—insistió Roel.
—¿Nunca puedes decir algo positivo?
—Si nunca hablo con positividad es porque la vida no me ha dado razones para hacerlo.
Cetrin alzó la mirada hacia el ciego.
—Mi ceguera no es la única razón por la que odio cómo me ha tratado la vida—continuó Roel—. Hay muchas otras razones, muchos más sucesos en los que la vida me ha maltratado.
—¿Qué fue lo que sucedió?
El ciego suspiró.
—Creo que ya he hablado demasiado hoy. Por favor, llévame a mi cuarto. Necesito descansar.
Cetrin se levantó, y ayudó al anciano a levantarse. Lo llevó escaleras arriba, procurando no caer. Subieron los dieciocho escalones hasta el piso superior, donde un largo pasillo oscuro los recibía. Caminaron hasta la tercera puerta, donde se encontraba la habitación del ciego. Dentro, una sencilla cama roja estaba situada en la esquina más alejada de la puerta, junto a una mesita donde había una lámpara de aceite apagada. Pasaron junto a un armario de madera oscura, y se acercaron a la cama. Roel se sentó en ella con cuidado, y el chico lo ayudó a taparse. Sin decir una palabra, Cetrin se marchó de la habitación en silencio. Cerró la puerta sin hacer ruido, y caminó hacia su habitación, pensando en cómo encontraría a alguien que pudiera cuidar del anciano. A pesar de haberle dicho lo contrario, él también pensaba que no podría encontrar a nadie con la suficiente bondad como para trasladarse a aquella casa para ayudar a Roel. Pues en aquella ciudad, parecía que la bondad había desaparecido.