Cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, Loth se dirigió fuera de la tienda donde trabajaba. Se despidió del dueño de la misma, que ya terminaba de recoger los objetos que quedaban fuera. Bajó por la calle principal, en dirección opuesta al gran edificio que se imponía en la cima de la colina sobre la que se había construido la ciudad. Se dirigía a casa de un buen amigo suyo, jefe de una pequeña banda de ladrones a la que él también pertenecía. Aquella noche debían planear el que sería su mayor robo a una de las mayores casas nobles de la ciudad, los Visarr. No sería un robo fácil, pero parte de los planes estaban ya hechos.
Loth tenía suerte. Pocos chicos con los quince años que él tenía eran capaces de unirse a un grupo que le permitiera unos ingresos suficientes para sobrevivir.
Cuando llegó a la casa, un habitáculo pequeño, que no destacaba entre las muchas casas que la rodeaban, la entrada permanecía cerrada. Esperó en la puerta, en la que una pequeña rendija desplazable permitía ver a los que estuvieran dentro quién se presentaba allí. La rendija se movió, dejando ver unos ojos marrones que lo analizaron. La rendija volvió a cerrarse. Tras unos momentos de espera, la puerta se abrió, y alguien desde el interior apuró a Loth para que entrara. El chico entró en la casa, donde dos personas lo esperaban. La primera, que sujetaba la puerta, no era muy alta, mas su fuerte complexión lo volvía imponente. El cabello grisáceo le llegaba por debajo de los hombros, y contrastaba con su aparente juventud. Vestía un pantalón y camiseta de cuero, como la mayoría de la población de los barrios bajos. No era una persona pobre, pero llevar ropa que así lo indicara le ayudaba a pasar desapercibido. Loth no llevaba ese estilo de vida. Él prefería llevar ropas de tela de calidad. Cuando tenía que infiltrarse en reuniones o fiestas, vestir de forma elegante le proporcionaba una mayor credibilidad.
La otra persona, que lo esperaba sentado en una mesa, tomando una copa de vino, era un buen amigo suyo. Vestía elegantemente, pues, siendo el líder de aquel grupo, se solía llevar la mayor parte de los beneficios. Su pelo castaño formaba rizos en lo alto de su cabeza, y su cara, ligeramente alargada, sin llegar a ser algo notable, mostraba una media sonrisa.
—Yigo, creo que es un sentimiento mutuo cuando digo que llevamos mucho tiempo esperando esto—dijo Loth, sonriendo también.
Loth se sentó a la mesa, justo frente a Yigo, y compartieron un fuerte apretón de manos. Llevaban algunos meses sin verse, debido a que nunca podían coincidir para organizar algunos de sus saqueos, y el que iban a planear aquella noche sería el mayor de sus robos en los años que llevaban trabajando juntos. Loth solo tenía quince años, pero desde pequeño, Yigo supo cómo enseñarlo para convertirlo en uno de sus mejores ladrones. Poseía un poder mágico singular, y aquel poder lo había ayudado incontables veces en las misiones en las que se había embarcado.
—¿Tienes algo planeado?—preguntó Loth.
—Claro que sí. Pero primero deberíamos esperar a que llegara alguien más. He invitado a otros dos miembros para planear los detalles de nuestra mayor misión. Últimamente los Visarr han tenido que reducir su número de guardas para enviarlos a Dorn. Los rebeldes del oeste han sido detectados con movimientos sospechosos en realización.
Loth sonrió para sí. Dorn llevaba ya unos cuantos años gobernando sobre casi todos los territorios que tenía a su alcance, pero algunos reinos todavía se resistían a dejarse mandar por aquel dictador. El chico no conocía la historia de cómo había llegado Dorn al poder, puesto que no había nacido cuando tantos reinos cayeron bajo su poder, ni tampoco había querido saberlo. Prefería vivir en la ignorancia a que su conocimiento lo llenara del odio que muchos rebeldes llevaban consigo.
—Lay, tráenos otra ronda de vino. Y de paso siéntate con nosotros—dijo Yigo.
Lay se separó de la puerta y se dirigió a uno de los muebles que había en la habitación, y sacó una botella de vino, que depositó sobre la mesa para después sentarse junto a Yigo.
—Oye Lay, me he enterado de que tu actividad últimamente ha sido muy…comentada entre los más curiosos—dijo Loth.
—Sí—dijo Lay, serio—. Nunca te hablé de ello, pero, hace ya bastantes años, cuando yo era bastante más joven, hubo una redada por toda la ciudad, en la que apresaron a mi hermano. Era el primer año de gobierno de Dorn. Nunca olvidaré la crueldad que había en los ojos de los soldados que entraron a mi casa. Cuando, días después, pregunté por qué se habían llevado a mi hermano, me respondieron que había asesinado a un empresario importante, y que fue condenado a muerte por dicha acusación. Yo sabía que era mentira, pues mi hermano no se había separado de mí durante semanas, y desconocía las verdaderas razones. Las noches siguientes las pasé en vela, llorando la muerte de uno de los pocos familiares que me quedaban. Mis padres habían muerto hacía ya tres años, y mi hermana había desaparecido poco tiempo después. Algunas semanas después del fallecimiento de mi hermano, descubrí las verdaderas razones de los soldados para apresarlo y ejecutarlo. Por aquellos tiempos, los rebeldes actuaban con mayor fuerza que ahora, y Dorn trataba de eliminar del mapa a cualquiera que se impusiera a su orden. Mi hermano era uno de ellos. Luego del horror del que los anti rebeldes llaman “Día de la Justicia”, en que se lamentó la muerte de más de dos mil miembros de la rebelión, esta misma redujo sus ataques, no solo por la falta de gente, sino también por miedo. Aún a día de hoy, como sabrás, los rebeldes no suelen planear ataques, pero que Dorn haya reforzado su ejército por ellos me preocupa. Y el hecho de tener esa información bajo mi poder ya me ha causado problemas.
La sala se mantuvo en silencio durante unos instantes. Loth observó que Lay había agachado la cabeza entre sus brazos.
Alguien tocó en la puerta, y Loth se apuró para acercarse y mirar por la rendija. Abrió la puerta a la persona que esperaba al otro lado, la cual entró rápidamente.
—Están haciendo una redada—dijo. Era una persona joven, mayor que Loth por supuesto, pero rondaba los treinta años. Su pelo, liso y claro, sin llegar a ser rubio, era muy corto, resultado de un anterior rapado del que ahora se reponía. Tenía una extraña delgadez en su rostro, que contrastaba con la fuerza del resto de su cuerpo. Llevaba ropas similares a las de Lay.
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Yigo se levantó sobresaltado, y se dirigió hacia una de las puertas que adornaban el pasillo.
—Venid—dijo simplemente.
Loth no dudó a la hora de seguirlo, y los cuatro entraron por la puerta. Dentro, la única decoración constaba de una cama y una pequeña mesilla de noche a su lado.
—Hay una trampilla debajo de la cama. Tenéis que desplazaros por debajo para entrar—explicó.
—¿Y tú?—dijo Loth.
—Yo me quedaré arriba. Soy el dueño de la casa, y no deberían sospechar si solo estoy yo. Bajad, no tenemos mucho tiempo.
Lay fue el primero en pasar. Se deslizó por debajo de la cama, no sin algunos problemas, y consiguió abrir la trampilla. En cuanto desapareció, Loth se metió también, bastante más rápido que Lay, y avisó al tercer individuo para que bajara también. En cuanto estuvieron los tres abajo, Yigo cerró la trampilla, y él se fijó en el lugar. No era muy grande, puesto que no cabrían más de seis personas cómodamente, pero tenía todo lo necesario para esconderse de una redada, que últimamente solía ser común. Dos botiquines colgaban de la pared, junto con algunas armas simples. Cuatro literas se postraban a cada lado de la pared, y Loth se sentó en una de ellas, a la espera de que la redada terminara ya en aquella zona.
Yigo cerró la puerta, y volvió a la sala principal, a esperar por los soldados. Agradeció que S’ler hubiera llegado a tiempo para avisarlos sin que los soldados se hubieran percatado. Poco después de sentarse en una de las sillas, escuchó un grito proveniente de la casa contigua, seguidos de un fuerte golpe que acalló los gritos. Yigo maldijo por lo bajo. Momentos después, tocaron a la puerta. Se levantó, y lentamente se dirigió a la entrada, y abrió la puerta. Frente a él, cinco soldados, bien protegidos y armados, lo miraban con ojos crueles.
—Nombre?— preguntó uno de ellos
—Yigo Fermost—contestó.
—¿Profesión?—continuó el soldado.
—Soy carpintero—sabía perfectamente que debía responder.
—Esta casa es suya?
—Sí, la heredé de mis padres hace más de veinte años.
—¿Podemos entrar y verla?
Yigo se tensó. Era la primera vez que le hacían esa pregunta.
—Sí…claro—dijo, nervioso.
Se apartó de la puerta, dejando paso a los soldados. Ellos tomaron direcciones distintas, y fueron revisando los diferentes muebles de la sala. Agradeció no haber escrito por el momento en papel los planes del robo. Cuando terminaron con aquella habitación, se dirigieron al resto de los cuartos. Uno de los soldados entró en la habitación donde estaba escondida la trampilla, y se agachó para ver debajo de la cama. Luego de eso, se levantó y soltó un agudo silbido. A los pocos segundos, los cinco soldados y Yigo estaban frente a la habitación. Entre tres, movieron la cama, dejando a la vista la trampilla, y todos se giraron hacia Yigo.
—Tenemos que ver que hay en ella—dijo el que la había descubierto
—Vale—dijo Yigo, muerto de terror.
Loth escuchó toques en el techo, y las voces de varias personas, y supo que los habían descubierto. Rápidamente, cogió armas para él y para Lay y S’ler, y esperó pacientemente, con la mirada fija en aquella vieja trampilla. De repente, los pasos y las voces callaron, pero solo fue durante unos instantes, hasta que aquellas pisadas comenzaron a sonar más cerca de la trampilla.
La trampilla se abrió con rapidez, y uno de los soldados bajó de un salto. Al verlos con las armas, alertó a sus compañeros, que descendieron por la escalera de la pared. Lay estaba ya luchando contra uno de los soldados, y no parecía llevar ventaja.
Entonces, Loth sintió una chispa en su interior. Extendió la mano derecha, mientras en la otra agarraba una daga. Lentamente, otra pequeña arma blanca fue apareciendo en su mano libre. Tenía un color extraño, blanco, radiante. Cuando el arma estuvo completa, levantó la vista hacia los cuatro soldados que aún quedaban en pie. Lay había terminado con uno de ellos, mas todavía eran iguales en número. Yigo saltó desde la trampilla, y propinó una patada en la nuca al soldado que más cerca tenía, que no vio venir el ataque, y cayó al suelo cuan largo era. Yigo cayó al suelo junto detrás de él, y sacó una pequeña daga de acero de su chaqueta, arma que atravesó sin piedad en la espalda del militar. Loth aprovechó también el momento de desconcierto de uno de los soldados restantes, que se había girado para ver qué le había sucedido a su compañero, y clavó las dos dagas en el cuello del solado, que no duró mucho tiempo, antes de caer muerto al suelo, dejando un gran charco de sangre alrededor de su cabeza, y una extraña luz, casi transparente, que se elevó en el aire como si fuera humo. Todavía quedaban dos soldados vivos. Loth se encargó de uno de ellos, mientras el otro luchaba contra S'ler, que lo retenía a duras penas. El soldado no parecía ser muy bueno usando la espada, pues bloqueaba los ataques de Loth con movimientos bruscos y torpes. No tardó mucho en conseguir retener el arma, y con un golpe seco, lo desarmó. Sin esperar, clavó la daga común en el pecho del soldado, ahora desarmado, quien cayó al suelo pocos segundos después. El chico se giró hacia S’ler, quien todavía luchaba contra el soldado restante. El guardia retrocedía lentamente, a manos del plan inesperado de S’ler. Llegó hasta la sangre de sus compañeros, sangre que le hizo perder el equilibrio, pues no esperaba encontrarse con la sustancia resbaladiza. Loth se acercó para ayudar a su compañero, pero le retuvo.
—Este déjamelo a mí— dijo S’ler.
S’ler tumbó al soldado en el suelo, que pataleaba y trataba de zafarse. Cuando estuvo retenido en el suelo, S’ler se puso en pie, y colocó uno de sus pies en la barbilla del atemorizado soldado, y el otro en su brazo derecho. Comenzó a hacer fuerza en las piernas en direcciones contrarias, hasta que comenzaron a escucharse sonidos de desgarros, y el soldado trataba de gritar inútilmente. Luego de varios segundos, la cabeza del soldado se separó del resto de su cuerpo, aumentando el charco de sangre, que ya manchaba los zapatos de los cuatro. S’ler no pareció quedar contento con eso, pues cogió la cabeza del soldado, en la que se había quedado grabada una cara de terror eterna, y la lanzó con fuerza al suelo, provocando que su cráneo se rompiera. Loth, viendo que ningún soldado se movía ya, caminó entre los cadáveres, y subió por la escalera. Sus compañeros lo siguieron, pero ninguno echó un vistazo a los cuerpos que allí quedaban.
Llegaron arriba, y volvieron a la sala principal. Sus ropas estaban ahora manchadas de sangre. Yigo comentó los gritos que había escuchado en la casa contigua, y Loth eliminó cualquier rastro de compasión que pudiera quedar en su mente por aquellos soldados.
—Creo que pronto sabrán lo sucedido—comentó Loth—. Verán que un grupo de soldados no ha vuelto de su redada. En cuanto sepan cuál fue la última casa que registraron antes de desaparecer, nos habrán encontrado.