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Prólogo

Segomedes

y la reina de Cnosos

Prólogo

El hoplita, tras la orden de su superior, realizó el imprudente salto hacia el foso, flexionando las rodillas y quedándose agazapado, lanza lista, esperando que algo le atacara desde las sombras.

—No hay nada —susurró aliviado, irguiéndose.

El grupo de veinte hombres no había movido su atención de la jaula que colgaba en el centro de la bóveda. Si en el interior estaba la mujer a la que habían venido a rescatar, no podían verlo. De todos ellos, solo uno movía las pupilas de lado a lado frenéticamente: Segomedes examinaba la sala.

—Siempre hay trampas —murmuró mesándose la punta de la barba, apenas visible con el casco corintio puesto.

—Qué desconfiado eres, tebano. —A su izquierda, el capitán reía señalando la manivela al otro extremo de la sala—. Koropalos y Deneo, ayudadle y bajad la celda.

Antes de que la pareja de soldados se decidiera a obedecer, el primero, todavía poco convencido de que fuera seguro, dio un brinco.

—¡Algo me ha escupido! ¡Serpientes, me han escupido, me han…!

Comenzó a dar vueltas sobre sí mismo dando pisotones como si estuviera chafando uvas explosivas.

Segomedes y Deneo extendieron los brazos hacia él, no para ofrecerle una mano salvadora, sino para alumbrar con sus linternas de aceite. Aun así, no podían distinguir qué se ocultaba en las sombras que tanto alarmaba al soldado. Triskenio, en cambio, optó por burlarse.

—¡Las serpientes no escupen, imbécil!

Tras un gruñido de dolor, el hoplita dio media vuelta con intención de trepar por el escalón de un metro para volver con el grupo, pero antes de llegar, la pierna derecha quedó clavada en la roca, como si pesara una tonelada.

—¡No son serpientes! —exclamó pudiendo advertir antes de que una de las criaturas le saltara al cuello.

La veintena de soldados no pudo hacer nada para salvarle, observaron en silencio mientras su compañero se defendía inútilmente en sus últimos momentos, arrancándose la criatura de encima... pero demasiado tarde, pues el veneno ya goteaba por su piel y era bombeada por su sistema circulatorio.

—¿Ves? Por eso siempre envías a los novatos primero, tebano. —Sentenció Traskenio con parsimonia, todavía con los brazos cruzados, observando la escena desde la seguridad que le daba la altura.

Segomedes no respondió. Ya había calado al capitán de la guardia desde el primer día, con lo que aquel comentario no le sorprendió. Abajo, el cuello del hombrese transformaba en piedra, y sin sangre ni oxígeno que le llegara a la cabeza, sus gorgoteos ahogados resonaron en la bóveda de la cueva antes de quedar inmovilizado por completo. Las víboras saltaron sobre su cuerpo, y en cuestión de segundos no era más que un elemento de decoración de exteriores.

Mirándose entre ellos y cuchicheando, los soldados ponderaban la opción de dar media vuelta y abandonar la misión. Muerte o exilio, una fácil decisión.

—Siempre hay trampas —repitió Segomedes, girándose para fulminar con la mirada a los presentes y agitando la linterna varias veces—. Por eso seguiremos con el plan. ¿Entendido?

Con un enérgico lanzamiento, la lámpara se estrelló en el centro de la sala, desprendiendo un fogonazo de luz y salpicando el inflamable aceite en un amplia área que pronto atacaría a todo ser reptante que hubiera, por muy camuflado que estuviera.

—¡Allí, las veo! —Señaló Deneo.

Una docena de arañas flameantes trataban, en vano, huir de las llamas trepando por las paredes laterales. En cuestión de segundos comenzaron a caer, ante la satisfacción de Traskenio y el resto, que celebraban el éxito del ardiz del tebano.

No tenían prisa. Esperarían a que el líquido se consumiese, y entonces bajarían. O ese era el plan.

—Atención.

Segomedes atrasó la pierna derecha y elevó el escudo: la figura de una criatura, de varios metros de ancho y múltiples extremidades, descendía desde lo alto de la bóveda, haciéndose visible a la luz de las llamas.

—¡Ésto no formaba parte del plan!

—¡Nadie nos dijo que tuviéramos que luchar contra este monstruo!

—¿De qué me sirve el oro si estoy muerto…?

Se continuaron comentarios que en un idioma que los griegos no entendieron, pero no era necesario, pues con el sonido de escudos caer a sus espaldas y los consiguientes pasos de los cobardes que no iban a seguir su plan, lo dejaba bien claro. Aquello tampoco le sorprendió.

Por su parte, el capitán Traskenio, con los ojos enrojecidos de furia, observó a la criatura que había espantado tanto a sus hombres como a los mercenarios.Uno de ellos, joven y de capote azul, el llamado Deneo, retornó a la seguridad del túnel, ante la incredulidad de su superior.

—Inútiles… juro que…

Pero su maldición nunca llegó a oídos de los dioses: un escupitajo le empapó la coraza, y sin poder expresar en palabras su dolor, el bronce, piel, carne y órganos se derritieron, dejando en su lugar una masa de humo verde pútrido. Morir así no era algo que nadie ansiara, así que un segundo grupo desertó a toda prisa.

Por el extremo de su abdomen, el arácnido expulsó un líquido que extinguió las llamas, y se dejó caer en el foso, justo de frente ante Segomedes. Sus ocho patas se estiraron, llegando a elevarse más de tres metros para el estupor del tebano.

Sacudió la roca con un agudo aullido de puro odio que obligó a los soldados que todavía corrían hacia al exterior, a taparse los oídos durante un segundo, frenando su escape.

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Abriendo las mandíbulas, tan anchas que bien podían engullir un escudo de un bocado, la araña gigante encorvó el cuerpo hacia el humano que permanecía en pie, impasivo, cuya silueta se dibujaba en todos y cada uno de sus ojos.

Segomedes reconoció el sonido similar a un ronquido entrecortado en la garganta de la bestia: preparaba un segundo escupitajo mortal, era la cuenta atrás.

—¡Tebano, vámonos de aquí! —Gritó Deneo, tambaleándose sin poder dar un paso más. Su gesto quedó encogido al ser ver la silueta del mercenario saltar al foso.

A un paso de distancia del muro de piedra que formaba un círculo, Segomedes, el tronador de Tebas, hizo frente a la bestia.

—Hsss.

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No quería arriesgarse a que el fluido arácnido que ahogó las llamas fuera pegajoso y así terminar su día antes de cobrar la recompensa. Sus pasos, lentos pero decididos, comenzaron a formar un círculo alrededor de la bestia, obligándola a girar todo su cuerpo para mantener contacto visual con él, ya que la sala no era mucho más ancha que la criatura. Extraño.

Con el animal muerto ya tendría tiempo de reflexionar por qué eligió tal pequeño cubil.

La criatura siseó de nuevo, tal vez maldiciendo en su idioma, tal vez en un alardeando de lo enorme que era en comparación con el humano.

A seis metros de altura, la jaula, de donde no se escuchaba ningún signo de vida. En aquel bullicio, uno pensaría que la mujer apresada despertaría para dar señales de vida, pero no.

—¿Pero qué hace?

—¡Está loco, dejadle!

—¡Hah! —Segomedes extendió el brazo al máximo en un intento de pinchar la cabeza pero le faltaba rango, y su adversaria ahora lo sabía.

La pata delantera izquierda intentó terminar con el tebano, pero la panoplia que portaba era una obra maestra de la metalurgia tebana, y aunque su espalda chocó con la roca, el escudo resistió el envite a la perfección.

—¡Distraedla, cuando vaya a disparar atacaré! —ordenó haciendo más amagos de pinchar con la lanza.

No iba a alcanzarle ni amedrentarle, pero era necesario mostrar a su adversario que tenía armas y no se envalentonara para ganar unos segundos vitales.

Con otro aullido, las mandíbulas de la araña se contrajeron y elevó el cuerpo: terminaba de preparar su gargajo letal. Segomedes miró hacia el túnel y apretó los labios, todo apuntaba a que se había quedado solo; no es que le sorprendiera. Otro envite bloqueado, pero hasta un niño sabe que no se puede vencer yendo a la defensiva.

—Tres, dos…

El proyectil de ácido era más rápido de lo que esperaba, y aunque dio un salto a la derecha para esquivarlo, su hoplón con el rayo de Zeus rodeado de nubes azules brillantes, se transformaba en metal líquido en cuestión de segundos, alcanzando el brazalete de refilón.

Lanzó el escudo hacia los ojos de la bestia, un intento astuto, pero antes del impacto, ya se había disuelto, y el ácido, completamente evaporizado. Debía continuar girando, mantener las ocho patas de la araña en constante esfuerzo. Había dado media vuelta ya.

Un tercer envite que apenas pudo esquivar y de nuevo, el sonido de otro proyectil gestándose en interior de la abominación aceleró el corazón del griego.

—¡Quema!

Con un gruñido se sacó el brazal que burbujeaba, derritiéndose lentamente y amenazando con contagiar su piel de la misma condición. Se sintió afortunado de que únicamente tuviera un parche de piel chamuscada en el antebrazo, aunque en su gesto iracundo no ocultaba la rabia de haber perdido dos magníficas piezas, y para nada.

—¡Tebano, tebano!

Segomedes estiró el cuello para ver, a través de las patas del monstruo, a cinco hoplitas que asomaban por el túnel, escudos en alto y lanzas preparadas. Aquello sí le sorprendió.

La araña preparaba su ácido disolvente, era el momento.

—¡Ahora! —ordenó Segomedes.

Cuatro lanzas salieron disparadas hacia la espalda de la araña, dos de ellas resbalaron en su duro pelaje, pero las otras consiguieron dar en el blanco en un ángulo correcto consiguiendo penetrar un palmo en la carne.

—¡Hsss!

En un espasmódico giro, la araña trató de visualizar los nuevos intrusos, que creía fuera del juego.

—¡Allá va!

Una segunda linterna explotó sobre su abdomeny Segomedes dio un paso adelante. Su lanza se abrió paso a través de salpicones ígneos hasta que la punta de hierro perforó el cuello de la bestia, interrumpiendo el proceso regurgitivo: la erupción de lluvia ácida cubrió sus mandíbulas.

Desenvainó la espada, y con un elegante golpe ascendente, cercenó la primera pata, just a su derecha, desequilibrándola.

—¡A por ella! —gritaron los hombres, saltando al foso eufóricos por el cambio que el destino les había concedido. O que ellos mismos, sin ser conscientes, habían conseguido.

—¡Cuidado!

La araña, incapaz de ver de dónde venían los cortes, se defendió violentamente sacudiéndose en todas direcciones y clavando su garra en uno de los hoplitas, mostrando su asombrosa fuerza al atravesar una coraza de bronce de lado a lado.

El hoplita, uno de los guardias del rey, suplicó ser rescatado, pero ni los dioses podrían haber cambiado el desenlace de su último día.

—¡Ayuda, ayu…!

Con ayuda de una segunda pata, su dolor terminó al ser lanzado brutalmente contra la pared, para aterrizar como un amasijo de carne, huesos y bronce irreconocible.

Segomedes continuó su marcha, cortando la segunda extremidad, y por fin, la criatura perdió altura, cayendo sobre su propio tórax, herida e incapaz de defenderse.

—¡Vamos, vamos, ahora!

Entre los cinco cortaron el resto de patas por su propia seguridad, y entonces dieron muerte a la criatura. Habían perdido a dos hombres y su capitán, y trece de ellos habían huido, pero eso significaba que la recompensa sería todavía mayor para ellos.

—¡Lo hemos conseguido!

—¡Proeza digna de semidioses!

—¡Esperad a que llevemos sus ojos al rey, seremos famosos!

Mientras los soldados de Cnosos celebraban, Segomedes apoyó la espalda para retomar el aliento. Ya se había enfrentado a criaturas similares en anterioridad, pero aquella vez de veras había ido de muy poco, demasiado para su gusto.

Por si fuera poco, tanto el hoplón como la lanza y su brazal habían quedado inservibles. Quiso gritar y maldecir, pero la experiencia le había enseñado a no blasfemar, mucho menos insultar a los dioses, así que se guardó dichos pensamientos para él mismo. Al fin y al cabo, las armas podían reemplazarse.

—Buen trabajo.

Alzó la mirada. Uno de los hoplitas de la guarida, llamado Deneo, joven aunque de barbas largas y capote azul, alargaba la mano esperando que él devolviera el gesto.

—Todavía no hemos terminado. —No es que Segomedes quisiera mostrarse maleducado expresamente, pero tenían un trabajo y aquel lugar no era seguro —. Tenemos que llevar la mujer hasta vuestro rey.

El sistema de poleas era sencillo. El mecanismo en el lado izquierdo les permitió, con cierto esfuerzo, que las cuerdas descendieran a la supuesta prisionera que esperaba su rescate. Segomedes no podía esperar, la intriga le corroía más rápido que el ácido lo había hecho con su escudo. Era obvio que la jaula, así como el mecanismo, eran productos del hombre. ¿Por qué entonces había una araña gigante allí? ¿Y dónde estaba el guardián del que les habían advertido? Centró sus pensamientos en el presente. Subió el escalón, de vuelta al túnel, para ser el primero en ver si la reina de Cnosos seguía con vida. Ella era la misión.

Pero la silueta oscura que había tras los barrotes no era humana. Parpadeó varias veces, con esperanza de que el cansancio hubiera confundido sus sentidos. Entonces vio claramente de qué se trataba: aquello lo cambiaba todo.

No fue necesario que la jaula bajara por completo, todos reconocieron la criatura. Al contrario que Segomedes, los cuatro hoplitas no se mostraron sorprendidos, lo cual solo podía significar una cosa. Es más, giraron al unísono, apuntando sus hierros hacia él, por si quedaba alguna duda.

Recolocándose el capote azul sobre los hombros, Deneo repitió sus palabras, esta vez con una larga sonrisa.

—Gracias, tebano.

Apreciando la ironía, Segomedes expulsó aire por la nariz.

—Siempre hay una trampa, ¿eh?

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Te doy la bienvenida a este pequeño proyecto. De momento hay quince capítulos terminados, siendo dos tercios de la historia completa.

Si te gusta la mitología, las aventuras, viste las series de Hércules y Xena o te sentirás como en casa. Al final de cada episodio tendrás un glosario con las palabras que puedes desconocer.

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