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Segomedes y la reina de Cnosos (Español)
Capítulo VIII (Aguas peligrosas)

Capítulo VIII (Aguas peligrosas)

Faltaba menos de una hora para el amanecer, y el grupo ya estaba preparado. O casi.

—¿Lleváis agua? ¿Y el cuchillo para la carne? ¿Mantas? ¿Esparto de emergencia?

Factolio les hizo entrega de la última bolsa con pan, tortas y carne para el camino.

—Lo llevamos todo —confirmó Tofilio, ajustándose el macuto por encima del escudo.

Iban un tanto cargados, pero gran parte del peso iría desapareciendo por el camino, como las jabalinas y las provisiones. Aun así, habían tratado de equilibrar el equipaje esencial previniendo los contratiempos más habituales, como que las sandalias se rompieran.

—Te queda bien —dijo el dueño de la taberna a la mujer.

—Gacias.

Panea iba vestida con una túnica larga, que, para ella, era demasiado corta, pero definitivamente mejor que lo que llevaba antes, unas meros retales mugrientos. Al menos le habían cosido una capucha, para así poder cubrirse la cara en caso de necesidad. Claro que sus cuatro metros iban a ser más difíciles de disimular, pero no pensaban permanecer en la ciudad mucho más.

Además, ya no iba desarmada. Con una lanza en cada mano podría defenderse mucho mejor, aunque todavía no hubiera recuperado sus fuerzas por completo.

—Una lástima no haber podido darte un baño —añadió de forma casi audible entre dientes.

Segomedes se acercó al hombre larguirucho.

—Gracias por tu asistencia, Factolus. Nos has ofrecido tu casa, comida y armas.

—No es que tuviera mucha elección —dijo medio en broma medio en serio ofreciendo su mano.

—Entonces quedamos así. Si no tenemos noticias el uno del otro, éste es el punto de reunión. Yo mandaré un mensajero aquí en cuanto descubra algo —recapituló Ankor, acercándose para estrechar manos también.

—Tomad —el anciano abrió la mano, dejando ver el colgante esmeralda, recuerdo de su episodio con la guerrera centauro—, llevaos esto con vosotros. Os será de ayuda.

—¿Estás seguro? Debe valer una fortuna, fenicio —se burló Tofilio, parando de camino a la puerta trasera junto a Panea.

En cambio, Segomedes se aproximó a él con tono serio.

—Gracias. No sabía cómo pedírtelo, me alegra que te hayas ofrecido. Si tu historia es verdad, puede que marque la diferencia en nuestro viaje.

—Sé que no os encontraréis con mi amada Kantiprax, pero, si se diera el caso…

Su mano comenzaba a temblar. El médico tragó saliva. Para ahorrarle el mal trago, o no esperar a que cambiara de opinión, Segomedes se apoderó del colgante.

—Le diré que piensas en ella como el primer día. Y la alejaré de Tofilio lo máximo posible.

—Buena suerte. Y ponte esto en la boca una vez al día.

Le dio una cataplasma casera envuelta en hojas y un cordel.

—E intenta hablar lo mínimo —añadió.

Segomedes no pudo evitar sonreír, lo que le provocó un tirón en los puntos.

—¿Con este grupo? No prometo nada.

Armaduras puestas y armas listas, Tofilio, Segomedes y Panea abandonaron la posada de Factolus, serpenteando las calles para evitar el camino principal y llegar a la playa, más allá del puerto, por donde pudieron abandonar la ciudad sin pasar por las puertas que eran defendidas permanentemente por soldados.

En su marcha, Tofilio no perdió tiempo en enseñar griego a Panea. Los términos “atacar”, “correr” y “ayuda” fueron los primeros.

Con menos de una hora pasada, la playa terminó. Para bordear la costa se encontraron con que la marea todavía cubría buena parte del trayecto restante hasta poder internarse en el bosque. Lo que quedaba era una maraña de puntiagudas rocas cubiertas de musgo, lapas y mejillones salpicados constantemente por el mar.

No tuvieron otra alternativa que mojarse hasta las rodillas y avanzar con extremo cuidado de no resbalar y precipitarse sobre las afiladas rocas al recibir los golpes de las olas. Tofilio quedó rezagado al intentar coger unos cangrejos, pero ni sus reflejos espartanos estuvieron a la altura de la rapidez endiablada de aquellas huidizas criaturitas que vivían entre los resquicios rocosos.

—Voy a terminar harto del mar —masculló Segomedes al cortarse la mano—. Genial. Tenemos que nadar. De haberlo sabido habríamos ido por el camino de arriba, a riesgo de toparnos con una patrulla.

Las rocas terminaban ahí, dejando una pared completamente vertical a su izquierda y quinientos metros de distancia hasta la siguiente playa. Una ola se estrelló contra ellos, bañándolos de arriba abajo.

—¿Una carrera? —propuso Tofilio, quitándose la espuma de la cara.

Segomedes cerró los ojos con fuerza. Él iba el primero.

—Llevamos mucho peso, pero estoy seguro de que podemos. Los tres estamos en forma, ¿eh? Panea puede cargar con la comida para que no se moje. ¿Panea?

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Ella alzó los brazos. No necesitaba traducción, la comida era una prioridad para todos, pero para ella, la más vital.

—Sí.

—¿Ves? ¿A qué esperamos?

—No sé nadar.

Tofilio se encorvó un poco hacia delante.

—¿Cómo dices? No te oigo.

—Pezones de Poseidón. ¡No sé nadar! —Con las manos abiertas dirigidas al horizonte, gritó a pleno pulmón—. ¡No! ¡Sé! ¡Nadar!

Este, impasible, encogió los hombros.

—Ya lo sé. Solo quería hacértelo decir. Por eso he traído...

El espartano rebuscó algo en su zurrón. Ella gesticuló brazadas en el aire.

—¿Segomedes no…?

No hubo respuesta.

—Esto.

Tofilio sacó una cuerda y procedió a realizar una veloz demostración—. Primero atamos un extremo a nuestra compañera. Así, Panea. ¿ves? Toma, átate este extremo. Ahora tú, Segomedes. Coges…

—Sé hacerlo —renegó con vergüenza agarrando la cuerda de un tirón.

Una potente ola les embistió, cubriéndolos en una masa de sal, espuma y algas. Una de estas quedó sobre la cara del tebano, quien escupió con asco.

—¡Harto de la sal, del mar y todas sus criaturas es lo que estoy! ¡De no ser por el respeto que tengo a los dioses, vomitaría mil y una maldiciones!

—¡Sego no atacar mar! —rio Panea, señalándolo para acentuar todavía más el agravio.

Tofilio explotó en una carcajada, apuntándolo con el dedo también.

—¡Ja! ¡Está aprendiendo!

Pero a Segomedes no le hizo ninguna gracia.

Tofilio demostró el gran atleta que era, acortando distancias en un tiempo sorprendente a pesar del oleaje y el peso. Detrás, Panea, cargada con la mayoría del equipaje, tuvo que dar todo de sí para mantener el macuto de comida sobre su cabeza, a la vez que tirar de Segomedes. El tebano, por más que intentaba imitar a sus compañeros, no conseguía la coordinación necesaria para mantenerse a flote, y menos todavía en avanzar en el agua como lo haría sobre tierra, incapaz de ver más allá de sus propias espasmódicas brazadas.

Perfiriendo las mil y una maldiciones antes contenidas, escupía agua salada e intentaba aspirar bocanadas de aire al mismo tiempo con un terrible resultado. Sin que sus brazadas ayudaran en lo más mínimo, se aproximaron a la orilla. Panea, cuando hizo pie, señaló a la playa y apresuró su marcha, para horror del tebano. En cuanto el agua bajó del nivel de sus rodillas, Panea lanzó el macuto a la arena y avanzó con saltos largos y ágiles arrastrando a Segomedes.

—¡Sego! ¡Atacar! —gritó ella tirando de la cuerda con violencia.

—¿Q-qué? ¡Ah!

Apresurándose a alcanzar a la cíclope vio que Tofilio ya se encontraba en problemas: dos cangrejos gigantes, altos como una persona adulta, se acercaban al espartano con intenciones hostiles, abriendo y cerrando sus poderosas tenazas.

—¡Atrás! —gritaba sacando su espada.

En varios pasos rápidos, dejó a su derecha el mar para evitar ser flanqueado. Con sus enemigos de frente ya podía iniciar un combate equilibrado.

—¡Atacar!

Con tal grito de guerra, Panea agarró una de las jabalinas y con la tremenda fuerza de su cuerpo de cientos de kilos, el proyectil sobrevoló la playa para hacer blanco en uno de los cangrejos, atravesando su coraza.

—¡Ah!

De un extendido mandoble, Tofilio se quitó las pinzas del segundo de encima, siempre retrocediendo a paso lento.

El cangrejo herido retrocedió, pues la lanza estaba bien incrustada en su cuerpo y el dolor le apremiaba a no continuar luchando. Sin embargo, el segundo continuaba presionando a Tofilio con intentonas rápidas de agarrarlo con las tenazas para partirlo por la mitad o algo peor con sus mandíbulas.

Esquivó una, dos, y a la tercera pudo adelantarse con un buen golpe de espada que no le hirió en lo más mínimo.

—¡Oh, por…!

—¡Aguanta! —gritó Segomedes, intentando no tragar agua mientras la cíclope llegaba a la orilla.

De la boca de la criatura, un chorro de agua a alta temperatura lanzó a Tofilio por los aires, empujándolo más de cinco metros hasta aterrizar de espaldas contra la arena.

En el agua, Panea se quitó la cuerda que rodeaba su cintura pasándola por encima de la cabeza.

—¡Tofi! ¡Sego, ataca!

—¿Q-qué? ¡Espera, así no funciona, así no…!

De un estirón, Panea recogió la cuerda, agarró al tebano y lo lanzó cual pelota, rodando en el aire hasta que chocó contra la armadura natural del monstruo, cayendo justo en su lado derecho.

Sin poder comprobar la condición de Tofilio todavía, se tambaleó mareado y apenas respirando. Se llevó un golpe en la espalda que su macuto y armadura absorbieron. Se puso en pie a hinchando los pulmones de aire y blandió la espada a toda prisa, pues las patas puntiagudas bien podían suponer su fin. Panea se acercaba al galope.

—¡Sego, ata…!

Al igual que el espartano, subestimó la velocidad del crustáceo, pues éste giró su cuerpo entero hacia la derecha para tener visual del tebano, movimiento acompañado de un golpe de brazo que lo derribó a la arena. Creyendo que estaba a punto de recibir un golpe final levantó la mirada, para ver cómo el monstruo se elevaba sobre el nivel del mar, dejando su abdomen vulnerable. Por detrás, a contraluz, las poderosas piernas de la cíclope.

—¡Atacar! —repitió ella desde el otro lado.

La voz de Segomedes hizo vibrar la mismísima tierra. Toda la frustración almacenada fue descargada cual erupción en una estocada que abrió en canal a la criatura, apertura que le escupió líquidos internos negruzcos sobre la cara y pecho.

—¡Criatura abyecta, te comeré para cenar, y cuando…!

De otro tajo horizontal, abrió una cruz por donde continuar cercenando el cuerpo del animal.

—¡...Te defeque como la pestilente mierda que eres…!

Continuó asestando rabiosos cortes uno detrás de otro, ascendentes, en diagonal, sin miramiento alguno.

—¡...Te lanzaré de vuelta al pútrido lugar de donde viniste, el mar! ¡Aah!

Con un último tajo, cayó una masa oscura de tripas y carne rosácea a la arena, quedando Segomedes de pie, observando cómo el cangrejo, destripado por completo, no se movía ya.

—Tofi.

Panea dejó caer la víctima de la furia tebana y corrió en su ayuda. Mientras, él, respirando en sonoros soplidos, cayó de rodillas totalmente exhausto y se limpió la cara con una mueca de asco.

—Oh, por favor, cómo puede algo oler tan… mal —murmuró a punto de vomitar.

Se dio la vuelta para comprobar…

—¡Tenemos cangrejo! —gritó Tofilio sentado en la arena, rojo como un tomate y emanando una columna de vapor de su cabeza.

—¡Ejo! —repitió Panea con los brazo en alto.

Pero comida no era precisamente en lo que Segomedes pensaba, y se alejó con la boca cubierta para vomitar alejado del grupo.

—¡Más cangrejo para nosotros! —Celebró él mirando a Panea.

—¡Ejo!

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