Con las ideas más claras, el estómago lleno y el espíritu en calma, Segomedes pudo exponer su plan, aunque vocalizando no muy bien dado el profundo corte de la mejilla.
—Panea ha estado… ¿un año y medio, tal vez? Bajo el cautiverio de Iphitas, aunque sospecho que ella ya era esclava antes. Aun con todo, debería saber dónde vivía. Pero con el revuelo que hemos causado, si la dejamos marchar aquí, o bien los soldados del Iphitas la cazarán, o simplemente no sobrevivirá más que unos días por su cuenta. Debe haber un lugar donde haya más de los suyos, lejos de Cnosos.
—Es una lástima no poder comunicarnos con ella —añadió Tofilio, rascándose la rodilla.
Segomedes comenzó a pasear alrededor de la mesa donde solo quedaban platos vacíos. Andar le ayudaba a pensar.
—Cierto. Necesitamos un traductor. ¿Pero quién sería capaz de ayudarnos? ¿Un druida?
—En mi búsqueda de los centauros —intervino el médico Astyoche—, descubrí que un Oráculo es capaz de transcribir pensamientos, rompiendo la barrera lingüística que me separaba de mi amada desaparecida. Claro que nunca pude poner en práctica esta teoría, pero podría serviros para comunicaros con Panea.
El pulgar de Segomedes rascó la punta de su nariz con parsimonia.
—Podría funcionar.
—Pero no podemos ir a ningún Oráculo, los hombres de Iphitas nos buscarán por toda la isla —apuntó Tofilio.
Entonces, tanto el tebano como el espartano se miraron en silencio.
—Está bien —espetó con desidia encogiéndose de hombros—, ya sabía que no erais enviados del rey. Llevo toda la vida tratando con polizontes, piratas y ladrones. ¿De veras pensabais engañarme? Sois pésimos mentirosos y peor actores. Sé que sois fugitivos, aunque viendo vuestra gigántica compañera, y más importante, su estado, no me es difícil entender que la habéis rescatado de algún trágico destino.
—Entonces, ¿qué propones?
—Ya se ha dicho: un Oráculo que abra la mente de la muchacha, que entienda sus pensamientos más allá de las palabras y los idiomas.
—Vayamos donde vayamos nos delatarán. En cuestión de unos días Iphitas habrá dado aviso a toda la isla —se opuso Tofilio—, yo digo que intentemos hablar con ella, probemos con un mapa o dibujos, tal vez reconozca algún lugar. Antes o después conseguiremos entendernos.
—¿Dónde está el Oráculo más cercano, Factolus?
El tabernero negó con la cabeza. La respuesta, aunque obvia, debía ser pronunciada.
—Cnosos.
Segomedes cruzó los brazos y continuó su ronda alrededor de la sala, pensativo, presionando el pulgar sobre el labio inferior.
—No podemos volver a Cnosos, queda descartado. No perdemos nada por intentar preguntar a Panea. Descansaremos por hoy y mañana… mañana decidiremos.
—De hecho —el anciano levantó la mano e hizo una pausa mientras el grupo giraba su atención hacia él—hay otra opción.
Con un rey detrás de ellos, una cíclope esclava durmiendo en la cocina y sin posibilidad de entenderse con ella, había llegado el momento de sopesar cualquier posibilidad, por absurda que fuera. Reunidos la sala principal de la taberna, a medianoche, el grupo quedó en silencio por un momento.
—Soy todo oídos —dijo Segomedes al fin.
Astyoche miró alrededor. Tal vez había creado demasiadas expectativas, porque de repente se mostró dubitativo.
—¿Y bien?
—Nada, mejor no os hago perder el tiempo con mis habladurías.
Pero Factolus, viejo conocido de Ankor, estudió al médico con reticencia, mostrando una tez arrugada, algo que Segomedes no dejó pasar por alto.
—¿Sabes de qué está hablando?
—No creo que sea buena idea.
El dueño de la taberna imitó a Segomodes cruzándose de brazos. Con mirada fija en una de las ventanas, asintió varias veces.
—No quería decirlo, pero cuando contó la historia de la centauro… sospeché. Veréis. Es sabido que hay centauros por los alrededores, aunque raras veces se muestran. Los hay que dicen que hay motivo para este comportamiento… y es un asunto… turbio. ¿Me equivoco?
El tebano levantó una ceja y se acercó con paso lento. Dada su templanza y educación empleada, era fácil olvidar que Segomedes podía tornarse de lo más intimidatorio en lo que se tarda en parpadear. El médico se vio a un mero palmo del soldado, ancho como un toro y de pose marcial cual general. Bajando el cuerpo hacia él, dijo con voz gutural:
—Habla.
Éste entrelazó los dedos y bajó la cabeza. No debía tener más de sesenta años, pero dadas sus arrugas y delgaducho físico, aparentaba algo más. Incluso Factolus, alto como un espárrago, mostraba cierto músculo bajo la túnica, producto inequívoco de una día a día físicamente extenuante. Astyoche se decidió a reiniciar su proposición.
—Yo… era joven. Y no muy buen estudiante —relató—, así que intenté hacer trampas para impresionar a mi familia y ahorrarme gran esfuerzo.
Miró a Segomedes, Tofilio, Ankor y después a Factolus. En sus ojos y cejas apretadas se podía ver un diminuto sentimiento de arrepentimiento.
—Intenté, durante años, encontrar el Oráculo enterrado. Un santuario de los antiguos dioses que Zeus sepultó, como tantos otros, para que los humanos nunca rindiesen culto a los titanes. Aquí, en Creta, está el de Gaia. O eso dicen.
El ambiente se tornó tenso y las palabras del anciano resultaban susurros fríos arrastrados por figuras etéreas que flotaban en el aire. Hablar de los dioses que reinaron antes de la era de los olímpicos no era del agrado de nadie, pues bien podían despertar la furia de las divinidades que ahora reinaban.
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—Yo ansiaba los poderes que otorgaba Gaia, pues su habilidad para sanar estaba más allá del de cualquier olímpico, y así, convertirme en el mejor médico de Grecia sin requerir el talento que nunca tuve. Pasé años recorriendo cada rincón de la isla, pero nunca lo encontré. Encontré criaturas hostiles y amistosas, personas hostiles y amistosas, pero nunca el Oráculo.
—¿Y qué tiene que ver con nosotros? —interrumpió Tofilio encogiéndose de hombros antes de tomar un trago.
—La capacidad de sanar de la titán se explica con la teoría de que todos nosotros estamos conectados en un único río, por cuya corriente fluye toda energía y sabiduría. Entrando en ese río se podría entender a cualquier criatura, sin importar el lenguaje.
—Todo esto —insistió Tofilio, no muy convencido— suena demasiado complejo para algo tan sencillo: solo tenemos que capturar unos cuantos soldados del rey, preguntarles a dónde van a cazar los cíclopes, llevar a Panea y se acabó.
Segomedes continuaba repitiendo su ronda alrededor de la sala, esquivando sillas y mesas vacías, memorizando cada palabra, para estudiarla después.
—Tenemos tres opciones —dijo—. Una, intentar comunicarse con Panea y averiguar si recuerda de dónde viene. Dos, interrogar a algún soldado. Tres, encontrar y convencer a los centauros de que nos lleven hasta el Oráculo. Intentaremos las tres, en ese mismo orden. No perdemos nada en alcanzar la meta por la ruta más directa antes que la accidentada.
Factolio negó con la cabeza ante tal empresa. Definitivamente era más de lo que esperaba encontrarse cuando les abrió la puerta. El mercader se puso en pie.
—Yo, capitán Ankor el melenudo, ayudaré en todo lo que pueda en nuestra épica empresa.
—Espera, ¿nuestra? Creo que no entiendes que puedes poner en peligro tu modo de vida, capitán. ¿Acaso no te ganas la plata comerciando en Cnosos?
—Así es —respondió casi al instante a Segomedes, con cierto aire orgulloso—, por descontado que no puedo luchar, pero tengo conexiones por toda Grecia, y estoy seguro de poder conseguir valiosa información respecto de dónde cazaban los cíclopes.
El capitán se puso en pie, con inesperado semblante serio, y continuó.
—Ya he arriesgado mi vida una vez, por lo que formo parte del grupo en tanto que ya he compartido el riesgo. Y ya que estoy involucrado en asuntos peligrosos para mis negocios y mi salud, haré lo que esté en mi mano para que ningún hombre, mujer, niño o anciano, diga jamás: “Ahí va Ankor, el rico mercader quien prefirió dar la espalda a los héroes Segomedes y Tofilio cuando emprendían honorable empresa contra el gran rey Iphitas, quedándose en la seguridad de sus comercios y aumentando su incalculable montaña de riquezas. Míralo, tan reluciente en joyas como cobarde es.” Mas si esto llega a ocurrir, que se me trague la tierra, pues mi vergüenza será infinita.
Dicho esto, volvió a su asiento sin mirar a nadie, ya que sus palabras eran honestas y la opinión de los demás le era indiferente. Lo que no vio fue cómo Factolus y el anciano asintieron, mostrando su apoyo. Los dos guerreros se quedaron pasmados.
“Llévame contigo. Quiero experimentarlo de primera mano. Enséñame.”
Aquella frase resonaba en la mente de Segomedes una y otra vez. Sonrió al encontrar el mensaje, que no las palabras de Ankor, tan parecido al del joven Tofilio. Sorprendido por tal determinación, Segomedes quedó sin palabras unos segundos.
—Entiendo. No esperaba que…
Tofilio resopló por la nariz a modo de burla, y tan torcido el gesto tenía, que distrajo al tebano de su frase y quedó interrumpido.
—¿Quieres decir algo, tal vez, Tofilio?
El espartano, de espaldas al grupo, con los ojos fijos en un punto indeterminado y brazos en jarras, bien parecía un niño a punto de explotar en una rabieta.
—No —dijo secamente.
—Vamos, habla.
Con un suspiro, se dio la vuelta.
—¿Por qué? —preguntó elevando los brazos y dejándolos caer de golpe sobre sus caderas.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué tanto esfuerzo? El rey Iphitas tenía una esclava cíclope. ¿Y qué? Ankor debe tener una docena al menos. Tú tenías esclavos, yo tengo esclavos en casa. Le hemos robado una posesión a un rey, y tú quieres escoltarle como si lleváramos una princesa de vuelta a su legítimo reino. No es el caso. Y ahora… Ankor lo llama una misión heroica. No. Seguiré tu liderazgo, pero no acepto negar la realidad.
Tofilio dio una palmada a la mesa con tez tensa.
—Somos los villanos.
Segomedes continuó paseando ante la atenta mirada de los presentes, expectantes de la respuesta, probablemente esperando el inicio de una acalorada discusión. Sin embargo, el tebano se mostró de lo más calmado y, cuando estuvo cerca del muchacho, habló.
—Tienes razón.
Tofilio, todavía con el brazo extendido sobre la mesa, se irguió con los ojos bien abiertos.
—Hemos robado una propiedad de un rey. Hemos asesinado a sus soldados. No puedo negar que somos criminales a ojos de la ley. Pero escúchame atentamente, porque mis motivaciones están más allá de la ley escrita de los hombres.
Segomedes dio varios pasos más, colocándose a espaldas del espartano.
—Los hijos de esclavos nacen esclavos. ¿Llevarías a un esclavo en tu falange?
—Jamás —respondió con desprecio—, se requieren años de duro entrenamiento para…
—Exacto. Hay un salto de calidad abismal, ¿no crees? ¿Recuerdas la leyenda de Minos?
—Por supuesto. ¿Quién no conoce el minotauro? ¿Pero qué tiene que ver con…?
—¿Y qué pasaría si Iphitas creara una unidad de cíclopes, tritones y quimeras en su ejército y decidiera… no sé… invadir Esparta?
El joven enmudeció, las imágenes que aterrizaron en su mente eran de gravísimo orden, dignas de un relato del fin del mundo. Ankor añadió ésto:
—Indudablemente, mis intereses se verían contradichos si Iphitas, de repente, tuviera una horda de harpías que hicieran la vida imposible a mis navíos en el caso de no pagar duros impuestos. Imaginad una flota pirata de criaturas marinas. No, no, no el oro lo único que está en la balanza aquí, pero es un aspecto a tener en cuenta, ciertamente. Controlando la economía se pueden crear… e incluso tambalear imperios. Y si no, preguntemos a nuestro compañero fenicio aquí.
Los músculos de la cara de Tofilio de repente quedaron paralizados, como si hubiera dejado de respirar. Segomedes apareció en su lado izquierdo.
—Serviría como precedente, y todos los reyezuelos del mundo empezarían a crear ejércitos de criaturas para atacar sus vecinos siguiendo el esperténtico ejemplo de los reyes de Creta. Grifos, medusas, hidras, colosos. Iniciaría una era de destrucción nunca vista. No se trata de que me guste Panea o no. No se trata de venganza a la persona que se sienta en el trono del palacio de Cnosos. Las guerras del hombre libre son del hombre libre, espartano. Y que me caiga ahora mismo un rayo si permito que un necio amargado inicie eventos que están más allá de su estrecha comprensión.
Posó su mano sobre el hombro de Tofilio y le miró a los ojos.
—El cíclope que matamos no entró en el mercado a matar indiscriminadamente. Escapó antes de que lo llevaran aquí. Con Panea. Dijiste que querías venir conmigo para vivir una aventura que contar, fuera de Esparta. Si consideras que evitar que las ciudades griegas críen monstruos que usar contra sus semblantes no es una tarea suficientemente digna, lo entenderé y aceptaré tu despedida. Pero yo pienso llevar a Panea a su lugar de origen y avisar a su gente de que están en peligro. Si he de hacerlo, también les ayudaré a defenderse de Iphitas. Y si he de hacerlo, me enfrentaré a él.
Segomedes elevó las cejas y alargó los labios en una mueca de dolor para pronunciar las últimas palabras.
—Y lo voy a hacer con o sin ti.
Tofilio apretó las mandíbulas y cerró los puños.
—Pero preferiría tenerte a mi lado.
—He de pensarlo —dijo el joven tras una pausa.
Era la frase más lógica que Segomedes había oído del joven en mucho tiempo. Su compañero asintió dando un paso atrás. Tal vez era el momento perfecto para ir a dormir. Había sido un día largo, y…
—Ya está.
La casi inmediata respuesta hizo que el tebano saltara en su sitio. Los ojos almendrados del espartano irradiaban determinación y algo más. En sus labios, una sonrisa contenida daba a entrever qué era.
—Te pedí un viaje épico. —Ofreció su mano—. Y por los dioses que me lo has entregado en una bandeja de plata. Salvemos el mundo.
—¡Sí! —exclamó Ankor poniéndose en pie.
Dicho esto, agarró el antebrazo de Segomedes con la fuerza que habría hecho gemir a otro hombre más débil. Con su ceja izquierda encorvada a lo alto, Segomedes devolvió tanto el gesto como la mirada profunda con la misma determinación.
—Calma, chico. Con Grecia me basta.