Los pesqueros ya habían recibido el nuevo día, pero más allá del puerto, en la zona alta de la ciudad de Cnosos, y a excepción de algún esclavo preparando las tareas del día y el ocasional ruido del ganado, las calles todavía estaban tan desiertas como silenciosas. Pocos fueron los testigos de cómo un selecto grupo de soldados avanzó por las calles hasta una de las entradas orientales, ornamentada con un la cabeza de un toro inmenso en lo alto.
—Son los mercenarios de los que te he hablado —indicó Triskenio, señalando a cinco tracios que esperaban junto a la pareja de guardias de la puerta.
Al contrario que los griegos, estos extranjeros presentaban diversas armas y armaduras. Uno iba meramente en túnica y dos espadas, mientras que otro llevaba coraza y espada larga, y dos de ellos portaban arcos, arma que nunca venía mal.
En el trayecto, el capitán había explicado brevemente su desesperación, rellenar las bajas que la guardia había sufrido era cada vez más complicado, y tenía que servirse de extranjeros que aceptaban cualquier tipo de trabajo por tres óbolos. Que era exactamente lo que llevaban haciendo en los últimos intentos de rescatar a la reina, sin éxito.
—Calidad ante cantidad —añadió, adelantándose para recibirles—, pero nunca viene mal tener unas manos de más. ¿Me equivoco?
Tras una veloz introducción en la que nadie entendió ni recordó el nombre de nadie, se unieron a la comitiva y los veinte hombres abandonaron la seguridad de las murallas para encaminarse hacia el paso montañoso que tantas víctimas se había llevado ya.
—¿Cuánto? ¿Cuánto? —preguntó uno de los tracios acercándose a Segomedes.
—Nada —respondió sin devolverle la mirada.
—¡Nada! —Su exclamación alarmó al resto.
—Silencio, imbécil —ordenó Traskenio.
Pero el tracio insistió. En susurros, preguntó de nuevo lo mismo.
—Ya te lo he dicho, nada. No lo hago por dinero. Maté un cíclope con un arma mágica que no era mía. Quiero matar a uno con mis propias fuerzas. Combate de uno. Honor. ¿Entiendes?
Algunas palabras se le escaparon, pero entendió el mensaje. Sin añadir nada más, el mercenario con cara grabada y armado con dos espadas curvas, aceleró el paso para reunirse con los suyos. En cuestión de segundos los susurros eran audibles.
—¡Juro que si no os calláis…!
Las palabras del capitán fueron interrumpidas por una roca del tamaño de una cabeza que le cayó a uno de los cretenses sobre los hombros, derribándole al instante.
—¿Nos atacan?
—¡El cíclope! —La exclamación de Tofilio sonó más a expectación que a alarma.
Un centenar de proyectiles pedregosos les obligó a cubrirse con los escudos. Tofilio y Segomedes negaron con la cabeza, sabedores de que un cíclope no lanzaría una lluvia de piedras, sino un único meteorito que les aplastaría los huesos.
Los graznidos agudos que venían desde lo alto les dio una pista de que no era el adversario que esperaban.
—¿Sirenas? —preguntó Tofilio con demasiada alegre expectación.
Bajo el tremendo ruido de los impactos, Segomedes asomó la cabeza antes de responder.
—¡Peor! Sus primas feas: harpías.
Mitad mujer mitad ave rapaz, media docena de estas bestias atacaron con sus tremendas garras, arañando bronce y perforando carne.
No más piedras. Ahora caían como águilas, tratando de agarrar los escudos o llevarse a los soldados volando unos pocos metros, para dejarlos caer al precipicio que les esperaba a su izquierda.
Los soldados de Triskenio mostraron profesionalidad y experiencia, siguiendo las órdenes de su capitán formando un efectiva defensa de escudos colocándose espaldas al muro.
—¡Lanzas listas!
El más grande de los tracios, empuñando una espada larga, atravesó a una de las atacantes cuando ésta bajaba en picado, y los dos rodaron por la tierra llevándose a varios causando un absoluto caos en la ordenada línea.
Segomedes pudo pegar la espalda a la pared para evitar tropezar y Tofilio, en un alarde innecesario de agilidad, saltó por encima de la maraña de cuerpos que eran el tracio y la harpía.
Con una calculada exhalación aterrizó, y con un segundo salto lanzó su arma cual jabalina, alcanzando a una segunda harpía justo en le pecho desnudo y semi cubierto de pelaje. Fue tal la fuerza empleada, que la lanza arrastró la criatura metros hacia atrás, clavándose la punta en el camino con el monstruo empalado.
—Sigo diciendo que las cretenses no son tipo — dijo para sí mismo al tocar suelo de nuevo antes de avanzar para recuperar su arma crujiéndose las vértebras del cuello.
Deneo y el resto todavía intentaban reincorporarse.
—¡Imbécil, quítate de encima!
—¡Mujer pájaro encima, imbécil tú!
—¡Levantaos, en formación, rápido, rápido!
Con un cántico de graznidos, las tres harpías restantes se despidieron, dejándose deslizar por las corrientes de aire, acantilado abajo, entre las escarpadas montañas. Aunque los arqueros intentaron acertarles, ya estaban fuera de alcance. Habían demostrado ser una presa demasiado peligrosa y buscarían algo más fácil que llevarse a la boca.
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—¿Estamos todos bien?
Traskenio pasó revista inspeccionando el grupo. Rascaduras y cortes. Un tracio muerto, y uno de sus hombres herido por una piedra, quien descansaba sentado con la clavícula, o algo peor, rota.
—Melandro no puede continuar —informó Deneo, limpiándose el sudor de la frente.
—Entonces sigamos.
Segomedes no frenó, no hasta que vio a Tofilio masajeándose el tobillo.
—¿Todo bien?
—No. Creo que me he roto algo.
Formando dos puños, el tebano dio media vuelta y abrió la boca para elevar una maldición a los cielos, pero no pronunció sonido alguno. Segundos después, volvió a su compañero con la mano sobre su espalda.
—¿Estás seguro?
—He caído mal —confirmó el espartano secamente.
—Se lo comunicaré al capitán.
—¿Qué ocurre, Segomedes? Oh. Increíble.
Traskenio no ocultó su asombro al contemplar la esperpéntica imagen de la harpía atravesada de lado a lado, colgando por encima de sus cabezas, y pronto se hizo un corro alrededor. Los hombres congratularon al espartano, pero éste mostraba un gesto arrugado, incapaz de sentirse satisfecho por la proeza, castigándose a sí mismo por ello..
—No puedo creerme que vaya a perderme el mayor combate de mi vida por un tobillo roto.
—Descansa un poco con Melandro y volved a palacio.
Con esa despedida, Traskenio indicó al resto que reanudara la marcha.
Segomedes esperó a que el grupo les diera algo de intimidad para ofrecerle la mano.
—No tardes, las harpías podrían volver si os ven solos. Y recuerda nuestro trato.
—¿Piensas que voy a olvidarlo? Esa armadura es mía, tebano.
—Todavía no, chaval. Todavía no.
Estrecharon manos en un intercambio robusto, pero con miradas frías.
Segomedes partió sin el espartano.
—Siento lo de tu esclavo. Una lástima perderle antes del plato fuerte, se le ve muy capaz.
—No es mi esclavo —corrigió Segomedes al capitán en tono neutro, pues la confusión era lógica.
—¿Entonces es tu… alumno o algo así?
Él continuó la marcha en silencio y mirada perdida.
—Un viaje de formación fuera de las murallas… alguien… proveniente de una buena familia. ¿Me acerco a la verdad, aunque sea un poco?
Segomedes sonrió, y miró directamente a los ojos de Triskenio por vez primera. Le parecieron cansados, pero sinceros. No debían llevarse muchos años de diferencia.
—Bastante, de hecho.
La respuesta satisfizo al cretense lo suficiente como para impulsarle a lanzar una pregunta más, esta vez, en modo de susurro.
—Usaremos a esos cretinos extranjeros de carnaza. Terminaremos el trabajo y mi rey te pagará una montaña de oro y plata tan alta como ese necio de las dos espadas. Pero el dinero se termina rápidamente. ¿Qué harás después? Escucha, no tengo hombres de confianza, me vendría bien alguien como tú. Entiendo que no te apasiona el oro. ¿Qué hace que te hierva la sangre, tebano? Dime.
La cuesta comenzaba a notarse en las piernas, demasiados días en el barco sin hacer ejercicio. Pero es que entrenar a bordo le daba mareos. Entonces recordó que todavía no había respondido.
—Ahm… Me gusta la violencia, Traskenio. Y me gustan las mujeres.
Con una risilla contenida, el capitán asintió varias veces.
—¿Tienes idea de cuántas mujeres tenemos en palacio? El harén del rey es tal, que a algunos de nosotros nos deja hacer uso de él. Podrías elegir una cada día del año sin repetir ni una vez en tu vida. Y lo mejor de todo, sin gastarse un óbolo. Y mira, la misma ciudad está rodeada de criaturas asquerosas que exterminar a tu gusto. ¿Suena de tu agrado?
—Suena de mi agrado.
—Además de una paga sustancial: yo me he llenado los bolsillos gracias a este rey. ¿Qué tal suena un dracma y medio al día?
Segomedes frunció el ceño. No podía ser cierto. Aquello era mucho dinero para un soldado.
—Eso… suena de mi agrado, sí.
La sonrisa de Triskenio llenó todo su rostro.
Pero el capitán de la guardia nunca pudo llegar a gastar todo ese oro.
—Siempre hay una trampa.
Volvió la mirada hacia los restos de Triskenio, que emitían humos cuyo terrible olor era entre carne quemada y vísceras de animal en descomposición. Con todo, él había tenido suerte, pues su antebrazo izquierdo apenas tenía una pequeña quemadura. Parpadeó con fuerza para forzar las gotas de sudor que cubrían sus pestañas caer por las mejillas, todavía no estaba fuera de peligro.
De dar un paso atrás, daría la apariencia de que intentaba huir. De avanzar, caería al foso con Deneo y los demás, que esperaban una reacción del tebano. Segomedes no estaba convencido de entender la situación, así que esperó.
En un último empuje, la manivela giró lo suficiente para descender a metro y medio del suelo, sobre el cuerpo de la araña gigante todavía en llamas. Parte del fuego se extinguió, pero la columna de humo persistió, elevándose hasta la criatura que dormía en la celda metálica.
Deneo, de barbas rubias largas, extendió el brazo haciendo visible una llave, aunque quiso asegurarse antes de abrir.
—¿Estás con nosotros o no, tebano?
Calculó las posibilidades. Solo y superado en número, sin armas de alcance, escudo ni lanza, no estaba en la mejor de las posiciones para enfrentarse a los cuatro hombres. Una tos se escuchó desde la celda, y una masiva silueta comenzó a moverse. Segomedes se aventuró a verbalizar lo que le pareció obvio.
—¿Entonces? ¿La reina de Cnosos es… una cíclope? ¿Es una clase de maldición, de eso trata todo?
Las risas llenaron la sala y el eco se repitió a lo largo de los túneles.
—¡Tebano, ha, ha! ¿La reina, esta cosa? —gritó Deneo con brazos en alto y sonrisa de oreja a oreja. —¡La reina de Cnosos murió hace un año!
El tebano fijó la vista en la cíclope que se sentaba, todavía desorientada, débil o ambas. Con paso despreocupado y tono conciliador, Deneo continuó.
—No quiero matarte, tebano. Luchas bien, y te quiero a mi lado, así que te daré… una explicación satisfactoria. Al fin y al cabo, no somos criaturas deleznables del Tártaro… como esta cosa de aquí.
El trío de hoplitas rodeó la jaula, pues la cíclope despertaba.
—La reina Iodamias fue comida por un cíclope, pero el pueblo no lo sabe. Es mejor así. ¿Alguna vez has visto a una persona siendo comida viva? Los cíclopes lo hacen, y no hay nada que pueda detenerles. La furia del rey fue tal que iniciamos… una cacería de cíclopes.
Deneo miró atrás, intercambiando asentimientos orgullosos con sus hombres. Entonces, le mostró tres dedos a Segomedes.
—Hemos matado a tres, tebano. Tengo una de sus calaveras adornando mi cama.
El ritmo de su corazón se disparó, pues todo apuntaba a que la trama no terminaba ahí.
—¿Y por qué no habéis matado a ésta? Claramente está malnutrida, débil. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Con un escupitajo, Deneo mostró su desprecio a la criatura enjaulada.
—Es una esclava. El rey, en su campaña de venganza, ideó un plan... ¿malévolo? Que se vio truncado cuando… alguien…
Sus ojos incriminaron al mercenario.
—…Decidió matar al cíclope que venía de camino a Cnosos, y ahora no podemos criar nuestro ejército de monstruos.
Segomedes tragó saliva.
—Pero era un plan absurdo, y todo debe llegar a su fin. Sin embargo, como decía Triskenio… “Las abominaciones llaman a las abominaciones”. Gracias por ayudarnos a limpiar el camino, tebano, venir se estaba convirtiendo en un verdadero problema, por eso dejamos de venir. Somos cazadores de cíclopes, no… de arañas y harpías —terminó con una risa que contagió al resto.
—Lo cual explica su lamentable estado.
Deneo se encogió de hombros llave en mano y trepó ágilmente sobre las patas de la araña para alcanzar la puerta.
—Como digo, nos hiciste un favor y prefiero conservarte. Al contrario que a ella, a quien culparemos por la muerte de la reina y ejecutaremos públicamente para zanjar el tema. La pregunta es…
A punto de girar la llave en la cerradura, Deneo apretó los labios y fulminó con la mirada al tebano.
—¿… Vas a ayudarnos a llevar esta cosa a la ciudad o tengo que matarte?