Había alargado su período de reflexión al límite. Deneo y los tres soldados no esperarían un segundo más su respuesta, y el paso del nuevo capitán hacia él, con el filo apuntándole, era muestra de que pronto cumplirían su amenaza.
A medida que las palabras tomaban forma en sus labios, Segomedes se dio cuenta de que estaba mintiendo.
—No temáis. Tengo un contrato que cumplir, y un pago que reclamar.
El rey Iphitas no le había especificado cuál era su misión, había quedado implícito.
Él no había aceptado oficialmente el trabajo, había quedado implícito.
Pero los pensamientos del tebano quedaron para su intimidad, y Deneo bajó la espada.
—Bien. Tú irás delante… como precaución. Abrid —ordenó señalando la celda—. Es hora de terminar con ésto.
Mostrando la precaución que tendría un domador de leones, uno de los soldados abrió la celda y con la lanza pinchó a la cíclope varias veces.
—¡Fuera, vamos!
La figura se colocó a cuatro patas, todavía despertando de un letárgico sueño o hibernación. Agitando ambas manos y un gruñido, dispersó el humo negruzco que emitía el pelaje chamuscado de la araña.
—¡Despierta!
Boca abierta y ceño fruncido, Segomedes observó cómo la criatura salía a gatas con las manos protegiéndose la cabeza ante otro posible pinchazo. Torpemente hizo pie en la cueva, chafando el charco de sangre que se formaba. Se irguió, y Segomedes pudo contemplarla.
Debía hacer cuatro metros de alto y llevaba el pelo oscuro recogido en una coleta mugrienta. Iba vestida con dos harapos que más bien parecían túnicas atadas entre sí, dejando ver sus músculos definidos. Claramente había perdido mucho peso durante su cautiverio, pues apenas podía mantenerse en pie sin tambalearse de un lado a otro.
—¿Es seguro?
—Lleva dos semanas sin comer, ¿tú qué crees? No podría coger ni una sandalia del suelo.
Deneo alzó los brazos y, con un golpe seco, atizó a la cíclope con el filo de la espada.
—¡Fuera, muévete!
Al igual que con la araña, Segomedes no quería estar demasiado cerca, así que tomó distancias cuando ésta giró para dirigirse a la salida. De una zancada salió del foso, y, vigilada desde atrás, avanzó arrastrando los pies con la cabeza gacha, seguida por el tebano, quien se apresuraba a ir por delante. Cada tres o cuatro pasos, giraba para asegurarse de que no estuviera a alcance de un manotazo o peor, una patada en el trasero que le mandara al acantilado.
Deneo señaló el túnel con un gesto de mentón y el grupo les siguió, lanzas listas para rematar a la cíclope si era necesario.
El lenguaje corporal de Segomedes daba la impresión de estar tranquilo, pero sus pupilas viajaban de un lado a otro a tremenda velocidad, denotando la ansiedad del que no tiene en absoluto el control de la situación.
De aún contar con el apoyo de Tofilio sería diferente. Pero no maldijo su suerte, todavía tenía opciones: habían cometido un gravísimo error y su objetivo era exprimirlo al máximo. Se apresuró hasta el exterior, animando a la cíclope a que le siguiera.
—¡Despejaré la entrada, no vaya a ser que las harpías nos hayan seguido! ¡Y tú, muévete, ven!
En un sprint dejó el túnel atrás, y se colocó al lado izquierdo, pegado a la roca, donde Deneo y el resto no le verían.
—Quédate ahí. Ahí. Para. ¿Entiendes? —trató de explicar a la cíclope, intentando que ella quedara a unos pasos de la salida, suficiente para bloquear a Deneo, pero con espacio para dejarles salir.
La accidental cómplice le miró confusa. Se encogió de hombros, gesto extrañamente humano que le hizo sonreír.
Había venido con la idea de probarse en un duelo, de demostrarse a sí mismo que podía repetir la proeza anterior sin la ventaja de armas mágicas o intervenciones divinas. Examinó el estado lamentable de la cíclope. Una granja de esclavos. Ejecución incriminatoria. Eran escoria.
Estrujó la empuñadura de la espada entre su mano.
Estaba a punto de cometer una locura. Ella, por el motivo que fuera, ignoró al tebano y permaneció con el ojo fijo en el cuarteto de soldados, algo vital, pues no le delató.
—¿Qué haces parada? Venga, mu...
Cuando la primera punta de lanza se asomó, tiró de la madera hacia abajo y cuando el soldado tropezó, bajó el filo cercenándole los brazos a la altura de los codos.
—¡Tebano! —el gutural grito de Deneo, manchado de rabia y sorpresa reverberó en el túnel.
La cíclope observó pasmada cómo el hombre caía al suelo en un alarido de dolor, mientras el agresor recogía la lanza y cambiaba de lado por detrás de la cíclope. Esperó agazapado, espada y lanza listas para repartir muerte.
—¡Matadlo, matadlo!
Era predecible que Deneo no interviniera aún. El dúo de hoplitas emergió, uno apuntando a la cíclope, y el otro hacia el lado cercano a Segomedes. Escudo en alto, se llevó una estocada en el muslo, pero sin caer.
—¡No te muevas, monstruo! —dijo el otro, sin saber si desviar la atención de la cíclope o ayudar a su compañero.
El oponente de Segomedes bloqueaba bien, intercambiaron varios golpes, calculando distancias y con cierto respeto, pues todo podía terminar con un movimiento certero. Sin escudo, el tebano debía sobrepasar el alcance de la lanza si quería vencer.
—¡Mis brazos, mis brazos, ayuda!
—¡Termina con él!
—¡Es lo que intento!
Y aquí llegó el golpe predecible, el empuje telegrafiado que tanto esperaba: el linotórax con los símbolos de Zeus paró un golpe en el pecho que Segomedes apenas sintió. De un tajo descendente partió la lanza contraria, lanzando fragmentos de madera por los aires. Los ojos del cretense se abrieron, consciente de su error.
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Ahora él tenía la ventaja. Atacó una y otra vez con la lanza, presionando y avanzando, sin permitirle que cogiera la espada, a riesgo de recibir un pinchazo letal. Deneo, desde la seguridad del túnel, sonó impaciente.
—¡Altros, qué haces! ¡Mátalo ya!
—¿Por qué no…? ¡Ah!
Nunca debió distraerse. La lanza perforó su cuádriceps, esta vez clavándose medio palmo en la carne. Segomedes empuñó la espada con ambas manos y cerró distancias para rematarlo, pero su compañero decidió que la cíclope no era una amenaza, al contrario que el tebano, lanzándole un cuchillo a la cara, que su yelmo absorbió.
Uno se sacó la lanza de la pierna y ambos se colocaron hombro a hombro, no iban a luchar individualmente. ¿Por qué iban a hacerlo?
Segomedes inspiró y escupió al suelo, cogiendo una bocanada de aire para pronunciar sus palabras. Quería que le escucharan alto y claro.
—Sois escoria y mearé sobre vuestros cuerpos mutilados.
Con sendos gruñidos, ambos embistieron al tebano, que se defendió de estocadas de lanza y ocasionales mandobles.
—¡Rodéalo, por atrás, ve por detrás! —ordenó a su compañero, quien empezaba a notar cierto mareo por la pérdida de sangre.
—Estás muerto —susurró Segomedes señalando el reguero rojo que dejaba a su paso.
—Entonces nos veremos en el Estigio.
Segomedes no tenía intención alguna de abandonar el mundo de los vivos todavía. Ingeniosamente, corrió hacia las piernas de la cíclope para evitar ser flanqueado, y su estratagema surgió efecto: uno de los golpes de espada alcanzó a la prisionera, quien, despertando de su letargo, reaccionó cual bebé asustado y de un puntapié envió al hombre al suelo.
—¡Ah, furcia! —gimió, agarrándose el pecho y la herida de la pierna.
—¡Gaah! —el gruñido de la cíclope heló a los presentes, aquello daba la vuelta a la situación.
Respiró hondo y recogió el escudo del suelo. Ahora se sentía mejor. Dio un golpe en el bronce con su filo. El soldado restante parpadeó varias veces, y sus pasos le llevaron más y más cerca del túnel, pasando por el lado del soldado sin brazos, llorando por su vida.
—Nunca debiste traicionarme, tebano.
Desde el túnel, el silbido de una flecha precedió el impacto que atravesó brazo derecho de Segomedes. Unos centímetros más la izquierda y su armadura habría desviado el proyectil. Antes de poder reaccionar, una espada se estrelló contra su cabeza, sacando el casco del sitio y haciéndole caer de rodillas.
La cíclope intentó apartar al soldado herido en la pierna, pero éste demostró una tenacidad insólita. Con un paso lateral evitó el manotazo y contraatacó con un elegante tajo en el antebrazo.
—¡Yo soy Altros de Cnosos, cazador de cíclopes! ¡Y voy a comerme tu ojo para cenar, ramera!
—¡Gaah!
Una segunda flecha acertó a Segomedes, frenada por su armadura, por suerte.
—¡Tebano! —gritó con visceral odio Deneo una vez más, preparando otra flecha desde la oscuridad del túnel.
Segomedes elevó el escudo mientras se erguía, justo a tiempo para bloquear otro proyectil. Con toda la presteza que pudo se apartó de la boca de la cueva, ya había hecho suficiente de diana.
—¡Vas a morir, tebano! ¿Me oyes? ¡Te crucificaré en la escalinata del palacio y dejaré que te coman los cuervos!
Deneo apareció a la carrera, escudo y lanza listas, embistiendo a Segomedes con rabia repetidas veces, aprovechando la longitud que la espada del mercenario no tenía.
Las intenciones del cretense eran obvias: sin el casco, Segomedes era vulnerable, y los ataques eran dirigidos ahí, por lo que él debía mantener el escudo bien alto, siempre retrocediendo. Esto le reducía la visión, y sin una lanza…
—¡Hah! —rio.
Era de esperar, tantos golpes altos siempre predecían uno bajo, que Segomedes recibió justo por encima de la rodilla. Sus esfuerzos por romper la lanza de Deneo no surtían efecto, pues el brazo dominante aún tenía una flecha clavada: o bien llegaba tarde o sus golpes carecían de la fuerza necesaria.
—¡Te talaré como a un árbol!
Era la voz de Altros, quien había conseguido un punto a su favor más por el gruñido de dolor de la cíclope, que caía de rodillas.
Otro envite alcanzó la cara del tebano, haciéndole un corte que seguía la línea de sus labios por la mejilla, hasta la oreja. La espalda de Segomedes chocó contra la roca, augurando un final.
—Estáis muertos —dijo Deneo, saboreando cada palabra.
Una piedrecita cayó sobre el penacho azul de Deneo, pero él no prestó atención.
—¡Agh!
El combate entre la cíclope y Altros había terminado. Tanto Segomedes como Deneo contemplaron a la cíclope pasmada: una lanza había atravesado de lado a lado al cretense, matándolo al instante. Un puñado de piedras cayeron sobre los hombros del tebano.
—Siempre hay una trampa —sentenció Segomedes.
El destello rojizo, cayendo cual meteoro desde cinco metros arriba se abalanzó con los pies por delante, estrellándose contra la cabeza de Deneo violentamente. Ambos rodaron por el suelo en una nube de polvo, pero Tofilio se recuperó en un segundo, espada y escudo todavía en mano, mientras que a Deneo solo le quedaba la lanza y había perdido su casco. Mareado, intentó colocarse frente al nuevo oponente mientras Segomedes recobrara el aliento.
Respiración calculada, golpes enérgicos y contundentes, combinaciones inmisericordes y expresión ausente: Tofilio no le dio un momento de descanso. Deneo no tuvo más remedio que dejar caer el arma y defenderse con los brazales, retrocediendo hacia el borde del acantilado.
Pasó la punta de la lanza de una zancada y atacando con el filo una, dos, tres veces, arriba, abajo, buscando el cuello y las axilas.
—¡Malditos…!
Tofilio continuó acortando distancias, y cuando el codo de Deneo comenzaba a elevarse para empuñar la espada, éste recibió un golpe de escudo en la cara que le rompió la nariz. Cayó de culo a un paso de conocer su fin en una caída de cientos de metros. Antes de poder reincorporarse, su cuello estaba atravesado por el hierro.
—Te...teba...
En lo que fue el último instante su vida, Deneo observó la mirada inexpresiva del espartano. Un segundos después, retiró la espada y la cabeza del cretense cayó a la tierra, con los brazos extendidos hacia el precipicio.
—¿Quién habla en un combate a muerte? Inepto.
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—¿Por qué has tardado tanto?
La capa del espartano siguió el movimiento cuando éste se giró hacia Segomedes.
—¿Disculpa? ¿No habíamos venido a —señaló a la cíclope— ya sabes?
—Cambio de planes.
El último con vida trataba de escapar, dejando un hilillo de sangre. Tofilio escuchó la versión resumida mientras lo remataba.
—Vaya.
Contempló la cíclope que ahora estaba sentada examinándose las heridas, sobretodo una del pie. Ambos se acercaron.
—¿Hola? —inició Segomedes, con las manos en alto.
Ella resopló. Aun sentada, la diferencia de tamaño era sobrecogedora.
—Pie dolor —dijo.
—¡Habla griego! —exclamó Tofilio con satisfacción.
—Barriga dolor —añadió ella.
Entre los dos, usaron la capa azul de Deneo como venda y proteger la herida que había abierto el talón de la mujer. Tofilio se movía lentamente, sin apartar los ojos de ella. Después, quedó quieto observando sus pies.
—Quiero —susurraba— embadurnar esos pies en aceite, abrazarlos y…
—¡Tofilio!
El espartano dio un salto.
—¿Me estás escuchando, chico?
—Es… es hermosa.
Segomedes dio una palmada en sus morros y corrió a buscar entre los cadáveres algo valioso. La cíclope les ignoró y poco a poco se puso en pie.
—¡Tofilio! Deja de pensar con el glande y céntrate.
—Me centro —afirmó cogiendo una bolsa de dinero al vuelo.
—Hemos de salir de Cnosos. Tenemos la ventaja de que nadie sabe qué ha pasado. Aún.
Segomedes paró un momento para escupir sangre. La herida de la cara iba a ser un incordio. Era por la tarde, tendrían tres o cuatro horas de luz.
—Pero el tiempo está en nuestra contra —reanudó—, y no puedo correr. Vuelve a la ciudad sin que te vean y consigue una barca para escapar. Nos reuniremos al caer la noche en la bahía.
—¿Qué bahía?
—La bahía que está justo en el lado opuesto de la montaña. Nosotros seguiremos por aquí.
Asintió y se quitó la capa, dejando el casco también en el suelo, para continuar a toda prisa con la coraza y las grebas. Segomedes usó la capa a modo de bolsa y lo cargó todo a sus espaldas.
—Cuida de mis cosas, Segomedes. Llevas mi vida encima.
—Porto lino y bronce. Tu vida la cargas tú, espartano.
Tofilio dejó salir un resoplo acompañado de una sonrisa, apreciando la verdad en sus palabras. Continuó desvistiéndose, lanzando la túnica y quedando desnudo.
—¡Pero qué haces!
—Voy de incógnito y tengo que correr hasta la ciudad, así voy más rápido —respondió en tono neutro.
La cíclope señaló el trasero bronceado del espartano con una risilla, gesto que él devolvió gratamente con una reverencia.
—Por el escroto de Ares, ¿cómo vas a pasar desapercibido desnudo? ¡Mírate! ¡Nadie en Cnosos tiene un cuerpo como el tuyo!
Y era verdad, el espartano había pasado toda su vida entrenando y bien podía servir como guía anatómica para una clase de medicina.
—Cierto, cierto… pero tú eres más grande, Segomedes. Mira qué hombros tan anchos…
—Cierto, cierto… pero tú estás más definido.
Ambos cerraron distancias, y Segomedes se mesó la barba, pensativo.
—Mira cómo se te dibuja todo el delto… ¡ah! ¡No hay tiempo para trivialidades! ¡Ve, ve!
—Voy, voy.
—¡Y ponte la túnica antes!
—Voy —dijo con una risa dirigida a la cíclope, con las manos en la cadera disfrutando de la escena.
El espartano, con energía suficiente para correr sin descanso de Sol a Sol, marchó.
Era hora de escapar de Cnosos.