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Capítulo I (El contrato)

El alboroto era lógico, no había nadie que no se sintiera aliviado a bordo. Tras un fallido asalto por piratas, aquella sirena que no callaba llevándose a uno de los marineros y un polizonte echado al mar, llegaban a puerto.

Los remeros bajaban el ritmo y las gaviotas seguían el navío al interior del muelle, donde un centenar de personas esperaban la llegada del navío.

—Toma.

Una bolsa de monedas apareció en la mano derecha de Segomedes.

—¿Y ésto? —preguntó volviéndose. Era el capitán del barco, un prácticamente anciano de barbas largas, calva reluciente y mirada profunda.

—Vuestro pasaje, mas una propina. Es lo mínimo que puedo hacer, después de que nos echarais una mano con los piratas. Malditos tracios…

Con un asentimiento a modo de agradecimiento escueto, entregó la bolsa al joven que tenía a su izquierda, quien, diligentemente, la guardó en su zurrón con el resto de los fondos conjuntos.

—Dime. ¿Cuánto os quedaréis en Cnosos? Veo que sois capaces, y me vendría bien teneros en mi próximo viaje.

Segomedes negó a la vez que señalaba a la muchedumbre que esperaba impacientemente el barco con provisiones, artículos de lujo, potenciales clientes y noticias del resto del mundo. Entre ellos, destacaba una docena de soldados se abría paso para ser los primeros en recibir a los visitantes.

—Ah, entiendo, ya tienes un encargo. Que los dioses sean contigo, tebano, y no dudes en venir a mí cuando termines el trabajo pendiente.

—No creo. Éste va a ser mi último —asertó Segomedes con grave tono sin perder de vista a los hombres armados con lanzas y bronce, penachos incluidos.

El capitán debía volver su atención a otros asuntos y asegurarse de que “El bocado de Nemea” amarraba de forma segura antes de permitir bajar a los pasajeros. En tierra, la gente se agolpaba para dar la bienvenida, ofreciendo sus productos en venta, sus posadas y hasta esclavos para aquellos que pudieran permitirse el lujo.

El joven que le acompañaba cruzó los brazos, observando a Segomedes en silencio hasta que éste reaccionó.

—¿Qué te parece, Tofilio?

Dejó caer el macuto y observó el paisaje con los brazos en jarras. Negó con la cabeza.

—Innecesariamente grande. Innecesariamente opulenta. E innecesariamente maloliente.

—Bienvenido al mundo civilizado. Espera a ver el palacio.

Tofilio el espartano estudió la muchedumbre durante un minuto. Sus espesas cejas cubrían los ojos almendrados que, en verdad, eran pequeños.

—¿Es que aquí no trabaja nadie?

—Mírate, ya casi te quejas tanto como yo. Bien, vas aprendiendo.

Suspiró.

—Si tan solo aprendiera atributos beneficiosos, y no tus prácticas de anciano. Pero dejemos eso. ¿Qué hay de los soldados, es que hay algún criminal a bordo y no lo hemos sabido?

—Es normal —explicó el tebano—, nos acompañarán hasta el palacio, tendremos una audiencia, y se nos ofrecerá hospedarnos allí mismo para tenernos vigilados mientras dure el contrato.

La idea de pasar una temporada en un palacio no disgustó al espartano. Acostumbrado a vivir con lo exclusivamente necesario, sin riquezas ni lujos o acomodaciones de ninguna clase, descubrir el mundo heleno más allá de Esparta despertó cierta curiosidad en él.

—Y supongo que, como protocolo, aceptaremos.

Segomedes rompió en una carcajada que asustó a las gaviotas, encorvando el cuerpo hacia atrás y tapándose medio rostro con la palma de la mano.

—Oh, no, no, Tofilio. —Consiguió decir entre risas.

Tras propinarle una enérgica palmada en la espalda, se alejó.

—Nos negaremos rotundamente: no te fíes de nadie. ¡Apréndetelo bien, muchacho!

Tanto a bordo como en tierra, los presentes se miraron los unos a los otros, preguntándose cuál debía ser el motivo por el que una comitiva esperaba. Los pasajeros, cargados con sus pertenencias, o seguidos de sus esclavos los más pudientes, permanecieron en cubierta: nadie quería abandonar el barco. Los marineros temieron lo peor, pues bien podía ser que su capitán hubiera hecho algún trato no muy honesto, algo que coincidieron en que era poco probable. Tampoco podían saber lo de los piratas todavía, así que no tenía sentido.

—Ya lo tengo —dijo uno de los remeros nubios, señalando el camino del puerto que llevaba a la zona alta, dirección al palacio—, hemos llevado a alguien importante sin…

La masiva figura de un hombre con espaldas de toro y piernas que más bien parecían dibujadas a partir de una escultura de un coloso estampó su sandalia contra la pasarela. La luz convertía el rojo rubor de su túnica en un tono de calabaza chillón, ganándose todavía más atención a cada uno de sus pasos, sonoros a la vez que ágiles, movimiento que los brazos acompañaban. Todo esto sumado al mentón en alto y puños cerrados, le daban, merecido o no, un aire de superioridad que nadie pasó por alto. Varios autóctonos susurraron, preguntándose si se trataba de algún diplomático o dignatario de otra polis, pues bien parecía un rey.

Seguido de él, un joven en magnífica forma, demasiado bien nutrido y entrenado para ser civil heleno, aunque iba cargado con dos bolsas a punto de reventar, además de un casco corintio colgando de uno de los lados, curiosamente decorado con rayos semejantes a los de Zeus. Todo y que parecía llevar un peso considerable, el chaval no parecía necesitar el mínimo esfuerzo para portar las pertenencias.

El tebano se plantó frente a los soldados ante la expectación de los presentes, mientras el espartano bajaba a paso lento, tomándose su tiempo contemplando la tan bulliciosa como magnífica (y característico olor de metrópolis) ciudad de Cnosos: edificios de varias plantas de altura cuyas fachadas vibraban en colores variados, en especial tres templos que destacaban por su altura, similar estructura y techado triangular. Las calles que desembocaban en el puerto estaban cuidadosamente adornadas con vegetación, fuentes y caminos de piedra. Cientos de personas yendo y viniendo, intercambiando bienes, gritándose, corriendo caóticamente.

Tofilio quedó embelesado por el contraste con su tierra natal.

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—Soy Segomedes, el tronador de Tebas, y he venido por un encargo —se presentó ante los soldados, señalando la parte alta de la ciudad, al otro extremo, cerca de uno de los montes más altos de la isla.

—Bienvenido a Cnosos, tebano. Traskenio, capitán de la guardia, te saluda. Si tú y tu esclavo nos acompañáis… es mejor hablar en privado.

—Por supuesto —coincidió él con un asentimiento tan exagerado que casi pareció una reverencia.

Traskenio y su grupo abrieron paso entre el gentío e iniciaron la marcha.

—¿Me ha llamado esclavo? —susurró Tofilio acercándose a Segomedes con los ojos entrecerrados y el semblante apretado.

Abrió los brazos y los dejó caer en un sonoro choque contra sus caderas. Nada da más pereza que incidir en lo obvio.

—¿Ves que yo lleve algo encima? ¿Quién va cargado con mi panoplia, Tofilio?

Éste cerró los ojos, midiendo sus palabras con calma. Suspiró.

—Es parte del trato, es parte del trato —repitió para sí mismo, un cántico que continuó durante el trayecto.

En la escalinata del palacio, Segomedes paró un instante para continuar la instrucción del muchacho y ahorrarse futuros malentendidos.

—Nos harán esperar. Todos lo hacen. Cuanto más quieren aparentar, más te hacen esperar. Puede que no nos ofrezcan agua ni comida durante horas. Es normal, así que paciencia.

La explicación de Segomedes bien podía haber estado dirigida a un muro, pues el muchacho estaba absolutamente fascinado por la arquitectura que se presentaba ante él. Y es que las columnas que daban paso al palacio eran tan impresionantes que no necesitaba ver el centenar de personas que entraba y salía constantemente, atravesando jardines con fuentes, todo decorado con vibrantes frescos.

—¿Me estás escuchando?

—¿Qué? Perdona. ¿Decías algo importante?

—Decía, que sea tu rey o no, es un rey. Nos arrodillaremos brevemente por puro protocolo, pero rechazaremos la oferta de permanecer en palacio. Nos ofrecerá esclavas. Las rechazaremos también, no importa lo bellas que sean. Son espías, siempre son espías.

—Dudo mucho que ninguna mujer de por aquí sea de mi agrado —replicó Tofilio con una sonrisa lasciva.

—Hablo en serio.

—Yo también.

—Y una cosa más —añadió girándose para comprobar si los soldados continuaban hasta la puerta de entrada—, no blasfemes. Recuerda dónde estamos. El mismísimo Zeus se crió aquí.

—No prometo nada.

Segomedes formó un puño.

—¿Sabes qué? No hables. Una vez crucemos esa puerta, no hables.

Se les ofreció dejar sus pertenencias en una sala suntuosamente decorada con tapices y murales en los que se representaban motivos náuticos y marineros luchando contra criaturas marinas de múltiples cabezas.

Minutos después, y al contrario de lo que el tebano había vaticinado, Triskenio retornó para indicarles que el wánax les esperaba. El espartano contuvo la risa y abrió la boca para, inequívocamente, incidir en la ironía con alguna ocurrencia.

—Ni una. —Segomedes mostró la palma de la mano a su compañero y siguió a Triskenio—. Palabra.

Con los años, Segomedes había comprobado que a todo gobernante le gustaba mostrar su poderío en forma de riquezas a los visitantes, colocando estratégicamente sus más preciosas posesiones en la sala de audiencias. El de Cnosos no era una excepción.

—¿En Tebas es igual? —preguntó Tofilio en un susurro cuando entraron en la sala.

—No. Jamás vi algo así —admitió Segomedes incapaz de decidir hacia dónde contemplar.

—¡Ante vosotros, el wánax Iphitos el constructor, hijo de Iphitos el destructor, gobernador de la próspera isla de Creta!

—Bienvenido, tebano —dijo desde su trono pasada la protocolaria reverencia del dúo que se acercaba.

Segomedes tomó la palabra con tono alto, decidido. De no ser por la calidad de sus palabras, habría rozado la pedantería.

—Gracias por recibirnos con tanta presteza, majestad —inició con un movimiento de cabeza, colocando su mano derecha sobre el diafragma—. Mi intención es ayudarle a resolver su problema en cuestión y que su tierra y reinado recuperen la normalidad tanto antes mejor.

Elevando los brazos al cielo, el wánax despegó el cuerpo del trono de un salto, y su túnica, larga hasta el tapiz del suelo, decorada con bordados de oro, bailó con los destellos rojizos gracias a la luz que, tímidamente, conseguía entrar por los ventanales de la pared a su izquierda.

—¡Grandilocuencia! ¿Pero qué es ésto? ¡Pido un guerrero de Esparta y llega un filósofo!

Segomedes hizo lo posible por mantener el rostro inexpresivo, pues no sabía si se trataba de un halago o un insulto. A ambos lados, la guardia parecía mostrar la misma reacción. Señalando a su interlocutor, el monarca continuó con voz severa.

—Tebano, necesito a un hombre con experiencia cazando monstruos. ¿Son ciertas las historias de que mataste un cíclope o no?

Tofilio giró el cuello lentamente hacia el lado, tan ansioso de escuchar la respuesta como el monarca. Segomedes permaneció impasible durante varios segundos. Si lo hizo para calcular sus palabras o como mera pausa dramática, era difícil de discernir.

—No del todo —respondió, a lo que Iphitos, un hombre de pasados cincuenta años, piel blanquecina y barba oscura, quedó petrificado, aunque no interrumpió—. Luché contra un cíclope, pero lo hice junto a un grupo de valientes espartanos.

Señaló a su compañero Tofilio, quien, ante el gesto, hinchó el pecho de orgullo.

—Y conseguí dar el golpe de gracia. Cualquiera que piense que puede matar una criatura como un cíclope sin ayuda es un necio. En los últimos meses, hemos viajado juntos y hemos dado muerte a diversas criaturas, pero este cíclope ha sido nuestra mayor pieza.

El wánax se mesó la barba, masticando las palabras del tebano volviendo a su trono.

—Entiendo. Si dices verdad, eres un hombre modesto. Y cualificado. Sea. Segomedes el tebano, he aquí mi dilema.

Hizo una pausa, y su gesto se torció en dolor, tanto que formó un puño y lo llevó al corazón.

—Mi reina Iodamias. ¡Oh, mi reina, mi dulce, dulce esposa! Ella salió de paseo por la montaña junto a su escolta personal, compuesta por diez de mis mejores hombres, como tantas veces ha hecho, pues le gusta el Sol y el ejercicio… al contrario que a mí. Bien. Fueron atacados por un vil cíclope, muchos de ellos ya no están entre nosotros. Y mi esposa... fue llevada en brazos como una vulgar prostituta.

Segomedes frunció el ceño.

—¿Y cómo sabe ésto?

Triskenio dio un paso adelante, y los visitantes giraron sus cabezas hacia él. En el rostro del capitán había cierta expresión amarga.

—Yo estaba allí —explicó—. Al igual que Deneo. Fuimos los únicos que sobrevivimos, además de la reina. Vimos cómo la abominación se la llevaba hacia el paso montañoso. Le seguimos, pues no nos atrevíamos a volver sin ella, y encontramos su guarida en una cueva en el otro lado de la montaña, al oeste. Sabemos que la reina está viva, porque escuchamos sus gritos desde el exterior. Desde entonces, hemos enviado grupos de rescate, pero… sin éxito. Hemos fallado una y otra vez, para vergüenza de la guardia real.

Segomedes no pareció empatizar con el soldado. Continuó sus pesquisas.

—Necesito saber si iba armado, qué tamaño tenía exactamente, si quedó herido y una descripción completa de cómo es el lugar donde se esconde.

Triskenio quedó congelado.

—¡Triskenio! ¡Responde! —ordenó su superior, a lo que él espabiló con un salto en el sitio.

—Ehm… debía… debía ser como tres hombres como yo, tal vez un poco menos y… no llevaba armas, pero sí conseguimos herirle en las piernas. Nada profundo, me temo.

Segomedes fulminó con la mirada al capitán, y éste continuó.

—¡Ah, sí! El paso es estrecho, y continúa tras la entrada a la cueva. Al otro lado hay un precipicio, por lo que es altamente peligroso. El túnel tampoco es amplio, podemos usarlo en nuestra ventaja.

Cruzándose de brazos, el tebano meditó en silencio, quedando el resto de presentes a la espera de su conclusión, que llegó pasado un minuto.

—Muy bien. Si no tuviéramos el tiempo en nuestra contra, podríamos trazar una estrategia segura. He de pensar, debemos actuar lo antes posible. Necesitaremos al menos quince soldados, no más de treinta, pues no servirían de nada —se dirigió al capitán de la guardia—, mañana en la primera luz, nos reuniremos y perfilaremos los detalles. Os enseñaré a moveros, qué ataques esperar de un cíclope, y sus puntos débiles.

Triskenio asintió con inusitada energía, clavándose en el sitio como si estuviera ante un general. Ciertamente, las rápidas respuestas del tebano, junto a su porte y tono seguro de sí mismo, inspiraba confianza y fortaleza.

—Todavía no hemos acordado la recompensa.

Segomedes negó con la cabeza.

—Guárdese el oro para cuando haya terminado el trabajo. El dinero no sirve al hombre muerto.

Tal y como habían planeado, Segomedes y Tofilio abandonaron el palacio, a pesar de la insistencia del wánax y las hermosas esclavas que habrían conseguido convencer a cualquier otro invitado. La luz desparecía, tiñendo el firmamento de un azul marino profundo, imitando a la masa de agua que rodeaba la isla.

—Aquellas esclavas llevaban en joyas más oro del que yo nunca he tenido —comentó el espartano.

—Y del que nunca tendrás.

Apretando los morros, Tofilio paró en seco. Cargado como iba, un tronar de objetos de bronce tintineante llenó el silencio.

—¿Y éso?

Segomedes señaló un edificio que destacaba por su tamaño y numerosas ventanas iluminadas.

—Porque puede que sea nuestra última noche en el mundo de los vivos. ¡Vamos a gastarnos hasta la última moneda en vino y mujeres!

Tofilio elevó los puños a las estrellas.

—¡Las mujeres de aquí no son de mi agrado!

—¡Peor para ti!