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Segomedes y la reina de Cnosos (Español)
Capítulo VI (Aguas peligrosas)

Capítulo VI (Aguas peligrosas)

Los remeros continuaron trabajando diligentemente durante casi media hora, llevando el peculiar grupo hacia el este.

Segomedes el tebano, Tofilio el espartano, Panea la cíclope, Ankor el capitán… posiblemente engañado, dos esclavos y un médico que negaba con la cabeza a la vez que contaba con los dedos, signo de que pensaba en pedir otro aumento de salario por la expedición nocturna que, hasta el momento, estaba siendo una travesía disfrutable. Apenas había viento, y siendo verano, la temperatura era hasta agradable. Segomedes y Tofilio aprovecharon para respirar aire limpio sin los cascos. Es más, el espartano incluso optó por no ponerse la armadura todavía.

A su izquierda, se entreveía un muro de piedra que se elevaba metros y metros. Las escarpadas playas en ocasiones terminaban abruptamente en agrupaciones rocosas, donde las olas rompían e impedían a las embarcaciones aproximarse. Pero a lo largo de la costa imperaban los acantilados, trampa mortal para aquellos que no conociesen el terreno, más aún de noche.

Y todo y que la marea estaba en calma, las olas todavían daban algún que otro susto al grupo, pero Ankor conocía el paisaje a la perfección y sabía, aun sin luz, qué camino seguir sin chocar con las rocas, manteniéndose tan cerca de la orilla como era posible.

—¿Dónde pensáis pasar la noche?

Buena pregunta había formulado el capitán. El mismo Tofilio quedó expectante a la respuesta del tebano.

—Pensaba ir a… espera. No podemos.

Segomedes se frotó los ojos con fuerza.

—Llevamos una cíclope, no podemos entrar en una ciudad en mitad de la noche y…

El espartano asintió varias veces. No se necesitaba añadir más.

—Está bien —pensó el tebano en voz alta—, tenemos opciones. Podemos quedarnos en la orilla, buscar un resquicio oculto y esperar al amanecer.

—Yo digo que continuemos raudos mientras tenemos la ventaja.

Pero la idea se le hizo absurda a Segomedes, y no pudo evitar una mueca.

—¿En mitad de la noche, sin saber por dónde vamos? Absurdo.

Tofilio abrió los brazos y dejó caer la mandíbula, atónito.

—¿¡Y cuál es el plan, Segomedes!? Llevo todo el día esperándolo.

Hubo un silencio. Panea alternó entre ambos, sin entender de qué hablaban. Con el ceño fruncido y mordiéndose el labio superior, Segomedes observó a la mujer un incómodo largo rato.

Finalmente, se encogió de hombros y respondió con tono quebrado.

—No lo sé.

—Eso me temía.

La decepción, o tal vez la resignación del espartano se hizo visible cuando dejó caer los brazos y se sentó junto a Panea a observar el mar en silencio. El oleaje le serviría para calmar sus ánimos, pues no era de su agrado contradecir, o peor aún, increpar al tebano.

El sonido de los remos contra el agua fue lo único que se oyó durante minutos. Fue el capitán Ankor quien intervino, además, con una sugerencia de lo más razonable.

—Atracaremos en Rhithymno. Estaremos seguros, no mandarán a nadie en mitad de la noche, pues los alrededores de Cnosos —señaló a tierra— está plagada de criaturas peligrosas. Esperarán al amanecer. Tengo amigos en toda Creta, sé de un lugar donde pasar la noche. Por la mañana, podréis decidir qué hacer y dónde ir.

Segomedes asintió, apretando los labios con convencimiento. Era el mejor plan que había oído en toda la semana. Tras un minuto de reflexión, aceptó la idea.

—Me gusta. Gracias por tu ayuda, capitán. No sé qué habríamos hecho de no contar contigo.

No respondió. Agradeció las palabras con una sonrisa.

—¿Qué dices, Tofilio, te parece que…? ¿Tofilio?

Vio que el espartano, sentado con un brazo fuera de la embarcación, tenía la mirada fija en el agua, pero su cuerpo se mecía acompañando el movimiento de la marea sin ofrecer resistencia alguna, como si careciera de vida. Pero fue la mano derecha sumergida en el agua lo que le hizo sospechar.

—¡Tofilio!

Cuando Segomedes se levantó causó gran alarma, y tanto Ankor como Panea se apuraron a ver qué ocurría. El capitán hizo gala de su fuerza de marinero y levantó al soldado para zarandearlo violentamente.

—¡Está dormido! —dijo al ver que no reaccionaba. Además, algo tiraba de su mano.

—¡Ah, ah! —Panea señaló al agua, nerviosa.

Entre el ajetreo en la embarcación, Segomedes casi cayó al agua. Con cuidado, extendió el brazo con la lámpara hacia el exterior.

—Debe haber algo ahí abajo, pero no veo nada.

—No está dormido, está...

Tenía las pupilas en blanco, y su antebrazo estaba envuelto en una masa de algas a modo de enredaderas. Murmuraba algo ininteligible, sonriendo como un idiota.

—Si… si… más…

Segomedes agarró la lanza. Con tono calmo, se agazapó.

—Coge de su brazo, voy a cortar...

—¡Sirenas! Segomedes, rápido o terminaremos todos como él. ¡Hechizados!

Los esclavos, aterrados, sustituyeron los remos por rezos, a lo que Ankor enfureció.

—¿Quién os ha dicho que paréis? ¿Es que queréis morir aq…?

Al dirigirse a ellos, lo que fuera que agarraba a Tofilio tiró violentamente de él y cayó en un sonoro chapuzón.

—¡Tofi! —gritó Panea.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, la cíclope había saltado al agua, haciendo que los cinco hombres casi cayeran, pues la embarcación, tan pequeña como era, no tenía gran estabilidad en proporción al peso de la gigante.

Ankor se echó las manos a la cabeza.

—¡Ay, qué hemos hecho para que Poseidón nos castigue así! ¡Segomedes!

El tebano estrujó la lanza y, buscando de lado a lado, maldijo entre dientes. Ni una silueta, ni una burbuja que le diera una pista de su localización.

—Nada. Preparaos para atacar a lo que sea que haya, aunque sea con los remos.

Los dos esclavos, hombres fornidos de unos treinta años, asintieron y obedecieron. Asiendo los remos con ambas manos, se prepararon para lo peor: luchar por sus vidas.

—¡Tofilio, Tofilio! ¡Panea! —Ante la ausencia de respuesta, Ankor agarró al tebano de los hombros—. Segomedes. ¿No puedes hacer nada?

La barcaza siguió el movimiento del oleaje, pero a parte del ocasional chapoteo del agua contra la estructura de madera, era como si estuvieran en una burbuja vacía, pues no se oía ni veía nada. Segomedes negó en corrosivo silencio sin perder de vista la masa de agua alternando flancos cual camaleón decidiendo por qué lado atacar.

—No sé nadar —confesó al fin.

Ankor cayó de culo, desesperanzado, tartamudeando algo. Con paso sigiloso, Segomedes se colocó al frente del navío, concentrando sus sentidos, tratando de percibir algo, cualquier indicio.

—Pobre chica. Y pobre espartano, tan joven. Y tan valiente. Oh, dioses, que un guerrero así conozca un fin tan horrible e indigno.

—Silencio.

—¡Catástrofe! ¡Rápido, huyamos, volvamos a Cnosos ahora que estamos a tiempo!

Los esclavos no perdieron tiempo y se sentaron, listos para obedecer, pero Segomedes, de espaldas a ellos, levantó la mano.

“Es una promesa, Segomedes.”

—No. Esperaremos —sentenció con tono calmado pero firme.

—¡Pero qué dices! ¡Sea lo que sea que haya ahí abajo, querrá más!

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—Panea sabe nadar.

Miró alrededor confundido.

—¿Y? Yo también sé nadar, y no signi…

En un movimiento seco, la punta de la lanza se colocó a meros centímetros de la nariz del capitán.

—Silencio.

Los ojos de Segomedes viajaban a toda velocidad, buscando el menor movimiento. Listo para aguijonear en cuanto detectara el atacante. Al fin, una par de burbujas a su izquierda. Estrujó la madera entre sus palmas y esperó.

Segundos después, una silueta negra con forma de crustáceo con múltiples brazos emergió, agarrada por lo que era una mano demasiado grande para ser humana. Con inusitada velocidad, pues nadie fue capaz de señalar siquiera, la lanza de Segomedes cortó el viento: con sonido de concha resquebrajada, el proyectil dio en el blanco y el brazo que sostenía a la criatura subió a la superficie para revelar a una Panea victoriosa.

—¡Ah!

—¡Es la cíclope!

—¡Rápido, una cuerda!

Panea lanzó la criatura, ya inmóvil, de vuelta al mar, dejando entrever que se trataba de algo similar a un calamar monstruoso. Cuando los esclavos comenzaron a recoger la cuerda, vieron que llevaba algo entre el brazo que no se veía bajo el agua oscura, tal vez demasiado densa para ser natural.

—Tofi.

Con esforzadas bocanadas de aire, la mujer entregó el espartano, inconsciente, para que la tripulación lo subiera de nuevo a bordo. Creando un charco de agua, ya tumbado en el interior de la barcaza, mascullaba algo entre dientes, todavía enseñando una sonrisa de idiota de oreja a oreja.

—¿Respira? —preguntó Ankor.

—Está bien —confirmó el médico mientras el resto ayudaba a la exhausta Panea a subir, trabajo que requirió de todos ellos.

—¿Qué ha pasado, qué era?

Pero por más que preguntara el capitán, la cíclope no habría podido responder aun encontrando las palabras adecuadas, pues hasta ella tenía un límite aguantando la respiración y necesitaba descansar.

—Dejadle recuperar el aliento. Lo importante es que estamos todos bien —dijo Segomedes —. Será mejor que…

Tofilio volvió en sí en un violento espasmo, y tanto el médico como Ankor cayeron de culo sobre la madera.

—¡Nooo!

Nadie se atrevió a mover un dedo. Durante cinco segundos, el sonido del oleaje fue lo único que oyeron mientras intercambiaban miradas confusas.

—No —repitió, ya más calmado. Se frotó el pelo y los ojos, diciéndose la misma palabra una y otra vez—. No, no, no… yo… estaba… ¡Injusticia! Era perfecto, estaba en…

Cuando se sentó, su mente pareció despejarse un poco.

—Había cien manos acariciando mi piel. Cien susurros… y cien pechos masajeándome el cuerpo. Era perfecto, olían a jazmín y...

—Era una ilusión —corrigió Ankor, sentándose a su lado—, hijo, debes tener mucha energía guardada si una de esas cosas ha conseguido clavar su anzuelo en tu mente.

—Oh —se rascó la cabeza—, no sabes cuánta. ¿Qué era, cómo…?

—Panea ha sido quien te ha salvado —indicó Segomedes —, maldición, ya son dos lanzas que he perdido hoy.

Entonces el joven vio a Panea, empapada, respirando exageradamente, manteniendo la mirada en el agua.

—Tú. Tú me has salvado. ¡Tú!

—¡Ah! —Se asustó ella.

—¿Y qué hacías tú de mientras, Segomedes? Porque no te veo muy mojado.

El tebano pasó de largo, colocándose en proa, a espaldas al resto.

—Mirar.

—¡Vaya! —exclamó elevando los brazos, a lo que Panea se alarmó de nuevo.

Segomedes se giró lo justo para mirar al espartano.

—Y matar a la cosa que te estaba sorbiendo el cerebro, ahorrándole una indigestión, y a ti, salvarte de una muerte tan onírica como acuática. De nada.

—Ya, bueno, muchas gracias —dijo en tono sarcástico—. Era… como una medusa de algas, me tenía cogido y… ¿por qué no podemos encontrarnos con sirenas normales, de las hermosas con voz celestial y pechos brillantes?

Segomedes instó a los esclavos a que continuaran remando y permaneció alerta.

—Las feas salen de noche —apuntó Ankor—. Había escuchado historias, pero siempre pensé que eran exageraciones. Piénsalo. De día, las más bellas atraen a los marineros con su apariencia física o cantos. De noche, las más monstruosas te atrapan con su magia. No frecuento el mar en embarcaciones tan pequeñas como esta, y dudo que repita la experiencia.

—De hecho, sí que tiene mucha lógica. Pero Ankor, tú que eres un experto en la materia. ¿Las sirenas diurnas… tienen… ya sabes, anatomía en la parte inferior… de mujer, o de pez? Porque los peces no tienen genitales. ¿Cómo se reproducen en realidad? En mi sueño… bueno, en mi sueño estaban anatómicamente preparadas, no sé si me explico.

Tras parpadear varias veces, el experimentado marinero se lamió los labios y preparó su aclaración con tono sereno y orgulloso.

—Es un tema interesante, del que ciertamente poseo profundos conocimientos. Permíteme ponerte en contexto el origen de…

—Silencio —interrumpió Segomedes.

Una vez pasados varios minutos, Tofilio no pudo aguantar más y se acercó a Ankor para susurrarle al oído:

—Deberías haber sentido lo que yo, cien manos acariciándote…

El capitán dio unos disimulados saltitos en el asiento, acercándose al espartano con interés.

—Cuenta, cuenta.

Segomedes rodó los ojos hacia las estrellas.

—Ay, Hades.

—Ocho, nueve, diez…

Pero el médico no dijo nada, lo que significaba que Tofilio debía que seguir colocando monedas en las manos del poco contento anciano.

—Pensaba volver a Cnosos tras dejaros —comentó Ankor rascándose la calva al llegar a puerto—, pero pasaré la noche aquí. Conozco el dueño de una taberna, no hará preguntas.

Segomedes había pensado en dormir en el barco mismo con Panea, puesto que llevarla a un hospedaje daría demasiados problemas. Pero después de probar un aperitivo de qué aguardaba bajo la superficie de la marea nocturna, pernoctar cerca del puerto ya no era una opción que le agradara.

—No me lo puedo creer. Dos, tres, cuatro… ¿Más? ¿No quieres cambiar de profesión? Eres mejor ladrón que médico. ¿Más? Siete, ocho…

Mientras arriaban la embarcación, Segomedes se adelantó en el muelle para asegurar el terreno. Rhithymno no era Cnosos, su puerto era diminuto en comparación, pero medio centenar de barcos de pesca pernoctaban allí, pegados unos a otros, dejando en evidencia la enorme actividad que habría durante el día.

Ankor, ya en tierra, se apresuró a dejar las olas a sus espaldas. Tras recolocarse la túnica sobre el hombro, se dirigió al grupo como el capitán que era.

—Seguidme. Vosotros —ordenó a los esclavos— dadme vuestras ropas.

Segomedes avanzó sobre la estructura de madera que conectaba con el suelo arenoso del puerto. Barriles, ánforas y redes descansaban por doquier, obligándolos a vigilar con detenimiento dónde ponían los pies. Nadie quería caer al agua.

La ciudad estaba a oscuras a excepción de las ventanas iluminadas en un par de casas, no había ajetreo alguno, y por supuesto ningún signo de patrullas nocturnas. El tebano asintió: era perfecto.

Panea dio media vuelta al darse cuenta de que faltaba alguien.

—¡Tofi!

El espartano, todavía en la barca, seguía contando.

—Cuatro, cinco… No me lo puedo creer. Seis, siete… Fenicio tenías que ser. Ocho, nueve...

Colocaron las túnicas de los esclavos sobre Panea a modo de manta. Aunque una figura de cuatro metros no era precisamente disimulada, era mejor dejar la verdad a la imaginación que mostrar realmente un cíclope paseando por la calle.

—Vamos, deprisa. Por aquí —apuró Ankor, con sus esclavos en ropa interior a sendos lados.

Linterna en mano, abandonaron la amplia zona que servía de mercado para adentrarse en las calles de Rhithymno, con casas de fachadas color arena de playa y raramente superando dos alturas. giraron a la izquierda en una intersección con Segomedes a la cabeza y Tofilio en la retaguardia.

—¡Que me caiga un rayo, Ankor el melenudo!

—¡Factolus el enano!

Ambos se dieron un fuerte abrazo en el umbral, mientras el grupo esperaba impaciente, alerta por si alguien decidía asomarse o toparse con ellos en un paseo a la luz de la Luna.

—Me temo que requiero de tu generosa hospitalidad —explicó con prisas.

El dueño del lugar abrió la puerta hasta que ésta no se lo permitió más y dio un paso atrás.

—Rápido, entrad, vamos, vamos —instó gesticulando con la mano hacia sí mismo.

Factolus, un hombre de complexión raquítica y alto como dos escobas juntas, se aseguró de que ningún curioso hubiera sido testigo de la escena. Una vez Tofilio cruzó, cerró la puerta.

Con todos reunidos en el interior de la taberna, observó el inusual grupo. Claramente, la criatura cubierta de cabeza a cintura por túnicas, dejando ver unas piernas musculosas y pies… sospechosamente grandes, llamó su atención.

—¿Y éso es…?

Entonces, le vino el olor de Panea.

—Espera, no quiero saberlo —dijo tapándose la nariz.

—Gracias por ofrecernos tu casa, Factolus —reverenció Segomedes educadamente—. Necesitamos un lugar seguro donde dormir hoy, además de provisiones. Armas, en caso de que tengas. Te pagaremos, por supuesto. Continuaremos nuestro viaje antes de que amanezca y no te daremos problemas.

El médico apretó los labios y torció la mirada hacia el espartano.

—Oh, no. Ni hablar. El hospedaje va por tu cuenta, viejo. Tienes dinero suficiente como para comprarte una pequeña isla. Si abres la boca será tú quien necesite un médico.

Tras superar la sorpresa de ver que se trataba de una cíclope, Factolus el enano acomodó a los inesperados invitados en dos habitaciones conjuntas. Mientras, Segomedes y Tofilio trataban de explicar a Panea que dormirían para continuar por la mañana cuando saliera el sol. Colocando un par de mantas, prepararon una cama cómoda y caliente en la cocina para ella.

—¿Tienes hambre?

Factolus se ganó el afecto de Panea rápidamente al ofrecerle frutos secos y fruta de la despensa que ella devoró con ansia, a la vez que los atónitos esclavos de Ankor servían vino.

Pero con el día tan intenso que habían experimentado, conciliar el sueño se preveía difícil. Ya más calmados y con las armaduras dejadas a un lado, se reunieron en la sala principal de la taberna, donde juntaron varias mesas para intercambiar historias disfrutando del vino del huésped. Al cabo de una hora, terminaron especulando sobre cuántos orificios tenían las sirenas.

—Yo una vez yací con una centauro —se aventuró a intervenir el médico cambiando de tema, mostrando su dedo índice para atraer algo de atención, pues había permanecido en una esquina, bebiendo en silencio.

El grupo miró al viejo con cierto aire de incredulidad.

—Es cierto —aseguró, preparándose para relatar su aventura—, entonces era un chaval, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Me perdí no muy lejos de aquí, en el bosque que lleva al lago. La luz me abandonaba, y no encontraba el camino de vuelta. Fui atacado por un lagarto gigante, y en mi ayuda acudió una hermosísima guerrera, armada con lanza de seis puntas y escudo refulgente. Tenía un pelaje brillante color caoba, y sus ojos turquesas destellaban cuando mirabas fijamente. ¡Oh, divina belleza!

Aunque reticentes a creer las palabras del viejo, Segomedes, Tofilio y Ankor inclinaron sus cuerpos hacia delante para escuchar mejor. Fuera cierta o no la historia, la curiosidad había clavado su anzuelo en ellos.

—Pero —continuó con tono dramático—, cuando el lagarto huyó, vi que ella tenía una astilla del tamaño de un pulgar clavada en una de sus fibrosas patas, resultado del rápido combate. Como agradecimiento por quitársela, me otorgó unos minutos de su tiempo, en los que conversamos sin palabras y experimentamos una vida de romance en una noche pasional bajo las estrellas. ¡Ay, qué daría por verla de nuevo! Pero a la mañana había desaparecido, y con ella, mis esperanzas de montarla de nuevo.

Este último apéndice les hizo reír y brindaron sonoramente mientras Panea, con la barriga llena, roncaba en la cocina. Con las carcajadas, la herida de la mejilla de Segomedes empezó a sangrar. El anciano, de nombre Astyoche, le cambió los vendajes, y el ambiente se relajó.

—Por más que busqué —contó el médico, con un tono más melancólico—, nunca la encontré.

—Bonita historia —intervino Tofilio, reclinado en su asiento—, aunque más bien huele a sueño.

Pero el anciano Astyoche negó con la cabeza firmemente, y se sacó un colgante del cuello.

—Yo también dudaría de mi propio relato… de no ser por esta piedra que apareció en su lugar a la mañana siguiente.

El collar de plata terminaba en un engaste esmeralda pentagonal, una bella pieza de joyería que debía valer una fortuna. En su centro se podía ver el dibujo de una lanza de seis puntas.

—Si ya sabía que te gustaba el dinero —murmuró Tofilio. Dio otro trago para olvidar el tema y se dirigió a Segomedes —. ¿Y qué haremos ahora?

El tebano se puso en pie, copa en mano. Ya no podía posponerlo más, debía dar al chico una respuesta. Probó de nuevo el vino, más para quitarse el sabor de la sangre de los labios que por placer por la bebida, y se aclaró la garganta.

—Está bien: recapitulemos.