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Capítulo II (El contrato)

—Debimos pedir un adelanto —apuntó Tofilio rascándose los nudillos y observando alrededor, estudiando el comportamiento de las gentes de allí.

En especial le llamaron la atención las mujeres de Cnosos, embadurnadas en abalorios, ropas excéntricas y peinados suntuosos, todo muy alejado de la austeridad espartana. Él tampoco era un bebedor habitual, pero comió a placer después del viaje en barco.

Tragó el pedazo de cordero y clavó la mirada en dos soldados, esperando que les dieran problemas… tal vez a increparles su desprecio a la generosidad del Iphitas, pues con las constantes advertencias de su “maestro”, la desconfianza había anidado en él. Pero estos dos hombres fueron directos a la barra, estaban demasiado ocupados en su conversación para prestar atención a nada más.

—¿Tan mal estamos de dinero?

—Déjame ver.

Tofilio abrió su zurrón y volcó la bolsita de piel con monedas sobre la mesa, interrumpiendo la ceremonia de gula del tebano. La sinfonía de una montaña de óbolos y dracmas tintinear sobre la mesa atrajo una decena de miradas.

—¡Pero qué haces! Tapa ésto, por el escroto de... —Segomedes bajó el tono, y con una vena hinchada en la frente, agarró del hombro al chico cual ave de presa y lo zarandeó—. ¿Cómo enseñas nuestro dinero en medio de toda esta gente, es que quieres que nos maten en cuanto salgamos a la calle?

A toda prisa, Segomedes se chupó los dedos y guardó el dinero en la bolsa de nuevo.

—Perdón.

—No pidas perdón. Aprende la lección.

Tofilio asintió.

Independientemente de su mercancía, si hay algo que atrae a un comerciante, es el sonido del dinero. Dos muchachas de buen ver abandonaron al noble que no cejaba en su intento de regatear hasta el fin de los tiempos, y se acercaron a conocer a estos adinerados guerreros.

Pronto, estaban disfrutando de una velada en grupo, con ensalada de huevas de mar, bandejas de verduras hervidas, algo más de cordero y frutos secos, además de vino.

—Qué bello. Nariz que continúa perfectamente la línea de la frente y cejas finas para compensar la robusta mandíbula. Me gusta tu trenza oscura, refleja la luz como la plata recién bruñida. Y qué músculos, brazos duros como el mármol, mírate, eres un toro… y la barba… qué bien cuidada, se nota que sois espartanos.

—Él es espartano —espetó Segomedes, dejando caer la pieza de carne al plato. Su mirada quedó perdida en algún lugar del muro contrario de la taberna—, yo fui adoptado a la fuerza.

Y continuó comiendo con gestos secos y desinteresados por la compañía.

—Generalmente es más divertido —abogó Tofilio en un intento de que el buen ánimo reinara en la mesa de nuevo—, ¿queréis que cuente la vez que matamos un cíclope?

Las dos mujeres que acompañaban al dúo irguieron la espalda y se miraron entre ellas con las cejas elevadas.

—¡Suena épico! —dijo la morena que se sentaba junto a Tofilio, agarrándole del brazo. Accidentalmente, por supuesto, sus senos acariciaron el musculoso tríceps de éste, aunque el muchacho no reaccionó, tal vez necesitaba algo más directo, o estaba concentrado en cómo iniciar su fantástico relato.

—Sí, espartano. Cuéntales la historia.

—A eso iba, si me permites.

Segomedes asintió con exagerada vehemencia y un gesto de mano otorgándole la palabra, a lo que Tofilio se aclaró la garganta para comenzar.

—Estábamos en Esparta, cuando un gigante cíclope, ¡gigante, digo! —Elevó los brazos, moviéndolos lentamente para imitar una criatura grande y lenta—. Apareció en el mercado, matando a toda persona que estuviera en su camino. Mi padre se enfrentó a él, pero fue derribado.

—¡Oh, no, qué terrible!

—¡Era imparable, ciertamente! Entonces, Segomedes, y yo, junto a una decena de espartiatas, le acorralamos en un acantilado, y fue Segomedes quien le dio el último golpe, justo en el cuello, aquí, y cayó al precipicio.

Las mandíbulas de las chicas cayeron de golpe. Sus pupilas se movían de un lado a otro, como si fueran a encontrar respuestas en el aire.

—Fantástica… historia —susurró la segunda, casi cayendo hacia atrás de la banqueta de estupor.

Segomedes aplaudió varias veces, lentamente y con los labios apretados para dar énfasis a su sarcasmo.

—He aquí el mayor cuentacuentos del Peloponeso: Tofilio el relámpago.

—Pues si eres tan rápido para todo, espartano...

Los clientes de la taberna más apuestos eran ellos dos y, coincidentemente, también iban limpios. Eso significaba dinero y posiblemente, algo de modales. Pero el cálculo había sido nefasto, y llevaban más de media hora perdida en dos necios aburridos que no mostraban interés alguno en gastar sus monedas más que para llenarles el estómago.

Tras un suspiro, le hizo una señal de ceja a su compañera, y ambas se levantaron.

—… Mejor nos vamos.

—¡Espera! Todo se puede negociar. —Tofilio alargó la mano para tirar de la túnica de la chica morena de rizos que llegaban hasta la cintura—. ¿Cuánto me pagas por una noche?

—¿Disculpa?

El espartano se apresuró a impedirle la retirada colocándose delante, y como si de un granjero examinando un animal se tratara, le giró la cabeza, inspeccionó sus orejas, caderas y le dio al vuelta con un violento movimiento de manos, que ahora reposaban sobre los bronceados hombros de la mujer.

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No más de veinte años, metro sesenta, ojos verdes oscuros, cabellos rizados y cintura estrecha. Para ojos de cualquier persona cuerda, la mujer sería una belleza digna de una escultura. Para los estándares espartanos, no tanto.

—No eres exactamente mi tipo, blanda y delgaducha, pero el viaje ha sido largo y puedo hacer una… excepción contigo. Si metemos un cojín en ese trasero plano, tal vez...

La estupefacción de las mujeres fue tal que quedaron mudas. Segomedes negó con la cabeza sin frenar sus mecánicos gestos de ingerir y beber alternativamente.

—Ay, Hades, llévame pronto —dijo para sí mismo.

—Uno intenta ganarse la vida y mira.

Segomedes no hizo caso de la marca roja en la mejilla del chaval. En las mesas de alrededor, sin embargo, reían a costa del incidente. Merecido, según decían los susurros.

—No me extraña que haya tan pocos niños en Esparta, vistas tus dotes amatorias.

—¿Y yo qué culpa tengo de ser honesto? ¿Era blanda y delgaducha o no?

Engullendo el último cacho de carne, se encogió de hombros.

—¿Sabes en quién no puedo dejar de pensar? —Tofilio apoyó los codos en la mesa, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto.

—En la sirena —asintió Segomedes dando otro trago de vino.

—¡La sirena! —Con un sonoro golpe, las pupilas del espartano se dilataron y continuó con tono intenso—. ¿Cómo podía volar con esos gigánticos pechos? ¿¡Segomedes, cómo!?

Éste intentó taparse la cara, pero no llegó a tiempo: el líquido salió por los orificios de su nariz y cedió a la risa. Tofilio, por su parte, se mostraba completamente serio.

—No tengo ni la menor idea —reconoció él limpiándose la barba.

—¡Y el necio que se llevó, se iba llorando! ¡Llorando! ¡Necio suertudo, digo! ¡De haber estado en su lugar, te juro por los pezones de Afrodita que habría hecho el viaje hasta su nido cantando, con los ojos clavados en esas maravillosas obras de arte esféricas! Jamás vi dos senos tan enormes pegados a un tórax, ¿tú sí?

Segomedes no podía contener la risa. No tanto por lo que decía su compañero, sino porque coincidía completamente y era él quien transformaba sus pensamientos en palabras audibles.

—No estoy seguro de que fuera una sirena. ¿Vuelvan todas las sirenas, no son ésas las harpías?

—¡A quién le importa!

Los berridos de Tofilio atrajeron más atención al dúo. A su lado, un grupo de pescadores terminaban su velada, y abandonaron la mesa arrastrando quejas ininteligibles.

Elevando su jarra, Tofilio ofreció un brindis.

—Por los enormes pechos de las sirenas, harpías, y toda criatura viviente.

—Brindo por… todo eso, supongo.

Tras el impacto de jarras, dieron el último trago y ofrecieron una libación a Afrodita, más por alargar la broma que por auténtica deferencia a la deidad.

No llegaron a dormir cinco horas, pero tampoco les hacía falta más. El viaje desde Esparta no había sido aburrido, pero sí largo. Muchos días no había nada que hacer excepto dormir, y rebosaban de energía.

Segomedes y Tofilio se presentaron en el patio del palacio, con sus armaduras equipadas y armas listas antes del amanecer. Clavados frente a la escalinata, con una lámpara de aceite a sus pies, pero sin encender. A cinco pasos el uno del otro, esperaron como si de dos estatuas que formaran parte del decorado palaciego se tratasen.

Una patrulla que venía de patrullar el recinto les vio e inmediatamente se acercaron a identificarles.

—¡Ah, tú eres el tebano! —exclamó Deneo, distinguible por su pelo rubio, barba larga y capote azul—. Avisaré al capitán ahora mismo.

Un Triskenio todavía con taza de infusión en mano y sin afeitar apareció minutos después por el umbral. Aun estando a treinta escalones por debajo, las dos negras siluetas de los guerreros, con el Sol saliendo a sus espaldas, le dejó sin palabras.

El muchacho no parecía la misma persona, su casco de penacho rojo intenso, demasiado largo para la moda autóctona, y la característica capa carmesí, sumada la calculada al milímetro pose (piernas equidistantes a los hombros, pecho henchido de una vida de entrenamiento y puños listos), le daba un aura imponente, digna de un semidios. O al menos, de la fama espartana.

—¿Dónde están los hombres? —preguntó Segomedes, a lo que el capitán desvió su mirada hacia él, todavía incapaz de responder.

—Están… en…

Se tomó unos segundos para reordenar sus pensamientos.

—Los haré venir.

y entró de nuevo al palacio.

Los mercenarios esperaron pacientemente a que los quince guardias personales del rey estuvieran listos, en fila y dispuestos a escuchar. Iban bien equipados, con armaduras decoradas con motivos marinos y armas bien cuidadas, lo cual no era de extrañar: los cretenses eran un pueblo belicoso y que controlaba gran parte del comercio del Mediterráneo.

La panoplia del espartano no era impresionante, aunque las piezas de bronce sí estaban minuciosamente decoradas con llamas que subían desde los pies a la cabeza, representando la furia espartana de un modo visual. Como elemento único, tenía dos enormes ojos donde comenzaban los hombros. Bien podía haber ido desnudo, ¿qué necio no temería el entrenamiento de un soldado espartano?

Pero la mayor parte de los soldados examinaban a Segomedes, el mercenario que había venido a enseñarles a luchar contra un monstruo.

El casco clásico corintio ocultaba su expresión, aunque de poder verla, no habrían encontrado sentimiento alguno. El yelmo estaba inusualmente decorado con un relámpago a cada lado, al igual que en las hombreras del linotórax perfectamente hecho a medida. Pero las referencias a Zeus no terminaban ahí, pues la zona del vientre estaba ornamentada con un dibujo de un rayo cayendo de los cielos, a juego con el escudo. Aquella no era una panoplia de un hoplita normal, para permitirse algo así debía ser, al menos, de una de las familias más ricas de Tebas. Si es que venía de Tebas, por supuesto, porque la coleta era muy característica de los espartiatas.

Segomedes dio un paso adelante. Tensó el cuerpo entero y clavó la lanza en la calzada.

—¡Habéis sido escogidos para una tarea: rescatar a vuestra reina! ¿Cuántos habéis perdido ya, diez, veinte, cien hombres? Más os vale escucharme, pues nuestro enemigo no es uno al que se le pueda hacer frente sin preparación. Olvidaos de las canciones, leyendas y demás historias para niños.

Formó un puño en tensión y lo mostró bien.

—Un cíclope puede exprimir vuestras cabezas como si de una naranja se tratara. ¡Tres, y hasta cuatro metros de puro músculo! ¡Rabia animal! ¡Y cero compasión! Por ello usaremos el cerebro.

Dio la vuelta y asintió a Tofilio, quien se acercó extendiendo su lanza hacia el cielo.

—Tres grupos. El primero y el segundo entraremos en la cueva, donde no tendrá libertad de movimiento y atacaremos —comenzó su demostración, apuntando al extremo del arma— su cabeza. Es lo que esperará, es lo que hacen todos. Los cíclopes tienen un ojo, pero es pequeño, no se trata de ninguna diana a la que cualquier tirador aficionado pueda acertar, y saben protegerse. Mi grupo ocupará el frente, y el de Tofilio la retaguardia, bien os desplazaréis por los lados, o entre sus piernas.

Segomedes corrió lateralmente, colocándose a espaldas del espartano.

—Usaremos un proyectil de fuego para crear una columna de humo que le cegará. Pincharemos desde la distancia, hiriéndole en los gemelos, axilas y cuello. Cuando intente escapar, le permitiremos marchar para que el tercer grupo lo remate.

Tofilio bajó el arma y recuperó la posición inicial en silencio.

—¿Alguna pregunta?

La línea de lanzas no se movió ni rompió el silencio. El capitán, por su parte, alargó los labios y frunció el ceño, pero los constantes asentimientos mostraban que, en realidad, estaba satisfecho con la elección de los mercenarios.

Fue el bocado que dio Trienio a su manzana lo que pareció despertar a Deneo, a su derecha. Elevó la mano antes de hablar, aunque sus palabras no fueron tan educadas como su gesto.

—¿Quién te ha nombrado jefe?

—Tu rey —respondió Segomedes secamente.

Esperó a recibir un chascarrillo, queja o insulto, pero nadie más habló. Miró a su compañero:

—Estamos perdiendo el tiempo, hay una reina que rescatar y yo tengo un trofeo que llevarme a casa.