Gotas frías de sudor resbalaron por mi frente mientras mi cuerpo temblaba preso del miedo. Incierto de lo que podría haber tras de mí, imaginaba el horror oculto en cada sombra, visualizando en mi mente las palpitantes vísceras de Eloy en la boca de un post-mortem. Sin embargo, la oscuridad no reveló semejante atrocidad. Eloy permanecía de pie a mi lado, enmudecido, conteniendo el aliento, observando con igual intensidad en la dirección de los quejidos. ¿Lamentos, acaso? ¿Eran sollozos lo que escuchaban mis oídos? Con el arma en ristre, apunté hacia el oscuro rincón, dispuesto a disparar.
Aguardamos ansiosos, aguantando el aliento. En cualquier momento, una de esas abominaciones brotaría de las sombras y nos atacaría con rabia salvaje. No nos habíamos librado de un problema y ya teníamos otro entre manos. La salida al rellano era imposible, los golpes de los post-mortem seguían resonando contra la puerta. Pronto, la bestia de los ojos rojos ascendería al rellano, y estaba seguro de que ni la puerta podría protegernos. Necesitábamos buscar otra salida, pero antes... debíamos encargarnos de aquello que se escondía entre las sombras.
Una diminuta figura se acercó al cerco de luz. Se trataba de una niña de unos siete u ocho años, con una hermosa melena morena que le llegaba hasta los hombros. Vestía andrajos y carecía de calzado. En su rostro angelical se apreciaban dos líneas limpias que descendían desde sus grandes y expresivos ojos. Aunque su aspecto era desdichado, no parecía ser un post-mortem. Al percatarse del rifle apuntando hacia ella, su expresión se transformó y nuevas lágrimas brotaron de sus ojos. Me apresuré a bajar el arma. Eloy me recriminó con la mirada. Fruncí el ceño y levanté la mano indicando que esperara.
—¿Cómo te llamas? —pregunté en un susurro, mientras los golpes en la puerta se hacían más intensos.
—Carla... —respondió tras meditar unos instantes.
Una cálida sensación de propósito inundó mi pecho y no pude evitar que mi expresión se suavizara con una sonrisa afable.
Un fortísimo golpe que hizo temblar la puerta detrás mía, me sacó de mi ensimismamiento. Otro más para nuestro pequeño grupo de supervivientes. Sin embargo, esta nueva incorporación no incrementaba nuestras probabilidades de supervivencia.
Pensé con rapidez, pero no se me ocurrió ninguna alternativa más que bloquear la única entrada de la casa. Me dirigí a la sala de estar en busca del mueble más grande y pesado que pudiera encontrar. Eloy me siguió, pareciendo adivinar mis intenciones. Carla, por su parte, nos acompañó con una mirada curiosa en su rostro. Aún no se le habían secado las últimas lágrimas cuando nos preguntó con una voz suave:
—¿Qué haceis?
La observé con el ceño fruncido y percibí una chispa de inteligencia en sus ojos.
—¿Hay alguna manera de salir de aquí? —pregunté en un susurro.
La niña sonrió y nos llevó a la carrera por una puerta lateral, adentrándonos en la oscuridad. Mientras avanzábamos, los golpes en la puerta aumentaban en intensidad, y supe que no eran los no muertos, sino la bestia que nos había alcanzado por fin. Carla nos llevó al balcón, y señaló hacia la izquierda. Me asomé y vi que el balcón del piso vecino estaba a escasos metros. Era una opción viable, y no pude evitar admirar la astucia de la niña.
—Una salida —le dije a Eloy, sonriendo. Su expresión dejaba claro que no compartía la misma opinión. Mientras tanto, Carla, sin esperar, se encaramó a la barandilla y saltó con destreza y rapidez al otro balcón, con agilidad felina—. Tú decides, Eloy.
Inspirado por la valentía de Carla, me subí sobre la barandilla y salté con gran esfuerzo. Mi pie estuvo a punto de engancharse en la barandilla del balcón opuesto, lo que habría resultado en una caída dolorosa, pero logré evitarlo y aterricé con fuerza sobre las baldosas del balcón, rodando hasta el final. Eloy pareció reflexionar por unos momentos antes de finalmente comprender y seguirnos.
Un fuerte estruendo hizo vibrar el interior del domicilio. Habían derribado la puerta.
—¡Vamos! —exclamé, agitando mi mano en señal de prisa. Eloy escaló la barandilla con poca destreza y se lanzó sin mucha fuerza. Por un momento temí que no lograra alcanzar nuestro balcón, y que caería hacia el vacío. Pero con las manos abiertas, logró aferrarse justo a tiempo. Me precipité hacia él, agarrando sus muñecas. Noté cómo mi cuerpo comenzó a elevarse, debido a su considerable peso, amenazando con arrastrarme tras él. Era demasiado pesado.
Los no muertos aparecieron de repente en el balcón opuesto, asomándose por la barandilla y estirando sus brazos cadavéricos en un intento desesperado por alcanzar a mi compañero, quien luchaba por mantenerse sobre el vacío.
Entonces, la bestia surgió rugiendo con un sonido aterrador. A base de empujones y estirones, alcanzó la barandilla y lanzó un golpe con sus afiladas garras, extendiendo su brazo hacia Eloy. Vi cómo las cuchillas afiladas rozaban la camisa de mi compañero, y al oír la tela rasgarse, me miró con una expresión de súplica en su rostro.
La bestia lanzó un segundo zarpazo vertical, dejando tres profundas heridas en la espalda de Eloy. Aulló de dolor y sentí como perdía fuerza. Con las rodillas apretadas entre los barrotes, hice un gran esfuerzo para sostener el peso de su cuerpo. Cada músculo de mis brazos y espalda se estiraba y contraía, pero no sabía cuánto tiempo más podría aguantar... y Eloy tampoco, su rostro mostraba una angustia total. La bestia lanzó un último zarpazo, de derecha a izquierda, haciendo un corte profundo y mortal en la nuca de Eloy. Creo que pude escuchar cómo varias vértebras crujían al romperse. Un chorro de sangre caliente saltó, salpicando mi rostro.
En un instante, la expresión de Eloy cambió. El terror abandonó sus ojos para dar paso a la resignación. Incluso juraría haber percibido una pizca de alegría en él, como si se sintiera aliviado de que todo hubiera terminado. Por fin su peso venció a mi fuerza y ambos comenzamos a caer al vacío. Carla gritó detrás de mí, agarrando mi camisa como si pudiera sostener el peso de ambos. Al final, no sin un sentimiento de culpa, solté a mi compañero y lo vi caer rápidamente hacia su destino final.
Cerré los ojos, negándome a contemplar la caída de Eloy contra el pavimento. Un soplo de aire acarició mi rostro y, al abrir los ojos, divisé a la criatura apuntando directamente hacia mi cabeza. Me aparté velozmente, evitando un letal ataque que, sin duda, me habría decapitado.
—Debemos marcharnos —susurré, tomando el rifle del suelo y dirigiéndome hacia el abandonado apartamento. Carla me siguió a toda prisa, dando rápidos pasitos con sus pies descalzos y sucios.
Salimos al rellano y subimos hasta el último piso. Accioné el gatillo contra la puerta que daba al exterior, abriéndola de un disparo. Sin detenernos a mirar atrás, corrimos por las azoteas, alejándonos del aullido y los gruñidos que nos alcanzaban desde abajo.
***
Logramos despistar a nuestros perseguidores y refugiarnos en una modesta vivienda situada en los límites orientales del pueblo. Un imponente muro de piedra, de dos metros de altura, rodeaba el perímetro, mientras que en el lado occidental se erigía una robusta valla de metal equipada con un sistema de apertura electrónica. Por fortuna, mis conocimientos técnicos me permitieron acceder al interior de la propiedad y volver a bloquear los cerrojos una vez dentro. Aquella casa nos brindó el anhelado refugio que ambos necesitábamos desesperadamente. Después de casi una hora de correr sin casi detenernos, Carla se hallaba particularmente exhausta. No había pronunciado una sola palabra desde el fatídico incidente en el balcón. Se acomodó con sumo cuidado en un rincón del salón, donde creó una improvisada cama con algunas almohadas. Yo, por mi parte, me tendí en el sofá con la intención de descansar un poco. La verdad es que la tensión de los últimos momentos nos había dejado exhaustos, y nuestros cuerpos pedían a gritos un respiro. No pasó mucho tiempo antes de que ambos nos durmiéramos profundamente, dejándonos llevar por el cansancio acumulado.
Cuando recobré el conocimiento, la oscuridad había invadido la estancia. Consulté el reloj digital sobre la pantalla del television: eran las tres de la madrugada. La noche se había apoderado del exterior, impasible y silenciosa tras las ventanas. Un suave viento mecía las ramas secas de un arbusto que se alzaba solitario en el desangelado jardín que se encontraba en el lado oriental de la propiedad. Me acerqué a la figura adormecida de Carla, cuyas facciones permanecían serenas. Me preocupaba el estado de sus pies, completamente ennegrecidos y llenos de llagas. Una cosa era caminar por el suelo embaldosado de su casa, pero algo bien distinto era correr por el asfalto.
Exploré la casa, subiendo hasta el piso superior y tuve suerte. Una de las habitaciones había pertenecido a alguien joven, de una edad parecida a la que tenía Carla. Deduje esto por la decoración. En el armario había ropa, parecía un poco grande para ella, pero podríamos apañarla. Tomé unos pantalones, una camiseta y un par de botas. Descendí a la planta baja y me dirigí a la cocina. Probé el grifo del fregadero, apenas caía un chorro de agua. Llené una cazuela y cogí un trapo de cocina. Regresé al salón y encontré a Carla sentada en el sofá, contemplando la oscuridad que se extendía tras las sucias ventanas. Me acerqué a ella y deposité todo lo que había recogido sobre la mesa de centro, frente al sofá.
—Aquí tienes ropa limpia. Y este trapo y agua por si quieres limpiarte un poco antes de cambiarte.
Carla era una niña extraña, por lo menos en comparación con los niños que yo había conocido antes. Normalmente eran ruidosos, pesados y mal educados, pero ella era como una sombra silenciosa que me seguía a todas partes, sin rechistar. Su voz era dulce, pero la utilizaba en contadas ocasiones.
De camino a aquel escondite, había estado meditando. No podría ocuparme de ella durante mucho tiempo. Era un objetivo fácil para los post-mortem. Necesitaba encontrar a alguien que pudiera hacerse cargo de ella. No podía, y no quería, asumir esa responsabilidad. Fui incapaz de dejarla atrás, sin embargo no deseaba que se quedara conmigo.
Consideré la posibilidad de dejar a la niña sola en aquella casa aislada y aparentemente segura, mientras yo me desplazaba a la capital y notificaba a alguien para que viniera a rescatarla. Sólo funcionaría si había suficientes víveres para ella. Si partía solo hacia la capital, ella estaría más segura y yo podría moverme con mayor rapidez y eficacia.
Carla entró a la cocina, ataviada con su nueva ropa y las botas puestas. Su rostro estaba limpio y peinaba su cabello con un cepillo que había encontrado en algún lugar de la casa. Verla así produjo en mí una extraña sensación que hizo que mis entrañas se retorciesen. ¿Cómo podía dejarla allí sola? No debía permitir que sentimentalismos controlaran mis acciones, debía ser racional y frío. Me sonrió y algo en el fondo de mi mente hizo que el corazón me saltara en el pecho. No importaba cómo me sintiera, lo mejor para ambos era que se quedase allí sola.
***
El reloj digital señalaba las dos de la madrugada. El exterior era oscuro, con la noche envuelta en un aullido sombrío de viento. Carla permanecía de pie frente a mí, luciendo una expresión de desconcierto. Le había intentado explicar mi plan, pero no parecía entenderlo o quizá simplemente no estaba de acuerdo.
—¿Entiendes? —pregunté con toda la delicadeza de la que fui capaz—. Tú espera aquí. En el armario de la cocina hay latas de comida y del grifo sale agua. Yo voy a buscar ayuda y alguien vendrá para hacerse cargo de ti.
Carla no pronunció palabra alguna, aunque su rostro reflejaba una expresión de dolor que me estremeció. Estaba a punto de llorar. Volví a preguntarle si comprendía lo que le estaba diciendo. Ella por fin asintió en silencio, mirándose las botas con tristeza. Después regresó al sofá y se sentó en silencio. Dejé escapar un suspiro y salí por la puerta, cerrándola tras de mí. La noche era fresca y el viento soplaba con fuerza. Mi cabello se agitaba mecido por el aire. Habría dado cualquier cosa por una larga ducha de agua caliente.
Avancé con sigilo hacia la valla, escrutando la oscuridad de la calle en busca de cualquier posible peligro. Una vez comprobé que no había moros en la costa, salí y cerré la puerta con cerrojo. Caminé entre las sombras hasta que, pocos metros más adelante, encontré un automóvil abandonado. Era un modelo antiguo, pero parecía en buen estado. Me senté en el asiento del conductor y observé el panel de plástico que contenía el ordenador de abordo. Afortunadamente, la batería aún no se había agotado y los sistemas eléctricos se encendieron, iluminando la pantalla. Tanta luz en medio de aquella oscuridad me incomodó un poco, pero después de asegurarme de que no había nadie alrededor, me concentré en desbloquear el sistema de seguridad del vehículo. Me llevaría un tiempo, pero no tenía otra opción.
Support the author by searching for the original publication of this novel.
Una de las razones que me llevaron a ser contratado para el control aéreo de Ypsilon-6 fue mi conocimiento sobre encriptación. Jamás habría imaginado que mi habilidad me pudiera servir en una situación de supervivencia como aquella. Un rato más tarde, había logrado desarticular todos los sistemas de seguridad, otorgándome el control total del vehículo. Revisé los niveles de energía y se encontraban peligrosamente bajos, necesitaba reabastecerme enseguida. Seleccioné el mapa del pueblo en la pantalla táctil. Eché un rápido vistazo por las ventanillas pero no había nadie, ni nada. Tracé una ruta hasta la estación de repostaré más cercana. No eran más que cinco kilómetros.
Un rugido rompió el silencio de la noche. La bestia nos había encontrado. No obstante, el chillido de una niña me dejó claro que no me habían encontrado a mí.
—¡Mierda! —espeté saltando del vehículo y echando a correr de vuelta a la casa. No podía evitar reprocharme haberla dejado sola, cómo podía haberlo hecho. Apretando los labios con fuerza, intenté aumentar mi velocidad, como si pudiera volar por encima del suelo. A cada paso que daba me preguntaba que me iba a encontrar cuando alcanzase la casa.
Un nuevo chillido de Carla resonó en el aire, haciendo que mi corazón diera un vuelco en mi pecho. Alimentado por el miedo y la preocupación aceleré mi carrera aún más.
Logré llegar a la casa enseguida. Desde mi posición, escondido entre las sombras, pude ver claramente una multitud de post-mortem congregada frente a la verja de entrada, liderados por la temible bestia de ojos rojos. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho al ver a Carla al otro lado de la verja metálica, a los pies de los dos escalones que subían a la puerta de entrada de la casa. Su rostro reflejaba total desesperación. Debía encontrar una forma de llegar hasta ella.
La bestia avanzaba entre la masa de post-mortem hacia la verja, mientras una figura se perfilaba en el jardín y se acercaba a Carla. Mi corazón dio un vuelco, temiendo lo peor. Sin embargo, al fijarme bien, ve que se trataba del Cirujano. Se aproximó a la niña, que se percató de su presencia un instante demasiado tarde. Intentó huir, pero él la agarró, tapándole la boca con la mano. Después, la alzó en sus brazos y se la llevó fuera de mi campo de visión, hacia la esquina de la casa.
¿Qué demonios pretendía el Cirujano? No era tonto y no se dejaría atrapar sin más. Sin duda, tenía algún plan para escapar. La única salida estaba bloqueada por esas criaturas con tumores en la cabeza. Y ahora además estaba la bestia, abriéndose paso para alcanzar la verja. Si la derribaba, la horda de post-mortem darían caza a mis compañeros.
Me devané los sesos intentando descifrar las intenciones del Cirujano. Entonces, caí en la cuenta de cómo había conseguido entrar a la villa. La verja seguía estando cerrada, tal vez hubiera encontrado otra entrada en la parte trasera. Con premura, eché a correr por la calle en dirección al muro y lo seguí hasta llegar a la parte trasera de la propiedad. Fue entonces cuando, al doblar la última esquina, divisé al Cirujano en lo alto del muro ayudando a Carla a subir.
Un fuerte golpe seguido de un chirrido metálico nos anunciaron que habían tumbado la verja y su llegada sería inminente. Rápidamente, guardé el rifle en la mochila y salté, alcanzando el borde del muro para poder escalarlo. Carla estaba en el pie del muro, alzando los brazos, tratando de alcanzar las manos de el Cirujano. Los post-mortem se acercaban desde ambos lados de la casa, emitiendo sonidos guturales y aterradores. Sin dudarlo comencé a dispararles con el rifle, tratando de alejarlos de la niña. El Cirujano se percató de mi presencia pero no dijo nada y se concentró en estirar los brazos.
La culpa me inundó. Si algo le ocurriera a Carla, sería culpa mía y de nadie más. El peso de mi conciencia me brumó tanto que sin pensarlo, salté al jardín. Al caer sobre la hierba mi tobillo se retorció y un latigazo de dolor me ascendió por la pantorrilla. Rodé por el suelo frenándome junto a la niña. Me levanté y la tomé por las axilas y la arrojé hacia las manos extendidas del Cirujano. Este la recibió y la ayudó a descender por el otro lado del muro de piedra. Yo, en tanto, giré en redondo y reanudé mi inútil ataque contra la multitud que avanzaba hacia mí. Apreté el gatillo una y otra vez, sintiendo cómo el retroceso me golpeaba el hombro.
La bestia emergió por una de las esquinas con ferocidad, abriéndose paso hacia mi persona y dejando a su paso un rastro de destrucción. Pateaba y empujaba a todo aquel que se interponía en su camino, en un intento por alcanzarme. Apreté el gatillo disparando por última vez. La energía del rifle se había agotado. Así termino la historia de Max, mis brazos colgando laxos a los lados de mi cuerpo.
—Max, ¡dame la mano! —una voz familiar me gritó desde lo alto. Al levantar la vista, vi como un siempre sonriente José el “Cirujano" González me observaba con los brazos extendidos hacia mí.
Arrojé el fusil con impotencia hacia los hambrientos post-mortem, cuyo avance era imparable. En medio de la confusión y el terror, no dudé en estirar mis brazos hacia él y saltar para alcanzar sus manos salvadoras. El hombre al que habían encerrado por ser un psicópata asesino, me había salvado la vida en tres ocasiones. ¿Podía ser un error judicial? ¿Encarcelado injustamente? Una fría mano agarró mi pantorrilla, tirando con fuerza, haciendo que el Cirujano estuviera a punto de caer junto a mí. Sin embargo, utilizó su cuerpo como contra peso y logró aguantar sin soltarme. Yo pataleé desesperado, luchando contra el post-mortem que me aferraba con su gélida mano. Hasta que una de mis patadas impactó en su mandíbula produciendo un sonido como como el que hacen las ramas al partirse. Su mano se relajó y por fin pude ascender al borde superior del muro.
Un instante breve pero significativo fue el que dedicamos a mirarnos, y yo, sin poder contener mi agradecimiento, esbocé una sonrisa. El Cirujano me hizo un gesto para que descendiera por el otro lado del muro. Asentí, mas antes de bajar, un terrible rugido reverberó desde el jardín. La bestia, con sus ojos rojos fulgurantes, se encontraba a solo dos metros del muro. Viendo su tamaño no nos costó imaginarnos lo fácil que le resultaría subir a aquel muro. Por lo tanto, grité con fuerza a Carla, quien desde abajo nos contemplaba abrazando su propio cuerpo en silencio:
—¡Corre, Carla, corre!
Sin previo aviso, el Cirujano me empujó y caí de bruces al otro lado del muro, hiriendo mi hombro y raspándome la piel de los brazos. Al levantar la mirada vi como la bestia escaló a lo alto del muro. En aquel instante, un rayo desgarró el oscuro cielo y su estruendo hizo temblar el suelo. La descarga eléctrica alcanzó al Cirujano y a la bestia. Ambos salieron volando hacia el exterior. Mi compañero cayó sobre el ser y rodaron varias vueltas por el asfalto de la calle.
Confundido por el estruendo del relámpago, no me di cuenta de que mi compañero estaba a punto de ser destrozado por la bestia. Rápidamente, saqué el cuchillo que guardaba en la mochila y me abalancé sobre la criatura, clavando el arma con todas mis fuerzas. La hoja plateada atravesó la nuca de la bestia y la punta sobresalió por su garganta, salpicando el rostro de mi compañero con negra sangre.
Un nuevo relámpago iluminó la escena. La bestia gemía y trataba de sacarse el cuchillo clavado en la nuca. Entonces, mi compañero aprovechó la oportunidad y hundió el cuchillo que llevaba en la mano en el pecho de la criatura. Yo, por mi parte, retorcí y moví mi cuchillo dentro de la verdosa carne sangrante. La bestia alzó su cabeza y emitió un terrible rugido gutural, como la solitaria llamada del lobo. Finalmente, el ser cayó muerto a un lado.
Una delicada cortina de lluvia comenzó a caer sobre nosotros, acariciando nuestras heridas y purificando nuestro ser.
—¡Vamos! ¡Larguémonos de aquí! —exclamé, aún sintiendo como la adrenalina corría por mis venas. Carla había permanecido pegada al muro durante el altercado con el monstruo, ahora el Cirujano se levantó, tomó su mano y echamos a correr. Yo lideraba el grupo, guiándolos hacia el lugar donde había dejado el vehículo. Rodeamos la villa moviéndonos por las sombras.
Entonces, un rugido aterrador se hizo presente. ¿Acaso había otra bestia? No podíamos perder tiempo y escapar de allí. Nos adentramos en las calles oscuras, azotados por al furia de los relámpagos que de vez en cuando iluminaban nuestro camino. La lluvia fina había empapado nuestras prendas, pero el frío no se hacía sentir demasiado. Cada cierto tiempo, echaba un vistazo atrás, y exhortaba a mis compañeros a que aceleraran el paso. El Cirujano podría haber dejado atrás a la pequeña, pero sin embargo, se mantuvo a su lado, aferrándola fuertemente de la mano.
“¡Increíble!”, me repetía una y otra vez para mis adentros. Era sorprendente cómo aquel tío podía actual de manera tan admirable. ¿Cómo era posible que un psicópata asesino en serie se comportara mejor que yo mismo con una niña? Más culpabilidad me atenazó el corazón, nunca debí dejarla sola.
Rápidamente, llegamos hasta el vehículo que había dejado preparado, encontrándome la puerta abierta, como la había dejado. Tomé asiento en el sitio del conductor y cerré la puerta con un fuerte golpe. Por su parte, el Cirujano se encargó de abrir una de las puertas traseras para que él y la niña pudieran tomar asiento.
Arranqué el motor de hidrógeno del vehículo. Sin perder tiempo, aceleré con fuerza por las vacías calles, la cortina de lluvia chocando contra el parabrisas, siguiendo las indicaciones del mapa en la pantalla central. Poco después, la lluvia cesó, aunque el viento seguía soplando con intensidad entre las calles.
Por fin, arribamos a la estación de combustible. Un amplio tejado sostenido por cuatro pilares metálicos protegía los surtidores, así como una pequeña caseta ubicada en un de los laterales. Sin demora, detuve el vehículo junto a uno de los surtidores y salí. Con rapidez, coloqué la manguera en la válvula de entrada de combustible y me asomé por una de las puertas traseras para observar a mis dos acompañantes.
—Voy a ir a la caseta para abrir la llave de paso —observé que el Cirujano estaba pálido y tenía pequeñas perlas de sudor por la frente— ¿Te ocurre algo?
Sin emitir palabra alguna, mi compañero apartó la mano que tenía apoyada contra su costado y me mostró una extensa mancha de sangre en la camisa de estampados florales.
—Mira a ver si hay algo ahí dentro para arreglar esto —susurró con una sonrisa forzada y una mueca de resignación que distorsionaba su rostro.
Avancé apresuradamente hacia la caseta y traté de abrir la puerta, pero esta estaba cerrada con un cerrojo magnético. Sin pensarlo dos veces, di una patada energética que hizo que la cerradura se rompiera y la puerta temblara en sus goznes al abrirse. El interior estaba oscuro y fresco, un ligero olor a moho colgaba del aire. Busqué las llaves y cuando las encontré abrí todas, sin saber cuál correspondía a cada surtidor. Después corrí a la parte trasera del mostrador de la pequeña tiendecita en busca del botiquín. Cuando lo encontré, salí de nuevo a la noche ventosa, con el pequeño maletín blanco en la mano.
Entonces unas siluetas silenciosas caminaban hacia el automóvil, rodeándolo. Eran post-mortem que andaban por las inmediaciones y debían haber escuchado los ruidos que yo estaba haciendo.
Con rapidez, corrí hacia nuestro vehículo y arrojé el botiquín en el asiento del copiloto antes de saltar dentro y cerrar la puerta con fuerza tras de mí. Acto seguido, activé los cerrojos de las puertas y observé con angustia el indicador de combustible que marcaba un alarmante 25%. En ese momento, el cirujano me susurró con inquietud:
—¿Qué sucede?
—Tenemos visita —respondí en un tono de aprensión, procurando ocultar mi terror para no inquietar a Carla.
Una pálida mano cubierta de mugre se estrelló con fuerza contra la ventana lateral en el lado del conductor. Me sobresalté, dando un bote en mi asiento, pero antes de que pudiera recuperarme, otra mano cadavérica golpeó la luna trasera, haciendo que Carla emitiera un grito agudo. Otro dos post-mortem se acercaron por el lado izquierdo del vehículo, nos habían rodeado. Estábamos atrapados sin escapatoria. Gotas de sudor frío escurrieron por mi espalda. Observé el indicador de combustible… 32% de carga.
Los post-mortem se apretujaban alrededor del coche, multitud de manos pálidas plantadas contra todos los cristales del automóvil. Sus descompuestos miembros y putrefactas cabezas se arrojaban contra las ventanillas, tratando de penetrar en nuestro refugio. Observé con horror mientras uno de ellos, una mujer joven de largos cabellos, se abalanzaba contra la ventana de mi asiento con un gemido desesperado. Su cuerpo deformado y enfermizo era una grotesca caricatura de su antigua belleza. Su rostro estaba hinchado y deformado por un tumor que palpitaba en la coronilla de su cabeza. Su boca abierta revelaba dientes podridos y ua lengua negra y gangrenada. Sus ojos sin vida y vidriosos, reflejaban su pérdida de consciencia y humanidad. Entonces se quedó congelada durante un instante y comenzó a sufrir espasmos hasta que repentinamente, el tumor de su cabeza explotó, bañando la ventana con sangre y sesos putrefactos. Me obligué a contener las nauseas y el asco, mientras observaba el horrible espectáculo.
El depósito estaba al 48% de capacidad.
Escuchamos un rugido animal distante, una bestia andaba cerca. Era probable que se hubiera percatado del alboroto que generaban los post-mortem. Carla, en un estado de desesperación, gritaba y sollozaba aterrorizada. El Cirujano, en cambio, permanecía en silencio, examinando con curiosidad a nuestros asediadores a través de los cristales.
62%...
Una de las criaturas asestó un fuerte golpe con el puño contra la ventanilla del asiento del copiloto. El cristal estalló en un millar de pequeños pedazos esparciéndosela por el asiento, el botiquín y el salpicadero. Con el camino despejado, el no muerto asomó medio cuerpo por el agujero, tratando de alcanzarme con sus húmedas y repugnantes manos.
El Cirujano me llamó mientras me tendía su cuchillo. Lo agarré con fuerza y empecé a propinar estocadas y cortes a las extremidades del cadáver. Sin embargo, éste no mostraba señales de dolor, ni una gota de sangre brotaba de sus heridas. Dado que esto no surtía efecto, cabiéndonos mi estrategia. Tomé la mano fría y resbaladiza del post-mortem y la seccioné de un rápido y determinado tajo a la altura de la muñeca. Hice lo mismo con la otra y arrojé ambas al suelo del asiento de copiloto.
78%...
Sin manos con las que agarrarme, la criatura no representaba una gran amenaza para nosotros. Su voluminoso cuerpo quedó atrapado en el hueco de la ventanilla, sin poder entrar o salir. De cierta manera, esto nos aseguró que ningún otro trataba de entrar por aquella ventanilla. Sólo esperaba que no rompieran otra ventana.
86%...
No dejaba de pensar en el problema que tendríamos en cuanto el depósito estuviera lleno. Era sumamente arriesgado encender el motor con la válvula abierta. Nuestro vehículo podría convertirse en una bola de fuego. Pero no podía salir para desenganchar la manguera.
89%...
Los golpes contra la chapa del vehículo empezaban a perturbarme. El obeso atrapado en la ventanilla gemía y siseaba como si fuera un ser proveniente del mismísimo infierno, mostrándonos sus repugnantes dientes podridos y dejando caer hilos de saliva.
92%...
Vamos, vamos, vamos… Estaba casi lleno. Necesitaba idear un plan para encender el motor. “¡PIPIPI!” Exclamó el indicador electrónico, señalando que el depósito estaba completamente lleno.
Aún no había pensado nada, cuando de repente escuché cómo el Cirujano abría su puerta, golpeando al post-mortem que estaba allí. Me giré alarmado sin saber qué pretendía. Mi compañero sacó su brazo y alcanzó la manguera, desenganchándola de la válvula. Luego, veloz como un felino, esquivó el mordisco de una de las criaturas y cerró la puerta con un fuerte golpe.
—Será mejor que nos saques de aquí —dijo sin alterar su compostura.
Tenía razón. Presioné el botón de arranque y el motor dio un par de tirones antes de ponerse en marcha. Aceleré al máximo y arrollamos a varios de los post-mortem sin demasiado problema. Escuchamos un nuevo rugido a lo lejos.
Habíamos logrado escapar.
Sin perder tiempo, dirigí nuestro vehículo hacia la carretera que llevaba hacia el sur, fuera del pueblo y en dirección a la capital.