Desperté bruscamente por el sonido de unas explosiones. Me incorporé y escuché atentamente, tratando de descubrir su procedencia. La luz del día se filtraba a través de una ventana detrás de mí, iluminando la sala donde me encontraba. En el centro de la habitación yacían las cenizas de la hoguera que el Cirujano había encendido la noche anterior, ahora apagada e inerte. Pero mi compañero no estaba allí. Con precaución, me levanté y observé el lugar. La sala, antaño una cocina, estaba cubierta de polvo y sumida en el silencio. Había una encimera y varios armarios de madera. En la encimera, un solitario vaso lleno de agua cristalina me esperaba como un regalo caído del cielo. Lo bebí agradecido. El Cirujano siempre parecía tener todo bajo control.
Caminé por la única salida que encontré en la cocina y entré en lo que en el pasado había sido una sala de estar decorada en un estilo moderno y minimalista. Era evidente que la casa no había sido abandonada, todo seguía exactamente como sus propietarios lo habían dejado, congelado en el tiempo y cubierto de polvo. En el centro de la habitación, frente al sofá, había una mesa de centro donde pude observar la mano amputada que había fascinado tanto a mi singular compañero la noche anterior.
Una serie de ruidos estruendosos volvieron a interrumpir mi pensamiento, seguidos de leves vibraciones en el suelo. Me acerqué al hueco de la ventana, que estaba desprovisto de su cristal desde hace algún tiempo, y contemplé una población compuesta por edificios bajos y viviendas unifamiliares. Era evidente que no se trataba de la capital de Ypsilon-6, donde yo había vivido en el pasado y que, a pesar de que habían pasado varios años, recordaba como una metrópolis mucho más grande. Sin pensarlo dos veces, salté por la ventana y miré hacia el cielo, que estaba despejado sin una sola nube.
Un nuevo estruendo captó mi atención y esta vez fui testigo de cómo dos fulgurantes haces de energía ascendían en el horizonte, al sur de mi posición, surcando el azul cielo y desvaneciéndose en la lejanía. Aquellas eran las defensas planetarias. ¿Quiénes serían los atacantes?
El Cirujano apareció por la esquina del edificio que se encontraba frente a mí, asomando la cabeza para saludarme con alegría y una mano en alto. Me dirigí hacia él mientras reflexionaba sobre mi estado físico: afortunadamente, mi hombro y costado heridos ya no me dolían tanto, aunque aún sentía el corte en mi cabeza y un gran vacío en mi estómago.
—¿Has visto eso? —le pregunté señalando el cielo por encima de mi hombro.
—Sí, parece el sistema de defensa planetaria.
—Quizá sea eso lo que derribó nuestra nave.
—Eso creo yo —contestó el Cirujano.
—¿Qué crees que puede haber causado que se conectaran los sistemas de defensa? —pregunté.
—No lo sé. Pero apostaría mi hígado a que tiene algo que ver con lo que mató a toda esta gente —se apartó hacia un lado dejandome ver el resto de la calle. Esparcidos por el pavimento se encontraban numerosos cuerpos de hombres, mujeres y niños. Tuve que cerrar los ojos ante la terrible imagen. El sol del desierto había secado los cuerpos desde hace varios días, ya que no pude percibir el olor a descomposición. Me pregunté qué había sucedido y quién habría cometido tal atrocidad.
—Estoy hambriento, vamos a buscar algo para comer —dijo el Cirujano, despertándome de la estupefacción en la que me había sumergido al contemplar aquel macabro espectáculo. Cómo era posible que aquel hombre pudiera tener el apetito intacto ante semejante escena.
Asentí, reprimiendo una arcada. Nos adentramos en una tienda de comestibles, situada a varias manzanas de distancia. Nos dedicamos a buscar algo que no estuviera en mal estado, centrándonos en conservas y agua embotellada. Comimos allí mismo, sin decir una sola palabra. No conseguía borrar de mi mente la imagen de la calle repleta de cadáveres.
Un gemido procedente de la parte trasera del establecimiento nos sobresaltó. La puerta que daba acceso a la trastienda estaba cerrada, pero podíamos escuchar claramente algo moviéndose al otro lado. Agarré con fuerza mi rifle de plasma e hice señas al Cirujano para que se acercara. Me coloqué delante de la entrada apuntando y le indiqué que abriera la puerta. Él agarró el pomo y comenzó a contar en silencio hasta tres. Noté que su expresión era de total placer, como si estuviera participando en un juego inocente, mientras que yo, por el contrario, estaba bastante asustado por lo que podríamos encontrar detrás de esa puerta. Tenía un mal presentimiento.
Abrió la puerta con brusquedad, apartándose de mi camino para dejarme una línea clara de fuego. Me encontré con una imagen que me dejó petrificado. Una mujer demacrada me observaba con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Sus ropas estaban desgarradas y sucias, con un pecho al descubierto. Sin embargo lo que más me impactó fue el tumor que sobresalía de su cabeza, abultado, de color rosa y palpitante. Parecía estar a punto de estallar. El Cirujano también asomó la cabeza, curioso. Se quedó paralizado, por fin algo le hacía perder la sonrisa infantil y ridícula.
La mujer levantó sus brazos hacia mi compañero y se arrojó sobre él como un animal salvaje. Me sorprendió su agilidad y fuerza. No pude hacer más que observar cómo lo derribaba al suelo. La mujer gruñía y mostraba los dientes amarillentos mientras intentaba alcanzar la garganta del Cirujano. Este luchaba con todas sus fuerzas para evitar ser mordido, pero la mujer poseía una fuerza sobrehumana.
Actué instintivamente y sin titubear apreté el gatillo. El fuerte estampido del disparo de plasma impactó en el costado de la mujer, lanzándola hacia un lado. Quedó inmóvil y en silencio, inconsciente. El Cirujano se desplazó, arrastrándose varios metros hacia un lado, tratando de alejarse lo máximo posible de ella hasta que finalmente chocó con el mostrador de la tienda.
Después de unos instantes de mutismo y jadeo, recuperamos la compostura y nos acercamos con cautela para examinarla más detalladamente. El Cirujano le palpó el pulso, apenas perceptible. Además, su respiración era casi inexistente. Sin embargo, su cuerpo exhalaba un hedor a podredumbre y notamos una horrible herida en la nuca, de donde sobresalían venas y cartílagos. ¿Cómo era posible que siguiera con vida?
—Tenemos que marcharnos de este planeta —dije mientras un escalofrío me subía por la columna vertebral. Algo siniestro estaba sucediendo y no quería averiguar de qué se trataba. Sólo quería alejarme de allí lo más pronto posible.
—Creo que tienes razón. Esta mujer debería estar muerta, mira esta herida, nadie podría seguir vivo así. —dijo— Y ¿hueles eso? —asentí frunciendo la nariz asqueado—, pues es cangrena. La tiene por todo el cuerpo. Debería de estar muerta. No entiendo cómo...
Pero antes de que pudiera continuar, la mujer empezó a agitarse y a emitir gemidos, lo que nos hizo retroceder rápidamente.
Sin mediar palabra, mi compañero y yo abandonamos el establecimiento precipitadamente y nos encontramos de nuevo en el caluroso del exterior.En ese momento, me di cuenta de que todos los cadáveres diseminados por el suelo presentaban un terrible y letal agujero en la parte superior del cráneo, como si hubiera sido reventado desde dentro. Me quedé atónito ante esta macabra visión y me invadió el miedo.
De repente, un aullido salvaje retumbó en el interior de la tienda, lo que nos obligó a correr a toda velocidad hacia arriba de la calle, sin tener idea de lo que nos esperaba en la siguiente esquina.
Al doblar la esquina, nos encontramos con una escena aterradora. Decenas de personas se acercaban hacia nosotros con un grotesco bulto en la cima de sus cabezas, piel pálida y ojos rojos e inyectados en sangre, sus ropas rotas y sucias. Todos parecían tener una mirada vacía, pero feroz, y caminaban hacia nosotros sin detenerse.
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Ante la atemorizante presencia de los infectados, el Cirujano no dudó ni un instante y se alejó velozmente en dirección opuesta, y yo, presa del miedo, lo seguí sin siquiera mirar por encima de mi hombro, temiendo toparme cara a cara con alguno de ellos.
Después de varios minutos agotadores corriendo por las solitarias calles, doblando en esquina tras esquina para deshacernos de nuestros perseguidores, tuvimos que detenernos para recobrar el aliento. Yo me senté en el borde de la acera jadeando, pequeñas gotas de sudor perlando mi frente. En cambio, el Cirujano parecía estar fresco como una rosa. Lo único que indicaba que había estado corriendo era su respiración ligeramente acelerada.
—¿Qué coño está pasando aquí? —me pregunté a mi mismo en voz alta.
—Zombies, eran zombies —sentenció él, completamente serio.
Lo observé con una mirada entre divertida y frustrada.
—Déjate de bromas ¿Qué crees que le ha pasado a los habitantes de este pueblo?
—No sé lo que ha pasado, pero esos eran zombies.
Negando con la cabeza, me eché en el frío suelo de hormigón, aún jadeando.
—Siento ser yo quien te diga esto pero, los zombies no existe.
—Comprendo lo que dices —tomó asiento junto a mí y me miró divertido—. Los zombies nunca han existido, sencillamente era una manera de describir un fenómeno que no se entendía: personas aparentemente muertas que repentinamente recuperaban la vida. Lo que yo te estoy diciendo es que esos de allí atrás, no estan vivos como tú y como yo. He visto algunas heridas en sus cuerpos que son mortales de necesidad. Puedes creerme, sé de lo que hablo.
Era evidente que conocía bien el tema. Si los rumores que circulaban eran ciertos, había acabado con la vida de muchas personas de formas extremadamente ingeniosas.
—¿Qué crees que eran entonces?
—No sé, pero apostaría mis riñones a que ese bulto en sus cabezas tiene mucha culpa.
Tras unos breves momentos de silencio, cambió de tema diciendo:
—Necesito ropa limpia. Me siento sucio y no aguanto estar sucio.
Se levantó del suelo y con detenimiento escudriñó los establecimientos ubicados en la planta baja de unos cuantos edificios pequeños al otro lado de la calle. Uno de ellos parecía ser un comercio de variedades. Nos acercamos y descubrimos que la puerta estaba cerrada con llave. La cerradura no parecía ser muy resistente, tras varios intentos logramos forzarla.
Al entrar, nos recibió un ambiente fresco pero rancio. Las estanterías estaban repletas de objetos de todo tipo: decoraciones para el hogar, ropa, comida, bebidas alcohólicas, tabaco... todo lo que podríamos necesitar en aquel momento. Mientras el Cirujano buscaba ropa limpia, yo me dirigí ansioso a la sección de vicios. Agarré una botella de whisky, abrí el tapón de plástico y tomé un gran trago, sintiendo cómo el líquido caliente bajaba por mi garganta y calentaba mi cuerpo y mi espíritu. Luego, me dirigí a la sección de tabaco y busqué hasta encontrar la marca que más me gustaba. Abrí una caja llena de mecheros de gas que estaba al lado de los tabacos y encendí mi cigarrillo, inhalando con gran placer el humo azul. Hacía días que no fumaba.
El Cirujano se presentó vestido con una camisa amarilla con estampados hawaianos y pantalones cortos. En su mano, sostenía un conjunto igual que había elegido para mí. Al principio, pensé que se trataba de una broma, pero su expresión seria me indicó lo contrario. Le pregunté si no tenía algo más adecuado para protegerme del sol y salí en busca de una prenda más resistente.
El Cirujano parecía haber perdido el juicio por completo. No solo vestía como un turista ridículo, sino que además pretendía que yo me pusiera la misma ropa que él. Decidí buscar mi propia ropa y encontré unos pantalones vaqueros y una camisa de algodón en mi talla. Me cambié aliviado de poder quitarme la ropa sucia y sudada. Sin embargo, lo que realmente necesitaba en ese momento era una ducha caliente.
Regresé junto a mi compañero y me senté a su lado ofreciéndole la botella de licor.
—No gracias, no bebo. Tú tampoco deberías, eso te destrozará el hígado.
Elevé mis cejas y encogí mis hombros, luego di otro trago directamente de la botella. Una vez que el ardor en mi garganta se apagó, hablé:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Aquí no duraremos mucho; mira a los habitantes de este pueblo. No parece quedar ninguno con vida.
—Sí. Por eso creo que lo más sensato será marcharse. Podríamos ir a la capital. Viví durante varios años allí y seguro que alguno de mis antiguos amigos sigue dando guerra.
—No estaría tan seguro.
—¿Qué quieres decir?
—Es posible que lo que ha infectado a la gente de este pueblo se haya extendido hasta la Capital.
—Tienes razón, si es tan rápido y letal que no ha quedado nadie aquí, podría haber llegado a todos los rincones de este maldito planeta —le di una calada al cigarrillo y soplé el humo con resignación—. Debemos marcharnos de este planeta. Conseguir un transporte y salir pitando.
—Las defensas planetarias nos derribarían en cuanto despegásemos.
Cómo era posible que estuviera tan tranquilo.
—Entonces lo primero será desactivar las defensas. Supongo que habrá alguna manera de hacerlo sin el código de autorización.
—Destruyendo la sala de procesamiento principal y las conexiones con el resto de centros de procesamiento. Eso seguramente deshabilitaría las defensas.
Lo pensé un poco.
—Necesitaremos explosivos, armas y un vehículo. La sala de procesamiento central sí que sé donde se encuentra. Está en un bunker enterrado bajo el edificio donde trabajé aquellos años. En este pueblo no creo que encontremos una armería, así que tendremos que conformarnos con el vehículo, por ahora.
—Esto va ha ser muy divertido —dijo el Cirujano frotándose las manos.
Acordamos permanecer en la tienda hasta la llegada de la noche. Sería más fácil moverse entre las sombras.
Mientras saboreaba un cigarrillo de mi marca preferida y disfrutaba de un trago de whiskey, me sumergí en mis recuerdos. Dos años de mi vida encarcelado. Dos años perdidos para siempre. Sin embargo, mis ahorros permanecían en su lugar, en una cuenta bancaria ubicada en un país libre de impuestos en la tierra. Allí, poco a poco, había estado depositando todo mi dinero para mi jubilación, aunque en el fondo sabía que nunca me retiraría de mi oficio. Moriría en algún confín del espacio interestelar, en una nave de transporte, haciendo lo que mejor sabía hacer.
En realidad, mi vida ha estado marcada por una serie de eventos afortunados. He salido victorioso de multitud de situaciones que a ojos de cualquiera habrían sido irremediables. Solo cometí un error. Y lo pagué caro.
Le miré a los ojos con desconfianza. Me estaba intentando engañar el muy bastardo.
—¿Qué estás intentando hacer, Frenzy? ¿Timarme? —le espeté, cruzando mis brazos sobre la mesa.
—No, Max, nunca haría algo así —su mirada era esquiva y temblorosa.
—He hablado con Lowart y me ha dicho que compraste la mercancía por la mitad del precio... ¿Desde cuándo sacas el doble de beneficio en tus negocios conmigo?
Franzy no podía sostener mi mirada y se masajeaba el mentón con nerviosismo.
—No me vas a engañar, Frenzy. A mí no.
Su semblante cambió rápidamente, mostrando un miedo evidente mientras escudriñaba la salida del bar, como si estuviera buscando una forma de huir. Tomé mi pistola y la puse sobre la mesa. Vi cómo sus ojos se abrían como platos aterrorizado. En el fondo, aunque no lo parezca, soy una buena persona, pero siempre me ha gustado jugar con estas situaciones.
—Para que recuerdes nuestra amistosa charla, te compraré la mercancía al mismo precio que la adquiriste. ¿Te parece justo? —pregunté.
Frenzy asintió con la cabeza, pero en sus ojos percibí un odio creciente.
Este fue mi gran error. Debería haberme dado cuenta de que no podía confiar en él, pero ignoré las señales y deposité mi confianza en nuestra larga relación comercial. Ahora sé que debería haber liquidado nuestra sociedad en ese momento, y había dos formas de hacerlo: la primera, la más fácil, era hacer que Frenzy desapareciera; y la segunda, más costosa pero más limpia, era arruinarlo cortando sus suministros y contactos de venta. Mi reputación era suficientemente buena como para conseguir esto en unos pocos días. A pesar de mis instintos, sin embargo, decidí confiar en él.
La primera regla de mi negocio, y la más importante, es no confiar en nadie, ni siquiera en tus socios más cercanos. Durante los dos años que estuve recluido en la prisión RX-67, tuve mucho tiempo para reflexionar sobre mis motivos para confiar en alguien tan deshonesto como Frenzy. Él no era mi amigo, entonces ¿por qué lo hice? Llevaba mucho tiempo trabajando solo, supongo que ansiaba compartir mis aventuras con alguien. Quería tener un compañero, un socio en quien pudiera confiar. El caso es que confié mi negocio y mi libertad en Frenzy.
El crepúsculo comenzaba a extenderse por el exterior del local y se acercaba la hora de partir. Dirigí mi mirada hacia el lugar donde se encontraba el Cirujano. Dormía tranquilamente, con una sonrisa infantil dibujada en su rostro. Nada parecía perturbarle. Me di cuenta de que había arriesgado mi libertad por alguien que no era mi amigo, y ahora me encontraba asociado con un psicópata del cual normalmente no me acercaría ni a diez metros de distancia. Era evidente que mi capacidad para tomar decisiones estaba alterada últimamente.
Finalmente, lo que sucedió fue que acepté la mercancía de Frenzy. Horas después, cuando me encontraba en la órbita de Carma-3, una nave del control fronterizo y aduanas me interceptó. Entre los soldados que abordaron mi nave se encontraba Frenzy, quien me identificó como el comprador.
Le dí una última calada al cigarrillo y aplasté la colilla en el suelo.