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05 - Eloy 1

Un sonido me hizo despertar. Me di cuenta de que me había quedado dormido mientras recordaba tiempos pasados. Al mirar al lugar donde había estado el Cirujano, vi que había desaparecido. Lo primero que cruzó mi mente fue que se había marchado mientras yo dormía, abandonándome.

El local estaba sumido en la oscuridad, aunque una tenue luz blanquecina se filtraba por la cristalera del establecimiento. De repente, alguien me agarró del hombro y salté de miedo. No grité porque me taparon la boca. Miré hacia arriba y vi que era el Cirujano, quien me hacía señas para que guardara silencio. Asentí y retiró su mano de mi rostro. Me hizo una seña para que mirara hacia fuera a través de los cristales, y pude ver un gran número de siluetas que se habían acumulado en la calle, frente al local. Se estaban acercando lentamente. ¡Habían sitiado el lugar!

El Cirujano me entregó una mochila de nylon vacía. Asentí en silencio y empecé a llenarla con mis objetos personales, incluyendo el cartón de tabaco y la botella de whisky a medio acabar. Luego, me arrastré sigilosamente hacia la sección de conservas y empecé a llenar la mochila con varias docenas de latas sin prestar atención a su contenido. Desde las sombras, mi compañero me hizo señas para que me acercara. Sostenía en sus manos dos cuchillos de cocina con hojas de quince centímetros. Me entregó uno y guardó el otro en su propia mochila. Con todo lo necesario para partir, sólo nos quedaba marcharnos de allí.

De repente caí en la cuenta de que me había olvidado de coger agua. ¡Mierda! No podríamos aguantar mucho tiempo sin agua. Empecé a gatear de regreso hacia la zona de suministros cuando la puerta de cristal del local se hizo añicos y varias de las sombras irrumpieron en el lugar, tropezando y emitiendo gemidos animales. El Cirujano agarró mi camisa y me arrastró hacia el fondo de la tienda. Nos movimos lo más rápido que pudimos, deslizándonos entre los pasillos y sumergiéndonos en la oscuridad. Llegó un momento en que tuve que seguir el sonido de los movimientos de mi compañero, ya que no podía ver a más de dos palmos de distancia en las densas sombras.

Entonces, sentí un fuerte golpe contra mi rostro, como si hubiera chocado contra algo de metal. Un intenso dolor se apoderó de mí y tuve la sensación de que me había fracturado la nariz. Contuve una maldición y traté de avanzar, pero la oscuridad era absoluta. Los gemidos y golpes se acercaban cada vez más, como si estuvieran a punto de alcanzarme. Desesperado, intenté avanzar con la mano extendida, pero me topaba con estanterías y objetos por todas partes. Ya no oía a mi compañero, probablemente se había alejado. Los gemidos se hacían cada vez más intensos y yo seguía sin encontrar el camino.

No me quedaba más opción que hacerles frente cuando se abalanzaran sobre mí… pero caí en la cuenta, como si acabara de ser golpeado por un cubo de agua helada, de que no tenía conmigo el rifle de plasma. ¿Dónde demonios lo había dejado? Menudo fallo más estúpido, eso era lo primero que debí haber agarrado. Seguramente lo había dejado atrás, donde había dormido. Así que descarté la idea de enfrentarme a ellos.

Desesperado, traté de encontrar el camino una vez más, pero las estanterías se multiplicaban por todas partes... ¿acaso había llegado a un callejón sin salida? El pensamiento me hizo enloquecer mientras escuchaba los gemidos, cada vez más cerca y claros.

—¿Dónde estás? ¡José! ¿Me oyes? —susurré sin esperanzas.

No obtuve respuesta alguna, solo los gemidos que se intensificaron en respuesta a mis llamadas. No tenía más opciones, tendría que hacerlo. Saqué el mechero de mi bolsillo y lo encendí, creando una burbuja de luz amarillenta que alejaba las sombras. Afortunadamente, no era un pasillo sin salida, sólo me había estado topando con una esquina. Aproveché la luz para mirar hacia donde venían los perseguidores. Mi mano temblaba violentamente al ver la imagen que se presentaba ante mis ojos. Un hombre alto y musculoso y una mujer mayor caminaban hacia mí. Me observaban con miradas vacías pero aterradoras. Ambos tenían un aspecto deplorable, con la piel pálida y amarillenta bajo la luz del mechero, ojos desorbitados e inyectados en sangre, ropas sucias y desgarradas. Él tenía una mortal herida de bala en el pecho, y, por supuesto, los dos tenían el tumor carnoso y palpitante en la cima de sus cabezas.

El hombre abrió la boca y un gorgojéo acuoso y gutural surgió de su garganta, dejando escapar una hilera de saliva que se estiró hasta casi tocar el suelo. Algo en mi interior se activó, como un mecanismo de supervivencia innato que todos los seres humanos poseemos, alertado por el peligro de muerte. Me puse en pie de un salto y comencé a correr por el pasillo, cubriendo con la palma de mi mano la llama del mechero para mantenerla encendida.

Oí el sonido de mis perseguidores acelerando el paso detrás de mí. No me atreví a girarme para comprobarlo, pero podía sentirlos a apenas un metro de distancia. El calor del mango del mechero me quemaba la palma de la mano, pero aguanté el dolor con resignación, sabiéndome perdido si este se apagaba. Estaría condenado a vagar a ciegas en la oscuridad sin ninguna posibilidad de salvación.

¡Un rayo de esperanza! Visualicé a mi acompañante a cierta distancia corriendo también. Lo seguí y alcanzamos el final del amplio local, encontrándonos con una sólida pared. Sin embargo, había una puerta en esa pared. El Cirujano entró y sostuvo la puerta abierta para que yo pudiera pasar a toda prisa. Cuando lo hice, él la cerró de golpe sujetándo el pomo. Tropecé y caí al suelo soltando un grito de dolor al soltar finalmente el encendedor.

Nuestros perseguidores se estrellaron contra la puerta con un estruendo metálico que resonó en las paredes de cemento que nos rodeaban, pero que no podíamos apreciar debido a la impenetrable oscuridad.

—¡Ven a ayudarme, Max! —exclamó el Cirujano con voz agitada. En el fondo, me alegró que algo lo afectara por fin.

—Yo te ayudaré —se escuchó una voz en la oscuridad. No fue el Cirujano, evidentemente, y tampoco fui yo quien lo dijo.

—Ahh, vale —respondió mi compañero sin un ápice de preocupación detectable en su voz.

¡Había alguien más con ellos! Hice un esfuerzo para tomar el encendedor, pero quemaba demasiado y mis dedos estaban muy doloridos. Sin embargo, no fue necesario hacerlo porque en ese momento una luz blanca y aséptica iluminó lo que resultó ser un pasillo ancho con suelos de cemento y paredes blancas. Los fluorescentes colgaban del techo. El pasillo comenzaba en la puerta que habíamos cruzado y se extendía unos doce metros hasta llegar a otra puerta más grande, cerrada con una persiana metálica. Junto a mi compañero había un hombre con una prominente barriga, cabello oscuro y levemente canoso, y un espeso bigote sobre los labios. Lo que más me sorprendió no fue su apariencia, sino la escopeta que sostenía con ambas manos y con la que apuntaba al Cirujano.

El hombre permaneció en silencio durante varios segundos tensos sin dejar de apuntar al Cirujano, mientras yo yacía en el suelo con los dedos doloridos. Los golpes contra la puerta de metal se intensificaron, seguidos de terribles aullidos. Parecía que hubiera una multitud aglomerada al otro lado. El barrigudo había conseguido atrancar la puerta al cruzar una barra metálica entre la puerta y un agujero en el suelo, funcionando como un tope para evitar que se abriera.

—Baja la cabeza, cabrón —espetó el hombre bigotudo con el extraño acento de Ypsilon-6.

El Cirujano, manteniendo la calma, inclinó la cabeza permitiendo que el otro verificara que no tenía ninguna protuberancia en la coronilla. Una vez que se aseguró, bajó el arma y sonrió ampliamente.

—Menos mal. Espero que no te haya molestado, pero desde aquí puedo ver la cabeza del otro y ya no puedes confiar en nadie —dijo en un tono amistoso y conciliador.

Más golpes resonaron en la puerta.

—Será mejor que salgamos de aquí. Seguidme —dijo el hombre, avanzando por el pasillo con determinación. El Cirujano me ayudó a levantarme mientras susurraba en mi oído:

—No me gusta... no se cuida... come demasiada grasa... —comentó con preocupación. Lo observé con curiosidad mientras él me devolvía su característica sonrisa pueril. Parecía hablar en serio.

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Mientras seguimos al otro hombre por el pasillo, vi que mi rifle de plasma se encontraba guardado en la mochila del Cirujano. A medida que nos alejábamos, los golpes contra la puerta metálica se hacían más débiles. Al alcanzar a mi compañero, recuperé mi arma y le miré con reproche, pero él se limitó a encogerse de hombros y explicar:

—No sabía si lograrías salir vivo de allí y no quería quedarme sin un buen arma.

Ese tipo de detalles me hacían dudar de él. Sin embargo, era cierto que podría haber huido sin avisarme y permitir que me capturaran. Ésta era la segunda vez que me salvaba la vida y en lo profundo de mi ser tenía la sensación de que continuaría haciéndolo mientras me necesitara. Cuándo ya no me necesitase… Ya veríamos qué pasaba.

Avancé hasta alcanzar al bigotudo, quien me miró con sorpresa al ver el rifle de plasma en mis manos. Trató de ocultar una mirada de desconfianza que no pasó inadvertida.

—Con dos armas estaremos más protegidos —intenté tranquilizarlo, pero él no pareció muy convencido aunque no dijo nada—. Me llamo Max McMahon, —me presenté sonriendo, a lo que él levantó una ceja antes de estrechar mi mano con fuerza.

—Yo soy Eloy Brimbauger, mucho gusto —respondió. Después echó un vistazo hacia atrás, donde el Cirujano nos seguía en silencio—. ¿Y el feliz? ¿Cómo se llama?

—Ese es José el Cirujano González —el aludido asintió sin perder su característica sonrisa infantil.

—¿Es acaso mudo? —preguntó Eloy frunciendo el ceño desconcertado.

—No —respondí.

—Entonces ¿qué coño le pasa? —susurró acercando su rostro al mío.

—Es una larga historia, pero se podría decir que él es así, siempre feliz —me giré hacia el Cirujano y le pregunté con afecto— ¿Verdad, amigo?

Él asintió con su sonrisa infantil, como solía hacer siempre.

Los fuertes golpes contra la puerta de metal persistían, intensificándose con el tiempo, y la algarabía que se escuchaban detrás aumentaban inquietantemente.

Por fin, llegamos al final del pasillo, donde se encontraba una persiana de metal cerrada y asegurada con llave. Eloy se agachó y sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón, buscando la adecuada para abrir el cerrojo.

Un estruendo retumbó por todo el pasillo, sobresaltándonos. Sentí como mi corazón daba un vuelco en mi pecho y comenzaba a latir a un ritmo desenfrenado. Volví la vista hacia el inicio del corredor y observé horrorizado que nuestros perseguidores habían conseguido abrir la puerta con fuerza bruta, arrancadola de sus goznes. Una multitud de individuos, iluminados por la luz blanca de los fluorescentes en el techo, avanzaba rápidamente hacia nosotros. Rugían y gemían como depredadores hambrientos, y a medida que se acercaban, un insoportable hedor a putrefacción invadió mis fosas nasales, revolviéndome el estómago.

Mientras tanto, Eloy se afanaba en encontrar la llave adecuada para abrir la cerradura. De repente, gritó y lanzó la escopeta al Cirujano para concentrarse en su tarea, dándole la espalda a la horda de seres que se acercaban hacia nosotros. Mi compañero, sin pensarlo dos veces, abrió fuego contra ellos. Uno perdió una mano que se desintegró, pero aún así continuó avanzando, mientras que otro perdió la mitad de su rostro y cayó muerto. Yo tomé mi rifle de plasma y, apuntando sin mucha precisión, presioné el gatillo varias veces. Cualquier parte del cuerpo que alcanzara con mi arma los derribaba sin excepción. Sin embargo, el Cirujano y yo ya habíamos comprobado que el efecto no era permanente. Después de un breve aturdimiento, volvían a levantarse, al igual que la mujer de la tienda el día anterior.

A pesar de nuestros denodados esfuerzos, la multitud de seres con sus cuerpos pálidos y casi azulados, con rostros grotescos y ojos vacíos, avanzaba hacia nosotros a un ritmo peligroso. No éramos capaces de detener aquella corriente inhumana que se esforzaba como animales enloquecidos por alcanzarnos. Podía escuchar el tintineo de las llaves en las temblorosas manos de Eloy mientras trataba de encontrar la adecuada que nos salvaría la vida.

El tiempo corría en nuestra contra y la multitud de muertos vivientes se aproximaba cada vez más. Mi corazón galopaba en mi pecho y la adrenalina recorría mis venas. Noté cómo mi arma comenzaba a calentarse en mis manos. La cubierta de plástico negro que recubría el cañón estaba alcanzando temperaturas preocupantes y sabía que no podría sostenerla durante mucho más tiempo. Del cañón salía un hilo de humo blanco que me inquietaba. No podíamos permitirnos perderla ahora, era nuestra mejor defensa contra ellos, aunque sólo los detuviese temporalmente. En cambio, la escopeta de mi compañero solo lograba frenarlos si acertaba en la cabeza. Habíamos descubierto que cortarles miembros, perforar sus vientres o atravesar sus pechos no servía de mucho.

Con gran entereza, nos mantuvimos frenando su avance, pero no podíamos retenerlos para siempre, pues seguían moviéndose. Y de repente, tras escuchar el estruendo de los disparos del Cirujano, este sonrió y exclamó con voz alta por encima del ruido de los disparos:

—¡Se acabó la munición!

Temí que aquel fuera el fin de mi vida. Cómo nos matarían, quizás nos destrozarían con sus propias manos. Incluso llegué a preguntarme qué harían después con nuestros destrozados cadáveres.

—¡Esta es! —exclamó Eloy a mi espalda y escuché el sonido de unos resortes chirriantes y mal engrasados al subir un poco la persiana de metal.

Saltamos a través del hueco a un foso poco profundo donde los camiones de entrega acostumbraban a aparcar para descargar sus mercancías. Mientras volaba por el aire sentí como algo agarraba mi camisa y tiraba de mí. Escuché la tela rasgándose y perdí el poco equilibrio que tenía en la maniobra, inclinándome peligrosamente hacia delante mientras mis manos todavía se aferraban al borde del pasillo. Vi cómo el suelo de asfalto se acercaba rápidamente a mi rostro, y después, oscuridad y silencio me envolvieron. En mi estado de inconsciencia, pude percibir murmullos lejanos como si fueran traídos por la brisa marina, mientras me balanceaba en una barca en el medio de un oscuro océano.

Poco a poco recobré la conciencia. El Cirujano y Eloy me sostenían entre los dos y corrían calle abajo. Abrí los ojos, sacudiendo la cabeza suavemente para despertar. Cuando me sentí capaz de correr por mí mismo, emití un gruñido y los dos me soltaron, sonriendo. Eloy estaba rojo como un tomate, con surcos de sudor bajando por sus sienes. Respiraba con dificultad, y un desagradable pitido salía de su garganta con cada bocanada de aire. Por su parte, el Cirujano estaba fresco como siempre. Miré por encima de mi hombro y vi que un chorro de luz blanca se filtraba a través del hueco abierto de la persiana metálica, mientras docenas de los poseídos, cegados por su extraña rabia asesina, saltaban al foso sin preocuparse por su propia integridad física.

—Vamos... seguidme... —dijo Eloy entre jadeos— sé donde... nos podemos... esconder...

Nos lanzamos a la carrera una vez más, cobijados por el manto de la noche. Nos agachamos entre las sombras, evitando la luz lunar que nos perseguía con saña. Cada zancada que dábamos nos alejaba más del tumulto de voces y gemidos, y del ruido de pisadas sobre el pavimento. Nos habían perdido. Habíamos logrado escapar.

Aminoramos la marcha, y por fin tras doblar varias esquinas alcanzamos nuestro destino. Avanzamos por una callejuela secundaria y finalmente llegamos a un portón de madera asegurado con un candado. Eloy lo desbloqueó y nos invitó a entrar. El interior estaba sumido en la más absoluta oscuridad, pero Eloy cerró la puerta tras de sí y accionó un interruptor. La habitación se iluminó y pudimos ver que estábamos en una cocina con paredes blancas, encimeras de acero inoxidable, hornos eléctricos y campanas extractoras que ascendían hasta el techo. Opuesta a la puerta por la que habíamos entrado había otra, pero estaba bloqueada por un armario de acero inoxidable aparentemente vacío.

—No os preocupéis… por la luz... —jadeó Eloy. Parecía a punto de sufrir un ataque al corazón. Su exceso de grasa no le servía de mucho en aquella situación—. Coloqué ese armario frente a la puerta... tapando las ranuras con mantas... nada de luz escapa de esta cocina...

Tomamos asiento frente a una mesa y reposamos, tratando de recuperar el aliento. Eloy descorchó una botella de tequila blanco y sirvió tres vasos, ofreciéndolos con una amplia sonrisa.

—Eso te pudrirá el hígado —el Cirujano rechazó la oferta con una sonrisa amable.

—Sospecho que el motivo de mi muerte será otro —respondió Eloy en un tono de voz serio. Me dejó perplejo. Parecía haber perdido toda esperanza, resignado a su destino final.

—No te preocupes, encontraremos la manera de escapar —traté de animarlo con mis palabras.

—Es imposible. No se puede huir de aquí —respondió él con desanimo, mientras yo lo miraba con el ceño fruncido—. Confía en mí, llevo atrapado en esta situación bastante tiempo y lo he intentado todo. Este restaurante solía ser mío... ¿no os parece bonito?

—La cocina es muy aséptica -comentó el Cirujano observando a su alrededor—. ¿Tienes cuchillos afilados?

Eloy lo miró sorprendido y después me miró a mi con curiosidad. Me encogí de hombros apretando los labios.

—Es una larga historia... —dije.

Traté de desviar la conversación hacia un tema más práctico, consciente de que el pasado del Cirujano no era algo que quisiera compartir en ese momento, en particular, su afición por diseccionar a personas cuando aún estaban vivas.

—¿Entonces, tu estabas cuando empezó todo?

—Claro que estaba —me miró frunciendo el ceño y nos preguntó—: ¿Vosotros no?

—Viajábamos en una nave que se estrelló hace unos días en el desierto, y no tenemos la menor idea de lo que está sucediendo -explico en un tono claro y directo.

Mi respuesta no pareció satisfacer a Eloy, quien parecía desconfiado. A pesar de ello, no hizo más preguntas y comenzó su relato sin más dilación, tras beber el tequila que había echado en su vaso:

—Todo empezó hace aproximadamente un mes —dijo y bebió otro trago de tequila-. En esta colonia, la minería es una de las principales actividades económicas. Obtener recursos como uranio, plata, carbón o hierro. Pues bien, como decía, hace un mes descubrieron una nueva falla de hierro, pero lamentablemente no era muy abundante y pronto llegamos al final. Sin embargo, detrás encontraron la entrada a una cueva... Y lo que encontraron allí fue lo que desencadenó el desastre...