Mia deseaba tener sus gotas oculares en ese momento. Pero más que nada, deseaba que Ella entrara por la puerta de la heladería y dijera algo. Cualquier cosa. Era Ella, así que seguramente cualquier palabra que saliera de su boca los haría sentir mejor. Los Hermanos no le temían al silencio o la calma, pero esto era diferente, había un ruido en la quietud. Mia podía ver a cada uno de sus hermanos gritando. Ted posiblemente iba a hacer que la heladería entera se sacudiera, Johan iba a robar todo el oxígeno del local, y Rique no iba solo a quebrarse los dedos, sino también dejar a todos a su alrededor con el sonido fantasma de sus truenos. Mia no era la excepción, entre más pensaba en dejar de parpadear, más lo hacía. Probablemente había aleteado esos párpados más de lo que una mariposa aletea sus alas en toda una vida.
Ella sabría que hacer. Ella sabría que decir.
Todos los Hermanos eran buenos percibiendo cosas, pero quien realmente sabía cómo reaccionar a lo que recibía, era Ella. Siempre Ella. Solo Ella. Mia podía ver la agonía en cada uno de sus amigos, pero no sabía cuál era la combinación mágica de letras que la desvanecería. Mia abrió los ojos con fuerza y paró el parpadeo. Sacó cuaderno y lápiz de la mochila y comenzó a dibujar. Mia debía intentar algo para hacer que sus Hermanos recordaran este día de manera positiva. Algo. Lo que fuera.
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Mia dibujó y dibujó hasta que sus oídos se cerraron, sus ojos se enfocaron y sus labios se curvaron. Frente a ella ya no estaban tres chicos perdidos en sí mismos, frente a ella estaba Johan hecho bola en el suelo de la habitación de Ella. Estaba Rique diciendo frases cursis, y estaba Ted insistiendo en una broma tonta. También estaba Mia harta de verlos a ambos diciendo estupideces a las siete de la mañana, y finalmente estaba Ella que los admiraba a todos con una sonrisa y les seguía el juego con toda sinceridad.
“Hermanos…”, dijo Mia posando el dibujo al final de la mesa donde todos lo pudieran ver. “Hoy fue un día muy largo. Elijamos un solo momento para recordarlo”.